¿Cómo puede servir eficazmente a la causa
de la paz en el mundo una religión tan rotunda como la cristiana? Jesús exige
para quienes quieran seguirle una radicalidad que sólo puede reclamar Dios
mismo. La adhesión a su Persona supone la postergación a un segundo plano de
cualquier otra relación contraída anteriormente: los padres, la casa, las
posesiones, los antepasados, la patria, el honor y hasta la propia vida. Se
trata de un seguimiento a la Persona de Cristo en toda su peripecia
humano-divina, es decir, en todo su camino hacia la Gloria pasando por la Cruz.
No basta, por tanto, decir ¡Señor,
Señor! (Mt 7, 21), ni tampoco hemos comido y hemos bebido contigo, y has
enseñado en nuestras plazas. (Lc 13, 26). Nos quedamos fuera si intentamos
separar la Persona y el Acontecimiento (Misterio Pascual), si nos quedamos con
una simpatía lejana hacia nuestro Salvador sin acompañarle en la Cruz. Ser
cristiano es pertenecer a Cristo, es vivir y morir con Él, para resucitar con
Él. Los cristianos palestinenses conocieron en una medida heroica lo que
significa se cristianos al formar parte de una nación que mayoritariamente
rechazó al Enviado de Dios. De un modo
colectivo siguieron el camino del Maestro y fueron azotados en las sinagogas.
Ellos fueron los primeros en hacer realidad las bienaventuranzas. Desde
entonces, en cada generación, se repite la muerte y la resurrección del Señor.
El Papa Juan Pablo II ha recordado al mundo, con ocasión del Jubileo del 2.000,
que sólo en el siglo XX han sufrido el exterminio por razón de su fe un número
de santos mártires que supera al de los 19 siglos anteriores.
No debe ser el martirio cruento la situación normal de los cristianos; hay
que procurar que no lo sea nunca, apelando a la conciencia de los hombres de
buena voluntad. Ni siquiera es lícito buscarlo directamente, ni siquiera con la
intención de despertar la conciencia dormida de una mayoría de cristianos
tibios próximos a la apostasía (como lo intentaron una oleada de mártires en la
Córdoba musulmana del siglo IX). El martirio es el máximo don concedido por el
Señor a sus elegidos; algunos se sienten movidos a pedir esa gracia; otros no;
pero, en todo caso, la disposición al martirio, si así Dios lo dispone, sí que
es constitutivo esencial de la vocación cristiana y el Sacramento de la
Confirmación resella el espíritu para recibir ese don, en caso necesario. Hay,
en cambio, otro martirio al que estamos
llamados todos y, muy especialmente en estos tiempos: Juan Pablo II le
llama el martirio de la coherencia en medio de una sociedad fuertemente
secularizada y, no pocas veces, impugnadora de los valores cristianos.
En esta posición de coherencia con el
Bautismo hay que poner y reponer siempre
la voluntad de no idolatrar a ninguna criatura; sólo así se puede
llegar, por la acción de Cristo y su Espíritu en el corazón del hombre, a amar
con ternura a este mundo y a todos los miembros de la familia humana. En los
primeros tres siglos, dice Bruno Forte,la Iglesia se presenta a la historia
como fermento y como comunidad alternativa: la civilización clásica vive
respecto a ella una crisis inicial de defensa y de rechazo.[1]
Hay mucho de verdad en esta frase porque, en efecto, lo que más inquietaba al
mundo clásico era el rechazo cristiano de toda idolatría rendida al Estado (que
comprendía el Imperio, el Emperador, el culto imperial), a cambio de una
actitud de lealtad sincera a la patria, a las leyes, a los demás ciudadanos.
Con todo, no parece que la comunidad cristiana se haya entendido a sí misma
como un sociedad alternativa frente a la sociedad predominante, porque carece
de elementos para ello y no entra en la voluntad de Cristo que así sea. Jesús
envió a anunciar el Evangelio a todas las naciones (Mt 28, 19), pero no envió
a los Apóstoles a constituir naciones
nuevas, de nuevo cuño, sustituyendo a las ya existentes, sino a evangelizarlas
. Es verdad que la comunidad cristiana palestinense alcanzó un grado de
organización temporal notable porque
la multitud de los creyentes no tenía sino un solo corazón y una sola alma.
Nadie llamaba suyos a sus bienes, sino
que todo era en común entre ellos (Hechos, 32). Ese aspecto material de
la koinonía o comunión llevaba a límites de utopía terrena: No había entre
ellos ningún necesitado, porque todos los que poseían campos o casas los
vendían, traían el importe de la venta, y lo ponían a los pies de los
apóstoles, y se repartía a cada uno según su necesidad (34-35). La misma
institución de los diáconos provocada por una queja de la comunidad cristiana
de habla griega frente a los de habla hebrea (aramea, en realidad) porque era
peor la atención a sus viudas, deja ver un servicio asistencial completo
(Hecho, 6, 1-5). Aquella comunicación de bienes materiales ha constituido un
modelo de referencia permanente para muchas iniciativas posteriores en la vida
religiosa e, incluso, en utopías políticas modernas. Sabemos que la Iglesia
nunca confiscó los bienes y que respetó siempre la propiedad privada. Cuando
Pedro reprende a Ananías hasta el punto de castigarlo con la muerte, deja en
claro que pudo haber vendido aquél campo o no haberlo vendido y que, una vez
vendido, el precio quedaba en sus manos; lo que el Apóstol condena en Ananías y
en Safira, su mujer, es el pecado de simulación ante la comunidad y ante los
Apóstoles (cf Hechos 5, 1-5).
El impulso de desprendimiento y de
generosidad que se dio en aquellos cristianos fue libre , seguramente, azuzado
por una expectativa de cumplimiento escatológico inminente. Pero aquel
planteamiento colectivo tuvo consecuencias negativas, como lo fue su rápido empobrecimiento, hasta el
punto de que San Pablo mantendrá siempre su preocupación por los pobres de
Jerusalén y organizó colectas para socorrerles, exhortando a las comunidades
por él fundadas fuera de Palestina a que vivieran la caridad con sus hermanos
judíos, pero jamás los puso como modelo en este asunto ni impuso una
organización semejante en ninguna de sus Iglesias, aunque ciertamente las
comunidades cristianas reflejadas en las Cartas apostólicas tenían una vida
interna densa. El algunos aspectos podrían asumir espontáneamente funciones de
la sociedad civil, como señala San Pablo en el caso de litigios entre hermanos:
Cuando alguno de vosotros tiene un pleito con otro, ¿se atreve a llevar la
causa ante los injustos, y no ante los
santos? ¿No sabéis que los santos han de juzgar al mundo? Y si vosotros
vais a juzgar al mundo, ¿no sois acaso dignos de juzgar esas naderías? ¿No
sabéis que hemos de juzgar a los ángeles? Y ¡cómo no las cosas de esta vida! Y
cuando tenéis pleitos de este género ¡tomáis como jueces a los que la Iglesia
tiene en nada! Para vuestra vergüenza lo digo. ¿No hay entre vosotros algún
sabio que pueda juzgar entre los hermanos? Sino que vais a pleitear hermano
contra hermano, ¡y eso, ante infieles! (1Co 6, 1-5). Las fronteras entre los
de fuera y los de dentro, entre los santos o los justos y los
infielesestaban bien marcadas; la excomunión de la Iglesia tenía
consecuencias físicas inmediatas: no os juntéis con ellos, ni saludarles,
ni comer con ellos. Sin embargo, nunca ha habido indicios en la Iglesia, en
ninguna época, de querer constituirse en nación, en reino, en estado. Más bien,
la exhortación apostólica dirigida a los fieles ha sido la de obedecer a los
superiores, de respetar las leyes, de rogar por la paz de todos. Las mismas
palabras de Jesús señalan esa actitud de respeto ante la legalidad imperante: Dad al César lo que es
del César (Mt 22, 21). La pretensión contraria sí que ha ocurrido muchas
veces: que poderes temporales hayan querido favorecer, proteger, adoptar la
realidad de la Iglesia como parte
integrante de la vida de una sociedad política. Así, durante siglos, la Iglesia ha vivido en régimen de
cristiandad, hasta tiempos relativamente recientes. Durante siglos, para la
mayoría de los cristianos, el saberse
miembro de la Iglesia no constituía una conciencia distinta a la de ser súbdito
de un príncipe cristiano, ciudadano de una república cristiana, sujeto a leyes
sancionadas por la autoridad eclesiástica. Resulta bastante comprensible que
los grandes teólogos de la Edad Media realizaran una teología asombrosa,
siempre pensada y vivida in Ecclesia, in fide Ecclesiae y, sin embargo, no se les ocurría hacer una
reflexión integral y sistemática sobre qué es la Iglesia. Ha sido necesario
un proceso largo de sufrimiento personal y colectivo de muchos cristianos a
través de una secularización de la vida pública y social, casi siempre programado, para que la
Iglesia naciera en las almas (Guardini)
y, en un nivel más reflexivo, la Eclesiología surgiera con vigor en la teología de la Iglesia.
Hoy ha cambiado todo esto en nuestro mundo occidental, heredero, sin
embargo, de la antigua cristiandad. El carácter sagrado de los vínculos
sociales ha sido sustituido, de un modo tenaz, por un entramado de valores que
no tienen referencia explícita a la trascendencia, tales como democracia,
libertad, tolerancia, igualdad, solidaridad, etc. La mayoría de esos valores
han nacido del humus cultural cristiano aunque, paradójicamente, su
implantación en Europa se ha realizado, casi siempre, en un clima de hostilidad
a la Iglesia y también -¿por qué no decirlo?-con resistencia activa de la misma
Iglesia. Actualmente la situación es
completamente distinta; la era constantiniana ha pasado, casi por completo,
en el curso de la historia del mundo occidental; del régimen de
cristiandad quedan en algunas zonas las reliquias del arte, de la arquitectura,
de los signos culturales. La situación
actual de la Iglesia y del mundo en sus relaciones mutuas están muy lejos de ser las de aquella época. El orden político no invoca la fe cristiana
para constituirse en un régimen de convivencia y de actividad económica, de
asistencia a los ciudadanos, etc. El
hueco dejado por la fe cristiana es sustituido por un secularismo al que se
puede describir como un movimiento de ideas y costumbres, defensor de
un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concentra totalmente
en el culto del hacer y del producir; con lo cual, embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el
peligro de "perder la propia alma", acaba por perder el sentido del
pecado. Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre[2].
Un secularismo de esta naturaleza, de por sí, tiende a asfixiar la vida cristiana
de las personas, la misma conciencia moral de los sujetos.
La índole comunitaria de la
salvación (Const. Gaudium
et spes, 32)
El lenguaje
que los pastores (empezando por el Papa) está dirigiendo a sus fieles supone como sustancia de su vida la comunidad
cristiana, es decir, el medio concreto a través del cual viven de Cristo y en
Cristo, ya sea la Iglesia particular, la parroquia, la familia, un movimiento,
un grupo. Resultaría extraña, en cambio, una invocación fraterna, estrictamente
cristiana, aludiendo a la pertenencia a una nación o a otra realidad temporal.
Resulta difícil sentirse interpelado como hijos de la Católica España, como
empresarios católicos o como políticos católicos, aunque perduren esas
expresiones en ciertos ambientes. Estas observaciones no implican ni aplauso ni
lamento, al menos aquí, en estas líneas; simplemente, se trata de la
constatación de una realidad. Hoy no basta una sociología secular para la
identificación profunda y fraterna de
cada cristiano con los demás cristianos. Externamente estamos inmersos en una
atmósfera humana común y debe ser así (cada vez debe ser más así y en
proporciones cada más planetarias), pero la afinidad profunda que procede del
ADN común que es Cristo se da y, seguramente, en un futuro inmediato se dará
entre relativamente pocos. Todo ello nos llevará, como dice Ratzinger, a un
proceso de simplificación que nos consienta distinguir lo que constituye la
viga maestra de nuestra doctrina, de nuestra fe, lo que en ella tiene un valor
perenne. Hablar fundamentalmente de
comunidades cristianas no supone necesariamente una especie de estrategia
teológica para organizar una retirada ordenada en una batalla perdida ante el
mundo. El mismo autor piensa que la Iglesia de masa puede ser algo muy bonito,
pero no es necesariamente la única modalidad de ser de la Iglesia. La Iglesia
de los primeros tres siglos era pequeña, sin por esto ser una comunidad
sectaria. Por el contrario, no estaba cerrada en sí misma, sino que sentía una
gran responsabilidad respecto a los pobres, los enfermos, respecto a todos (Dios
y el mundo). Aquella Iglesia pequeña llegó a ser la gran Iglesia
extendida de Oriente a Occidente y en su seno se dieron cambios que, en parte,
se debieron a una injerencia del Imperio en asuntos eclesiásticos, pero junto a
esto, también se dio un desarrollo homogéneo de elementos germinalmente
contenidos en la Iglesia primitiva. Se dio en la Iglesia un crecimiento organizativo y en formulación
doctrinal de la fe que cuajó en una legítima forma histórica y concreta, en la
cual no se perdió la fisonomía querida por Cristo, sino que se afirmó. Es muy
necesario recordar esto para no caer en la simplificación, casi estúpida, de
afirmar que es bueno demoler la Iglesia heredada para suplirla por otra mejor.
Se requiere un equilibrio de tesis, una síntesis de aspectos parciales, para no
recaer en experimentos que ahora todos lamentamos. La necesidad de poner el acento sobre una eclesiología de
comunidad de comunidades no está en pugna con el respeto y la admiración por
la Iglesia real y legítima. Pablo VI
lo expresó nítidamente en la gran Encíclica Ecclesiam Suam : No
nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que se ha hecho
amplio y majestuoso para la gloria de Dios, como magnífico templo suyo, a sus
iniciales proporciones mínimas, como si aquellas fuesen las únicas verdaderas,
las únicas buenas; ni nos ilusione el deseo de renovar la estructura de la
Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera aquella expresión
eclesial que surgiera de ideas particulares fervorosas sin duda y tal vez
persuadidas de que gozan de la divina inspiración, introduciendo así
arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el diseño constitutivo de la
Iglesia. Hemos de servir a la Iglesia, tal como es, y debemos amarla con
sentido inteligente de la historia y buscando humildemente la voluntad de Dios,
que asiste y guía a la Iglesia, aunque permite que la debilidad humana
obscurezca algo la pureza de sus líneas y la belleza de su acción. Esta pureza
y esta belleza son las que estamos buscando y queremos promover (n. 17).
En la Carta programática Novo milennio
ineunte, Juan Pablo II señala a las Iglesias
locales como marco preciso para establecer aquellas
indicaciones programáticas concretas objetivos y métodos de trabajo, de
formación y valorización de los agentes y la búsqueda de los medios necesarios
que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades
e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evangélicos en la
sociedad y en la cultura (n. ). Junto ello, el Papa propone como
tarea para el nuevo milenio hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la
comunión; para ello los espacios de comunión han de ser cultivados y
ampliados día a día, a todos los niveles, en el entramado de la vida de cada
Iglesia (n. 45). Esta perspectiva conecta con la experiencia de las
comunidades cristianas apostólicas que, necesariamente, de un modo u otro, han
encontrado un eco en todas las actividades genuinamente apostólicas de todos
los tiempos. Cuanto más auténtico es el vínculo cristiano y espiritual que une
a las personas menos relevancia tienen las demás vinculaciones de orden
terreno. En su interesantísima biografía de San Josemaría Escrivá, A. Vázquez
de Prada aporta infinidad de detalles sobre los espacios de comunión que, sin
más artificio que la santidad, creaba el Fundador del Opus Dei a su alrededor.
En medio de la opresora crispación política del país, aquel
ambiente era un remanso de alegría y de paz, tan de agradecer como el
maravilloso hallazgo de un oasis en el desierto. Conocedor de los exaltados ímpetus
juveniles, desencadenados en esa triste circunstancia de la historia española,
don Josemaría anotó en una catalina lo que era necesario corregir y lo que era
preciso inculcarles:
Para el espíritu de la o. de San Rafael[3]: no se permita a los chicos que discutan sobre asuntos políticos en nuestra casa: hacerles ver que Dios es el de siempre, que no se ha cortado las manos: decirles que el apostolado, que con ellos se hace, es de índole sobrenatural: traer muchas veces a cuento la presencia de Dios, en conversaciones particulares, en las charlas comunes, y siempre: hacerles católico el corazón y el entendimiento.
A comienzos de 1935 José Luis Múzquiz, un estudiante de Ingeniería, tuvo una entrevista con don Josemaría: «Me expuso brevemente dice José Luis lo que hacía la academia DYA. Cómo, sin fundar ninguna asociación nueva, trataba de formar buenos cristianos instruyéndolos e induciéndolos a ser consecuentes con su nombre e ir formando, poco a poco, a otros jóvenes que quisiesen prestarse a esta formación. Me dijo que había en las charlas o círculos, jóvenes de todas las regiones de España, estudiantes en Madrid; y de todas las tendencias y partidos políticos, pero que en los círculos no se preguntaba a nadie a qué partido pertenecía»[4] .
La división , que no la variedad, fue
desde el primer momento el mayor daño para la comunidad cristiana; lo fue y lo
seguirá siendo siempre. Yo soy de Pablo. Yo de Apolo. Yo de Cefas. Yo de
Cristo. ¿Está dividido Cristo? ¿Acaso
Pablo fue crucificado por vosotros o fuisteis bautizados en el nombre de
Pablo? (Co 1, 12-13). La unidad más
profunda que pueda darse entre Personas se da en la Santísima Trinidad, donde
cada divina Persona es una referencia pura al Otro en una donación recíproca
sin residuo alguno. Los hombres
estamos llamados por Dios a vivir en una familia donde las relaciones
interpersonales sean un reflejo de las relaciones interpersonales que se dan en
la Trinidad. Esta realidad sólo es posible en Cristo, viviendo en comunión con
Cristo; sólo así podemos llegar a ser
personas en plenitud porque la persona
es el 'prosôpon'', vuelto hacia los ojos de otro[5].
Sólo buscando el rostro de Cristo podemos encontrarlo como Quien nos mira y
en ese encuentro de miradas se desvela un poco el misterio de nuestra condición
humana. Por añadidura, a través de Cristo, y sólo a través de Él, llegamos al
fondo de quienes son los demás seres humanos.
De la coincidencia en ese encuentro único nace lo más genuino de una
comunión cristiana, realidad inefable que en la tierra vislumbramos de modo
imperfecto e inestable, anticipo del Cielo. ¿Es posible preservar esa
coincidencia única en un estado puro, incontaminado de otras coincidencias que
ni vienen de Dios ni llevan a Dios? ¿Cómo conseguir que sólo se incorporen a
esa coincidencia básica otras coincidencias humanas purificadas por la gracia,
como puedan serlo el matrimonio, la familia, la patria, la amistad
desinteresada? Se trata de una tarea difícil, que exige vigilancia y enmienda
cuantas veces sea necesaria. Las divisiones en el seno de la comunidad
cristiana han nacido siempre de un desorden en el interior de las conciencias,
quizá en un principio no captado con suficiente claridad. Si se antepone a
Cristo y a su Iglesia cualquier otro tipo de coincidencia como puedan serlo la
estirpe, la raza, nación, las
tradiciones particulares, la ideología política, los intereses económicos y
otros muchos vínculos humanos, entonces comienza un proceso de corrupción en el
nosotros genuinamente cristiano y ese proceso, si no es advertido y
rectificado, desemboca en un extrañamiento recíproco de facciones antagónicas
que, quizá originariamente, fueron cristianas; así nacen los vosotros del
reproche, del rencor, del rechazo o del odio; se hacen realidad las palabras
del Salmo: para mis hermanos soy un extranjero, un desconocido para los hijos
de mi madre (Sal 69, 9). Tal vez sea
ésta la situación real de una gran masa de población poscristiana, fragmentada,
dispersa, formateada y manipulada por poderes mediáticos ajenos a la guía de
los Pastores de la Iglesia. La
espiritualidad de comunión, a la que se refiere Juan Pablo II con
frecuencia, tiene mucho que ver con una tarea de recuperación de espacios de
comunión limpios, claros, capaces de sobreponerse a las divisiones humanas y
con suficiente energía espiritual para crear una cultura de la vida, de la
convivencia pacífica, del trabajo; espacios de comunión desde los cuales se
perciba con nitidez la distinción entre los derechos y
obligaciones que les corresponden por su pertenencia a la Iglesia y aquellos
otros que les competen como miembros de la sociedad humana (Const. Lumen
gentium 36); espacios de comunión
en los que se viva profundamente la pertenencia a la Iglesia, sin
pretensiones de acción política o económica. La política y los negocios se
deben hacer desde otras plataformas, en las cuales cristianos, junto a no
cristianos, podrán contribuir a una cultura común en la que las religiones sean
consideradas de un modo positivo en la vida pública. Si hoy se percibe un
consenso casi universal sobre el valor de la democracia- ha escrito el Papa-,
esto se considera un positivo "signo de los tiempos", como también el
Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la
de democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve:
fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona
humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como
considerar el "bien común" como fin y criterio regulador de la vida
política[6]
Mi
Reino no es de este mundo (Jn 18), dice el Señor. Y la Iglesia no se
identifica con ninguna realidad terrena, porque Ella misma es el germen del Reino, que está dentro de vosotros
(Lc 17, 21) y crece de un modo misterioso en este mundo, al que hemos de amar
ciertamente, pero sin la superstición de creer que de él saldrá el Reino,
porque la nueva Jerusalén bajará del cielo del lado de Dios, ataviada como una
novia que se engalana para su esposo (Ap 21, 2).
Jorge
Salinas Alonso
2.12.02
Adviento
del Señor
[1] Bruno Forte: La Iglesia de la Trinidad, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, p. 293)
[2] Juan Pablo II, Exh.Apost."Reconcilatio et Poenitentia", 18.
[3] Hay que advertir que o. de San Rafael es el modo abreviado de escribir la Obra de San Rafael que en la mente del Fundador del Opus Dei comprende el conjunto de actividades dirigidas a formar a la juventud
[4] Andrés Vázquez de Prada: El Fundador del Opus Dei, t. I, Rialp, Madrid, 1997, pp. 559-560..
[5] Tillard J.-M. R.: La Iglesia local,Ed. Sígueme, Salamanca 1999, p. 152
[6]
Juan Pablo II: Enc. Evangelium vitae , n. 70