APTITUD DEL PENSAMIENTO Y EL LENGUAJE HUMANOS, CULTURAL E HISTÓRICAMENTE CONDICIONADOS, PARA EL “INTELLECTUS FIDEI”, SEGÚN LA ENCÍCLICA “FIDES ET RATIO”.

 

 

Joaquín FERRER ARELLANO

 

 

            La teología fundamental debe proponerse diversos cometidos que expone el número 67 de la “Fides et Ratio”, con vistas a facilitar a la razón humana “una vía realmente propedeútica a la fe, que pueda desembocar en la acogida a la Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía”, a modo de “preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el camino a una razón que busca sinceramente la verdad”. Tratamos aquí de uno de ellos que apenas ha sido tenido en cuenta por la mayor parte de cultivadores clásicos de esta disciplina. (De los demás me he ocupado en otro artículo[1]) A saber: de “la aptitud del lenguaje humano para hablar de forma significativa y verdadera  incluso de lo que supera toda experiencia humana” (es decir, según el contexto, al misterio de Dios autocomunicado en el Espíritu en la historia salvífica que culmina en Jesucristo, vivo en la Iglesia, que es su “pleroma”), sin que sea óbice su relación con las culturas que lo condicionan y de las que es, también, expresión.

            Sobre este tema, al Encíclica ofrece unas observaciones de gran interés que voy a glosar aquí.

 

                “Se puede tal vez objetar que en la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la ayuda de otras formas de saber humano, como la Historia, y sobre todo, las ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos. Algunos sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación entre fe y culturas, que la teología debería  dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.

                Estas observaciones, presentes ya en las enseñanzas conciliares, tiene una parte de verdad. La referencia a las ciencias, útil en muchos casos, porque permite un conocimiento más completo de objeto de estudio, no debe, sin embargo, hacer olvidar la necesaria mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas. Debo subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando la tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe. Además, no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico permite discernir, tanto en la diversas concepciones de la vida como en las culturas, no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva (Sto. TOMÁS de A. De Coelo, I. 22). Sólo la verdad, y no las diferentes opiniones humanas, pueden servir de ayuda a la teología. (n. 69).

 

            Veamos cómo, en efecto, tanto la dimensión cultural, social e históricamente cambiante de la razón humana como la expresión lingüística por aquélla condicionada, no es óbice para un encuentro con Dios en la fe, expresable en un lenguaje significativo, expresivo de un saber religioso  en general (y teológico en particular) universalmente verdadero; y cómo deben superarse los prejuicios excluyentes de la metafísica propios de una difusa mentalidad cerradamente “inmanentista” y “ciencista”, que conducen a un axfixiante relativismo de la verdad y a un nihilismo al que hace referencia la encíclica en los nn. 46 y 90 (amplia y agudamente comentados por el prof. V. Possenti)[2].

 

 

            I. DIMENSIÓN SOCIOCULTURAL E HISTÓRICA DL CONOCIMIENTO HUMANO

 

            Una consecuencia de la socialidad propia de la constitutiva dimensión coexistencial de la persona humana, fundamento de la vida social -que he estudiado en otro lugar-[3], es su reflejo en la dimensión social e histórica del conocimiento humano -que tiene su expresión en el lenguaje (religioso-teológico, en el tema que nos ocupa)- y consecutivamente en su comportamiento. (Sobre este tema véase los nn. 70 y 71 de F. R.)

            X. ZUBIRI ha estudiado con agudeza –muy superior, a mi juicio, a los AA que cita y recomienda el Papa, en ese mismo contexto del capítulo VI, titulado “Interacción entre filosofía y teología[4]- la estructura del influjo de la cultura "ambiental" de un medio social -que él llama apoderamiento de la verdad pública en la inteligencia de los hombres en él inmersos- en tres momentos estructurales: instalación, configuración, y posibilitación.

            La cultura dominante del medio social transmitido por tradición “se impone” a las personas miembros de una determinada colectividad, en forma de "hexis" dianoética (hábito intelectual fundado en el hábito entitativo de la socialidad), a todos común, que[5]: "les instala en un "mundo tópico" anónimo e impersonal[6]; les configura prestándoles una común mentalidad ("forma mentis") que tiene su expresión en el lenguaje -con el que forma una unidad estructural- posibilitándoles tal selección y tal peculiar forma de articulación originaria (presistemática) de objetivaciones, y una peculiar visión del mundo históricamente cambiante. Equivale al espíritu objetivo (de Hartmann) o la "Welstanschaung" pública: la visión común del mundo en un determinado medio social -toto coelo diverso del "espíritu objetivo" de Hegel-, que le es transmitido de unas generaciones a las siguientes por la tradición, categoría clave en Zubiri para entender la historia.

 

      Para HEGEL, la historia y la sociedad entera, el espíritu objetivo, va pasando sobre los individuos y los va absorbiendo; va dejando de lado lo que hay en ellos de pura naturaleza absorbiendo tan sólo su recuerdo. Pero como observa justamente Zubiri, en primer lugar "no es verdad que el espíritu objetivo sea una "res" sustantitiva. Es algo de una "res", el hombre, pero no es por sí mismo una "res", ni en el sentido del realismo social de Durkheim, ni mucho menos en el sentido de esa especie de metafísica sustancialista del espíritu objetivo. Hegel ha convertido en sustancia y en potencia de esa sustancia lo que no son sino poderes y posibilidades".

      En segundo lugar, "el espíritu objetivo no tiene razón alguna; la razón no la tienen más que los individuos (...). No se trata, pues, del intelecto ni aun de la razón, si se quiere emplear el término de Hegel (vernunft), sino del haber del intelecto y de la razón. Dicho en otros términos, el espíritu objetivo no es "mens", pero es mentalidad; forma mentis (...). La mentalidad no es un acto de pensamiento; es el modo de pensar y el modo de inteligir que cada cual tiene, precisamente afectado como modo por los demás. Ahí está el momento formal de la héxis (habitud -hábito dianoético-). El haber en el orden del intelecto es lo que constituye la mentalidad. La mentalidad es los modos de pensar y entender que tiene cada una de las mentes en tanto que formalmente aceptados por los demás. La mentalidad es, pues, aquél modo por el que yo estoy afectado por el haber humano que me viene de fuera".

      Los propios modos de sentir y de pensar una vez exteriorizados (por la mediación del "espíritu objetivado" (HARTMANN) en expresiones culturales) pasan a formar parte del acerbo que encuentra el hombre del haber puramente humano. En este caso, la forma como formalmente existe no es mentalidad; es algo más: es tradición en el sentido etimológico de dar, entregar. El hombre vertido a los demás se encuentra no sólo con un haber en forma de mentalidad; se encuentra también con un haber en forma de tradición, pero tradición estrictamente humana.

      Toda tradición, por muy antigua que sea, es constitutiva para el que la recibe en el momento de la traditio; pero a su vez ese momento constituyente remite a otro momento constituyente anterior, y por eso la tradición en su constitución misma es ya continuativa y prospectiva. (...) La tradición en su dimensión prospectiva no afecta necesariamente a su propio contenido como realidad; afecta formalmente a las posibilidades que el contenido de la tradición otorga al hombre que se enfrenta con ellas.

 

                Las tres dimensiones: la constitutiva, la continuativa y la prospectiva son tres dimensiones de este fenómeno único que es la traditio (ZUBIRI los pone en relación con las tres generaciones que conviven en cada momento histórico que en fecunda inter-relación constribuyen al cambio histórico de mentalidades y de sus expresiones culturales)

 

 

            Cada animal infrahumano comienza su vida en cero; solamente hay transmisión de ciertos tipos de vida unívocamente determinados por factores orgánicos, por ejemplo, la vida en el agua, en el aire, el ser roedor, etc. De ahí su carencia de tradición y por tanto de la historia. Pero gracias a estar vertido en la realidad -escribe Zubiri en su peculiar terminología-, el hombre llevará una vida no enclasada sino abierta a cualquier realidad. Para ello no basta con que cada hombre reciba una inteligencia sino que necesita que se den a su intelección misma formas de vida en la realidad. El hombre no puede comenzar en cero.

            La tradición no es mera transmisión. La mera transmisión de vida del viviente tiene lugar transmitiendo los caracteres específicos y por tanto, la actividad vital. No transmite, pues, sino la "fuerza" de la vida. Pero en la tradición se transmiten usos, costumbres, maneras de vivir y de pensar de un medio cultural (Cfr. FR, 31 y 32). Son <<las formas de vida fundadas en hacerse cargo intelectivamente de la realidad; formas, por tanto, que carecen de especificidad determinada de antemano, y que en su virtud no se transmiten por el mero hecho de que se haya transmitido la inteligencia; sólo se puede transmitir por entrega directa, por así decirlo, por un tradere. La tradición es continuidad de formas de vida en la realidad, y no sólo continuidad de generación del viviente>>[7].

 

            La historia es, precisamente, esta transmisión tradente, sobre todo de una generación a otra. Toda tradición, aun la más conformista, envuelve un carácter de novedad. Los que han recibido una tradición tienen, en efecto, un carácter que no tenían los hombres anteriores porque, aunque vivan lo mismo que estos últimos, el mero hecho de esta "mismidad", el mero hecho de la repetición, ha orlado con un nuevo carácter la vida de los receptores de la tradición.

 

            Lo que la entrega confiere a la inteligencia y la mente entera del hombre es que tenga una precisa forma real propia, una propia “forma mentis” que le hace ver la realidad de determinada manera. Por nacer en determinado momento de la historia el hombre tiene una forma de realidad distinta de la que tendría si hubiera nacido en otro momento. El hombre de hoy no sólo tiene organizada su vida de forma distinta a como la tenía el hombre de hace tres siglos, sino que es en su configuración mental típicamente distinto del hombre de hace tres siglos, o de otra comunidad humana aislada de la suya propia; si bien el mundo tiende (se dice -yo no lo creo: los particularismos van evidentemente, por desgracia a más) a convertirse de manera progresiva en la "aldea global").

            De ahí la importancia en orden al progreso humano -o regreso si se estiriliza en conflicto de contrastación- que tiene la convivencia, en cada momento histórico, de tres generaciones con la lógica diversidad de mentalidades connaturales a la edad biológica.

 

            En la historia el hombre se va haciendo a sí mismo no sólo conforme al esquema filético transmitido por generación biológica, sino también apoyado sobre las posibilidades de realización que recibió de sus predecesores vehiculadas en su génesis filética. El "ad" de la entrega (traditio) de posibilidades de vida no es una relación extrínseca del ser ya constituido sino que es una dimensión formal y estructural suya.

            Son, en efecto, "posibilidades de ser" de las que "está surgiendo" el ser mismo del hombre. Yo soy algo que no sólo voy siendo sino que estoy surgiendo de mi mismo en forma de acrecentamiento o autorrealización perfectiva por apropiación de posibilidades" (hábitos éticos y dianoéticos). Por eso, cada hombre es una personalidad individual, social e históricamente determinada en toda su concreción por cuasi creación de sí propio; cada persona va cincelando su propia personalidad por libre apropiación (progrediente o regrediente) de sus posibilidades vehiculadas por la común "forma mentis", constituida por lo que Zubiri llama formas de vida o espíritu objetivo que se transmiten de una a otra generación[8]. 

 

            Lo que constituye el llamado espíritu objetivo es, por consiguiente, un sistema de posibilidades que están en mí, pero vienen de los otros. Son los demás, en tanto que me fuerzan a apropiarme el sistema de posibilidades -en sentido positivo o negativo- los que permiten y fuerzan a ser cada cual, a forjar libremente por decisión autorrealizadora -según se apropie, por decisión, de unas u otras posibilidades-, su propia personalidad.

 

            La dimensión histórica del hombre, entendida como la sucesiva realización libre de aquellas posibilidades de vida -de perspectivas de comprensión teórica y práctica, en última instancia- del sistema de las mismas que ofrece cada situación (en distensión temporal del pasado a cada nuevo presente) abre, pues, nuevas posibilidades de comprensión de cara al futuro. Con tal fundamento, puede hablarse de una dimensión histórica de la verdad lógica humana, si entendemos el sucederse temporal de las proposiciones judicativas en conformidad con la estructura de lo real, como una articulación de sucesos en los que se van cumpliendo de manera creadora (en cuanto emergentes de la condición libre del hombre) nuevas posibilidades metódicas de intelección, entre aquellas ofrecidas por la cambiante situación que nos configura y es por nosotros configurada. Es decir, si no la consideramos como un mero hecho intemporal de conformidad, sino en su carácter de acontecer incoativo y progrediente en dirección hacia el misterio del ser que se revela en cualquier experiencia humana (ad-aequatio).

            La perspectiva metódica de acceso cognoscitivo a la realidad, es, pues, un hábito intelectual, que está condicionado por la libre aceptación realizadora de alguna entre las varias posibilidades de comprensión que se le ofrecen al cognoscente en su trato con las cosas, con los otros hombres (en la vida social), y consigo mismo, en tal determinada situación histórica (según que se adopte una u otra actitud personal). Es, pues, libre la adopción de una u otra perspectiva metódica o esbozo posibilitante de comprensión con el que sale al encuentro noético de la realidad. Pero el encuentro cognoscitivo así libremente condicionado, es necesariamente uno y solo uno en cada caso: el connatural a la perspectiva metódica propia de la "forma mentis" que la posibilita y tiene su expresión en el lenguaje con el que forma una unidad estructural[9]: nos abre los ojos a unos determinados aspectos de la realidad y nos los cierra para otros; ya nos encamina a la Trascendencia, ya nos obtura la vía noética hacia ellos.

 

            A esa misma dimensión social e histórica del conocimiento humano (que estudia la psicología social) hace referencia la conocida distinción orteguiana entre "ideas" y "creencias" (en el conocido ensayo del mismo título). Las primeras son aquellas que tenemos por descubrimiento personalmente fundado, Las creencias son "ideas que somos" -no vienen dadas como indiscutibles por el secreto influjo de las vigencias sociales e históricamente cambiantes- y desde ellas como a priori cognoscitivo emergen aquellas primeras más o menos condicionadas[10].

            Las primeras son “aquéllas cuyo ser consiste en el hecho de que piensan”. Son ideas que tenemos. Las segundas son ideas que poco a poco, por costumbre, se han hundido en la fuente inconsciente de la vida. Ya no pensamos en ellas, sino que contamos con ellas: "No son ideas que tenemos, sino ideas que somos... son nuestro mundo y nuestro ser". En un libro póstumo sobre Leibniz, Ortega formulará esta distinción fundamental aguda y elegantemente: "Darse cuenta de una cosa sin contar con ella... eso es una idea. Contar con una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de ella..., eso es una creencia".

            La creencia es la categoría fundamental de la interpretación orteguiana de la historia. Los cambios profundos que se producen en la vida histórica y en la cultura no son causados por cambios materiales en la estructura económica -con eso Ortega se opone al Marxismo-, ni tampoco en la vida de las ideas en que se piensa -con eso se opone al idealismo-, sino por cambios en la región más profunda de estas ideas sociales con que contamos sin pensar en ellas y a las que llama Ortega "creencias".

            Así pues el mundo humano, el mundo de las ideas -pero cuya realidad fundamental consiste en un sistema de creencias- continuamente va cambiando. En el decurso de muchas generaciones, estos cambio son más bien superficiales. Pero al fin y al cabo el desarrollo ataca a las raíces de la vida, es decir, a las creencias. El hombre pierde la fe en ellas. Y puesto, que el mundo humano es un mundo de ideas, cuya sustancia es la creencia, perdidas sus creencias, el hombre pierde su mundo y se halla otra vez en el piélago, en un mar de dudas. Se le rompió la barca frágil de la cultura, mediante la cual había sustituido al navío de la naturaleza instintiva.

            La pérdida de un sistema histórico de creencias no es puramente negativa. Se pierde el mundo pasado porque un nuevo mundo, una nueva fase de la existencia humana ya está formándose en la hondura subconsciente de la vida. Como observa agudamente Ortega, el hombre en la crisis no es tanto pobre cuanto demasiado rico:

 

                <<La duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta que punto es creencia. Tanto lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda porque se está entre dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lazan la una a la otra, dejándonos sin suelo bajo las plantas. El dos va bien claro en el du de la duda. El hombre, pues, vive en una situación vertiginosa entre el mundo que ya no existe y otro que todavía no existe. Pertenece a los dos, vive en la contradicción existencial, arrastrado en direcciones contrarias>>. (ibid)

 

            También NEWMAN (cfr. FR, 74) –tan citado y elogiado en la Encíclica- dijo anticipadamente algo parecido a esas creencias orteguianas con la terminología primeros principios de origen social o cultural, en sentido distinto de los axiomas propiamente dichos[11]. (Cf. su Gramar of assent.). La idea fundamental de NEWMAN es que la persona humana, en cuanto humana, coincide con el conjunto de sus "primeros principios". Desde luego que no se entiende esta expresión "primeros principios" en un sentido lógico o metafísico, ya que esos principios no son tanto instrumentos del pensamiento técnico como realidades del pensamiento espontáneo y personal. Hay, no cabe duda, principios generalísimos comunes del pensamiento humano en cuanto tal, pero hay también principios propios a una cultura, una época, una generación. Lo interesante de esos principios es que generalmente son sociales y escondidos, inconscientes. Los primeros principios son los primeros movedores ocultos del pensamiento. No se piensan, pero gobiernan el pensamiento por vía de evidencias que por supuesto no necesitan pruebas. A menudo no son más que prejuicios sociales de una época; prejuicios en los que no se repara porque todos los aceptan tácitamente. He aquí el texto típico de NEWMAN:

 

                <<... En resumen, los principios son el mismo hombre... Están escondidos, por la razón de que totalmente nos absorben, penetrando la vida entera de la mente. Se han hundido en ti; te impregnan. No tanto apelas a ellos, antes bien tu conducta brota de ellos. Y eso es por lo que se dice que es tan difícil conocerse a sí mismo. En otras palabras, generalmente no conocemos a nuestros principios>>. (Ibid)

 

 

            II. APTITUD DEL LENGUAJE HUMANO PARA EL “INTELLECTUS FIDEI”.

 

            Todo eso es muy cierto. Pero no lo es menos que el hombre de hoy no es menos accesible que el hombre del pasado al encuentro con Dios y con la fe. El drama está en que entre Dios que quiere hablar al hombre y el hombre que está dispuesto a escuchar a Dios a menudo, hay algo que obstaculiza la comprensión, por culpa de la pantalla de un lenguaje que no corresponde de modo adecuado (no absoluto) a la experiencia del hombre de hoy, en virtud de diversos factores sociológicos que configuran una "forma mentis" (las "creencias" de Ortega o "primeros principios ocultos" de Newman) cerradamente inmanentista que tiene su expresión en determinado lenguaje contemporáneo de gran vigencia social[12]. Por eso, el gran problema que tiene planteado actualmente la Iglesia, es, como repite a cada paso la Gaudium et Spes, el de conseguir que la palabra de Dios alcance el corazón del hombre de hoy, es decir; que tome contacto con las experiencias humanas fundamentales que le son propias, porque sólo partiendo de ellas se puede establecer para él el encuentro con Dios.

            A mi modo de ver, no debe exagerarse el problema. Corresponde a la razón filosófica tratar, con sus propios recursos, los problemas del ser y del conocimiento, y recoger las grandes intuiciones de la filosofía del ser y –como dice al Encíclica- confrontarlas con la serie de problemas nuevos planteados por la toma de conciencia de la condición sociocultural e histórica del ejercicio del pensamiento. Todo pensador está condicionado por una cultura y un lenguaje. Pero estas condiciones no son los elementos que determinan el contenido del la verdad del saber (Cfr. FR, 95 y 96). En relación con el aspecto metafísico y religioso -que aquél posibilita- en que se basa este último, los hechos sociales, culturales y lingüísticos tienen valor de instrumentos, y han de ser tomados reflexivamente como tales[13].

            El paso del mensaje perenne de Cristo de un lenguaje a otro, es un problema que ya ha sido planteado en varias ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia. Más concretamente fue planteado ya en los orígenes de la Iglesia, cuando está trató de pasar de una estructura lingüística semítica, la del hebreo y del arameo, en la cual había sido pronunciado en un principio el mensaje evangélico, a la estructura y lenguaje helenísticos (cfr. FR, 72). Evidentemente, esto creaba inmensos problemas, ya que suponía una mutación esencial del lenguaje cristiano. Sin embargo, esto no impidió que se produjese perfectamente la continuidad entre aquél primer cristianismo expresado en raíces semíticas, y el subsiguiente cristianismo helénico. La unidad del contenido de adhesión de la fe se mantuvo permanente a través de las vicisitudes que llevó consigo el revestimiento que este mensaje recibió al pasar de una estructura a otra (Cfr. FR 85, y 97). Afirmar lo contrario es delirar. Lo han negado numerosos autores tan listos como superficiales (disculpables por el nominalismo subyacente en la "forma mentis" de numerosos "ilustrados", víctimas de una "modernidad" postcartesiana (Cfr. FR, 5 y 46) que, con el subjetivismo inmanentista luterano -para desgracia de Occidente-, triunfó con las armas en Westfalia)[14]. La Encíclica se lamenta del giro inmanentista postcartesiano de la razón, que –desvinculada progresivamente de la Revelación- dio origen a la llamada “modernidad”, hoy en fase  acelerada de derribo, a la que sucede el pensamiento débil de la postmodernidad. “Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae con el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motiva a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser”. (FR, 47).

            Es evidente que encontramos dificultades de un lenguaje que se apoya en una civilización y en una cultura ya superadas, pero esto en ningún modo quiere decir que las realidades expresadas a través de este lenguaje no sigan siendo hoy las mismas de ayer. Estamos entrando en un nuevo tipo de civilización, profundamente modificado por los avances de la ciencia, por la evolución de la sociedad, lo cual implica un nuevo cambio de lenguaje para el mensaje cristiano, es decir, al descubrimiento del lenguaje propio del hombre de nuestros días. Pero no por ello ha cambiado nada en absoluto en las estructuras del espíritu ni en las estructuras de lo real, y desde este punto de vista el lenguaje acerca de Dios, y el mensaje cristiano tampoco tiene que cambiar nada en su sustancia, por el hecho de que se esté produciendo esta mutación lingüística y cultural de verdadero cambio epocal.

            En esta cuestión del lenguaje, hoy nos encontramos con algunas corrientes[15], como el estructuralismo, que van mucho más lejos, y establecen unos vínculos tales entre los lenguajes y las realidades, que se daría un cambio tanto de aquellos cómo de estas de suerte que habría una casi impenetrabilidad entre culturas y lenguajes diferentes, y en consecuencia (FR, 84), se daría una especie de mutación que afectaría no sólo a las palabras sino también a las cosas, según la expresión que usa en su libro el estructuralista Michel de Foucault[16].

            Hay subordinación de las palabras a las cosas y no al revés. Lo que se da en primer lugar son realidades. Estas realidades son permanentes. Sin duda que siempre son expresadas de un modo imperfecto, incompleto según formas de expresión cultural a través de las palabras. Pero hay que decir que lo que ahí importa son las realidades que se quieren alcanzar fundamentalmente por las palabras, mucho más que los vocablos, que no son más que los instrumentos de expresión de esta realidad. La inteligencia capta directamente la realidad, y los vocablos no son más que los instrumentos a través de los cuales ella sabe expresar esta experiencia.

            La inteligencia humana posee la capacidad ontológica de alcanzar el ser en sí mismo que es connatural al hombre, la idea de la muerte de la metafísica está desprovista de sentido (FR, 6 y 27 a 30)[17] . Ella es la condición de posibilidad de cualquier lenguaje, que expresa en perspectivas diversas pero convergentes y complementarias, la dimensión representativa de los conceptos de la experiencia óntica, que hace posible la experiencia ontológica del "ser del ente". De lo que hay que hablar es del fenómeno cultural del "olvido del ser", del que se lamentaba M. Heidegger, que -pese a sus esfuerzos- no logró recuperar[18].

 

            El influjo del espíritu objetivo de nuestra época -al menos en Occidente- tiende a dictar su tiranía -su ley tópica- instalándonos en una situación despersonalizada del hombre-masa (se habla de crisis de la intimidad, a la que no es ajena la tecnificación. Es al famoso "das man" de Heidegger[19] que caracteriza la “existencia inauténtica”). Tal situación, al impedir la actitud personal de amor trascendente llamado dilección benevolente -el don de sí, sólo posible en quién es dueño de sí- de la que emerge, por connaturalidad, la experiencia originaria del Dios trascendente como fundamento, conduce a un ateísmo práctico que ordinariamente desemboca en una absolutización o divinización de algún valor intramundano centrado en el yo. (Más adelante volveremos sobre el tema). El hombre, en efecto, -peregrino del Absoluto- si se cierra a la trascendencia donde verdaderamente se encuentra el absoltamente Absoluto, se ve impulsado por la constitutiva apertura trascendental de su espíritu al valor absoluto del ser (finito capaz de la infinito) a absolutizar lo finito y relativo. El ateísmo tiende a absolutizar el mundo, lo diviniza (tras haber negado -tal es su positiva función purificadora- a una figuración antropomórfica de la Trascendencia), en un mito de sustitución idolátrico.

            Ser vitalmente teista, en nuestro tiempo -y en nuestro "mundo" socio cultural-, es por lo general un problema de personalidad: de rebeldía ante el influjo tiránico, despersonalizante, de la mentalidad pública, originada por nuestro espíritu objetivo ambiental (das man) cerradamente inmanentista. Es preciso ir contracorriente, en una actitud cifrada en aquel supremo coraje que es necesario para evadirse de la instalación en un cómodo anonimato egoísta e inauténtico, y adoptar así la más auténtica de las actitudes: la actitud supremamente personal que hace posible el encuentro de la propia intimidad, paradójicamente, en la entrega confiada al otro que yo, -al Alter Ego Trascendente en última instancia- en una común tarea de autorrealización cuasi-creadora. Actitud, en suma, de valentía, que se sobrepone al vértigo miedoso ante la silente invocación del Absoluto que insta a la magnanimidad de una vocación de plenitud y -con ella- a la superación de la angustia ante la propia finitud más o menos inauténticamente reprimida en la huida miedosa que ahoga la llamada a la plenitud personal en comunión con El, a que invita a cada uno por su propio nombre, en la autocomunicación en la historia salvífica del Dios trino de la revelación cristiana.

 

            Aunque la mayoría de las personas de nuestro tiempo -dice el sociólogo Peter Berger- viven lo mejor que pueden ahorrándose los interrogantes metafísicos, puede experimentar, de hecho -como ocurre con frecuencia creciente en las crisis personales, las situaciones límite” de Jaspers (Cfr. C. III, III, b) y socioculturales- la existencia de otra realidad, mucho más poderosa, cuando se rompe “el mundo que da por sentado”. “La ruptura de las estructuras vitales -explica Berger- y de pensamiento que se daban por sentadas abre posibilidades previamente impensables, incluyendo la posibilidad de la fe religiosa. Esto podría afirmarse de un modo más tajante, diciendo que la trascendencia  se hace, en esa situación, visible a través de la ruptura de la realidad ordinaria, que rasga el tejido de lo ordinario. En ocasiones será una catátrofe individual o colectiva (muerte, enfermedad, etc); pero aun en las vidas que parecen muy normales habrá momentos en que la realidad que se da por sentada se conmocione de manera súbita. En tales rupturas de la realidad ordinaria se insinúa una realidad trascendente como “signos de trascendencia”, “rumores de Dios”en el mundo y mensajeros de su presencia entre nosotros; por eso nos provocan a un tipo de experiencia cuyo contenido es el otro reverso de la realidad, aquel orden numinoso y sagrado donde Dios inhabita.

 

      Peter Berger describe agudamente algunos signos de trascendencia en el universo humano: “Las señales que podemos encontrar en la vida ordinaria de cada día son de una importancia decisiva: el reiterado e intenso deseo que experimentan los seres humanos de encontrar un orden significativo dentro del mundo, desde las superestructuras más elaboradas por las grandes mentes hasta la seguridad que da una madre a su hijo asustado; las redentoras experiencias del juego y del humor; la capacidad de esperanza, imposible de erradicar; la abrumadora convicción de que ciertos actos humanos merecen una condena absoluta, y la convicción contraria con respecto a la bondad absoluta de determinadas acciones humanas; la, en ocasiones, abrasadora experiencia de la belleza, tanto en la naturaleza como en las obras del hombre, y muchas otras señales que podrían enumerarse con facilidad. Todas ellas, aunque en muchos casos son muy corrientes y casi nunca se perciben como sobrenaturales, apuntan  hacia una realidad que está situada más allá de lo corriente; el orden que mi espíritu impone al mundo se propone implantar un orden que está allí antes de que mi espíritu empezase a elaborarlo. Si mi juego o mi broma pueden superar temporalmente las dimensiones trágicas de la condición humana, podré vislumbrar la posibilidad de que la tragedia no constituya necesariamente el factor último, o el más importante, que corresponda a dicha condición. Si puedo tener esperanza incluso frente a la muerte, como mínimo podré pensar que la muerte quizás no constituya la última palabra acerca de mi vida. Y así sucesivamente[20].

 

            Según afirma acertadamente este conocido sociólogo, si los signos de la trascendencia han pasado a reducirse a débiles rumores apenas en nuestra época, cabe todavía hacer algo: ponerse a explorar esos rumores y quizá seguir su rastro hasta la fuente desde donde brotan. El redescubrimiento de lo sobrenatural significará, ante todo, una recuperación de nuestra capacidad de percepción de lo real, no será solamente una superación de la tragedia. Quizá, más exactamente, será una superación de la trivialidad del relativismo postmoderno autometafísico y del excluyente “cientifismo” que le es concomitante. Con esta apertura a los signos de la trascendencia se redescubren las verdaderas proporciones de nuestra experiencia[21]

 

 

 

 

 

 

            III. LA DEFORMACIÓN DEL CIENTIFISMO DE LOS “SABIOS ESCLUSIVOS”.

 

            Es frecuente hoy una peculiar "forma mentis" que constituye una deformación a la que es proclive el científico (en el sentido de que suele hablarse coloquialmente de "mental deformación profesional") y -por el contagio inducido por un falso prestigio mitificador difundido en amplios estratos de nuestra civilización tecnificada (la que suele considerarse "desarrollada" con una valoración superficialmente unidimensional)-. En este segundo sentido, suele hablarse de la mentalidad "ciencista", que obstaculiza a muchos espíritus que nada tienen de científicos, en "nombre de la ciencia de falso nombre" (1 Tim 6, 20), el espontáneo conocimiento originario de Dios, como Fundamento propio de la experiencia religiosa fundamental -y de la experiencia originaria de los valores morales connaturales al hombre- que abren el horizonte de la fe religiosa. A este tema hace referencia la Encíclica en los pasajes antes citados (cfr. también n.46).

            Es un hecho que el científico sucumbre fácilmente a la tentación de pensar que la única especie de conocimiento racional auténtico de que el hombre es capaz es la propia de la ciencia, la de sus peculiares métodos de observación y medida de los fenómenos (Cfr. FR, 88). J. Maritain ha calificado de sabios "exclusivos" a aquellos científicos que, llevados de sus convicciones positivistas, rechazan toda la fe religiosa, salvo quizá aquella forma de religión atea construida en forma de mito, tal como la religión de la humanidad, que su gran pontífice Augusto Comte concebía como una regeneración positiva del fetichismo, o como la religión sin revelación de Julián Huxley, que considera a sí mismo como un producto del método científico[22].

            Según Maritain –nominalmente citado y puesto como modelo en la Encíclica-, los que él califica de sabios "liberales", a saber, los que están dispuestos a tomar en  consideración una captación racional de inteligibilidades que trascienden a los fenómenos (tales como Sir Hugh Taylor, Niels Bohr, Oppenheimer, Heisenberg), suelen creer todo lo más en una inteligencia todopoderosa que gobierna el Universo, concebida generalmente a la manera estoica, como el orden mismo inmanente al Universo. Es raro que crean en un Dios personal; y cuando creen en El, es en virtud, frecuentemente, de su adhesión a algún credo religioso -sea como un don de la gracia divina, sea como una respuesta a sus necesidades espirituales, sea como un efecto de su adaptación a un medio dado- aunque debe reconocerse que también ellos serían ateos por lo que toca a la razón misma. Fideistas, por consiguiente, en el mejor de los casos.

            Se trata, pues, de una situación enteramente anormal, si tenemos en cuenta que, si bien la fe religiosa está por encima de la razón, presupone normalmente una convicción racional de la existencia de Dios (rationabile obsequium). Un mínimo de base racional sería -recuérdese- absolutamente necesaria, si no queremos incurrir en una especie de monofisismo gnoseológico, en un fideismo inadmisible como irracional e indigno del hombre.

            Nos encontramos con la siguiente paradoja: de una parte, la inteligencia humana es espontáneamente metafísica, pues sus primeras concepciones lo son (el ser, el uno, los primeros principios indemostrables)[23]. Pero lo son de una manera vaga, ideterminada, confusa. En su virtud, la inteligencia se plantea interrogantes radicales, últimos. De otra parte los hábitos de la mentalidad científica inclinan a la inteligencia a ir, por así decirlo, a contracorriente de su tendencia espontánea, sometiéndola a una suerte de ascética (no advertida, quizá, por la inclinación del todo connatural que aquellos hábitos les han prestado al deformarla) que agosta la fuerza metafísica que Dios ha impreso en la inteligencia humana[24].

            Para decirlo con las palabras de Husserl[25], el científico ha hecho, sin saberlo, voto de pobreza intelectual; a renunciar a todo uso trascendente de la virtualidad metafísica de los principios de la razón. Pero el acceso noético a Dios precisa este uso. Comienza con datos empíricamente constatables, que sólo conducen a Dios cuando se advierte a la luz de aquellos principios que existe un último "porque" más allá del cual no hay "por qué". A saber, a una suprema noción que es la de ser, el ser que no es más que ser sin ninguna determinación particular. Pero ello implica una metafísica, por la que la inteligencia remonta, por así decirlo, a su propia raíz -sus primeras concepciones- ya que se ha remontado de la semejanza de Dios en las cosas observables, entendidas en cuanto reales -en cuanto son, no como mero espectáculo o phainómenon[26]- hasta Dios mismo, gracias a la semejanza de sí mismo que El ha impreso en la inteligencia, en sus primeras concepciones[27].

            Las demostraciones matemáticas mantienen un equilibrio perfecto entre la excesiva complejidad del conocimiento concreto y la simplicidad arbitraria de las nociones metafísicas, totalmente abstractas aunque no prescinden de nada concreto. Considera, en efecto, relaciones entre conceptos abstractos, siempre con referencia a imágenes sensibles[28]. Ello le confiere una gran sensación de certeza. Se explica, pues, el afán de la mentalidad moderna, heredera al fin del programa epistemológico galileo-cartesiano[29], de valerse de las deducciones matemáticas, rigurosamente ciertas, cómodas para un espíritu encarnado que piensa en imágenes, para interpretar los fenómenos en sus leyes y regularidades observadas. Y que lo haga aún a precio de forzar su aparición si ello va a facilitar la regla de su ordenación matemática[30].

            Pero ya los antiguos habían advertido que, efectivamente las matemáticas son más ciertas que la física y la metafísica[31]. Sin embargo, ello no quiere decir que la certeza matemática sea más apetecible para la inteligencia natural, llevada espontáneamente por su misma estructura al saboreo de la realidad misma de las cosas, y no a contentarse con una mera satisfacción ante la seguridad en las conexiones lógicas de unos signos abstractos, que aunque más o menos remotamente fundados en la realidad, se constituyen como tales de espaldas a ella misma el mundo de lo "irreal" de Popper, necesario -por otra parte- para aceeder teórica y prácticamente a la realidad en sí misma extramental[32].

            Decíamos que la noción de causa tiene pleno alcance ontológico en el uso metafísico que de ella se hace en las pruebas de la existencia de Dios, a diferencia de las meras relaciones entre los fenómenos que considera la ciencia, en las cuales el nexo causal no tiene otro alcance que la constatación de que un fenómeno dado es función de otro (uso empírico del principio de causalidad)[33].

            Sin embargo, también las ciencias de los fenómenos, aun permaneciendo encerradas en el campo de la experiencia mensurable, pueden dar un testimonio indirecto, pero testimonio al fin, de la existencia de Dios. En otro lugar he tratado de esta temática. Aquí baste la siguiente observación: si la naturaleza no fuera inteligible, no habría ciencia. Tienden a la inteligibilidad de la naturaleza de una manera oblicua, en cuanto está implicada y enmascarada a la vez en los datos observables y medibles del mundo experimental, tal y como se traduce en una inteligibilidad no real, ontológica sino matemática. En efecto, esta inteligibilidad no puede menos de estar fundada en aquélla, pues las constancias relacionales que recogen las leyes, comprendida aquella clase especial de leyes no referidas sino a meras probabilidades, no puede ser otra que la esencia, la naturaleza (la physis, que sólo es accesible a una perspectiva ontológica)[34]. Ella, repetimos, es el fundamento mismo de los sistemas explicativos de índole matemática (euclidea o no), de los lenguajes cifrados que emplea el sabio en orden a la construcción científica de los datos de observación y medida.

            Ahora bien, ¿cómo podría ser inteligibles las cosas si no procediera su inteligibilidad de una inteligencia? La famosa frase de Einstein. "Dios no juega a los dados", podrían interpretarse seguramente como una advertencia confusa e implícita de la fuerza ontológica del principio de causalidad y tal y como es empleado en la quinta vía de Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios. Algo le dice, le permite percibir al científico "no excluyente" -siempre que sus disposiciones éticas no le nublen la mirada intelectual- que el orden cósmico que permite la inteligibilidad de las cosas, no puede proceder del las fuerzas ciegas del caos, sino que exige necesariamente una inteligencia supramundana ordenadora[35].

 

            Recientemente el conocido profesor de filosofía de las ciencias y filosofía de la naturaleza de la Universidad de Navarra Mariano Artigas ha publicado un libro de gran interés respecto al tema que aquí hemos abordado (La mente del universo, Pamploa 1999). Sorprende gratamente Artigas al estudioso preocupado con facilitar la apertura de la ciencia da la religión, con una obra de síntesis, cuyo objetivo -gozosamente cumplido- es ahondar en las posibilidades de diálogo entre ciencia y religión (o teología).

            Postula el autor la existencia de supuestos previos como primer paso para tender un puente entre ambos saberes que permita descubrir al científico la armonia entre ambas. Los supuestos que se proponen, que enseñamos enseguida, son previos a la ciencia corno tal (metacientíficos podria decirse, más que extracientíficos) pero -considera el autor- su solidez fundante se incrementa a medida que el hombre adquiere un conocimiento más profundo de la naturaleza: se da una realimentaci6n desde la ciencia hacia los supuestos filosóficos que la sustentan en toda labor descubridora del mundo, contribuyendo a clarificarlos de forma progresiva, y enriquecer los contenidos con los que pueden ser percibidos.

            El libro tiene una sólida consistencia formal en la argumentaci6n, dando luz a los planteamientos certeros y también a los desaciertos de quienes han escrito antes sobre el terna. La amplia serie de autores seleccionados se sigue sin cansancio porque no se aborda su estudio con erudici6n pretenciosa, lo cual no disminuye, ni mucho menos, el rigor del estudio realizado. Los juicios son incisivos sobre los planteamientos de dichos autores y, cuando corresponde, el autor realiza una crítica clara y respetuosa de las fallas y contradicciones que pueden descubrirse en tales teorías.

            El autor estructura el libro partiendo de un análisis del mundo en sí (plano ontol6gico) para pasar a la consideraci6n del mundo interpretado por el hombre (plano epistemológico) y concluir con el mundo vivido (plano ético).

            Artigas comienza con la noción fundante de inteligibilidad que posee el mundo, como primer supuesto –ontológico- de su investigación, basándose precisamente en este hecho para mostrar con ello la posibilidad de que una criatura dotada de intelecto pueda conocerlo. Apoya su afirmación en la visión totalizadora (pero no acabada) del mundo que el hombre ha alcanzado a las puertas del siglo XXI. Para avalar tal afirmación ontológica, parte Artigas de la visión actual del mundo como ámbito en el que se despliegan claras pautas espaciales y temporales, con un dinamismo orientado (finalidad) hacia realidades cada vez más complejas. Son los propios actores del ámbito-temporal los portadores de esas pautas, manifestándolas cada ser en conformidad con su naturaleza. Ello incluye los procesos que habitualmente se consideran regidos por los principios del azar: el autor los enmarca dentro de la noción metafísica, mucho más rica en contenido, de la contingencia[36].

            El siguiente punto es el supuesto epistemológico, con la defensa de la capacidad del hombre para obtener un conocimiento certero de la realidad que le es extrínseca. Podría decirse que ese conocimiento admite la analogía del mapa, que ni es ni fundamenta a la realidad, aunque la manifiesta con exactitud permanente mejorable. Plantea Artigas el proceso del conocimiento del mundo como un saber hacerle la pregunta adecuada a la naturaleza para capturar posteriormente su respuesta en interpretarla. Esta vía no se sustentaría meramente en la capacidades inductivas de la inteligencia, sino que, frecuentemente, implican un ejercicio de creatividad intelectual muchas veces ligadas al papel de la intuición junto con una imaginación bien conformada.

            El supuesto ético lo fundamenta Artigas en el hecho de que el quehacer científico es una fuente de valores, que motiva y articula actos conscientes de la voluntad. Una consecuencia que podemos extraer de esta afirmación es que la ciencia no es éticamente neutra (mucho menos aséptica) respecto a la dimensión moral y religiosa del hombre. Hay una componente ética en la relación del hombre con el mundo descubierto y por descubrir: podría decirse que esa componente representa el nivel más profundo de regulación de la conducta humana en su interacción con la naturaleza en cuanto esta es un camino de búsqueda de verdades por parte del ser humano.

 

            En resumidas cuentas, la tesis del autor pueden calificarse como de apertura , desde la ciencia “in actu exercito”, a horizontes de trascendencia, de indudable relevancia religiosa. Su libro es de gran interés, muy formativo y lo recomendamos muy vivamente a quienes nos lean.

 

            Uno de los obstáculos más tenaces que la difusa mentalidad cientista excluyente, aquí descrita, que dificulta a muchos espíritus de escaso sentido crítico, la aceptación de un Dios creador -única vía de acceso al Dios de la revelación bíblica (a la fe y la teología)-, es el bombardeo mediático con el que una superficial “ciencia de falso nombre” presenta las investigaciones sobre la evolución, el origen de la vida y el origen del hombre, como si fueran incompatibles con la tesis creacionista. Nada más falso. En mi amplio estudio sobre “el misterio de los orígenes” (Madrid 1999), muestro hasta qué punto una honesta aproximación científica a estos temas enriquece -reforzándolo- el punto de partida de la inferencia del Creador, que es siempre y sólo metafísica[37].

 

            No son pocos los que, seducidos por le prestigio de la ciencia de la evolución, consideran ésta como un absoluto que todo lo explica, a modo de “religión liberada” -un mito de sustitución- que sustituye la Escrituras de los autores bíblicos, capaz de responder a todos los interrogantes, incluso al del sentido último de la vida.

            Algunos profesan el nuevo dogma con un pathos religioso que recuerda a los “beatos” teilhardianos de los años 60.

            Un ejemplo paradigmático de este “cientifismo absoluto” lo ofrece la reciente propuesta del afanado investigador americano Edward O. Wilson, profesor de Harvard. Autor de varios best-sellers, propone en su último libro, que titula significativamente “Consilence”[38], poner en el centro de todo la biología evolutiva como principio integrador de todos nuestros conocimientos, en un nuevo intento de lograr la vieja aspiración de los jónicos, en los inicios de la filosofía griega, que buscaban el arjé, el principio explicativo de todo lo real más allá del mito.

            Educado en la religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, descubrió -nos confía- las contradicciones de esa religión cuando quedó fascinado por la evolución de la cual nada decían los autores bíblicos. Su reacción no fué -asegura él- hacerse agnóstico ni ateo sino que simplemente dejó su iglesia, fascinado por la ciencia; y añade:

 

                “Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico: preferir las búsqueda de la realidad objetiva a la revelación, satisfacer así el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy distinto... Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente el conocimiento, comprenderemos quienes somos y por qué estamos aquí” (p. 14) (...). “Existe sólo una clase de explicación... La idea central de la concepción consiliente del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las estrellas hasta el funcionaminento de las instituciones sociales, se basan en procesos materiales que en último término son reductibles, por largas y tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física...” (pp. 389-390).

 

            Estamos ante un caso más del cientifismo absoluto y excluyente, al que nos referimos, que pretende juzgar toda la realidad utilizando como metro la ciencia natural. Es cierto que el pensamiento, la libertad, la decisión moral, e incluso las experiencias místicas del hombre, -“corpore et anima unus”- se encuentran entretejidos con neuronas, genes y carbohidratos. De ahí su apariencia de verdad. Pero el materialismo científico es falso porque sostiene que no somos nada más que neutrones, genes y carbohidratos; eliminando “a priori” cualquier dimensión trascendente a lo material que de cuenta de las exigencias inteligibles del comportamiento humano.

 

            “¿Podrían ser –se pregunta Wilson- la Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de hacernos significantes en él? A los autores bíblicos se les ha escapado la más importante de todas las revelaciones, porque no hablan de evolución. (...) Quizá la ciencia es una continuación, sobre un terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así, entonces en ese sentido la ciencia  es religión liberada y gran escritura” (pp. 13-14).

 

            Wilson recuerda el  caso de Galileo. Sus jueces pretendían que el heliocentrismo era contrario a una serie de pasajes de la Biblia donde se habla de que el Sol se mueve y la tierra está quieta. Olvidaban lo que se sabía desde siempre (San Agustín lo explica claramente) que la intención de la Biblia no es enseñar astronomía, y que, cuando hablan de fenómenos astronómicos, los autores sagrados emplean las ideas comunes de su época. La revelación divina no pretende enseñarnos física. En la actualidad, este tipo de cientifismo provoca una situación semejante, pero al revés,  cuando pretende hacer de la ciencia una nueva religión capaz de responder todos los interrogantes, incluso el del sentido último de la vida. Tal “religión liberada” sería una especie de nueva “religión de ciencia”, basada en la evolución y avalada por su prestigio. Sólo la ciencia proporciona conocimientos válidos acerca de la realidad, intenta “continuar” la ciencia con una religión que da sentido a nuestra vida completamente secularizada y abiertamente materialista.

            Este cientifismo “religioso” -de Wilson  y de tantos otros- no tiene en cuenta, por desgracia, la sabia advertencia de la página Web  de la Americam Association for the Advancement of Science:

 

            “La ciencia no puede resolver todas las preguntas. Algunas preguntas se encuentran, sencillamente, más allá de los parámetros de la ciencia. Muchas preguntas que se refieren al significado de la vida, a la ética y a la teología son ejemplos de preguntas que la ciencia no puede resolver[39].

 

No hay -como dice X. Zubiri- ninguna “evolución creadora”, sino “creación evolvente”, según el plan de una Sabiduría creadora y providente que da el ser y el obrar a un universo finalizado en el ámbito intramundano por el hombre, como la única criatura querida por sí misma. La reflexión sobre los hallazgos de la verdadera ciencia facilita no poco el acceso intelectual del hombre al Dios Creador de la revelación bíblica y de la metafísica creacionista -de la que ha florecido bajo su guía e inspiración- que tan secular y brillante desarrollo ha tenido en la cultura occidental, que es la llave que abre la inteligencia al posible descubrimiento del plan salvífico de Dios, que culmina en el misterio del Cristo total, en el universo transfigurado de la nueva creación escatológica, en la que Dios será todo en todo por obra del Espíritu creador que todo lo renueva.

            Pascal decía que somos “cañas pensantes”. Nuestro primer deber es aprender a usar correctamente la noble facultad de pensar, y evitar que la caña sea zarandeada por todos los vientos (de los que no faltan algunos -a los que aludía Saulo de Tarso- de origen tan turbio como inquietante (Ef 4, 14. Cfr 2 Tim 4, 16, Heb 13, 9). De lo contrario podríamos formar parte del número de los insensatos -incontable, a decir de la Biblia (Sir 1, 45)-: de aquellos de los que dice el salmista: “Dijo en insensato en su corazón, no hay Dios”. (Sal 13, 1; 52, 1)

 



[1] Cfr. J. FERRER ARELLANO, Objetivo y método de la teología fundamental según la “Fides et Ratio”, en J. Aranguren, J. J. Borobia, M- Lluc (eds). Fe y razón, I. Simposio Internacional Fe Cristiana y cultura contemporánea, EUNSA, 1999, 119-133.

[2] En el mismo Simposio de la Universidad de Navarra sobre la “Fides et ratio”, cit. Nota. 1.

[3] J. FERRER ARELLANO, Metafísica de la relación y de la alteridad, Pamplona 1998, cap. III. Sobre el tema de la socialidad X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Madrid 1986, cap. VI, “El hombre realidad social”, 223 ss.

[4] Se citan en él, además de algunos valiosos exponentes del pensamiento contemporáneo del Oriente cristiano, a Newman, Rosmini, Maritain, Gilson, E. Stein. Hoy por hoy Zubiri (y otros autores a los que aquí voy a referirme), no han logrado el eco que merecen. En especial algunos destacados representantes del pensamiento cristiano de nuestra área cultural, cuyo creciente influjo –dada su valía- no tardará en imponerse (como auguraba el conocido estudioso de la actual filosofía española, Alain Gui, di Touluse, recientemente fallecido).

[5] X. ZUBIRI, El problema filosófico de la historia de las religiones, Madrid, 1983, 305; Sobre el hombre, Madrid 1986, 262-282.

[6] Cfr. su curso de 1968 sobre "El hombre y la verdad" policopiado, todavía no publicado. (Está ya anunciada su próxima edición). Sobre la “socialidad” humana, expresión natural de la constitutiva dimensión coexistencial de la persona, y fundamento de la vida social, he escrito en Metafísica de la relación y de la alteridad, cit., c. III.

[7] "El falso concepto de historia natural es lo que ha llevado a considerar a veces que la historia es una prolongación de la evolución. Por eso, el mecanismo de la evolución es "mutación" en generación; el mecanismo de la historia es "invención" en entrega. La historia consiste en la continuidad de formas de vida en la realidad, mientras que la evolución es un fenómeno de mera continuidad en la constitución del viviente mismo". Cf. X. ZUBIRI, Sobre el hombre, cit 202 ss.

[8] Cf. X. ZUBIRI, o. c., 200-220. Cf. Sobre el hombre, cit. 262 ss, 311. ZUBIRI distingue el constitutivo de la persona, que llama personeidad (que es suidad en  respectividad), de la personalidad que libremente va adquiriendo, en el orden operativo, por libre apropiación de posibilidades.

[9] También M. HEIDEGGER ha insistido en la honda unidad estructural que se da entre la comprensión del ser y los dos momentos que la condicionan: la Befindlichkait (sentimiento de la situación, que en la "existencia auténtica" del hombre no inmerso en el dans man -el "se impersonal- es sentimiento de relicción, calificada como angustia al sentirse arrojado en la existencia, en el horizonte de la muerte, y el Rede (el lenguaje y sus estructuras). Zubiri distingue, por ejemplo, (Sobre la esencia, Inteligencia y logos,) el "logos de la constructividad", al que corresponde fielmente el lenguaje semítico) el "logos flexivo" (de las declinaciones), y el "logos predicativo" (heredero del pensamiento griego, que trocea la realidad en un "morcelage conceptuel" para enlazarlo luego con relaciones de orden adventicio o accidental, de modo que queda en la penumbra la respectividad constitutiva de lo real. (Cf. J. FERRER ARELLANO, Unidad y respectividad en Zubiri, Docum. Crit. Iberoamericano de Filosofía y Ciencias afines, 1964 ss.

[10] J. ORTEGA Y GASSET, Ideas y creencias, Madrid 1934 y La idea de principio en Leibniz, editado póstumamente. Cf. J. H. WALGRAVE, De Newman a Ortega y Gasset, en "Revista de Occidente" 1964 , 154 ss.

[11] Cf. J. H. NEWMAN, Gramar of asent, cit., passim; J. H. WALGRAVE. De Newman a Ortega y Gasset, cit.

[12] La revolución del lenguaje preconizada por GRAMSCI como instrumento de marxistización está logrando, por desgracia, su objetivo descristianizador de la cultura. Las estructuras del lenguaje, mejor que las materiales del proceso productivo, son puestas al servicio del cambio ideológico revolucionario de una sociedad cristiana a una colectividad materialista y atea. Cfr. R. GAMBRA (El lenguaje y los mitos, Madrid 1983) tras un espléndido estudio preliminar sobre la mutación del lenguaje y sus técnicas con vistas a la corrupción mental, ofrece un extenso vocabulario de términos transmutados sobre el saber y la cultura, la actitud y la acción, la fe, y un regocijante "denuestario" (de ayer y de hoy).

[13] Cf. Así escribe el teólogo pontíficio –que ha trabajado en al Encíclica, sin duda- G. M. M. COTTIER, Posiciones filosóficas frente a la fe, 25 ss. Cfr. además, J. DANIELOU, Lenguaje y fe, cit., 141 ss. donde observa de forma un tanto cáustica, aunque muy justamente: "Me parece algo verdaderamente estúpido pensar que existe impermeabilidad entre el pensamiento de los hombres del siglo IV antes de nuestra era y el de los hombres de nuestros días. Hoy sigue siendo absolutamente posible el diálogo con PLATÓN, con la condición -entiéndase bien- de interpretar y captar lo que él quería decir. Existe una unidad del espíritu, una unidad de lo real, y las vicisitudes del lenguaje, aunque tengan su importancia, nunca son un obstáculo para que subsista esta permanencia del pensamiento y de la verdad.

                HEIDEGGER en los escritos posteriores a Ser y tiempo, especialmente en su escrito del último período -como Unterwegs zur sprache (En el camino hacia el lenguaje, 1959)-, busca el surgir del ser  en el lenguaje como transmisor de la voz muda del ser que congrega y reune a los hombres, como en la auténtiva obra de arte. GADAMER desarrolla estas intuiciones de su maestro. En su conocida obra, Verdad y método, 1960, sostiene que la comprensión acontece cuando se confronta el horizonte cultural propio con el del interlocutor, o con el texto de otra cultura (fusión de horizontes), para que la precomprensión llegue a ser veradera comprensión del otro. Cada generación debe hacer relectura de los textos antiguos en el horizonte cultural del lenguaje que le es propio, para alcanzar nuevas verdades. P. RICOEUR (Exegèse et hermenéutique, París 1971, 35 ss), no acepta ese planteamiento relativista de la verdad histórica con su propuesta del método de"discernimiento" como fundamento de la hermeneútica del texto, que se independiza de alguna manera del sujeto y deber ser respetado el mundo del texto en su alteridad.

[14] J. FERRER ARELLANO,  Lutero y la reforma protestante, Madrid 1996., 39 ss. J. MARITAIN se ha lamentado en más de una ocasión de que los pensadores en Occidente hubieran puesto sus ojos, tomándolo como modelo, en DESCARTES, en vez de tomar inspiración de la luz spiencial clásica de su contemporáneo JUAN DE SANTO TOMÁS, que brillaba en el gran foco de cultura cristiana –humanista y barroca- de la Universidad de Alcalá, fruto de la reforma católica cisneriana, anterior a la lamentable reforma protestante que escindió la cristiandad.

[15] Sobre la posibilidad de un lenguaje religioso significativo en el segundo Wittsgestein –y tras él, no pocos representantes de la actual filosofía analítica anglosajona- trato ampliamente en mi Filosofía de la religión, Pamplona 1999. Por desgracia esa apertura a la religión adolece de una grave ambigüedad epistemológica, pues describe como fuente de conocimiento místico intuitivo lo que es en realidad reverbero analógico especular en el ámbito de nuestra experiencia mundana que se significa en el lenguaje. Pera una mentalidad nominalista, cerrada a la analogía del ser, no tiene otra salida hacia la trascendencia que el fideísmo pseudomístico (la fe filosófica al estilo kantiano o Jaspersiano).

[16] J. M. IBAÑEZ LANGLOIS dice (Cfr. Sobre el estructuralismo, Pamplona 1985, 20 ss) que "el estructuralismo incluye una buena dosis de filosofía en su proyecto implícito de una ciencia universal. Sus presupestos filosóficos se esclarecen a la luz de las influencias que ha recibido, todas ellas de un marcado carácter "impersonalista" como visiones globales del hombre".

                Algunas de estas influencias son restringidas y locales, como la del conductismo psicológico en Estados Unidos y la sociología de DURKHEIM en Francia.

                Pero los influjos más generales y reconocibles provienen de Marx y Freud. El pensar estructuralista comparte con ambos el "método de la sospecha": el hombre al hablar no dice lo que dice; el sentido radical de su discurso debe buscarse en ese fondo impersonal que para Marx es la infraestructura económica y para Freud el inconsciente. "Los hombres hacen su propia historia, pero no saben lo que hacen, cita Lévi Strauss a Marx (Antropologíe structurale, París 1974, 31). El hombre no es lo que piensa de sí mismo -la conciencia es en el fondo una ilusión. El texto que aparece en la pantalla de nuestra conciencia sería una versión traspuesta del discurso profundo que se gesta en el seno de la infraestructura. Esta, en el caso del estructuralismo, es el inconsciente. Pero, a diferencia de FREUD, se trata de un inconsciente racional, que contiene el código lingüístico y no meros impulsos. Negar la existencia del espíritu humano fue el intento de los materialismos anteriores, incluídos los de MARX y FREUD. Pero, negar la existencia del "hombre mismo", del yo, del sujeto humano, es el intento que emprende el estructuralismo a partir del lenguaje, y con términos diferentes pero análogos, LÈVI-STRAUSS, LACAN y FOCAULT" (felizmente declinante -como tantas modas efímeras que tienen su origen en Francia-).

[17] En la Encíclica se habla explícitamente, en esos pasajes, de la metafísica del ser prendida en el uso espontáneo de la inteligencia. En el cap. II (“Credo ut intelligem”) muestra, además, cómo esa metafísca está presente en la Biblia, que presenta el profundo vínculo que hay entre fe y razón, que busca el sentido de la vida, en Sir 14, 20-27; Pr 20, 5; 16, 9; 25, 2, Sal 139 (138), 17-18; 14 (13), 1; Sb 7, 17y 19-20; . 9, 11, 13, 3; Qo 1, 13, 3). En el Nuevo Testamento encontramos el eco de los libros sapienciales (Rm cc 1 y 2) mostrando los límites de la sabiduría humana que debe abrirse a la sabiduría de la Cruz (I Cor 1, 20). “Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también el espacio en que ambas pueden encontarse” (n. 23).

[18] C. CARDONA, Memoria y olvido del ser, Madrid 1997.

[19] ZUBIRI observa con agudeza que es habitual que HEIDEGGER confunda lo impersonal con lo impropio. Habla del "man", del "se", diciendo que es la forma de una existencia impropia o inauténtica. El hombre comienza por ser una medianía, empieza por hacer las cosas, por término medio, como las hacen los demás, y sólamente apoyado en eso, llega a ser sí mismo, en el sentido que sea él no como los demás, no como quién hace las cosas como los demás las hacen, sino haciéndolas de una manera propia. Ahí el "se", como impersonal, expresaría la medianía.

                La medianía no estriba en que uno haga las cosas como se hacen, sino en que uno haga las cosas como porque así se hacen. El hombre comienza a tener existencia propia, cuando lo que hace no lo hace simplemente porque los demás lo hacen, sino por propias razones internas. Ahí es donde se da formalmente la propiedad. El "se" como impersoanl y no como impropio es lo que constituye el poder de la tradición y el poder de la mentalidad, que el hombre debe discernir y valorar para apropiarse de las posibilidades valiosas y rechazar enérgicamente las demás.

[20] P. BERGER, Una gloria lejana, Barcelona 1994, 175 s.

[21] P. BERGER, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el descubrimiento de los sobrenatural, Barcelona 1975, 170 ss.

[22] J. MARITAIN, On the use of Phylosophy, 1961, ensayo 3º, Trad. fr. cfr. Dieu et la science, en "La Table Ronde", diciembre, 1962, 9 y 22.

[23] In Boethium de Trinitate, L. II, 2, 4, 23.

[24] J. MARITAIN, La Filosofía de la naturaleza. Trad. Club de los lectores, 1952, 113 ss.

[25] E. HUSSERL, Méditations cartésiènnes. Trad. franc. 1938, 198.

[26] Cfr. X. ZUBIRI, o. o., Ciencia y realidad, 79 y ss.

[27] Contra gentiles, 7, 2.

[28] E. GILSON, o. c., Trois leçons sur le problème de l’existence de Dieu, en “Divinitas” I (1961), 7, 72.

[29] J. MARITAIN, o. c., 48.

[30] X. ZUBIRI, o. c., 84 y ss.

[31] In Boethium de Trinitate, L. 2, 1, sed contra, 1, y "ad secundam quaestionem".

[32] J. MARITAIN, Les degrés du savoir, 1958, 6 ed., 320. Sobre Popper, Frege y la teoría de la irrealidad en Millán Puelles y J. Marías, trato en Metafísica de la relación y de la alteridad, 138 ss..

[33] Una acertada crítica del uso empírico kantiano del principio de causalidad puede verse en E. GILSON, o. c., 16 y ss. A mi modo de ver debe distinguirse también, en la causalidad en sentido ontológico, un doble nivel: físico y metafísico. Sólo este último permite alcanzar la Fuente imparticipada de ser (“Impsum Ese subsistens”) trascendiendo el orden de lo finito de participación en el ser. Cfr. Mi obra Metafísica de la relación y de la alteridad, cit. passim, en especial cc. I y II.

[34] J. MARITAIN, o. c., 213 y ss.

[35] J. MARITAIN, Dieu et la science, cit., 32 y ss. Sobre ese tema es fundamental el reciente libro de M. ARTIGAS, La mente del universo, Pamplona 1999.

[36] Esas afirmaciones irresponsables –escribí en Metafísica de la relación y ciencias de la evolución, que niegan la creación para explicar el origen del Universo, sustituyéndola por nociones psudocientíficas -tales como la del “azar y la necesidad” de J. Monod-, son fruto de la ignorancia, o quizá; en no pocas ocasiones, de una desatención más o menos culpable a las exigencias inteligibles de datos científicos de orden fáctico -tremendamente tozudos como todos los hechos- cuya única explicación etiológica posible es la existencia de un Dios creador. A no ser que, por ceder a a pereza mental de dejarse dominar por los ídolos de la tribu -o en determinados ambientes, por lo políticamente correcto-, renunciemos a pensar. Pero si negamos la evidencia cegadora de los principios axiomáticos del pensamiento, deberíamos imitar, como repetía el viejo Aristóteles, el mutismo del las plantas. Caeríamos, si así fuera, en una retórica sofística sin sentido.

[37] “No se requiere que el filósofo tenga un conocimiento de aquellos hechos de la ciencia postiva completamente pormenorizado y tan copioso y circunstanciado como el que conviene al especialista. Más bien, por el contrario, le interesa olvidar el detalle en beneficio del conjunto mismo y del sentido fundamental de las grandes líneas sistemáticas. Los hechos capitales, principales, son los que han de atraer su atención. Más para que estos hechos puedan ser manejados con plena garantía se necesita, por cierto, que en verdad gocen de la condición de tales, de manera que no se encierre en ellos alguna confusión, frecuente a veces, entre lo que es realmente un hallazgo seguro de la ciencia y lo que sólo tiene un valor simplemente hipotético”. Cfr. A. MILLÁN PUELLES, Fundamentos de filosofía., 216-217.

[38] E. O. WILSON, Consilence. La unidad del conocimiento. Trad. Circulo de lectores, Barcelona 1999.

[39] Cfr. La recensión a la obra de Edward O. Wilson de M. ARTIGAS, en Aceprensa XXX (1999), en la que concluye: “A estas alturas no tiene sentido pretender que la ciencia lo explique todo, ni se puede presentar la ciencia y la religión como si fuesen realidades opuestas, ni cabe diluir la religión y la ética en la ciencia”. (...) “Al emitir una valoración acerca de la ciencia ya estamos admitiendo que hay conocimientos válidos fuera de la ciencia”. (...) “Hay que “evitar cualquier imperialismo reduccionista, de lo contrario no conseguiremos la unidad de diferentes conocimientos, sino la aniquilación de unos en beneficios de otros. Ciencia natural, ciencias humanas, humanidades y teología representan perspectivas diferentes y complementarias. Ni siquiera existe un modo único de relacionarlas. La riqueza de las dimensiones de la vida humana lo impide”.