APTITUD DEL PENSAMIENTO Y EL
LENGUAJE HUMANOS, CULTURAL E HISTÓRICAMENTE CONDICIONADOS, PARA EL INTELLECTUS
FIDEI, SEGÚN LA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO.
Joaquín FERRER ARELLANO
La
teología fundamental debe proponerse diversos cometidos que expone el número 67
de la Fides et Ratio, con vistas a facilitar a la razón humana una vía
realmente propedeútica a la fe, que pueda desembocar en la acogida a la
Revelación, sin menoscabar en nada sus propios principios y su autonomía, a
modo de preámbulo necesario para que, también hoy, la fe muestre plenamente el
camino a una razón que busca sinceramente la verdad. Tratamos aquí de uno de
ellos que apenas ha sido tenido en cuenta por la mayor parte de cultivadores
clásicos de esta disciplina. (De los demás me he ocupado en otro artículo[1])
A saber: de la aptitud del lenguaje
humano para hablar de forma significativa y verdadera incluso de lo que supera toda experiencia humana (es decir,
según el contexto, al misterio de Dios autocomunicado en el Espíritu en la
historia salvífica que culmina en Jesucristo, vivo en la Iglesia, que es su
pleroma), sin que sea óbice su relación con las culturas que lo condicionan y
de las que es, también, expresión.
Sobre
este tema, al Encíclica ofrece unas observaciones de gran interés que voy a
glosar aquí.
Se puede tal vez objetar que en
la situación actual el teólogo debería acudir, más que a la filosofía, a la
ayuda de otras formas de saber humano, como la Historia, y sobre todo, las
ciencias, cuyos recientes y extraordinarios progresos son admirados por todos.
Algunos sostienen, en sintonía con la difundida sensibilidad sobre la relación
entre fe y culturas, que la teología debería
dirigirse preferentemente a las sabidurías tradicionales, más que a una
filosofía de origen griego y de carácter eurocéntrico. Otros, partiendo de una
concepción errónea del pluralismo de las culturas, niegan simplemente el valor
universal del patrimonio filosófico asumido por la Iglesia.
Estas observaciones, presentes
ya en las enseñanzas conciliares, tiene una parte de verdad. La referencia a
las ciencias, útil en muchos casos, porque permite un conocimiento más completo
de objeto de estudio, no debe, sin embargo, hacer olvidar la necesaria
mediación de una reflexión típicamente filosófica, crítica y dirigida a lo
universal, exigida además por un intercambio fecundo entre las culturas. Debo
subrayar que no hay que limitarse al caso individual y concreto, olvidando la
tarea primaria de manifestar el carácter universal del contenido de fe. Además,
no hay que olvidar que la aportación peculiar del pensamiento filosófico
permite discernir, tanto en la diversas concepciones de la vida como en las
culturas, no lo que piensan los hombres, sino cuál es la verdad objetiva (Sto.
TOMÁS de A. De Coelo, I. 22). Sólo la
verdad, y no las diferentes opiniones humanas, pueden servir de ayuda a la
teología. (n. 69).
Veamos
cómo, en efecto, tanto la dimensión cultural, social e históricamente cambiante
de la razón humana como la expresión lingüística por aquélla condicionada, no
es óbice para un encuentro con Dios en la fe, expresable en un lenguaje
significativo, expresivo de un saber religioso
en general (y teológico en particular) universalmente verdadero; y cómo
deben superarse los prejuicios excluyentes de la metafísica propios de una
difusa mentalidad cerradamente inmanentista y ciencista, que conducen a un
axfixiante relativismo de la verdad y a un nihilismo al que hace referencia la
encíclica en los nn. 46 y 90 (amplia y agudamente comentados por el prof. V.
Possenti)[2].
I. DIMENSIÓN
SOCIOCULTURAL E HISTÓRICA DL CONOCIMIENTO HUMANO
Una consecuencia de la socialidad propia de
la constitutiva dimensión coexistencial de la persona humana, fundamento de
la vida social -que he estudiado en otro lugar-[3],
es su reflejo en la dimensión social e
histórica del conocimiento humano -que tiene su expresión en el lenguaje (religioso-teológico, en el
tema que nos ocupa)- y consecutivamente en su comportamiento. (Sobre este tema
véase los nn. 70 y 71 de F. R.)
X.
ZUBIRI ha estudiado con agudeza muy superior, a mi juicio, a los AA que cita y
recomienda el Papa, en ese mismo contexto del capítulo VI, titulado
Interacción entre filosofía y teología[4]-
la estructura del influjo de la cultura "ambiental" de un medio
social -que él llama apoderamiento de la
verdad pública en la inteligencia de los hombres en él inmersos- en tres
momentos estructurales: instalación,
configuración, y posibilitación.
La cultura dominante del medio
social transmitido por tradición se impone a las personas
miembros de una determinada colectividad, en forma de "hexis" dianoética (hábito intelectual fundado en el
hábito entitativo de la socialidad), a todos común, que[5]: "les instala
en un "mundo tópico" anónimo e impersonal[6]; les configura
prestándoles una común mentalidad ("forma
mentis") que tiene su expresión en el lenguaje -con el que forma una unidad estructural- posibilitándoles tal selección y tal
peculiar forma de articulación originaria
(presistemática) de objetivaciones, y una peculiar visión del mundo
históricamente cambiante. Equivale al espíritu
objetivo (de Hartmann) o la
"Welstanschaung" pública:
la visión común del mundo en un determinado medio social -toto coelo diverso del "espíritu objetivo" de Hegel-, que
le es transmitido de unas generaciones a las siguientes por la tradición, categoría clave en Zubiri
para entender la historia.
Para HEGEL, la historia y la sociedad
entera, el espíritu objetivo, va pasando sobre los individuos y los va
absorbiendo; va dejando de lado lo que hay en ellos de pura naturaleza
absorbiendo tan sólo su recuerdo. Pero como observa justamente Zubiri, en
primer lugar "no es verdad que el espíritu objetivo sea una
"res" sustantitiva. Es algo de una "res", el hombre, pero no
es por sí mismo una "res", ni en el sentido del realismo social de
Durkheim, ni mucho menos en el sentido de esa especie de metafísica
sustancialista del espíritu objetivo. Hegel ha convertido en sustancia y en
potencia de esa sustancia lo que no son sino poderes y posibilidades".
En segundo lugar, "el espíritu
objetivo no tiene razón alguna; la razón no la tienen más que los individuos
(...). No se trata, pues, del intelecto ni aun de la razón, si se quiere
emplear el término de Hegel (vernunft), sino del haber del intelecto y de la
razón. Dicho en otros términos, el espíritu objetivo no es "mens",
pero es mentalidad; forma mentis (...). La mentalidad no es un acto de
pensamiento; es el modo de pensar y el modo de inteligir que cada cual tiene,
precisamente afectado como modo por los demás. Ahí está el momento formal de la
héxis (habitud -hábito dianoético-). El haber en el orden del intelecto es lo
que constituye la mentalidad. La mentalidad es los modos de pensar y entender
que tiene cada una de las mentes en tanto que formalmente aceptados por los
demás. La mentalidad es, pues, aquél modo por el que yo estoy afectado por el
haber humano que me viene de fuera".
Los propios modos de sentir y de pensar
una vez exteriorizados (por la mediación del "espíritu objetivado"
(HARTMANN) en expresiones culturales) pasan a formar parte del acerbo que
encuentra el hombre del haber puramente humano. En este caso, la forma como
formalmente existe no es mentalidad; es algo más: es tradición en el
sentido etimológico de dar, entregar. El hombre vertido a los demás se
encuentra no sólo con un haber en forma de mentalidad; se encuentra también con
un haber en forma de tradición, pero tradición estrictamente humana.
Toda tradición, por muy antigua que sea,
es constitutiva para el que la recibe en el momento de la traditio; pero a su
vez ese momento constituyente remite a otro momento constituyente anterior, y
por eso la tradición en su constitución misma es ya continuativa y prospectiva.
(...) La tradición en su dimensión prospectiva no afecta necesariamente a su
propio contenido como realidad; afecta formalmente a las posibilidades que el
contenido de la tradición otorga al hombre que se enfrenta con ellas.
Las tres dimensiones: la constitutiva, la
continuativa y la prospectiva son tres dimensiones de este fenómeno único que
es la traditio (ZUBIRI los pone en relación con las tres generaciones que
conviven en cada momento histórico que en fecunda inter-relación constribuyen
al cambio histórico de mentalidades y de sus expresiones culturales)
Cada animal infrahumano comienza su
vida en cero; solamente hay
transmisión de ciertos tipos de vida unívocamente determinados por factores
orgánicos, por ejemplo, la vida en el agua, en el aire, el ser roedor, etc. De
ahí su carencia de tradición y por tanto de la historia. Pero gracias a estar
vertido en la realidad -escribe Zubiri en su peculiar terminología-, el hombre
llevará una vida no enclasada sino abierta a cualquier realidad. Para ello no
basta con que cada hombre reciba una inteligencia sino que necesita que se den
a su intelección misma formas de vida en la realidad. El hombre no puede comenzar en cero.
La tradición no es mera transmisión. La mera transmisión de
vida del viviente tiene lugar transmitiendo los caracteres específicos y por
tanto, la actividad vital. No transmite, pues, sino la "fuerza" de la
vida. Pero en la tradición se transmiten usos, costumbres, maneras de vivir y
de pensar de un medio cultural (Cfr. FR, 31 y 32). Son <<las
formas de vida fundadas en hacerse cargo intelectivamente de la realidad;
formas, por tanto, que carecen de especificidad determinada de antemano, y que
en su virtud no se transmiten por el mero hecho de que se haya transmitido la
inteligencia; sólo se puede transmitir por entrega directa, por así decirlo, por
un tradere. La tradición es
continuidad de formas de vida en la realidad, y no sólo continuidad de
generación del viviente>>[7].
La historia es, precisamente, esta
transmisión tradente, sobre todo
de una generación a otra. Toda tradición, aun la más conformista, envuelve un
carácter de novedad. Los que han recibido una tradición tienen, en efecto, un
carácter que no tenían los hombres anteriores porque, aunque vivan lo mismo que
estos últimos, el mero hecho de esta "mismidad", el mero hecho de la
repetición, ha orlado con un nuevo carácter la vida de los receptores de la
tradición.
Lo
que la entrega confiere a la inteligencia y la mente entera del hombre es que
tenga una precisa forma real propia, una propia forma mentis que le hace ver
la realidad de determinada manera. Por nacer en determinado momento de la
historia el hombre tiene una forma de realidad distinta de la que tendría si
hubiera nacido en otro momento. El hombre de hoy no sólo tiene organizada su
vida de forma distinta a como la tenía el hombre de hace tres siglos, sino que
es en su configuración mental típicamente distinto del hombre de hace tres
siglos, o de otra comunidad humana aislada de la suya propia; si bien el mundo
tiende (se dice -yo no lo creo: los particularismos van evidentemente, por
desgracia a más) a convertirse de manera progresiva en la "aldea
global").
De
ahí la importancia en orden al progreso humano -o regreso si se estiriliza en
conflicto de contrastación- que tiene la convivencia, en cada momento
histórico, de tres generaciones con la lógica diversidad de mentalidades
connaturales a la edad biológica.
En
la historia el hombre se va haciendo a sí mismo no sólo conforme al esquema
filético transmitido por generación biológica, sino también apoyado sobre las
posibilidades de realización que recibió de sus predecesores vehiculadas en su
génesis filética. El "ad"
de la entrega (traditio) de posibilidades de vida no es una relación
extrínseca del ser ya constituido sino que es
una dimensión formal y estructural suya.
Son,
en efecto, "posibilidades de ser" de las que "está
surgiendo" el ser mismo del hombre. Yo soy algo que no sólo voy siendo
sino que estoy surgiendo de mi mismo en forma de acrecentamiento o
autorrealización perfectiva por apropiación de posibilidades" (hábitos
éticos y dianoéticos). Por eso, cada hombre es una personalidad individual, social e históricamente determinada en
toda su concreción por cuasi creación de sí propio; cada persona va cincelando su propia personalidad por
libre apropiación (progrediente o regrediente) de sus posibilidades vehiculadas
por la común "forma mentis", constituida por lo que
Zubiri llama formas de vida o espíritu
objetivo que se transmiten de una a otra generación[8].
Lo que constituye el llamado
espíritu objetivo es, por consiguiente, un sistema de posibilidades que están
en mí, pero vienen de los otros.
Son los demás, en tanto que me fuerzan a apropiarme el sistema de posibilidades
-en sentido positivo o negativo- los que permiten y fuerzan a ser cada cual, a
forjar libremente por decisión autorrealizadora -según se apropie, por
decisión, de unas u otras posibilidades-, su propia personalidad.
La
dimensión histórica del hombre,
entendida como la sucesiva realización libre de aquellas posibilidades de vida
-de perspectivas de comprensión teórica y práctica, en última instancia- del
sistema de las mismas que ofrece cada situación (en distensión temporal del
pasado a cada nuevo presente) abre, pues, nuevas posibilidades de comprensión
de cara al futuro. Con tal fundamento, puede hablarse de una dimensión histórica de la verdad lógica humana, si entendemos el sucederse temporal de las proposiciones
judicativas en conformidad con la
estructura de lo real, como una articulación de sucesos en los que se van cumpliendo de manera creadora (en cuanto
emergentes de la condición libre del hombre) nuevas posibilidades metódicas de intelección, entre aquellas
ofrecidas por la cambiante situación que nos configura y es por nosotros
configurada. Es decir, si no la consideramos como un mero hecho intemporal de conformidad, sino en su carácter de acontecer
incoativo y progrediente en dirección
hacia el misterio del ser que se revela en cualquier experiencia humana (ad-aequatio).
La
perspectiva metódica de acceso cognoscitivo a la realidad, es, pues, un hábito
intelectual, que está condicionado por la libre aceptación realizadora de
alguna entre las varias posibilidades de comprensión que se le ofrecen al
cognoscente en su trato con las cosas, con los otros hombres (en la vida
social), y consigo mismo, en tal determinada situación histórica (según que se
adopte una u otra actitud personal). Es, pues, libre la adopción de una u otra
perspectiva metódica o esbozo posibilitante de comprensión con el que sale al
encuentro noético de la realidad. Pero el encuentro cognoscitivo así libremente
condicionado, es necesariamente uno y solo uno en cada caso: el connatural a la
perspectiva metódica propia de la "forma
mentis" que la posibilita y
tiene su expresión en el lenguaje con el que forma una unidad estructural[9]: nos abre
los ojos a unos determinados aspectos de la realidad y nos los cierra para otros; ya nos encamina a
la Trascendencia, ya nos obtura la vía noética hacia ellos.
A
esa misma dimensión social e histórica
del conocimiento humano (que estudia la psicología social) hace referencia
la conocida distinción orteguiana entre
"ideas" y "creencias" (en el conocido ensayo del mismo
título). Las primeras son aquellas que tenemos por descubrimiento personalmente
fundado, Las creencias son "ideas que somos" -no vienen dadas como
indiscutibles por el secreto influjo de las vigencias sociales e históricamente
cambiantes- y desde ellas como a priori
cognoscitivo emergen aquellas primeras más o menos condicionadas[10].
Las
primeras son aquéllas cuyo ser consiste en el hecho de que piensan. Son ideas
que tenemos. Las segundas son ideas que poco a poco, por costumbre, se han
hundido en la fuente inconsciente de la vida. Ya no pensamos en ellas, sino que
contamos con ellas: "No son ideas
que tenemos, sino ideas que somos...
son nuestro mundo y nuestro ser". En un libro póstumo sobre Leibniz,
Ortega formulará esta distinción fundamental aguda y elegantemente: "Darse
cuenta de una cosa sin contar con ella... eso es una idea. Contar con una cosa sin pensar en ella, sin darse cuenta de
ella..., eso es una creencia".
La creencia es la categoría
fundamental de la interpretación orteguiana de la historia. Los cambios profundos que se producen en la
vida histórica y en la cultura no son causados por cambios materiales en la
estructura económica -con eso Ortega se opone al Marxismo-, ni tampoco en la
vida de las ideas en que se piensa -con eso se opone al idealismo-, sino por
cambios en la región más profunda de estas ideas sociales con que contamos sin
pensar en ellas y a las que llama Ortega "creencias".
Así
pues el mundo humano, el mundo de las ideas -pero cuya realidad fundamental
consiste en un sistema de creencias- continuamente va cambiando. En el decurso
de muchas generaciones, estos cambio son más bien superficiales. Pero al fin y al cabo el desarrollo ataca a las
raíces de la vida, es decir, a las creencias. El hombre pierde la fe en
ellas. Y puesto, que el mundo humano es un mundo de ideas, cuya sustancia es la
creencia, perdidas sus creencias, el hombre pierde su mundo y se halla otra vez
en el piélago, en un mar de dudas. Se le rompió la barca frágil de la cultura,
mediante la cual había sustituido al navío de la naturaleza instintiva.
La pérdida de un sistema histórico
de creencias no es puramente negativa. Se pierde el mundo pasado porque un nuevo mundo, una nueva fase de la
existencia humana ya está formándose en la hondura subconsciente de la vida.
Como observa agudamente Ortega, el hombre en la crisis no es tanto pobre
cuanto demasiado rico:
<<La
duda, descrita como fluctuación, nos hace caer en la cuenta de hasta que punto
es creencia. Tanto lo es, que consiste en la superfetación del creer. Se duda
porque se está entre dos creencias antagónicas, que entrechocan y nos lazan la
una a la otra, dejándonos sin suelo bajo las plantas. El dos va bien claro en el du
de la duda. El hombre, pues, vive en una situación vertiginosa entre el mundo
que ya no existe y otro que todavía no existe. Pertenece a los dos, vive en la
contradicción existencial, arrastrado en direcciones contrarias>>. (ibid)
También
NEWMAN (cfr. FR, 74) tan citado y elogiado en la Encíclica- dijo
anticipadamente algo parecido a esas creencias orteguianas con la terminología primeros principios de origen social o
cultural, en sentido distinto de los axiomas propiamente dichos[11]. (Cf. su Gramar
of assent.). La idea fundamental
de NEWMAN es que la persona humana, en cuanto humana, coincide con el conjunto
de sus "primeros principios". Desde luego que no se entiende esta
expresión "primeros principios"
en un sentido lógico o metafísico, ya que esos principios no son tanto
instrumentos del pensamiento técnico como realidades del pensamiento espontáneo
y personal. Hay, no cabe duda, principios generalísimos comunes del pensamiento
humano en cuanto tal, pero hay también principios propios a una cultura, una
época, una generación. Lo interesante de esos principios es que generalmente son sociales y escondidos, inconscientes.
Los primeros principios son los primeros
movedores ocultos del pensamiento. No se piensan, pero gobiernan el
pensamiento por vía de evidencias que por supuesto no necesitan pruebas. A menudo no son más que prejuicios sociales
de una época; prejuicios en los que no se repara porque todos los aceptan
tácitamente. He aquí el texto típico de NEWMAN:
<<...
En resumen, los principios son el mismo
hombre... Están escondidos, por la razón de que totalmente nos absorben,
penetrando la vida entera de la mente. Se
han hundido en ti; te impregnan. No tanto apelas a ellos, antes bien tu conducta brota de ellos. Y eso es por
lo que se dice que es tan difícil conocerse a sí mismo. En otras palabras, generalmente no conocemos a nuestros
principios>>. (Ibid)
II.
APTITUD DEL LENGUAJE HUMANO PARA EL
INTELLECTUS FIDEI.
Todo eso es muy cierto. Pero no lo es menos que el hombre de hoy no es menos accesible que el hombre del pasado al
encuentro con Dios y con la fe. El drama está en que entre Dios que quiere
hablar al hombre y el hombre que está dispuesto a escuchar a Dios a menudo, hay
algo que obstaculiza la comprensión, por culpa de la pantalla de un lenguaje que no corresponde de modo
adecuado (no absoluto) a la experiencia del hombre de hoy, en virtud de
diversos factores sociológicos que configuran una "forma mentis" (las "creencias" de Ortega o "primeros principios ocultos" de
Newman) cerradamente inmanentista que
tiene su expresión en determinado lenguaje contemporáneo de gran vigencia
social[12]. Por eso, el gran problema que tiene planteado
actualmente la Iglesia, es, como repite a cada paso la Gaudium et Spes, el de conseguir que la palabra de Dios alcance el
corazón del hombre de hoy, es decir; que tome contacto con las experiencias
humanas fundamentales que le son propias, porque sólo partiendo de ellas se
puede establecer para él el encuentro con Dios.
A
mi modo de ver, no debe exagerarse el problema. Corresponde a la razón
filosófica tratar, con sus propios recursos, los problemas del ser y del
conocimiento, y recoger las grandes intuiciones de la filosofía del ser y como
dice al Encíclica- confrontarlas con la serie de problemas nuevos planteados
por la toma de conciencia de la condición sociocultural e histórica del
ejercicio del pensamiento. Todo pensador
está condicionado por una cultura y un lenguaje. Pero estas condiciones no son los elementos que determinan el
contenido del la verdad del saber (Cfr. FR, 95 y 96). En relación con el aspecto metafísico y religioso -que aquél
posibilita- en que se basa este último, los
hechos sociales, culturales y lingüísticos tienen valor de instrumentos, y
han de ser tomados reflexivamente como tales[13].
El
paso del mensaje perenne de Cristo de un lenguaje a otro, es un problema que ya
ha sido planteado en varias ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia.
Más concretamente fue planteado ya en los orígenes de la Iglesia, cuando está
trató de pasar de una estructura lingüística semítica, la del hebreo y del
arameo, en la cual había sido pronunciado en un principio el mensaje
evangélico, a la estructura y lenguaje helenísticos (cfr. FR, 72). Evidentemente,
esto creaba inmensos problemas, ya que suponía una mutación esencial del
lenguaje cristiano. Sin embargo, esto no impidió que se produjese perfectamente
la continuidad entre aquél primer cristianismo expresado en raíces semíticas, y
el subsiguiente cristianismo helénico. La unidad del contenido de adhesión de
la fe se mantuvo permanente a través de las vicisitudes que llevó consigo el
revestimiento que este mensaje recibió al pasar de una estructura a otra (Cfr.
FR 85, y 97). Afirmar lo contrario es delirar. Lo han negado numerosos autores
tan listos como superficiales (disculpables por el nominalismo subyacente en la "forma mentis" de numerosos "ilustrados", víctimas de
una "modernidad" postcartesiana (Cfr. FR, 5 y 46) que, con el
subjetivismo inmanentista luterano -para desgracia de Occidente-, triunfó con
las armas en Westfalia)[14]. La Encíclica se lamenta del giro inmanentista
postcartesiano de la razón, que desvinculada progresivamente de la Revelación-
dio origen a la llamada modernidad, hoy en fase acelerada de derribo, a la que sucede el pensamiento débil de la
postmodernidad. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga
mayor incisividad; al contrario, cae con el grave peligro de ser reducida a
mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe
adulta no se siente motiva a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad
del ser. (FR, 47).
Es
evidente que encontramos dificultades de un lenguaje
que se apoya en una civilización y en una cultura ya superadas, pero esto en
ningún modo quiere decir que las realidades expresadas a través de este
lenguaje no sigan siendo hoy las mismas de ayer. Estamos entrando en un nuevo tipo de civilización, profundamente
modificado por los avances de la ciencia, por la evolución de la sociedad, lo
cual implica un nuevo cambio de lenguaje para el mensaje cristiano, es decir,
al descubrimiento del lenguaje propio del hombre de nuestros días. Pero no por ello ha cambiado nada en absoluto en
las estructuras del espíritu ni en las estructuras de lo real, y desde este
punto de vista el lenguaje acerca de Dios, y el mensaje cristiano tampoco tiene
que cambiar nada en su sustancia, por el hecho de que se esté produciendo esta
mutación lingüística y cultural de verdadero cambio epocal.
En
esta cuestión del lenguaje, hoy nos
encontramos con algunas corrientes[15],
como el estructuralismo, que van
mucho más lejos, y establecen unos vínculos tales entre los lenguajes y las
realidades, que se daría un cambio tanto de aquellos cómo de estas de suerte
que habría una casi impenetrabilidad entre culturas
y lenguajes diferentes, y en consecuencia (FR, 84), se daría una especie de mutación que afectaría no sólo a las
palabras sino también a las cosas, según la expresión que usa en su libro
el estructuralista Michel de Foucault[16].
Hay subordinación de las palabras a
las cosas y no al revés. Lo que
se da en primer lugar son realidades. Estas realidades son permanentes. Sin
duda que siempre son expresadas de un modo imperfecto, incompleto según formas de
expresión cultural a través de las palabras. Pero hay que decir que lo que ahí
importa son las realidades que se quieren alcanzar fundamentalmente por las
palabras, mucho más que los vocablos, que no son más que los instrumentos de
expresión de esta realidad. La inteligencia capta directamente la realidad, y
los vocablos no son más que los instrumentos a través de los cuales ella sabe
expresar esta experiencia.
La
inteligencia humana posee la capacidad ontológica de alcanzar el ser en sí
mismo que es connatural al hombre, la
idea de la muerte de la metafísica está desprovista de sentido (FR, 6 y 27
a 30)[17] . Ella es la condición de posibilidad de
cualquier lenguaje, que expresa en perspectivas diversas pero convergentes
y complementarias, la dimensión representativa de los conceptos de la
experiencia óntica, que hace posible la experiencia ontológica del "ser
del ente". De lo que hay que hablar es del fenómeno cultural del
"olvido del ser", del que se lamentaba M. Heidegger, que -pese a sus
esfuerzos- no logró recuperar[18].
El
influjo del espíritu objetivo de nuestra época -al menos en Occidente-
tiende a dictar su tiranía -su ley
tópica- instalándonos en una situación despersonalizada del hombre-masa (se
habla de crisis de la intimidad, a la
que no es ajena la tecnificación. Es al famoso "das man" de Heidegger[19] que caracteriza la existencia inauténtica).
Tal situación, al impedir la actitud personal de amor trascendente llamado
dilección benevolente -el don de sí, sólo posible en quién es dueño de sí- de la
que emerge, por connaturalidad, la experiencia originaria del Dios trascendente
como fundamento, conduce a un ateísmo práctico
que ordinariamente desemboca en una absolutización o divinización de algún
valor intramundano centrado en el yo. (Más adelante volveremos sobre el tema).
El hombre, en efecto, -peregrino del Absoluto- si se cierra a la trascendencia
donde verdaderamente se encuentra el absoltamente Absoluto, se ve impulsado por
la constitutiva apertura trascendental de su espíritu al valor absoluto del ser
(finito capaz de la infinito) a absolutizar lo finito y relativo. El ateísmo
tiende a absolutizar el mundo, lo diviniza (tras haber negado -tal es su
positiva función purificadora- a una figuración antropomórfica de la
Trascendencia), en un mito de sustitución idolátrico.
Ser vitalmente teista, en nuestro tiempo -y en nuestro
"mundo" socio cultural-, es por lo general un problema de
personalidad: de rebeldía ante el influjo
tiránico, despersonalizante, de la
mentalidad pública, originada por nuestro espíritu objetivo ambiental (das man) cerradamente inmanentista. Es
preciso ir contracorriente, en una actitud cifrada en aquel supremo coraje que
es necesario para evadirse de la instalación en un cómodo anonimato egoísta e
inauténtico, y adoptar así la más auténtica de las actitudes: la actitud
supremamente personal que hace posible el encuentro de la propia intimidad,
paradójicamente, en la entrega confiada al otro que yo, -al Alter Ego Trascendente en última
instancia- en una común tarea de autorrealización cuasi-creadora. Actitud, en
suma, de valentía, que se sobrepone al vértigo miedoso ante la silente
invocación del Absoluto que insta a la magnanimidad de una vocación de plenitud
y -con ella- a la superación de la angustia ante la propia finitud más o menos
inauténticamente reprimida en la huida miedosa que ahoga la llamada a la
plenitud personal en comunión con El, a que invita a cada uno por su propio
nombre, en la autocomunicación en la historia salvífica del Dios trino de la
revelación cristiana.
Aunque la mayoría de las personas de nuestro tiempo -dice
el sociólogo Peter Berger- viven lo mejor que pueden ahorrándose los
interrogantes metafísicos, puede experimentar, de hecho -como ocurre con
frecuencia creciente en las crisis personales, las situaciones límite de
Jaspers (Cfr. C. III, III, b) y socioculturales- la existencia de otra
realidad, mucho más poderosa, cuando se rompe el mundo que da por sentado.
La ruptura de las estructuras vitales -explica Berger- y de pensamiento que se
daban por sentadas abre posibilidades previamente impensables, incluyendo la
posibilidad de la fe religiosa. Esto podría afirmarse de un modo más tajante,
diciendo que la trascendencia se hace,
en esa situación, visible a través de la ruptura de la realidad ordinaria, que
rasga el tejido de lo ordinario. En ocasiones será una catátrofe individual o
colectiva (muerte, enfermedad, etc); pero aun en las vidas que parecen muy
normales habrá momentos en que la realidad que se da por sentada se conmocione
de manera súbita. En tales rupturas de la realidad ordinaria se insinúa una
realidad trascendente como signos de trascendencia, rumores de
Diosen el mundo y mensajeros de su presencia entre nosotros; por eso nos
provocan a un tipo de experiencia cuyo contenido es el otro reverso de la
realidad, aquel orden numinoso y sagrado donde Dios inhabita.
Peter Berger
describe agudamente algunos signos de trascendencia en el universo humano: Las
señales que podemos encontrar en la vida ordinaria de cada día son de una importancia
decisiva: el reiterado e intenso deseo que experimentan los seres humanos de
encontrar un orden significativo dentro del mundo, desde las superestructuras
más elaboradas por las grandes mentes hasta la seguridad que da una madre a su
hijo asustado; las redentoras experiencias del juego y del humor; la capacidad
de esperanza, imposible de erradicar; la abrumadora convicción de que ciertos
actos humanos merecen una condena absoluta, y la convicción contraria con
respecto a la bondad absoluta de determinadas acciones humanas; la, en
ocasiones, abrasadora experiencia de la belleza, tanto en la naturaleza como en
las obras del hombre, y muchas otras señales que podrían enumerarse con
facilidad. Todas ellas, aunque en muchos casos son muy corrientes y casi nunca
se perciben como sobrenaturales, apuntan hacia una realidad que está situada más allá
de lo corriente; el orden que mi espíritu impone al mundo se propone implantar
un orden que está allí antes de que mi espíritu empezase a elaborarlo. Si mi
juego o mi broma pueden superar temporalmente las dimensiones trágicas de la
condición humana, podré vislumbrar la posibilidad de que la tragedia no
constituya necesariamente el factor último, o el más importante, que
corresponda a dicha condición. Si puedo tener esperanza incluso frente a la
muerte, como mínimo podré pensar que la muerte quizás no constituya la última
palabra acerca de mi vida. Y así sucesivamente[20].
Según afirma acertadamente este conocido sociólogo, si los signos de la trascendencia han pasado a reducirse a débiles rumores apenas en nuestra época, cabe todavía hacer algo: ponerse a explorar esos rumores y quizá seguir su rastro hasta la fuente desde donde brotan. El redescubrimiento de lo sobrenatural significará, ante todo, una recuperación de nuestra capacidad de percepción de lo real, no será solamente una superación de la tragedia. Quizá, más exactamente, será una superación de la trivialidad del relativismo postmoderno autometafísico y del excluyente cientifismo que le es concomitante. Con esta apertura a los signos de la trascendencia se redescubren las verdaderas proporciones de nuestra experiencia[21]
III.
LA DEFORMACIÓN DEL CIENTIFISMO DE LOS
SABIOS ESCLUSIVOS.
Es
frecuente hoy una peculiar "forma
mentis" que constituye una deformación a la que es proclive el científico (en el sentido de que suele
hablarse coloquialmente de "mental deformación profesional") y -por el contagio inducido por un falso
prestigio mitificador difundido en amplios estratos de nuestra civilización
tecnificada (la que suele considerarse "desarrollada" con una
valoración superficialmente unidimensional)-. En este segundo sentido, suele
hablarse de la mentalidad
"ciencista", que obstaculiza
a muchos espíritus que nada tienen de
científicos, en "nombre de la ciencia de falso nombre" (1 Tim 6,
20), el espontáneo conocimiento
originario de Dios, como Fundamento propio de la experiencia religiosa
fundamental -y de la experiencia originaria de los valores morales connaturales
al hombre- que abren el horizonte de la fe religiosa. A este tema hace
referencia la Encíclica en los pasajes antes citados (cfr. también n.46).
Es
un hecho que el científico sucumbre
fácilmente a la tentación de pensar que la única especie de conocimiento
racional auténtico de que el hombre es capaz es la propia de la ciencia, la
de sus peculiares métodos de observación y medida de los fenómenos (Cfr. FR,
88). J. Maritain ha calificado de sabios
"exclusivos" a aquellos científicos que, llevados de sus
convicciones positivistas, rechazan toda la fe religiosa, salvo quizá aquella
forma de religión atea construida en forma de mito, tal como la religión de la
humanidad, que su gran pontífice Augusto Comte concebía como una regeneración
positiva del fetichismo, o como la religión sin revelación de Julián Huxley,
que considera a sí mismo como un producto del método científico[22].
Según
Maritain nominalmente citado y puesto como modelo en la Encíclica-, los que él
califica de sabios "liberales",
a saber, los que están dispuestos a tomar en
consideración una captación racional de inteligibilidades que
trascienden a los fenómenos (tales como Sir Hugh Taylor, Niels Bohr,
Oppenheimer, Heisenberg), suelen creer todo lo más en una inteligencia
todopoderosa que gobierna el Universo, concebida generalmente a la manera
estoica, como el orden mismo inmanente al Universo. Es raro que crean en un
Dios personal; y cuando creen en El, es en virtud, frecuentemente, de su
adhesión a algún credo religioso -sea como un don de la gracia divina, sea como
una respuesta a sus necesidades espirituales, sea como un efecto de su
adaptación a un medio dado- aunque debe reconocerse que también ellos serían
ateos por lo que toca a la razón misma. Fideistas, por consiguiente, en el
mejor de los casos.
Se
trata, pues, de una situación enteramente anormal, si tenemos en cuenta que, si
bien la fe religiosa está por encima de la razón, presupone normalmente una
convicción racional de la existencia de Dios (rationabile obsequium). Un mínimo de base racional sería
-recuérdese- absolutamente necesaria, si no queremos incurrir en una especie de
monofisismo gnoseológico, en un fideismo inadmisible como irracional e indigno
del hombre.
Nos
encontramos con la siguiente paradoja: de una parte, la inteligencia humana es espontáneamente metafísica, pues sus
primeras concepciones lo son (el ser, el uno, los primeros principios
indemostrables)[23]. Pero lo son de una manera vaga, ideterminada,
confusa. En su virtud, la inteligencia se plantea interrogantes radicales,
últimos. De otra parte los hábitos de la
mentalidad científica inclinan a la inteligencia a ir, por así decirlo, a contracorriente de su tendencia
espontánea, sometiéndola a una suerte de ascética (no advertida, quizá, por la
inclinación del todo connatural que aquellos hábitos les han prestado al
deformarla) que agosta la fuerza
metafísica que Dios ha impreso en la inteligencia humana[24].
Para
decirlo con las palabras de Husserl[25], el
científico ha hecho, sin saberlo, voto de pobreza intelectual; a renunciar
a todo uso trascendente de la virtualidad metafísica de los principios de la
razón. Pero el acceso noético a Dios precisa este uso. Comienza con datos
empíricamente constatables, que sólo conducen a Dios cuando se advierte a la
luz de aquellos principios que existe un último "porque" más allá del
cual no hay "por qué". A saber, a una suprema noción que es la de
ser, el ser que no es más que ser sin ninguna determinación particular. Pero
ello implica una metafísica, por la que la inteligencia remonta, por así
decirlo, a su propia raíz -sus primeras concepciones- ya que se ha remontado de
la semejanza de Dios en las cosas observables, entendidas en cuanto reales -en
cuanto son, no como mero espectáculo
o phainómenon[26]- hasta Dios mismo, gracias a la semejanza de sí
mismo que El ha impreso en la inteligencia, en sus primeras concepciones[27].
Las
demostraciones matemáticas mantienen un equilibrio perfecto entre la excesiva
complejidad del conocimiento concreto y la simplicidad arbitraria de las
nociones metafísicas, totalmente abstractas aunque no prescinden de nada
concreto. Considera, en efecto, relaciones entre conceptos abstractos, siempre
con referencia a imágenes sensibles[28]. Ello le confiere una gran sensación de certeza. Se explica, pues, el afán de la mentalidad
moderna, heredera al fin del programa epistemológico galileo-cartesiano[29], de valerse de las deducciones matemáticas,
rigurosamente ciertas, cómodas para un espíritu encarnado que piensa en
imágenes, para interpretar los fenómenos en sus leyes y regularidades
observadas. Y que lo haga aún a precio de forzar su aparición si ello va a
facilitar la regla de su ordenación matemática[30].
Pero
ya los antiguos habían advertido que,
efectivamente las matemáticas son más ciertas que la física y la metafísica[31]. Sin embargo, ello no quiere decir que la certeza matemática sea más apetecible para la
inteligencia natural, llevada espontáneamente por su misma estructura al
saboreo de la realidad misma de las cosas, y no a contentarse con una mera
satisfacción ante la seguridad en las conexiones lógicas de unos signos
abstractos, que aunque más o menos remotamente fundados en la realidad, se
constituyen como tales de espaldas a ella misma el mundo de lo
"irreal" de Popper, necesario -por otra parte- para aceeder teórica y
prácticamente a la realidad en sí misma extramental[32].
Decíamos
que la noción de causa tiene pleno alcance ontológico en el uso metafísico que
de ella se hace en las pruebas de la existencia de Dios, a diferencia de las
meras relaciones entre los fenómenos que considera la ciencia, en las cuales el
nexo causal no tiene otro alcance que la constatación de que un fenómeno dado
es función de otro (uso empírico del principio de causalidad)[33].
Sin
embargo, también las ciencias de los fenómenos, aun permaneciendo encerradas en
el campo de la experiencia mensurable, pueden dar un testimonio indirecto, pero
testimonio al fin, de la existencia de Dios. En otro lugar he tratado de esta
temática. Aquí baste la siguiente observación: si la naturaleza no fuera inteligible, no habría ciencia. Tienden a
la inteligibilidad de la naturaleza de una manera oblicua, en cuanto está
implicada y enmascarada a la vez en los datos observables y medibles del mundo
experimental, tal y como se traduce en una inteligibilidad no real, ontológica
sino matemática. En efecto, esta inteligibilidad no puede menos de estar
fundada en aquélla, pues las constancias relacionales que recogen las leyes,
comprendida aquella clase especial de leyes no referidas sino a meras
probabilidades, no puede ser otra que la esencia, la naturaleza (la physis, que sólo es accesible a una
perspectiva ontológica)[34]. Ella, repetimos, es el fundamento mismo de los
sistemas explicativos de índole matemática (euclidea o no), de los lenguajes
cifrados que emplea el sabio en orden a la construcción científica de los datos
de observación y medida.
Ahora
bien, ¿cómo podría ser inteligibles las cosas si no procediera su
inteligibilidad de una inteligencia? La famosa frase de Einstein. "Dios no
juega a los dados", podrían interpretarse seguramente como una advertencia
confusa e implícita de la fuerza ontológica del principio de causalidad y tal y
como es empleado en la quinta vía de
Santo Tomás para demostrar la existencia de Dios. Algo le dice, le permite
percibir al científico "no excluyente" -siempre que sus disposiciones
éticas no le nublen la mirada intelectual- que el orden cósmico que permite la inteligibilidad de las cosas, no puede
proceder del las fuerzas ciegas del caos, sino que exige necesariamente una
inteligencia supramundana ordenadora[35].
Recientemente el conocido profesor de filosofía de las ciencias y filosofía de la naturaleza de la Universidad de Navarra Mariano Artigas ha publicado un libro de gran interés respecto al tema que aquí hemos abordado (La mente del universo, Pamploa 1999). Sorprende gratamente Artigas al estudioso preocupado con facilitar la apertura de la ciencia da la religión, con una obra de síntesis, cuyo objetivo -gozosamente cumplido- es ahondar en las posibilidades de diálogo entre ciencia y religión (o teología).
Postula
el autor la existencia de supuestos previos como primer paso para tender un
puente entre ambos saberes que permita descubrir al científico la armonia entre
ambas. Los supuestos que se
proponen, que enseñamos enseguida, son previos a la ciencia corno tal
(metacientíficos podria decirse, más que extracientíficos) pero -considera el
autor- su solidez fundante se incrementa a medida que el hombre adquiere un
conocimiento más profundo de la naturaleza: se da una realimentaci6n desde la
ciencia hacia los supuestos filosóficos que la sustentan en toda labor
descubridora del mundo, contribuyendo a clarificarlos de forma progresiva, y
enriquecer los contenidos con los que pueden ser percibidos.
El libro tiene una
sólida consistencia formal en la argumentaci6n, dando luz a los planteamientos
certeros y también a los desaciertos de quienes han escrito antes sobre el
terna. La amplia serie de autores seleccionados se sigue sin cansancio porque
no se aborda su estudio con erudici6n pretenciosa, lo cual no disminuye, ni
mucho menos, el rigor del estudio realizado. Los juicios son incisivos sobre
los planteamientos de dichos autores y, cuando corresponde, el autor realiza
una crítica clara y respetuosa de las fallas y contradicciones que pueden
descubrirse en tales teorías.
El
autor estructura el libro partiendo de un análisis del mundo en sí (plano
ontol6gico) para pasar a la consideraci6n del mundo interpretado por el hombre
(plano epistemológico) y concluir con el mundo vivido (plano ético).
Artigas
comienza con la noción fundante de inteligibilidad que posee el mundo, como
primer supuesto ontológico- de su investigación, basándose precisamente en
este hecho para mostrar con ello la posibilidad de que una criatura dotada de
intelecto pueda conocerlo. Apoya su afirmación en la visión totalizadora (pero
no acabada) del mundo que el hombre ha alcanzado a las puertas del siglo XXI.
Para avalar tal afirmación ontológica,
parte Artigas de la visión actual del mundo como ámbito en el que se despliegan
claras pautas espaciales y temporales, con un dinamismo orientado (finalidad)
hacia realidades cada vez más complejas. Son los propios actores del
ámbito-temporal los portadores de esas pautas, manifestándolas cada ser en
conformidad con su naturaleza. Ello incluye los procesos que habitualmente se
consideran regidos por los principios del azar: el autor los enmarca dentro de
la noción metafísica, mucho más rica en contenido, de la contingencia[36].
El
siguiente punto es el supuesto
epistemológico, con la defensa de la capacidad del hombre para obtener un
conocimiento certero de la realidad que le es extrínseca. Podría decirse que
ese conocimiento admite la analogía del mapa, que ni es ni fundamenta a la
realidad, aunque la manifiesta con exactitud permanente mejorable. Plantea Artigas
el proceso del conocimiento del mundo como un saber hacerle la pregunta
adecuada a la naturaleza para capturar posteriormente su respuesta en
interpretarla. Esta vía no se sustentaría meramente en la capacidades
inductivas de la inteligencia, sino que, frecuentemente, implican un ejercicio
de creatividad intelectual muchas veces ligadas al papel de la intuición junto
con una imaginación bien conformada.
El
supuesto ético lo fundamenta Artigas
en el hecho de que el quehacer científico es una fuente de valores, que motiva
y articula actos conscientes de la voluntad. Una consecuencia que podemos
extraer de esta afirmación es que la ciencia no es éticamente neutra (mucho
menos aséptica) respecto a la dimensión moral y religiosa del hombre. Hay una
componente ética en la relación del hombre con el mundo descubierto y por
descubrir: podría decirse que esa componente representa el nivel más profundo
de regulación de la conducta humana en su interacción con la naturaleza en
cuanto esta es un camino de búsqueda de verdades por parte del ser humano.
En
resumidas cuentas, la tesis del autor pueden calificarse como de apertura ,
desde la ciencia in actu exercito, a horizontes de trascendencia, de
indudable relevancia religiosa. Su libro es de gran interés, muy formativo y lo
recomendamos muy vivamente a quienes nos lean.
Uno de los obstáculos más tenaces
que la difusa mentalidad cientista excluyente, aquí descrita, que dificulta a
muchos espíritus de escaso sentido crítico, la aceptación de un Dios creador -única
vía de acceso al Dios de la revelación bíblica (a la fe y la teología)-, es el
bombardeo mediático con el que una superficial ciencia de falso nombre
presenta las investigaciones sobre la evolución, el origen de la vida y el
origen del hombre, como si fueran incompatibles con la tesis creacionista. Nada
más falso. En mi amplio estudio sobre el misterio de los orígenes (Madrid
1999), muestro hasta qué punto una honesta aproximación científica a estos
temas enriquece -reforzándolo- el punto de partida de la inferencia del
Creador, que es siempre y sólo metafísica[37].
No son pocos los que, seducidos por le prestigio de la ciencia de la evolución, consideran ésta como un absoluto que todo lo explica, a modo de religión liberada -un mito de sustitución- que sustituye la Escrituras de los autores bíblicos, capaz de responder a todos los interrogantes, incluso al del sentido último de la vida.
Algunos profesan el nuevo dogma con un pathos religioso que recuerda a los beatos teilhardianos de los años 60.
Un ejemplo paradigmático de este cientifismo absoluto lo ofrece la reciente propuesta del afanado investigador americano Edward O. Wilson, profesor de Harvard. Autor de varios best-sellers, propone en su último libro, que titula significativamente Consilence[38], poner en el centro de todo la biología evolutiva como principio integrador de todos nuestros conocimientos, en un nuevo intento de lograr la vieja aspiración de los jónicos, en los inicios de la filosofía griega, que buscaban el arjé, el principio explicativo de todo lo real más allá del mito.
Educado en la religión fundamentalista de los baptistas del sur de los Estados Unidos, descubrió -nos confía- las contradicciones de esa religión cuando quedó fascinado por la evolución de la cual nada decían los autores bíblicos. Su reacción no fué -asegura él- hacerse agnóstico ni ateo sino que simplemente dejó su iglesia, fascinado por la ciencia; y añade:
Tal es, así lo creo, el origen del hechizo jónico:
preferir las búsqueda de la realidad objetiva a la revelación, satisfacer así
el anhelo religioso. Es una empresa casi tan antigua como la civilización y
está entretejida con la religión tradicional, pero sigue un rumbo muy
distinto... Su lema fundamental, como Einstein sabía, es la unificación del
conocimiento. Cuando hayamos unificado lo suficiente el conocimiento,
comprenderemos quienes somos y por qué estamos aquí (p. 14) (...). Existe
sólo una clase de explicación... La idea central de la concepción consiliente
del mundo es que todos los fenómenos tangibles, desde el nacimiento de las
estrellas hasta el funcionaminento de las instituciones sociales, se basan en
procesos materiales que en último término son reductibles, por largas y
tortuosas que sean las secuencias, a las leyes de la física... (pp. 389-390).
Estamos ante un caso más del cientifismo absoluto y excluyente, al que nos referimos, que pretende juzgar toda la realidad utilizando como metro la ciencia natural. Es cierto que el pensamiento, la libertad, la decisión moral, e incluso las experiencias místicas del hombre, -corpore et anima unus- se encuentran entretejidos con neuronas, genes y carbohidratos. De ahí su apariencia de verdad. Pero el materialismo científico es falso porque sostiene que no somos nada más que neutrones, genes y carbohidratos; eliminando a priori cualquier dimensión trascendente a lo material que de cuenta de las exigencias inteligibles del comportamiento humano.
¿Podrían ser se pregunta Wilson- la Sagradas Escrituras sólo el primer intento culto de explicar el universo y de hacernos significantes en él? A los autores bíblicos se les ha escapado la más importante de todas las revelaciones, porque no hablan de evolución. (...) Quizá la ciencia es una continuación, sobre un terreno nuevo y mejor probado, para conseguir el mismo objetivo. Si es así, entonces en ese sentido la ciencia es religión liberada y gran escritura (pp. 13-14).
Wilson recuerda el caso de Galileo. Sus jueces pretendían que el heliocentrismo era contrario a una serie de pasajes de la Biblia donde se habla de que el Sol se mueve y la tierra está quieta. Olvidaban lo que se sabía desde siempre (San Agustín lo explica claramente) que la intención de la Biblia no es enseñar astronomía, y que, cuando hablan de fenómenos astronómicos, los autores sagrados emplean las ideas comunes de su época. La revelación divina no pretende enseñarnos física. En la actualidad, este tipo de cientifismo provoca una situación semejante, pero al revés, cuando pretende hacer de la ciencia una nueva religión capaz de responder todos los interrogantes, incluso el del sentido último de la vida. Tal religión liberada sería una especie de nueva religión de ciencia, basada en la evolución y avalada por su prestigio. Sólo la ciencia proporciona conocimientos válidos acerca de la realidad, intenta continuar la ciencia con una religión que da sentido a nuestra vida completamente secularizada y abiertamente materialista.
Este cientifismo religioso -de Wilson y de tantos otros- no tiene en cuenta, por desgracia, la sabia advertencia de la página Web de la Americam Association for the Advancement of Science:
La ciencia no puede resolver todas las preguntas.
Algunas preguntas se encuentran, sencillamente, más allá de los parámetros de
la ciencia. Muchas preguntas que se refieren al significado de la vida, a la
ética y a la teología son ejemplos de preguntas que la ciencia no puede
resolver[39].
No hay -como dice X. Zubiri- ninguna evolución
creadora, sino creación evolvente, según el plan de una Sabiduría creadora y
providente que da el ser y el obrar a un universo finalizado en el ámbito
intramundano por el hombre, como la única criatura querida por sí misma. La
reflexión sobre los hallazgos de la verdadera ciencia facilita no poco el
acceso intelectual del hombre al Dios Creador de la revelación bíblica y de la
metafísica creacionista -de la que ha florecido bajo su guía e inspiración- que
tan secular y brillante desarrollo ha tenido en la cultura occidental, que es
la llave que abre la inteligencia al posible descubrimiento del plan salvífico
de Dios, que culmina en el misterio del Cristo total, en el universo
transfigurado de la nueva creación escatológica, en la que Dios será todo en
todo por obra del Espíritu creador que todo lo renueva.
Pascal decía que somos cañas pensantes. Nuestro primer deber es aprender a usar correctamente la noble facultad de pensar, y evitar que la caña sea zarandeada por todos los vientos (de los que no faltan algunos -a los que aludía Saulo de Tarso- de origen tan turbio como inquietante (Ef 4, 14. Cfr 2 Tim 4, 16, Heb 13, 9). De lo contrario podríamos formar parte del número de los insensatos -incontable, a decir de la Biblia (Sir 1, 45)-: de aquellos de los que dice el salmista: Dijo en insensato en su corazón, no hay Dios. (Sal 13, 1; 52, 1)
[1] Cfr. J. FERRER
ARELLANO, Objetivo y método de la teología fundamental según la Fides et
Ratio, en J. Aranguren, J. J. Borobia, M- Lluc (eds). Fe y razón,
I. Simposio Internacional Fe Cristiana y cultura contemporánea, EUNSA, 1999, 119-133.
[2] En el mismo Simposio de la Universidad de Navarra sobre la Fides et
ratio, cit. Nota. 1.
[3] J. FERRER
ARELLANO, Metafísica de la relación y de
la alteridad, Pamplona 1998, cap. III. Sobre el tema de la socialidad X. ZUBIRI, Sobre el hombre, Madrid 1986, cap. VI,
El hombre realidad social, 223 ss.
[4] Se citan en él,
además de algunos valiosos exponentes del pensamiento contemporáneo del Oriente
cristiano, a Newman, Rosmini, Maritain, Gilson, E. Stein. Hoy por hoy Zubiri (y
otros autores a los que aquí voy a referirme), no han logrado el eco que
merecen. En especial algunos destacados representantes del pensamiento
cristiano de nuestra área cultural, cuyo creciente influjo dada su valía- no
tardará en imponerse (como auguraba el conocido estudioso de la actual
filosofía española, Alain Gui, di Touluse, recientemente fallecido).
[5] X.
ZUBIRI, El problema filosófico de la
historia de las religiones, Madrid, 1983, 305; Sobre el hombre, Madrid 1986, 262-282.
[6] Cfr.
su curso de 1968 sobre "El hombre y la verdad" policopiado, todavía
no publicado. (Está ya anunciada su próxima edición). Sobre la socialidad
humana, expresión natural de la constitutiva dimensión coexistencial de la
persona, y fundamento de la vida social, he escrito en Metafísica de la relación y de la alteridad, cit., c. III.
[7]
"El falso concepto de historia natural es lo que ha llevado a considerar a
veces que la historia es una prolongación de la evolución. Por eso, el
mecanismo de la evolución es "mutación" en generación; el mecanismo
de la historia es "invención" en entrega. La historia consiste en la continuidad de formas de vida en la realidad,
mientras que la evolución es un fenómeno de mera continuidad en la constitución
del viviente mismo". Cf. X. ZUBIRI, Sobre
el hombre, cit 202 ss.
[8] Cf. X.
ZUBIRI, o. c., 200-220. Cf. Sobre el
hombre, cit. 262 ss, 311. ZUBIRI distingue el constitutivo de la persona,
que llama personeidad (que es suidad en respectividad), de la personalidad que libremente va
adquiriendo, en el orden operativo, por libre apropiación de posibilidades.
[9]
También M. HEIDEGGER ha insistido en la honda unidad estructural que se da
entre la comprensión del ser y los
dos momentos que la condicionan: la Befindlichkait
(sentimiento de la situación, que en la "existencia auténtica" del
hombre no inmerso en el dans man -el
"se impersonal- es sentimiento de relicción, calificada como angustia al
sentirse arrojado en la existencia, en el horizonte de la muerte, y el Rede (el lenguaje y sus estructuras).
Zubiri distingue, por ejemplo, (Sobre la
esencia, Inteligencia y logos,) el "logos de la constructividad",
al que corresponde fielmente el lenguaje semítico) el "logos flexivo"
(de las declinaciones), y el "logos predicativo" (heredero del
pensamiento griego, que trocea la realidad en un "morcelage
conceptuel" para enlazarlo luego con relaciones de orden adventicio o
accidental, de modo que queda en la penumbra la respectividad constitutiva de
lo real. (Cf. J. FERRER ARELLANO, Unidad
y respectividad en Zubiri, Docum. Crit. Iberoamericano de Filosofía y
Ciencias afines, 1964 ss.
[10] J.
ORTEGA Y GASSET, Ideas y creencias,
Madrid 1934 y La idea de principio en
Leibniz, editado póstumamente. Cf. J. H. WALGRAVE, De Newman a Ortega y Gasset, en "Revista de Occidente"
1964 , 154 ss.
[11] Cf. J. H. NEWMAN, Gramar of asent, cit., passim; J. H. WALGRAVE. De Newman a Ortega y Gasset, cit.
[12] La
revolución del lenguaje preconizada por GRAMSCI como instrumento de
marxistización está logrando, por desgracia, su objetivo descristianizador de
la cultura. Las estructuras del lenguaje, mejor que las materiales del proceso
productivo, son puestas al servicio del cambio ideológico revolucionario de una
sociedad cristiana a una colectividad materialista y atea. Cfr. R. GAMBRA (El lenguaje y los mitos, Madrid 1983)
tras un espléndido estudio preliminar sobre la mutación del lenguaje y sus
técnicas con vistas a la corrupción mental, ofrece un extenso vocabulario de
términos transmutados sobre el saber y la cultura, la actitud y la acción, la
fe, y un regocijante "denuestario" (de ayer y de hoy).
[13] Cf.
Así escribe el teólogo pontíficio que ha trabajado en al Encíclica, sin duda-
G. M. M. COTTIER, Posiciones filosóficas
frente a la fe, 25 ss. Cfr. además, J. DANIELOU, Lenguaje y fe, cit., 141 ss. donde observa de forma un tanto
cáustica, aunque muy justamente: "Me parece algo verdaderamente estúpido
pensar que existe impermeabilidad entre el pensamiento de los hombres del siglo
IV antes de nuestra era y el de los hombres de nuestros días. Hoy sigue siendo
absolutamente posible el diálogo con PLATÓN, con la condición -entiéndase bien-
de interpretar y captar lo que él quería decir. Existe una unidad del espíritu,
una unidad de lo real, y las vicisitudes del lenguaje, aunque tengan su
importancia, nunca son un obstáculo para que subsista esta permanencia del
pensamiento y de la verdad.
HEIDEGGER en los escritos
posteriores a Ser y tiempo,
especialmente en su escrito del último período -como Unterwegs zur sprache (En el
camino hacia el lenguaje, 1959)-, busca el surgir del ser en el lenguaje como transmisor de la voz
muda del ser que congrega y reune a los hombres, como en la auténtiva obra de
arte. GADAMER desarrolla estas intuiciones de su maestro. En su conocida obra, Verdad y método, 1960, sostiene que la
comprensión acontece cuando se confronta el horizonte cultural propio con el
del interlocutor, o con el texto de otra cultura (fusión de horizontes), para
que la precomprensión llegue a ser veradera comprensión del otro. Cada
generación debe hacer relectura de los textos antiguos en el horizonte cultural
del lenguaje que le es propio, para alcanzar nuevas verdades. P. RICOEUR (Exegèse et hermenéutique, París 1971, 35
ss), no acepta ese planteamiento relativista de la verdad histórica con su
propuesta del método de"discernimiento" como fundamento de la
hermeneútica del texto, que se independiza de alguna manera del sujeto y deber
ser respetado el mundo del texto en su alteridad.
[14] J.
FERRER ARELLANO, Lutero y la reforma protestante, Madrid
1996., 39 ss. J. MARITAIN se ha lamentado en más de una ocasión de que los
pensadores en Occidente hubieran puesto sus ojos, tomándolo como modelo, en
DESCARTES, en vez de tomar inspiración de la luz spiencial clásica de su
contemporáneo JUAN DE SANTO TOMÁS, que brillaba en el gran foco de cultura
cristiana humanista y barroca- de la Universidad de Alcalá, fruto de la
reforma católica cisneriana, anterior a la lamentable reforma protestante que
escindió la cristiandad.
[15] Sobre la
posibilidad de un lenguaje religioso significativo en el segundo Wittsgestein
y tras él, no pocos representantes de la actual filosofía analítica
anglosajona- trato ampliamente en mi Filosofía
de la religión, Pamplona 1999. Por desgracia esa apertura a la religión
adolece de una grave ambigüedad epistemológica, pues describe como fuente de
conocimiento místico intuitivo lo que es en realidad reverbero analógico
especular en el ámbito de nuestra experiencia mundana que se significa en el
lenguaje. Pera una mentalidad nominalista, cerrada a la analogía del ser, no
tiene otra salida hacia la trascendencia que el fideísmo pseudomístico (la fe
filosófica al estilo kantiano o Jaspersiano).
[16] J. M.
IBAÑEZ LANGLOIS dice (Cfr. Sobre el
estructuralismo, Pamplona 1985, 20 ss) que "el estructuralismo incluye
una buena dosis de filosofía en su proyecto implícito de una ciencia universal.
Sus presupestos filosóficos se esclarecen a la luz de las influencias que ha
recibido, todas ellas de un marcado carácter "impersonalista" como
visiones globales del hombre".
Algunas de estas influencias son
restringidas y locales, como la del conductismo
psicológico en Estados Unidos y la sociología de DURKHEIM en Francia.
Pero los influjos más generales
y reconocibles provienen de Marx y Freud. El pensar estructuralista comparte
con ambos el "método de la sospecha":
el hombre al hablar no dice lo que dice; el sentido radical de su discurso debe
buscarse en ese fondo impersonal que para Marx es la infraestructura económica
y para Freud el inconsciente. "Los hombres hacen su propia historia, pero
no saben lo que hacen, cita Lévi Strauss a Marx (Antropologíe structurale, París 1974, 31). El hombre no es lo que
piensa de sí mismo -la conciencia es en el fondo una ilusión. El texto que
aparece en la pantalla de nuestra conciencia sería una versión traspuesta del
discurso profundo que se gesta en el seno de la infraestructura. Esta, en el
caso del estructuralismo, es el inconsciente. Pero, a diferencia de FREUD, se
trata de un inconsciente racional, que contiene el código lingüístico y no meros
impulsos. Negar la existencia del espíritu humano fue el intento de los
materialismos anteriores, incluídos los de MARX y FREUD. Pero, negar la
existencia del "hombre mismo", del yo, del sujeto humano, es el
intento que emprende el estructuralismo a partir del lenguaje, y con términos
diferentes pero análogos, LÈVI-STRAUSS, LACAN y FOCAULT" (felizmente
declinante -como tantas modas efímeras que tienen su origen en Francia-).
[17] En la Encíclica
se habla explícitamente, en esos pasajes, de la metafísica del ser prendida en
el uso espontáneo de la inteligencia. En el cap. II (Credo ut intelligem)
muestra, además, cómo esa metafísca está presente en la Biblia, que presenta el
profundo vínculo que hay entre fe y razón, que busca el sentido de la vida, en
Sir 14, 20-27; Pr 20, 5; 16, 9; 25, 2, Sal 139 (138), 17-18; 14 (13), 1; Sb 7,
17y 19-20; . 9, 11, 13, 3; Qo 1, 13, 3). En el Nuevo Testamento encontramos el
eco de los libros sapienciales (Rm cc 1 y 2) mostrando los límites de la
sabiduría humana que debe abrirse a la sabiduría de la Cruz (I Cor 1, 20).
Aquí se evidencia la frontera entre la razón y la fe, pero se aclara también
el espacio en que ambas pueden encontarse (n. 23).
[18] C.
CARDONA, Memoria y olvido del ser,
Madrid 1997.
[19] ZUBIRI
observa con agudeza que es habitual que HEIDEGGER confunda lo impersonal con lo
impropio. Habla del "man",
del "se", diciendo que es la forma de una existencia impropia o
inauténtica. El hombre comienza por ser una medianía, empieza por hacer las
cosas, por término medio, como las hacen los demás, y sólamente apoyado en eso,
llega a ser sí mismo, en el sentido que sea él no como los demás, no como quién
hace las cosas como los demás las hacen, sino haciéndolas de una manera propia.
Ahí el "se", como impersonal, expresaría la medianía.
La medianía no estriba en que
uno haga las cosas como se hacen, sino en que uno haga las cosas como porque
así se hacen. El hombre comienza a tener existencia propia, cuando lo que hace
no lo hace simplemente porque los demás lo hacen, sino por propias razones
internas. Ahí es donde se da formalmente la propiedad. El "se" como
impersoanl y no como impropio es lo que constituye el poder de la tradición y
el poder de la mentalidad, que el hombre debe discernir y valorar para
apropiarse de las posibilidades valiosas y rechazar enérgicamente las demás.
[20] P. BERGER, Una gloria lejana, Barcelona 1994, 175
s.
[21] P. BERGER, Rumor de ángeles. La sociedad moderna y el
descubrimiento de los sobrenatural, Barcelona 1975, 170 ss.
[22] J. MARITAIN, On the use of Phylosophy, 1961, ensayo 3º, Trad. fr. cfr. Dieu et la science, en "La Table
Ronde", diciembre, 1962, 9 y 22.
[23] In Boethium de Trinitate, L. II, 2, 4,
23.
[24] J.
MARITAIN, La Filosofía de la naturaleza.
Trad. Club de los lectores, 1952, 113 ss.
[25] E. HUSSERL, Méditations cartésiènnes. Trad. franc. 1938, 198.
[26] Cfr.
X. ZUBIRI, o. o., Ciencia y realidad,
79 y ss.
[27] Contra gentiles, 7, 2.
[28] E.
GILSON, o. c., Trois leçons sur le
problème de lexistence de Dieu, en Divinitas I (1961), 7, 72.
[29] J. MARITAIN, o. c., 48.
[30] X.
ZUBIRI, o. c., 84 y ss.
[31] In Boethium de Trinitate, L. 2, 1, sed
contra, 1, y "ad secundam quaestionem".
[32] J.
MARITAIN, Les degrés du savoir, 1958,
6 ed., 320. Sobre Popper, Frege y la teoría de la irrealidad en Millán Puelles
y J. Marías, trato en Metafísica de la
relación y de la alteridad, 138 ss..
[33] Una
acertada crítica del uso empírico kantiano del principio de causalidad puede
verse en E. GILSON, o. c., 16 y ss. A mi modo de ver debe distinguirse también,
en la causalidad en sentido ontológico, un doble nivel: físico y metafísico.
Sólo este último permite alcanzar la Fuente imparticipada de ser (Impsum Ese
subsistens) trascendiendo el orden de lo finito de participación en el ser.
Cfr. Mi obra Metafísica de la relación y
de la alteridad, cit. passim, en especial cc. I y II.
[34] J. MARITAIN, o. c., 213 y ss.
[35] J.
MARITAIN, Dieu et la science, cit.,
32 y ss. Sobre ese tema es fundamental el reciente libro de M. ARTIGAS, La mente del universo, Pamplona 1999.
[36] Esas afirmaciones irresponsables escribí en Metafísica de la relación y ciencias de la evolución, que niegan la creación para explicar el origen del Universo, sustituyéndola por nociones psudocientíficas -tales como la del azar y la necesidad de J. Monod-, son fruto de la ignorancia, o quizá; en no pocas ocasiones, de una desatención más o menos culpable a las exigencias inteligibles de datos científicos de orden fáctico -tremendamente tozudos como todos los hechos- cuya única explicación etiológica posible es la existencia de un Dios creador. A no ser que, por ceder a a pereza mental de dejarse dominar por los ídolos de la tribu -o en determinados ambientes, por lo políticamente correcto-, renunciemos a pensar. Pero si negamos la evidencia cegadora de los principios axiomáticos del pensamiento, deberíamos imitar, como repetía el viejo Aristóteles, el mutismo del las plantas. Caeríamos, si así fuera, en una retórica sofística sin sentido.
[37] No se requiere
que el filósofo tenga un conocimiento de aquellos hechos de la ciencia postiva
completamente pormenorizado y tan copioso y circunstanciado como el que
conviene al especialista. Más bien, por el contrario, le interesa olvidar el
detalle en beneficio del conjunto mismo y del sentido fundamental de las
grandes líneas sistemáticas. Los hechos capitales, principales, son los que han
de atraer su atención. Más para que estos hechos puedan ser manejados con plena
garantía se necesita, por cierto, que en verdad gocen de la condición de tales,
de manera que no se encierre en ellos alguna confusión, frecuente a veces,
entre lo que es realmente un hallazgo seguro de la ciencia y lo que sólo tiene
un valor simplemente hipotético. Cfr. A. MILLÁN PUELLES, Fundamentos de filosofía., 216-217.
[38] E. O. WILSON, Consilence. La unidad del conocimiento. Trad.
Circulo de lectores, Barcelona 1999.
[39] Cfr. La
recensión a la obra de Edward O. Wilson de M. ARTIGAS, en Aceprensa XXX (1999),
en la que concluye: A estas alturas no tiene sentido pretender que la ciencia
lo explique todo, ni se puede presentar la ciencia y la religión como si fuesen
realidades opuestas, ni cabe diluir la religión y la ética en la ciencia.
(...) Al emitir una valoración acerca de la ciencia ya estamos admitiendo que
hay conocimientos válidos fuera de la ciencia. (...) Hay que evitar cualquier
imperialismo reduccionista, de lo contrario no conseguiremos la unidad de
diferentes conocimientos, sino la aniquilación de unos en beneficios de otros.
Ciencia natural, ciencias humanas, humanidades y teología representan
perspectivas diferentes y complementarias. Ni siquiera existe un modo único de
relacionarlas. La riqueza de las dimensiones de la vida humana lo impide.