SEDES SAPIENTIAE
IGNACIO FALGUERAS SALINAS
Circula
en nuestros días entre algunos católicos la especie de que María, la virgen
Madre de Dios, era una sencilla mujer del pueblo, con la misma escasa cultura y
formación que las mujeres del pueblo, con la misma estrechez de horizontes que
las mujeres de su tiempo, es decir, con relaciones y problemas reducidos al
ámbito doméstico, familiar y vecinal, y que en nada sobresalía entre sus
coetáneos, ni en sus conocimientos ni en sus comportamientos. Esta desacertada
opinión deriva de una mala lectura de los datos evangélicos sobre María, y de
un cierto prejuicio contra la función humana y social de la maternidad.
Para
mostrar lo equivocado de dicha opinión, voy a prestar atención a las
indicaciones más relevantes acerca de la inigualable inteligencia y sabiduría
de María recogidas en los evangelios, y que son escasamente consideradas por
algunos.
I.
Empezaré por examinar los datos evangélicos sobre la anunciación. El ángel del
Señor se presentó ante María y la saludó con las conocidas palabras: Ave
María, gratia plena, Dominus tecum. Y dice san Lucas que María se turbó.
Pero comparemos el sentido y la hondura de la turbación de María con las
situaciones paralelas que nos narra el mismo san Lucas en su evangelio.
Veamos
primero cómo reaccionan ante la aparición de un ángel los pastores, gente
indudablemente sencilla y del pueblo. Al aparecérseles el ángel, dice el
evangelista que se conturbaron y temieron con gran temor. Esta es la
primera reacción de las personas de mente sencilla, en el sentido de poco
formada, sin mayor preparación ni especial inteligencia, ante una aparición
angélica: el miedo. De ahí que el ángel empiece por tranquilizarlos y
cerciorarlos de que nada han de temer. De manera semejante, por ejemplo,
reaccionaban también los apóstoles ante los milagros de Cristo[1].
Pero
san Lucas nos narra en los comienzos de su evangelio otra aparición angélica,
la que tuvo lugar a Zacarías, el padre de san Juan Bautista, cuando ejercía su
oficio sacerdotal en el Templo. Zacarías, como sacerdote que ejercía en el
Templo, había de ser una persona formada en la ley y culta, y desde luego no
una persona cuya actividad se redujera al ámbito de lo doméstico, sino una
persona al menos relativamente destacada entre sus conciudadanos. Con todo,
cuando se le aparece el ángel se turba también, y dice el evangelista que por
causa de la visión del ángel, es decir, que sintió miedo ante la presencia
angélica, aunque de una manera más moderada y controlada, sin el gran temor que
experimentaron los pastores.
Muchos
han pensado y piensan que la turbación de María ante la aparición del ángel es
indicio de temor ante lo superior y desconocido, como en los casos
anteriormente relatados, e incluso un poco más por tratarse de una mujer y de
una virgen. Mala lectura. El evangelista nos dice exactamente la causa de la turbación
de María: María no experimentó miedo alguno ante la presencia angélica, sino
que se turbó por las palabras del ángel[2].
Prueba de que no le asustó en absoluto la visión del ángel es lo que añade san
Lucas: y examinaba con su pensamiento qué clase de salutación era ésa.
El miedo atenaza, paraliza, no permite pensar y menos aún escudriñar el sentido
de un saludo. La reacción de María es única, no sólo distinta y superior a la
de los pastores y apóstoles, e incluso distinta y superior a la de un hombre
religiosamente bien formado y culto, como Zacarías, sino de una lucidez y
rapidez absolutamente extraordinarias. Lo explico.
Lo
que preocupa a María es el sentido de las palabras del ángel. Ella sabe de
apariciones angélicas[3],
pero de ninguna tan laudatoria. Ella percibe en la salutación indicaciones
mesiánicas: el Ave, que puede ser también entendido como alégrate y que
remite a las palabras mesiánicas del profeta Zacarías[4],
y más claramente aún el Señor está contigo. Nótese que esta última
frase no expresa un deseo, como tampoco el llena de gracia, sino que es más
bien una afirmación. En el Primer Testamento[5]
se había utilizado la forma desiderativa de esa expresión como un saludo[6],
pero su forma asertiva concuerda más bien con los textos de Isaías, en los que
se profetiza la venida del Mesias. María, que conoce las profecías de Isaías[7],
sabe que uno de los nombres del Mesías es Emmanuel o Dios con
nosotros[8] y que en él
se cumpliría la promesa de Dios de estar con su pueblo[9].
En este sentido, el llena de gracia y el señor está contigo
contienen un elogio jamás hecho a nadie por un ángel. A san José le llamará el
ángel más tarde hijo de David[10],
lo que lleva consigo implícita también una alabanza, pero que podía ser
entendida como una mera alusión a su ascendencia genética. En cambio, a María
no se dirige el ángel llamándola hija de David, siendo así que también lo era[11],
sino en esos términos incomparablemente elogiosos. Al ser tan altamente
laudatorias y alusivas al Mesías las palabras que el ángel dirige a María, su
inteligencia le hace sospechar que pudiera tratarse de una tentación diabólica.
¿Debía, pues, admitir, o no, ese saludo? María no responde al saludo angélico,
pero no por sobrecogimiento ante la presencia de la persona de un ángel, como
ocurre a los pastores y al propio Zacarías, sino por exquisita prudencia,
porque no sabe aún de qué espíritu procede.
Aunque
la fórmula que usa el ángel a continuación empieza igual que la dirigida a los
pastores y a Zacarías, su sentido es completamente distinto. El no temas,
María no intenta quitarle miedo alguno, que no tenía, sino persuadirla de
que su salutación no procede del espíritu maligno, y por esa razón repite encontraste
gracia delante de Dios y le transmite con todo cuidado el mensaje de que
ha sido la elegida para Madre del Mesías. María, lejos de estar sobrecogida de
temor, escucha atentísimamente el mensaje angélico y lo entiende perfectamente,
tan perfectamente que con la misma lucidez y rapidez sabe elegir la pregunta
apropiada para discernir de qué espíritu procede, pues como advierte san Juan
no se ha de creer a cualquier espíritu[12].
Como
señaló san Agustín[13],
es de notar que Zacarías, a quien también se le anuncia una paternidad
predestinada por el Altísimo, dirigió una pregunta al ángel que mereció un
castigo inmediato y, en cambio, la pregunta casi igual de María mereció toda
una explicación detallada sin el menor reproche. ¿Qué diferencia hay entre la
pregunta de Zacarías y la de María? Las preguntas son parecidas, pero el
sentido de ambas muy diferente: Zacarías pide un signo, porque no le parece
creíble que a las edades suya y de su mujer pudieran procrear. En cambio, María
pide una aclaración: no duda de que lo que se le anuncia sea posible para Dios,
sino que quiere cerciorarse de la procedencia divina del mensaje. Antes de
creer es necesario examinar diligentemente a quién y en qué se cree. La fe de María
no es una fe ciega, sino enteramente inteligente.
Y
digo que María eligió la pregunta adecuada, ¿adecuada para qué? Justamente para
discernir si el mensaje que se le trasmitía era divino o diabólico. ¿Cómo
sucederá esto, pues no conozco varón? Su pregunta es una pregunta
sapiencial y decisoria para establecer la veracidad o la falsedad del
mensajero, y por tanto de su salutación y de su mensaje. ¿Por qué afirmo todo
esto?, pues porque María admite la posibilidad de lo que se le anuncia,
pero pregunta cómo tendrá lugar esa maternidad y explica la razón de su
pregunta: pues no conozco varón. De acuerdo con la tradición, esta razón
ha de ser entendida como la afirmación de su voluntad de virginidad[14].
Pero desde el conocimiento del dogma de la Inmaculada Concepción cabe
profundizar más en esta razón dada por María. Desde luego, María está decidida
a permanecer virgen, lo que supone un cambio radical respecto de todo el
pensamiento precedente y contemporáneo del pueblo israelita, para el cual la
maternidad era un bien tan grande, que el no tener hijos representaba un
baldón. Cambiar decididamente un modo de pensar es indicio de una inteligencia
singularísima y muy superior. Sin embargo, este cambio de mentalidad, que
inaugura ya los nuevos tiempos mesiánicos,
antes que mérito de María -cosa que sin duda es-, constituye un don de
Dios, pues nuestros méritos son todos dones de Dios[15].
María sabe con seguridad que los planes divinos exigen de ella permanecer
virgen, y ella responde libremente sometiéndose a esos planes. Y ¿cómo vino
ella a saberlo? Pues porque sabe que ha sido eximida del pecado original, y
aunque esa exención no imposibilita físicamente una maternidad mediante cópula
carnal, la hace moralmente inaceptable: ¿cómo sería la prole de un hombre
nacido con el pecado original y sus secuelas, y de una mujer sin pecado
original ni sus secuelas? Sin duda estaría afectada por el pecado original. Lo
que significaría que la exención donal recibida de Dios habría sido hecha
inútil y estéril, no habría dado frutos dignos de ella. Carecer de pecado
original implica la obligación moral de no procrear con los nacidos con pecado
original: es la versión para María de la prohibición de comer del árbol del
Paraíso[16].
Si esto es así, la decisión de ser virgen no es simplemente una ocurrencia
generosa de María, de lo contrario María habría estado dispuesta a cambiar sus
elecciones en favor de la voluntad divina, y por tanto su pregunta no sería
decisoria. No es que María se empeñe en ser virgen por encima de la voluntad
divina, pues por muy buena que pueda ser la virginidad siempre es mejor
obedecer a Dios. Tampoco se trata de que María escrute la insondable voluntad
divina por encima de cualquier indicación angélica. No, la cosa es más
sencilla: María conoce el don que Dios ya le ha otorgado, y, guiada por el
Espíritu Santo, entiende las exigencias de ese don, al que responde donalmente
con su decisión de permanecer virgen. Ahora bien, Dios no puede contradecirse.
Luego si el mensajero le dijera que su maternidad ha de ser alcanzada por la
vía ordinaria de esta generación de hijos de Adán, ella deduciría que el
mensaje y la salutación son mentirosos, pero si se le propone una vía que no
quebrante su debida virginidad, ambos deberán ser verdaderos, ya que sólo Dios
podría hacer compatibles la virginidad y la maternidad humanas.
Todo
esto lo piensa María sin demora alguna, a la vez que oye y entiende el primer
mensaje del ángel, sin que la presencia angélica perturbe en nada la nitidez de
su inteligencia iluminada por su fe. María demuestra tener el altísimo don del
discernimiento de espíritus, a la vez que una portentosa claridad, rapidez y
penetración en lo más alto y difícil: averiguar cuál es la voluntad de Dios.
La
respuesta del ángel es detallada e insondable: El Espíritu Santo vendrá
sobre ti y la Virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto lo que
nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, también
ha concebido un hijo en su vejez, y éste es el mes sexto de la que era estéril,
porque nada hay imposible para Dios. La respuesta angélica tiene dos
partes. La primera contiene tres informaciones: la actuación del Espíritu
Santo; la actuación del Poder del Altísimo y la consecuencia de ambas. La
segunda parte contiene el anuncio de la concepción de un hijo por su prima
Isabel, y la declaración de la infinitud del poder divino.
El
comienzo de la respuesta está cargado de misterio, sus palabras son escuetas y
medidas, plenas de contenido. Hay dos actores principales en ella: el Espíritu
y la Virtud del Altísimo. El Espíritu parece que actuará directamente sobre
María. Las palabras utilizadas sobrevendrá sobre ti recuerdan el
sobrevolar del Espíritu, justo al comienzo de la creación, por encima de las
aguas, como materia a la que hará posteriormente fecunda y llena de vida[17].
El Espíritu Santo es, pues, quien hará fecunda la carne de María sin necesidad
de concurso alguno de varón. Pero la noticia del ángel es más compleja. La
Virtud o el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, añade. Aunque parece
que la acción del mismo afecta directamente a María, en realidad recae sobre
ella indirectamente. El Poder del Altísimo es su Palabra. Los testimonios del
Primer Testamento son abundantes al respecto[18],
e incluso en el anuncio angélico se hace referencia a ello, dado que donde
nosotros traducimos nada hay imposible para Dios el texto griego dice porque
no será imposible para Dios toda Palabra[19].
La actuación de la Palabra será la de cubrir con su sombra. El español nos
juega aquí una mala pasada, pues cubrir nos lleva a imaginar la fecundación,
cuando en realidad la sombra a la que alude el pasaje es indicación de la
futura presencia de Dios en el seno de María. Lo mismo que la nube cubrió la
que Moisés llamó tienda de la reunión, como señal inequívoca de la toma
de posesión y de la presencia de Jahvé[20],
así María será cubierta por la sombra de la presencia de la Palabra de Dios.
Ella servirá de tienda para el encuentro del Segundo Testamento. María
no es la tienda, la tienda es la humanidad de Cristo que se formará de y en las
entrañas de María. San Juan lo dirá con claridad el Verbo se hizo carne y
puso su tienda entre nosotros. Pero mientras esté en su seno, María
servirá también de tienda de la reunión y encerrará en sí la gloria de
Yahvé. En ella se hará presente la plenitud de la divinidad al reunirse en su
seno la Palabra con la carne tomada de su carne. Sólo así se entienden las
palabras que siguen: por eso lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo
de Dios. No se trata sólo de que la humanidad de Cristo haya sido formada
por el Espíritu Santo, sino sobre todo de que la Palabra, el Hijo de Dios, se
hará hombre en el seno de María.
Con
lo dicho quedaba respondida la pregunta de María: no habrá intervención de
hombre en su fecundación y ella será Madre del Mesías, gracias a la asumición
de la naturaleza humana de su Hijo por el Verbo. María será, pues, Madre de
Dios. Sin embargo, la respuesta del ángel es más amplia que la pregunta de
María. En efecto, a continuación le informa del don de la maternidad hecho por
Dios a su prima Isabel, incluyendo el detalle del momento en que se halla el
desarrollo del feto. Después de lo que acaba de decírsele a María, esa noticia
parece trivial, y desde luego no incrementa la credibilidad del ángel: si María
ha de creer que Dios va a acampar en su seno, ¿cómo no habría de creer que
Isabel pudiera tener un hijo? Ningún verdadero israelita encontraría dificultad
en aceptar que Isabel, estando entrada en años, quedara embarazada de su marido
por don de Dios: eso mismo les ocurrió a Abrahán y a Sara, a los que en su
tramo final parece aludir el mensaje angélico. Sin embargo, muy pocos
israelitas han aceptado que Jesús de Nazaret, el hijo de María, naciera sin
concurso de varón y sea la Palabra de Dios hecha hombre. La diferencia entre un
milagro y la encarnación es abismal. Estas palabras del ángel no responden en
directo a la pregunta de María, pero entonces ¿a qué vienen?
Se
podrían entender como un añadido personal del ángel, como su credencial. El
había sido enviado a anunciar a Zacarías el nacimiento del Bautista y por eso
informa a María de lo que sabe, pero añadiendo esa frase final porque no
será imposible para Dios toda palabra, que parece remitir directamente a
las palabras que se atribuyen a Yahvé en el Génesis[21]
cuando se anuncia a Sara, estéril y en su vejez, el nacimiento de Isaac: ¿acaso
es imposible palabra alguna para Dios?[22].
Si se trata, como pienso, de una referencia a estas palabras de Yahvé, el ángel
demuestra la procedencia divina de su mensaje, y a la vez supone en María un
conocimiento profundo de las Escrituras. En todo caso, las palabras del ángel
demuestran que es de fiar, pues afirmar que para Dios todo es posible, incluído
el impensable anuncio que acaba de hacer a María, sólo puede proceder de una
inteligencia obediente a Dios.
Alguien
podría hacer la observación de que estas aclaraciones nada tienen que ver con
la inteligencia de María, puesto que pertenecen todas al mensaje del ángel. Sin
embargo, siendo eso verdad, lo cierto es que la única fuente de la que puede
proceder toda esta información recogida por Lucas es María. La fidelidad y el
esmero con que María conservó las palabras del ángel demuestran ya su
extraordinaria inteligencia. Y no se trata de sola memoria, porque la memoria
puede jugar malas pasadas: se enriquecen con facilidad los hechos y dichos con
adiciones y adherencias de conocimientos y sentimientos posteriores. La
sobriedad del relato, lo escueto y preciso de su contenido no sólo concuerda
con el resto de las palabras que conocemos de María, sino que junto con ellas
demuestra una inteligencia profunda y certera, una fidelidad sin par a los
contenidos del mensaje, incluyendo hasta pequeños detalles en los términos
usados.
En
las apariciones angélicas que nos narran las Escrituras, las de Agar, Tobías,
San José, Zacarías, los pastores, tras las palabras del ángel se acaba la
acción, no hay respuestas o contestaciones finales por parte de los humanos.
Puesto que los ángeles traen anuncios de Dios, a los hombres que reciben el
anuncio no se les pide asentimientos ni consentimientos. Y tampoco en este caso
observamos que el ángel pregunte nada a María. Sin embargo, María, sin mediar
petición de asentimiento, se adelanta a contestar al ángel. Sorpresa. María es
tan inteligente y tan sabia que interpreta el anuncio del ángel como una
propuesta a la que puede consentir o no. No hay indicio alguno en el mensaje de
que se trate de una propuesta, las afirmaciones del ángel son tajantes, no hay
en su mensaje oraciones condicionales ni concesivas. Pero María, creativamente,
sabe descubrir en tal anuncio una propuesta, una oferta hecha a ella por Dios.
¿Cómo llegó a deducirlo?
Sin pretender ni por
asomo abarcar la inteligencia de María o entenderla mejor que ella misma,
intentaré con su ayuda encontrar para mi inteligencia alguna pista que me
permita entrever cómo convirtió ella un mensaje en propuesta. Para empezar
observo que en el caso de Zacarías[23],
como en el de Ana, la madre de Samuel, a la concesión de una maternidad,
imposible por la esterilidad, habían precedido oraciones y súplicas para
obtenerla. Es lógico, que si Dios le concede a alguien lo que le ha pedido, no
requiera de él su consentimiento. En el caso de Sara, la mujer de Abrahán, no
había habido petición previa de maternidad, pero sí deseo de ella: Sara
entendió que su esterilidad era voluntad de Yahvé, pero su deseo de maternidad
era tan grande que propuso a su marido tomar como esposa a su esclava, para
obtener hijos mediante ella[24].
A diferencia de todos los otros casos, María no sólo no había pedido la
maternidad, sino que estaba decidida a permanecer virgen. Por tanto, parece
tener algún sentido que ella entendiera el anuncio angélico como una propuesta,
ya que lo que se le anuncia contradice o, al menos, no entra en los planes que
ella se había formado de acuerdo con el más estricto dictado de su conciencia.
Pero en el mero hecho de responder al ángel va implícito, además, que María
había entendido perfectamente lo que siglos más tarde enunciaría san Agustín,
tras haber captado el espíritu de la revelación: Quien te hizo sin ti, no te
justificará sin ti[25].
María sabía que Dios quiere nuestra libre colaboración y que ése es el sentido
de toda su revelación. Más aún, María sabía que Dios no puede elevarnos a una
vida superior y más libre sin que nosotros consintamos en abandonar nuestra
propia vida: Abrahán y Moisés, y toda la historia del pueblo de Israel lo
enseñan así; Cristo, su Hijo, lo diría expresamente más tarde: el que guarda su
vida la perderá, el que la pierde la ganará[26].
Así pues, cuando oyó del ángel ese incomprensible anuncio de que ella iba a ser
la Madre del Mesías, el cual es el Hijo de Dios, entendió que tan enorme proeza
divina requería de su colaboración.
La
colaboración que María sabe que se le pide es total, afecta a la integridad de
su ser. Se le pide entrar en un plan divino que supera toda comprensión humana
y que afecta a toda la humanidad. No hay ni ha habido nunca nadie a quien se le
haya comunicado un misterio más difícil de entender, pues para nosotros es más
difícil entender que Dios se haga hombre, que incluso la Trinidad de Personas
en Dios. En efecto, es natural y creíble que la divinidad sea en sí misma
superior a toda comprensión, pero que la divinidad se abaje hasta hacerse
hombre es algo en principio increíble, ya que la distancia entre Dios y la
criatura es mayor que la que existe entre el ser y la nada[27].
La máxima dificultad de intelección estriba, para nosotros, en que Dios se haga
criatura, a lo que se añade que, entre las criaturas, elija hacerse hombre. Sin
embargo, María, una vez oída la respuesta del ángel, comprende la intrínseca
vinculación de su exención del pecado original y de la maternidad que se le
propone, y no tarda ni un instante en decidirse.
He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra. María muestra la
más absoluta docilidad y obediencia a Dios: ella es una sierva, dispuesta para
todo lo que Dios disponga. Los planes de Dios serán sus planes. El hágase
en mí según tu palabra es, a mi juicio, la muestra más alta de la
inteligencia de María. Ninguna otra criatura ha expresado mejor la esencia de
toda criatura elevada: nosotros no tenemos la iniciativa de la elevación, es
Dios quien hace en nosotros nuestras obras[28],
para que nosotros podamos vivir su vida. Nosotros sólo podemos darle a Dios
nuestro libre consentimiento para que El nos dé su vida. Por otro lado, la
respuesta de María destaca que es la Palabra de Dios lo que ella acepta y a la
que da permiso para obrar sobre ella. Reconoce de este modo que las palabras
del ángel refieren la Palabra y el poder de Dios, al que se ofrece sumisa para
que realice su obra en ella: sabe que el poder de Dios es su Palabra. A
diferencia del fiat creador de la Palabra divina, María con plena
lucidez emite su fiat mihi secundum verbum tuum, en el que se expresa
nítidamente que la iniciativa y la acción son de Dios, mientras que ella pone
tan sólo la libre recepción de aquéllas. ¿Cabe más alta intelección del mensaje
recibido y mejor expresión de la verdadera libertad de una criatura para con
Dios? La palabra de María es la palabra perfecta de una criatura elevada.
Adelantándose a san
Pablo, el fiat de María implica, desde luego, el scio cui credidi[29]:
la reunión de la maternidad humana con la virginidad no puede ser más que una
propuesta divina, no sólo porque únicamente es realizable por Dios, sino
porque concuerda con la santidad y grandeza de sus planes. Pero, a diferencia
de todo otro acto de fe, el fiat de María es el más grande realizado no
sólo por ningún ser humano, sino por criatura alguna, incluídos los ángeles,
porque ninguna iniciativa divina afectó más directa e inmediatamente a una
simple criatura ni fue más difícil de creer, y es por eso también el acto de
inteligencia más alto realizado por un ser meramente elevado[30].
En virtud de su fiat, María es elevada incluso por encima de los
ángeles, es convertida en Sedes Sapientiae, y se hace a sí misma el
modelo de toda criatura, la respuesta más perfecta y contundente al non
serviam diabólico. Por supuesto, el fiat es también el más alto acto
de entrega que, aparte de la voluntad humana de su Hijo, haya hecho de sí una
voluntad creada, cosa posible sólo si su acto de fe fue igualmente el más alto
acto de entrega de un entendimiento creado.
Pero ¿qué ocurre con la
parte final del mensaje de san Gabriel? El fiat de María no parece tener
ninguna relación con él, ¿qué sentido tuvo, pues, para ella? Sólo viendo cómo
lo interpretó María puedo explicarme el sentido de esa información. María, que
debió preguntarse justo como nosotros qué querría decirle Dios a través de esas
palabras del ángel, la entendió como una indicación práctica: En esos mismos
días María partió con presteza hacia la montaña, a la ciudad de Judá. Y entró
en la casa de Zacarías y saludó a Isabel
quedándose con ella como unos tres
meses. Dios no hace nada en vano; si me trasmite esa información, será que
quiere de mí que la ayude. Y la interpretación de María fue acertada, porque
con su visita quedó confirmado en gracia el Bautista. María, como la tienda de
la reunión a través del desierto, llevó a Dios encarnado a la casa de Isabel.
Ahora ya se puede entender mejor el sentido hondo de las últimas palabras del
ángel. No se trataba de una información superflua o meramente curiosa: la
encarnación de su Hijo, el don impensable que se la ha hecho a María, no es
para ella sola, sino para todos los hombres. María lo entendió así, y ya desde
los primeros instantes compartió a su Hijo con los demás.
II.
Mas quizá alguno de los partidarios de la simpleza de María siga pensando que
su pregunta al ángel es una ingenua declaración de no haber comprendido el
anuncio de éste: no temas, María, porque has hallado gracia ante Dios. He
aquí que concebirás en tu útero y parirás un hijo y lo llamarás Jesús. El será
grande y será llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios la sede de
David su padre, y reinará en la casa de Jacob por la eternidad, y su reinado no
tendrá fin. ¿Qué sentido tiene hacer preguntas de detalle acerca de un
mensaje tan claramente mesiánico, sino el no haber comprendido precisamente
eso? Si, en efecto, -cabría razonar- hubiera comprendido que se trata de un
mensaje mesiánico cuya iniciativa parte de Dios, no debería haber preguntado
nada, y menos aún «minucias» condicionadas por sus decisiones
particulares (que es la interpretación que podría darse desde este punto de
vista a la afirmación de no conozco varón), sino haber pronunciado
inmediatamente el fiat. Y es cierto que en el anuncio angélico hay
muchas cosas que María no comprende, especialmente cómo un hijo suyo podrá ser
Hijo del Altísimo. De qué manera un hijo de David pueda serlo del Altísimo,
aunque ella supiera que Dios así lo había prometido[31],
ni ella ni nadie lo puede comprender. Pero hay que distinguir entre comprender
y entender, pues en la diferencia entre ambos tipos de conocimiento radica la
posibilidad de la fe: no se puede creer lo que se comprende naturalmente, ni se
puede creer lo que no se entiende de ninguna manera. María ha entendido
perfectamente el mensaje del ángel y su implícita pregunta, y precisamente por
ello quiere cerciorarse del origen divino de su mensaje, tal como he indicado
más arriba. Y, lo que es más, contra aquel razonamiento se puede incluso
demostrar de modo indudable la perfecta intelección por María del mensaje
angélico.
En
efecto, existe una oración extraordinaria pronunciada por María ante Isabel, su
prima, el Magnificat, cuyo examen puede demostrar nuevamente la
portentosa inteligencia de María, que guiada por el Espíritu Santo sobrepasa,
no por naturaleza, sino por gracia, incluso a las inteligencias angélicas.
Se
podría sugerir, sin embargo, que, al fin y al cabo, el Magnificat no es
más que un remedo del Canto de Ana, la madre de Samuel, del mismo modo que se
ha sugerido la falta de originalidad del padrenuestro que Cristo nos enseñó, y
en congruencia se podría negar que el Magnificat sea una muestra de la
inigualable inteligencia de María. La verdad es que no creo que ningún
cristiano se atreva a afirmar razonablemente cosas semejantes. Ateniéndome al Magnificat,
es impresionante la cantidad de pasajes del Primer Testamento que aparecen
citados o aludidos en él. Desde luego, en dos ocasiones se inspira en el Canto
de Ana[32],
pero también se citan palabras de la oración en la que Ana pidió a Dios la
maternidad[33], y se hace
referencia a tres textos proféticos[34],
así como a Job[35],
a varios Salmos diferentes[36]
y al Génesis[37].
Tantos son los textos aludidos en pasaje tan breve que la Bible de Jérusalem[38]
en la nota correspondiente afirma que, además de los textos referidos, el Magnificat
recoge dos grandes temas que atraviesan toda la Sagrada Escritura: la
preferencia de Dios por los pobres y pequeños, y el cumplimiento de las
promesas hechas por Dios al pueblo de Israel, objeto del favor divino. De
manera que más que un remedo de un pasaje bello, el Magnificat es un
compendio magistral de toda la Sagrada Escritura.
Esta circunstancia debería hacernos caer en
la cuenta de cuán poca importancia tiene la originalidad para María. Ante todo,
porque la originalidad es un criterio literario, no sapiencial: la originalidad
literaria en el campo de la sabiduría es vanidad. Lo importante para el sabio
es la verdad real y el concordar con ella, de ninguna manera ser el
único ni siquiera el primero en descubrirla, porque de la verdad ningún hombre,
y sólo hombre, es autor ni doctor[39],
sino que ante ella todos somos discentes: lo decisivo es conocer y concordar
en la verdad, no inventarla (cosa imposible). Pero, además, es que la
originalidad está asegurada para el sabio, ya que la sabiduría consiste
precisamente en entender y aceptar la verdad real, y nadie puede substituirnos
en esa tarea, de manera que todos los que la entienden la entienden
originalmente. Al ser una consecuencia necesaria, carece de relevancia
especial. María nos da, pues, una lección de sabiduría al no buscar ser
original, sino concordar en la verdad, haciendo una selección de las
inspiraciones del Espíritu Santo al pueblo de Israel en relación con ella.
Pero examinemos más de
cerca esta lección inimitable de sabiduría para demostrar cómo María había
entendido perfectamente las palabras del ángel. Ante todo, María completa el
grito alborozado de Ana y exultó mi espíritu con una brevísima ampliación
tomada del profeta Habacuc: en Dios mi salvador. María sabe que ella
ha sido salvada por su Hijo, cuyo nombre es el de Jesús o salvador, y así lo
confiesa; por tanto nos hace saber que, si la salutación angélica llena de
gracia es verdadera, lo es como fruto de Dios su salvador: ella ha tenido
que ser salvada también, y hoy podemos saber que desde el primer instante de su
concepción. María continúa citando palabras dichas por Ana cuando ésta pidió a
Dios un hijo: porque miró la humildad de su esclava. Sólo que María no
las usa para pedir un hijo, sino para dar gracias por el que ha recibido, y la
voz «humildad» en su boca no se refiere, como en
los labios de Ana, a la humillación de la esterilidad, sino a su condición de
criatura, como se deduce de lo que sigue. Porque, desde luego, en el Magnificat
aparecen algunas expresiones que son exclusivas de María y que resaltan la
clarividencia de su entendimiento. Desde ahora me llamarán bienaventurada
todas las generaciones es una afirmación que no tiene precedente en toda
la Sagrada Escritura, y menos dicha de uno mismo. La humildad a la que María
había aludido un instante antes no es humillación alguna ni un ñoño negar su
propia grandeza, sino justamente reconocerla como verdad: sí, ella es la llena
de gracia, la más alta de todas las criaturas elevadas, por eso todos los
hombres reconocerán el inigualable don que se le ha otorgado y la bendecirán
por haberlo aceptado. Y lo mismo que antes había hecho notar que Dios era su
salvador, ahora nos dice la razón de su grandeza: que el Todopoderoso ha
hecho grandes obras en ella. No dice que sea una sola la obra realizada en
ella por Dios, sino en plural: grandes obras. De las que nosotros conocemos, la
primera fue librarla del pecado de origen; la segunda, colmarla de gracia (en
lo que va incluído el don de inteligencia); la tercera y suprema, haberla
elegido para cooperar en la concepción y recibir como hombre en su seno al Hijo
del Altísimo; y a partir de aquí las demás. Ciertamente, Isabel se había
adelantado a señalarnos la grandeza de María: bienaventurada tú, porque
creíste lo que se te dijo de parte del Señor. Pero María sabe que incluso
esa fe es don de Dios: todo lo que hay en ella es obra de Dios. Como ya
indicaba el fiat, las criaturas somos receptores activos de los dones de
Dios, y todas nuestras obras nos las hace Dios. Esta es la inevitable
originalidad de María: el sentido de sus palabras es único, aunque sus palabras
puedan haber sido tomadas, casi todas, de textos del Primer Testamento.
Aún más. María añade
inmediatamente, tomando palabras del Salmo 111, 9, que el nombre del que
ha hecho obras grandes en ella es el de Santo. Sabe, pues, a la
perfección que el nombre del Omnipotente es el de Santo. Así nos demuestra que
había entendido con toda profundidad al ángel Gabriel cuando le dijo lo que
nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios. Ella entendió con toda
claridad que su futuro hijo iba a ser Dios. Y, en esa misma línea, incluso nos
muestra haber entendido perfectamente la encarnación del Verbo, pues poco
después, tomando unas palabras del Salmo 89,11, nos dice: armó de
potencia su brazo y dispersó a los soberbios. Donde el canto de Ana[40]
decía enemigos, María nos aclara, desarrollando el Salmo, que los enemigos de
Dios son los soberbios. Con lo que indirectamente nos indica que la potencia
del brazo de Dios, que en otro tiempo venciera a los egipcios (Rahab)
sumergiéndolos en las aguas, ha vencido a sus enemigos, los soberbios,
dispersándolos precisamente con su kenosis, es decir, con su humillación
o abajamiento al hacerse hombre. Si el brazo de Dios indica la intervención
divina en la historia humana, ahora Dios ha intervenido con su máxima potencia,
con la encarnación o descenso de su Hijo[41].
Así
pues, las referencias al Canto de Ana no son una mera coincidencia, sino una
sabia elección de María, guiada por el Espíritu. Con dicha elección nos dice
que el motivo de su alegría, de su alabanza a Dios y de su propia grandeza
personal es su maternidad, pues el Canto de Ana es un canto de acción de
gracias por la maternidad obtenida de Dios. María no la ha pedido ni, por
tanto, obtenido, pero ha recibido un don inigualable: ser la vía de entrada de
Dios en el mundo, la colaboradora más directa de la encarnación del Verbo, el
camino del Camino, la vía a la Sabiduría. En concordancia con esto, las últimas
palabras del Magnificat tampoco son casuales: (El Señor) amparó a
Israel, su siervo,/ acordándose de su misericordia/ tal como lo había prometido
a nuestros padres, /a Abrahán y a su descendencia para siempre. María sabe
que en ella se han cumplido las promesas, y que la descendencia de su
maternidad es la insospechable realización de la misericordia divina, la
coronación del amparo ofrecido por Dios a su pueblo. Y hace expresa referencia
a dos puntos del mensaje angélico. Por un lado, está el amparo brindado a
Israel, es decir, a Jacob, al que san Gabriel había mencionado en la primera
parte de su anuncio: reinará en la casa de Jacob. Por otro, está el para
siempre con que termina el Magnificat y que redondea la alusión al
mensaje de san Gabriel, demostrando haber entendido perfectamente el anuncio
angélico que afirmaba que su hijo e Hijo de Dios reinaría para siempre
en la casa de Jacob: la ayuda a Israel (Jacob) se ha colmado, la encarnación de
su hijo (descendencia de Abrahán) abre un Segundo Testamento que vale ya para
siempre. Su maternidad y la encarnación del Verbo, inseparable de ella, son la
consumación de las promesas del Primer Testamento y la apertura del Segundo.
María
se sitúa justo en el centro exacto de esta confluencia de Testamentos. Todo el Magnificat
está hecho con pasajes del Primer Testamento, pero nótese que su comienzo: engrandece
mi alma al Señor, habida cuenta de los contenidos que le siguen,
constituye un adelanto de la oración de su Hijo: En aquella hora
exultó en el Espiritu Santo y dijo: te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y prudentes y la revelaste a
los pequeños[42].
En el Magnificat no sólo se encuentra resumido el Primero, sino también
preludiado el Segundo Testamento. María ha entendido desde el primer momento el
mensaje de su Hijo, y ella misma nos indica el núcleo, los destinatarios,
y el sentido del mismo. El núcleo es la fe en la Palabra de Dios. Todo
el Magnificat es un acto de fe en la maternidad divina anunciada por el
ángel: fue pronunciado a los pocos días de la anunciación, cuando quizá María
no había sentido aún ningún signo natural de su embarazo[43],
pero en todo caso creyendo en Quien había tomado carne en ella, razón por la
que eleva su acción de gracias a Dios. Los destinatarios son los pobres, los
humildes, los que tienen hambre y sed de justicia, sean del pueblo de Israel o
no lo sean, es decir, todos los hombres (universalidad del Segundo Testamento)[44].
El sentido es el cumplimiento de la misericordia salvadora de Dios para (todos)
los que le temen.
III.
Es posible que, aun después de todas estas consideraciones, tal vez a alguien
se le ocurra objetar que sí, muy bien, el Magnificat dice o sugiere todo
eso, pero que dicho cántico debió ser fruto de una inspiración especial del
Espíritu Santo, y que por esa inspiración María dijo en él más cosas de las que
entendía. Es cierto que el Espíritu Santo puede darnos a entender más de lo que
entiende el escritor sagrado, pero sin excluir jamás el sentido en que lo
entiende éste. Si no se admitiera esto, la objeción sería irrespetuosa para con
el Espíritu Santo, cuya inspiración no quita sino que da inteligencia. De
manera que hemos de admitir que María entendió todo lo que dijo en el Magnificat,
y dada su unión con el Espíritu y su preclara inteligencia, entendió más y
mejor que ningún otro lo que decía. Pero podría insistirse en la objeción
argumentando que así parece deducirse de varios pasajes evangélicos. En efecto,
en dos pasajes del evangelio de san Lucas se dice que José y María se admiraban
de las cosas que se decían del niño[45],
y, bien mirado, nada de lo que el ángel había dicho a los pastores, ni de lo
que dijo el anciano Simeón debería haber sorprendido a María, si es que ella
había entendido el mensaje de san Gabriel y lo que dice el Magnificat,
ya que, en el primer caso, el anuncio angélico sólo afirmaba que había nacido
el Mesías en Belén, y en el segundo, que el niño era la salvación de Dios.
Es
obvio que quien objete de esa manera contra la inteligencia de María ignora la
importancia de la admiración. Como resaltó Aristóteles, en el comienzo tanto de
la filosofía como del mito y de la techne está la admiración: la
admiración es, pues, el inicio de la sabiduría y de todo saber. Quien no se
admira es incapaz de crecer en el saber. Por tanto, la admiración no es señal
de ignorancia, sino, antes al contrario, de inteligencia: admirarse es prueba
inequívoca de una inteligencia despierta para el saber, o, lo que es igual, de
una inteligencia viva, creciente y abierta a la Verdad trascendental. En
consecuencia, no sólo no son incompatibles entender y admirar, sino más bien al
revés: el ser humano que no admira es que no entiende. La admiración es el
camino para entender más y mejor lo que ya se conoce.
Aclarado
esto, se ve cómo la admiración de María y José es una clara prueba de que la fe
no elimina a la inteligencia, antes bien la estimula a crecer, según advertirá
siglos después san Agustín: la fe no nos ha sido dada por sí misma, sino para
que por su medio podamos entender las cosas divinas[46].
Por supuesto, tampoco la admiración es eliminada, sino fomentada, por el
conocimiento de las verdades de fe. La fe y la sabiduría humana no están
reñidas, tal como lo prueba la elección y conducción divina de los magos o
sabios, de los que sabemos también a través de María. En la medida en que la fe
estimula a la inteligencia a amar la Verdad por encima de uno mismo, deja expedito
el camino para la admiración creciente y para entender más y mejor lo que ya se
cree. Y eso es lo que hacen María y José. María sabía por fe que su hijo era el
Mesías y el Hijo de Dios, pero precisamente por eso se admira profundamente de
que unos pastores, informados por un ángel, lo confiesen en público y crean en
un niño. Sabía que Dios elige a los humildes y hambrientos, pero se admira al
ver cumplido en unos pastores ese designio divino en la forma de una
encomienda, pues encontrareis al niño envuelto en pañales
supone el
encargo de ir a buscarlo. También sabía por fe que lo realizado en ella era una
hazaña divina, pero se admira de que los coros angélicos entonen una alabanza a
Dios por el nacimiento de Cristo. María sabía que su Hijo era la salvación
prometida, pero se admira de que Simeón se llene de gozo y, al ver a un recién
nacido, crea que en él se cumplen sus esperanzas de ver al Ungido. María sabía
que la misericordia divina abarca a todas las generaciones de los que le temen,
sean judíos o no, pero se admira de que se confiese públicamente el alcance
universal de la venida del Mesías: (tu salvación) que preparaste ante la
faz de todos los pueblos, luz para revelación de los gentiles y gloria de tu pueblo Israel. María sabía
que su Hijo dispersaría a los soberbios, depondría a los poderosos y rechazaría
a los ricos de corazón, mientras que exaltaría a los humildes y colmaría a los
hambrientos, es decir, sabía que Jesús iba a ser signo de contradicción, pero
se admira de oírlo expresado por Simeón, y se admira también de que quien es la
causa de su más plena felicidad y gozo pudiera ser motivo de algún dolor para
ella misma hasta romperle el corazón. Sin embargo, entendió igualmente bien que
su dolor iba a estar relacionado con el rechazo de Cristo por parte de algunos
hombres.
Y
es que la fe se admira, primero, de la concordia en la verdad, puesto que tal
concordia es un signo redundante de la verdad. La fe formada por la caridad,
como diría Tomás de Aquino, recoge la diversidad de matices en la concordia, y
admira así la riqueza de la verdad en la que cree, a la par que se goza en ella[47].
La fe admira, además, la fe de los otros, como una concordia enriquecedora de
la propia. Incluso Cristo que ni siquiera como hombre tenía fe, sino visión,
admiraba la fe de los creyentes, aunque fueran paganos, porque en la fe se
produce la armonía de la gracia y de la libertad: la fe es imprevisible para
toda criatura, pues es libre[48].
La fe, por último, admira la confesión pública de la misma por otros como una
manifestación de la gracia divina y de su abundancia. Todo esto acontece así en
términos universales, pero reviste caracteres especiales respecto de María y
José. A María y a José, como a unos padres humanos cualesquiera, les tocaba
proteger, cuidar y acompañar el crecimiento de Cristo, pero no proclamar
públicamente su índole mesiánico-divina: una proclamación semejante no habría
suscitado la fe de nadie, sino que, por el contrario, habría sido tomado como
un indicio de megalomanía o de demencia familiar. María y José admiraban, pues,
todo cuanto se decía del niño por ser declaraciones de fe
suscitadas por el Espíritu Santo y llenas de matices acerca de lo que ellos
sabían, pero no podían decir; por ser declaraciones públicas de fe, don
divino concedido a los humildes (pastores y ancianos); y por ser declaraciones
públicas de fe en un recién nacido, en el que nadie sin la guía del
Espíritu habría sabido ver nada.
María y José admiran,
además, la variedad en la concordia[49].
Sin embargo, toda esa variedad en la concordia que admiran queda resumida en la
expresión Su padre y su madre se admiraban de lo que decían de él[50].
El resumen destaca algo verdaderamente importante: más que los hechos
externos, María y José admiraban lo que se decía de él, es decir, las palabras
que servían para iluminar su fe en Cristo. Ambos están atentos y ávidos de toda
palabra que proceda de Dios, porque sus almas viven de ella, como había
enseñado el Deuteronomio[51]
y confirmará más tarde Cristo: no de solo pan vive el hombre, sino de toda
palabra que procede de la boca de Dios[52].
Su admiración, pues, hacia las palabras que se decían del niño era una muestra
de su ansia de verdad y, a la vez, el alimento que hacía crecer su fe. Es éste
el meollo de todos los pasajes mencionados, por lo que resumiré finalmente su sentido.
Admirar es atender concentradamente a la
verdad, es decir: abrir la mente a la verdad, acogerla y dirigir a ella toda la
atención para dejarse penetrar por ella. Esa pureza de atención a la palabra de
Dios es lo que mereció a la Virgen ser elegida como Madre de la Palabra
encarnada: su apertura, acogimiento y concentración en hacerla propia la hizo
digna de ser no sólo habitada corporalmente por el Verbo encarnado, sino de ser
Madre o receptora activa y libre de la misma. Como supo decir magistralmente
san Agustín, María fue madre antes con su espíritu que con su cuerpo[53],
frente a la alabanza de su maternidad corporal ella ha de ser considerada feliz
porque guardó la Palabra[54].
María amaba a su Hijo ya antes de que se encarnara y durante toda su vida,
porque si alguno me ama, guardará mis palabras[55],
y eso es lo que ella hizo siempre. La admiración de María, lejos de ser síntoma
de ignorancia, es lo que la convirtió por gracia divina en Sapientiae
incarnatae Genitrix o Madre de la Sabiduría encarnada.
IV.
Sin embargo, queda aún una fuerte objeción que oponer a la tesis que sostengo.
Quienes quisieran aferrarse a la idea de la simpleza de María parece que
podrían contar en su favor con un texto de san Lucas muy conocido. En efecto,
cuando la pérdida del niño y su hallazgo en el Templo, el evangelista termina
diciendo que sus padres no comprendieron[56]
lo que Jesús les había dicho. Pero la respuesta de Jesús niño debería haber
sido comprendida por ellos, según sugieren las palabras del mismo. En efecto,
Jesús parece recriminarles a su Madre y a José que le hayan buscado, porque
ellos sabían y tendrían que recordar que él se debía a las cosas de su Padre.
Por otro lado, ¿por qué pasar tanto dolor y angustia, si era el Hijo de Dios?
¿Qué le podría pasar que él mismo no quisiera? O bien María y José no tenían
clara conciencia de la divinidad de Cristo, o fueron tan humanos y precipitados
que se dejaron afectar por el miedo sin pensar en quién era su Hijo. Esta sería
la objeción.
Pero
conviene tener en cuenta todos los detalles del pasaje, para no ser por nuestra
parte poco inteligentes y precipitados al juzgar a María y a José. El primer
detalle a considerar es que María y José iban todos los años a Jerusalén a
celebrar la Pascua. El precepto de ir a Jerusalén tres veces al año
afectaba a todos los varones[57],
pero en el caso de la Pascua, al tratarse de una fiesta familiar[58],
su celebración implicaba la presencia de todos los miembros de la familia:
esposa, hijos, etc. Podemos deducir, por consiguiente, que si María y José iban
todos los años a celebrar la Pascua a Jerusalén llevaban siempre consigo a su
Hijo, por ser varón y para comer familiarmente la Pascua. Este detalle nos
revela que la narración de san Lucas no nos informa acerca de la primera vez
que Jesús fue a Jerusalén con sus padres, sino que su intención es la de
contarnos un suceso extraordinario, el único suceso de la infancia de Jesús que
se salió de lo normal en su comportamiento.
El
detalle tiene una importancia decisiva, porque si Jesús había ido muchos años
con sus padres a Jerusalén y nunca se había quedado solo ni había dado muestras
de querer quedarse en el Templo, queda perfectamente manifiesto lo excepcional
de la decisión tomada por él a los doce años, así como queda también
perfectamente justificada la sorpresa de María y José.
Pero
atendamos a más detalles. María y José no se percatan de la ausencia de Jesús
hasta pasado un día. ¡Qué libertad de movimiento dejaban sus padres a Jesús! Se
podrá decir que, dadas las costumbres de la época y en concreto de las
caravanas de viajeros, en las que posiblemente irían separados hombres y
mujeres, la libertad se reducía simplemente a elegir entre ir con José o con
María. Sin embargo, en su comienzo de búsqueda y sin señales de alarma todavía,
María y José pensaron que el niño se habría unido a algún grupo de familiares o
conocidos de la caravana. Todo esto habría sido para sus padres algo
enteramente normal. Jesús niño gozaba, pues, de la plena confianza de sus
padres, que le otorgaban gran libertad de movimientos, sin duda para que, dada
su sabiduría, pudiera hacer con libertad lo que él estimara más conveniente.
Aunque se me podría responder que esas debían ser las costumbres del lugar y de
la época, lo innegable es que José y María no eran unos padres atosigantes ni
desconfiados, ni tan siquiera excesivamente preocupados o temerosos por los
peligros que pudiera correr su hijo, al que sabían Hijo de Dios.
Y
cuando, al tercer día, lo encontraron en el Templo, nos dice el evangelista,
informado directamente por María[59],
que sus padres se extrañaron. La vulgata pone aquí el verbo admirar, por
lo que se suele pensar que María y José oyeron algunas de las preguntas y
respuestas de Jesús a los maestros de la ley y quedaron tan estupefactos como
dice el evangelista que quedaban el resto de los presentes. Sin embargo, el
verbo griego utilizado esta vez[60]
admite varias significaciones que, en el contexto, no son estrictamente las de
admirar ni quedar estupefacto, sino quedar desconcertados, extrañarse o
sorprenderse, pero con clara desorientación. ¿Qué fue lo que extrañó a
María y a José al encontrar a Jesús? Según se deduce de las palabras de María
que acompañan a la declaración de su desorientación, la sorpresa de José y
María no nacía del descubrimiento de su sabiduría, sino de que Jesús se hubiera
quedado en el Templo sin haberles avisado. Ellos no esperaban encontrarlo
precisamente en el Templo, fue lo último que se les ocurrió tras varios días de
búsqueda. Y ¿qué especial sorpresa suponía para sus padres encontrarlo en el
Templo? ¿Qué había de inesperado para ellos en ese lugar? Para María y José,
como para cualquier justo israelita, no había un lugar más querido que
el Templo. Si Simeón y Ana pasaban su vida en él, María y José debían tener su
corazón en el Templo, no como monumento, sino como lugar de encuentro con Dios
y testimonio de la Alianza con su pueblo. No es nada arriesgado suponer que en
cada una de sus visitas a Jerusalén ellos habían orado largamente allí
acompañados del niño. Siendo ésta la situación, es de suponer que, si Jesús les
hubiera mostrado su voluntad de quedarse en el Templo, sus padres habrían
pospuesto su vuelta el tiempo que él hubiera deseado, pues también para ellos
no había nada más grande que ocuparse de las cosas de Dios. Lo que menos podían
esperar ellos es que Jesús les ocultase su decisión de quedarse allí, siendo
ése el sitio en el que también ellos hubieran querido quedarse[61].
La
queja de María es clarísima: ¿por qué has obrado así con nosotros?
¿Por qué no nos has avisado? ¿Por qué nos has separado de ti precisamente en
aquello que nosotros habríamos compartido con mayor gusto contigo? Y añade: tu
padre y yo, llenos de dolor, te hemos estado buscando. He aquí el primer
dolor que conocemos atravesara el corazón de María. Lo que la profecía de
Simeón le había anunciado empieza a cumplirse, y María ve con sorpresa cómo la
razón de toda su felicidad, su Hijo, se ha convertido en causa de dolor. Este
dolor está asociado a la búsqueda de Jesús, pero no es el simple dolor
angustiado de unos padres que temen por la vida o libertad de su hijo, sino
sobre todo el dolor de haber sido apartados libre y conscientemente de la vida
y presencia de su Hijo por él mismo. Esto es lo que María no entiende y lo que
le pregunta; su pregunta encierra una petición de luz, pero también la
detección de algo increíble: no han sido otros, sino el propio Jesús quien ha
causado libre y conscientemente el dolor de sus padres, y para algo que ellos
no sólo nunca habrían impedido, sino que habrían compartido con él gozosamente.
Sin duda, el dolor de
María y José también implica el temor por la vida y libertad de su Hijo, no
porque no sepan que es Dios, sino porque temen haberlas puesto en peligro ellos,
siendo su tarea principal cuidar de ambas. Temen no haber cumplido bien su
tarea. Buscan a Jesús para protegerlo, no porque crean que son imprescindibles
y que su Hijo no tenga poder para protegerse, sino porque saben que Dios quiere
que sean ellos los que lo protejan, saben que él no quiere llamar la atención,
no quiere milagros, sino dedicación por su parte. Sufren porque sienten la
separación de su Hijo como fruto de un descuido. Cuando lo encuentran,
comprende María que no ha sido un descuido de ellos, sino una libre decisión
del niño Dios, y entonces con la humildad de quien quiere entender, pero con la
autoridad de quien sabe que Cristo le debe humana obediencia, hace esa tremenda
pregunta-queja: ¿por qué has obrado así con nosotros? Que María tenía
motivos incluso sobrenaturales para la queja lo confirma el evangelista al
añadir, poco más adelante, que el niño se fue con ellos y les estaba
sometido. Lo cual, por contraste, parecería implicar que aquel acto de
Cristo fue un acto de insumisión a sus padres terrenos.
A la pregunta-queja de
María respondió Jesús de manera también desconcertante: ¿por qué me
buscabais? ¿Es que Jesús no sabía que era tarea de sus padres velar por
él, y que tenían obligación de buscarle? Jesús continúa respondiendo con otra
pregunta ¿Acaso no sabíais que me debo a las cosas de mi Padre? Esta
pregunta implica que María y José sabían perfectamente eso, y que por ello no
debían haberlo buscado con desconcierto, sino en el Templo. Pero esa respuesta
no explica por qué Jesús no ha pedido permiso o, por lo menos, avisado a sus
padres, ni explica la necesidad o conveniencia del dolor que les ha causado. Es
un enigma para María y José. Ellos, que saben que su Hijo es la obediencia
misma y que les ama como a sus padres lo hace cualquier ser humano -y muchísimo
más-, se quedan sin entender la respuesta de Jesús, que no explica ninguno de
esos extremos, pues Jesús hubiera podido hacer lo mismo que hizo, pero con
conocimiento de sus padres. Y en verdad que la acción de Jesús es
absolutamente misteriosa para cualquier mente humana. No es que María y José
fueran poco inteligentes, sino que, antes bien, por la excelsa inteligencia que
tenían, en especial María, resultaba para ellos tanto más misteriosa la
respuesta de su Hijo. Que María y José no comprendan estas palabras de la
Palabra es tan signo de inteligencia como prueba de su fe.
La gran sorpresa, en
cambio, nos la llevamos nosotros, si seguimos leyendo el pasaje citado. San
Lucas nos dice a continuación que su madre guardaba todo esto en su corazón,
o sea, en vez de cerrar su mente a lo que no comprendía, lo guardaba con esmero
en su inteligencia. María se convierte así en maestra de sabiduría humana. Su
proceder, al que alude dos veces el evangelista, es el método de toda sabiduría
simplemente humana en esta vida: guardar y meditar lo que no se comprende.
María no tiene la fe del carretero, sino que nos enseña que lo que no se
comprende en la palabra de Dios o revelación debe ser guardado y cultivado por
la inteligencia, para poder entender algún día su sentido. Justo esa era la
tarea asignada por Dios a Adán: guardar y cultivar la tierra[62].
Ahora, tras el pecado y la redención, hemos de hacer lo mismo, pero no sólo con
la tierra, sino sobre todo con toda palabra que proceda, por cualquier medio,
de la boca de Dios. Guardar para que no se pierda nada de lo que Dios nos
revela, cultivar o meditar para que nuestra mente se empape activamente de la
revelación y crezca en su saber, es el ejemplo que nos da María.
El método de María, al
ser un perfeccionamiento de la tarea asignada al primer hombre, es también
modélico para toda forma de sabiduría humana y, concretamente para la más alta
de esas formas de sabiduría meramente humana: la filosofía. La tarea de la
filosofía no es descubrir, inventar o hallar novedades[63],
sino profundizar en lo que ya sabemos, en lo que todo el mundo sabe, porque
siempre es posible saberlo más y mejor. De manera que la filosofía debe, ante
todo, guardar toda verdad venida de donde viniere, de la ciencia, de la
literatura, de la experiencia, de los mitos etc
Ninguna verdad debe ser
desechada ni menospreciada, sino retenida y conservada, pero no por curiosidad
ni por mero afán de archivo, sino para luego meditarla, prestándole toda
nuestra atención, de forma que la entendamos cada vez mejor, y ella se apodere
de nuestro entender y guíe nuestro crecimiento intelectual. María es por este
su proceder intelectual humanae sapientiae Magistra o, también, Regina
philosophorum.
He ahí, pues, que lejos
de ser una simple mujer de escaso coeficiente intelectual, María es, según el
testimonio evangélico, la inteligencia humana más alta, la que muestra y enseña
el camino de la sabiduría. Su no comprensión de las palabras de Jesús es una docta
ignorancia, como podría decir san Agustín o Nicolás de Cusa, aunque yo
diría mejor una sabia incomprensión, que si es menos brillante como
expresión, es, con todo, más exacta. No comprende, María, las palabras de
Cristo no porque no sepa, sino al revés porque sabe y mucho, pero a pesar de
eso, como sabe que las palabras de su Hijo son palabras de Dios, las guarda y
medita en lo secreto de su alma.
El resultado de esa
guarda y meditación lo podemos apreciar en el siguiente episodio que conocemos
de las relaciones entre Madre e Hijo: las bodas de Caná. En la brevísima
conversación que tienen entre ellos, al observar María la falta de vino, surge
por segunda vez la discrepancia. María, tan femenina y atenta a los detalles,
presiente la preocupación de los novios cuando conozcan la falta de vino, que
es una importante base biológica y cultural de la fiesta nupcial. Sabía que esa
carencia iba a enturbiar la felicidad del momento y el buen desenlace de las
nupcias. Era un pequeño problema, pero María sabe que los pequeños problemas
forman el entramado de la vida familiar y configuran su marcha. Por esa razón,
se dirige a su Hijo y le dice escuetamente: no tienen vino. Cristo,
tan masculino y atento a los proyectos universales, entiende que ese problema
no les incumbe a ellos resolverlo. Más aún, conociendo el pensamiento de su
Madre, que le pide un milagro, se adelanta a indicarle que todavía no ha
llegado su hora, o sea, que en los planes eternos de Dios no es ésta la
ocasión para hacer su primer milagro público: no es éste el momento elegido
para manifestar por primera vez su condición divina ni las obras que el Padre
le ha dado para hacer. La compenetración espiritual de Madre e Hijo es
asombrosa. Apenas sin intercambio de palabras cada uno de los dos saben qué
piensa el otro, es más: el propio Cristo manifiesta que los intereses de María
y los suyos coinciden, que lo que le importa a él le importa a María, y
viceversa: ¿Qué nos va a ti y a mí?. Con todo, María, sin mediar otra
palabra y a pesar de lo que le ha dicho su Hijo, se dirige al maestresala y le
dice: haced todo lo que él os diga. De nuevo María toma en préstamo
palabras de otros para expresar su pensamiento. En efecto, sus palabras son
casi calcadas de las que dirigió el faraón a los egipcios, una vez llegados los
años de hambre: Id a José y haced lo que él os diga[64].
Lo del Magnificat no fue una excepción, el uso de textos bíblicos y de
los aciertos ajenos es, pues, una constante de la sabiduría de María, que
prefiere llenar de sentido las palabras de otros.
Pero atendamos al sentido concreto de sus palabras.
Esta frase parece un golpe de mano de María, una cabezonada, una manipulación
de la voluntad de su Hijo y del Padre. Nada más lejos de la verdad. Lo que
ocurre es que María ha aprendido la lección de Cristo niño, ha entendido ya lo
que éste le quiso enseñar cuando se quedó en el Templo sin previo aviso. Desde
las bodas de Caná podemos entender mejor el incidente del niño perdido y
hallado en el Templo. Veámoslo.
Lo que no comprendió al
principio María no fue la significación de las palabras de Jesús, sino su
sentido respecto de la acción de quedarse en el Templo sin decírselo a ellos. ¿Por
qué has obrado así con nosotros? preguntó María, y Jesús les contestó con
algo que ellos ya sabían: ¿es que no sabíais que debo ocuparme de las cosas
de mi Padre?. Las palabras de Jesús declaraban que su misión era tan
universal y tan exclusiva que debía estar libre incluso de sus relaciones
familiares, para quedar a disposición absoluta del anuncio del Reino, de la
revelación del Padre y de sí mismo como Camino, Verdad y Vida. No era un acto
de insumisión el suyo, sino un aviso de la absoluta prioridad que concedía a la
misión de anunciar la buena nueva, un aviso del desasimiento de toda otra
consideración humana que ella exigía[65].
Sin embargo, si éste es sin duda el contenido de las palabras de Jesús,
consideradas en el conjunto del episodio esas palabras tenían mucha más carga
significativa. Lo misterioso de la acción de Jesús fue el cómo, el cuándo,
el porqué y el para qué de su acción. ¿Por qué se quedó sin
avisar a sus padres? ¿Por qué lo hizo cuando alcanzó los doce años, y no antes
ni después? ¿Qué intentó enseñar a sus padres, si ellos ya debían saber lo que
le impulsó a hacerlo? ¿Para qué ese alarde de sabiduría ante los doctores y los
asistentes, si nadie creyó en él entonces, ni mostró otra cosa que su
insuperable inteligencia? En una palabra, lo misterioso es la oportunidad
y el sentido de esa acción de Cristo.
María, meditando, llegó
a entender que la pérdida de su Hijo en el Templo, aunque fue una prueba
terrible para ella y san José, no tenía como objetivo darles a conocer algo que
ellos ya debían de saber, sino más bien darnos a conocer a todos los humanos
que desde nuestra primera maduración, o sea, desde que somos capaces de alguna
iniciativa racional como seres humanos, hemos de dedicarnos con preferencia
absoluta a cumplir la voluntad del Padre y a ocuparnos de su servicio. Nunca
mejor dicho, pues, que pagaron justos por pecadores. María lo entendió así, y
por eso se lo trasmitió al evangelista para su publicación, dejando en el
silencio, en cambio, la relación interminable del resto de sus vivencias
privadas con Cristo. Era ésta la segunda epifanía de Cristo, en la que, a
diferencia de la primera, que corrió a cargo de pastores y magos, es decir, que
se había producido sin intervención activa de su humanidad, la iniciativa fue
enteramente suya.
Igualmente, meditando,
averiguó María la inmensa importancia que su Hijo y la voluntad del Padre daban
a la familia. Pues si Cristo a sus doce años hizo este amago de vida pública,
su posterior e ininterrumpida vida en familia, subrayada expresamente por el
evangelista, y, por tanto, por María, constituye indirectamente el mejor elogio
de la misma. Ahora ya sabemos que, si Jesús lo hubiera querido, habría podido
dedicarse desde sus doce años a la vida pública, puesto que lo hizo durante
tres días. Si, en cambio, volvió inmediatamente a la vida privada en sumisa
obediencia familiar, fue porque su Padre y Él así lo querían libremente. Y
puesto que así pasó la mayor parte de su vida, hemos de deducir que el cumplimiento
de la voluntad del Padre en los pequeños sucesos de la vida doméstica ha de ser
la base de toda vida pública y ha de ocupar la mayor parte de la vida de la
mayoría de los humanos. La excepcional aparición en público de Jesús a tan
temprana edad refuerza el valor que tiene para Dios su larga vida oculta
posterior.
Habían pasado muchos
años, y María había obtenido ya, gracias a su meditación y al trato asiduo y
creciente con su Hijo, una nueva luz acerca de aquel incidente. En efecto,
María había descubierto un secreto de la humanidad de Cristo, que los
evangelistas nos mostrarán más tarde, a saber: el vehemente deseo con que ansía
acometer todo lo concerniente a la voluntad de su Padre. Esa vehemencia la
podemos advertir en su entrega a la predicación de la palabra, que le hacía
olvidarse hasta de comer[66],
tanto que aquéllos de los suyos que tampoco creían en él[67]
pensaron que estaba fuera de sí[68].
Jesús mismo declararía más tarde que su alimento era hacer la voluntad de su
Padre y llevar a cabo la obra del que lo envió[69].
Esa misma vehemencia quedó manifiesta cuando exclamó: He venido a poner
fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera encendido! Tengo que
recibir un bautismo, y ¡cuán contrariado me siento hasta que se cumpla![70].
Esa fue la razón por la que en la última cena, poco antes de partir de este
mundo, confesó: ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros[71].
El evangelista resume esa vehemencia cuando, tras expulsar a los cambistas del
Templo, aclara que lo que le movía era el celo, cumpliéndose así lo dicho de
él: el celo de tu casa me devorará[72].
Pues bien, este celo vehemente fue el que movió a Cristo niño a quedarse en el
Templo: ¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?. No se
trata de defecto alguno de Cristo, sino del modo humano de sentir el amor de
Dios[73],
y de la intensidad propia del amor sobrenatural. Incluso el Dios altísimo, el
Padre justo y santo, amó tanto a su Hijo que, aunque decidió que debía morir
por nosotros, abrevió el plazo de tres días para resucitarlo, tomando por
enteros sus fracciones, con lo que nos indica que eso mismo hará a los que
crean en su Hijo[74].
Todo esto lo había
entendido de modo clarividente María, y por eso actuó como resumidamente nos
relata san Juan. Ante todo, más allá de la aparente indiferencia de la
respuesta de Cristo: ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora,
María sabe descubrir el apasionado deseo de prender fuego al mundo, con sus
obras y palabras, que arde en el corazón de su Hijo, y también en el amor
redentor del Padre: ambos están dispuestos a adelantar los pasos para el
comienzo de la vida pública de Jesús. No hay, pues, manipulación alguna de la
voluntad ni de los designios de Dios, sino intelección profunda de los mismos
por parte de nuestra Madre. Además, María, que conoce la estima de su hijo por
la vida familiar, sabe darse cuenta de la oportunidad singular que representa
ese pequeño fallo en la organización de las bodas de Caná: su Hijo podría
iniciar su manifestación como Mesías e Hijo de Dios bendiciendo el matrimonio,
núcleo central de la familia. Ella sabe que los pequeños detalles, aunque no
suelen interesar a los varones, sí son atendidos por el Padre y por el Verbo
con mimo y delicadeza extremos. Por esa razón le pide a su Hijo un signo, o
sea, eso mismo que Cristo echará en cara a esta generación mala y perversa[75];
pero María no pide un signo para su fe, sino un signo de la estima de su Hijo
por el matrimonio y la familia. No se trata de salvar un matrimonio en peligro,
ni de aliviarles penas extraordinarias, se trata de mostrar cuánto cuidado
pone, e interés tiene Dios por el amor familiar humano, hasta en los mínimos
detalles.
María, que conoce los
secretos de Dios y la oportunidad del momento, toma la iniciativa, se adelanta
a su Hijo y lo incita a su tercera epifanía: la vida pública. ¿Por qué se
adelanta ella a la decisión de su Hijo? Porque quiere ser ella quien lo lance a
la vida pública. No sólo no quiere ser rémora, quiere positivamente poner fin a
la vida doméstica de su Hijo. Ella renuncia de modo voluntario al privilegio de
convivencia de que había disfrutado durante tantos años, a fin de que su Hijo
se dedique a los asuntos de su Padre y sea conocido por todos. Se trata de la
primera manifestación de la maternidad universal de María: ella nos entrega a
su Hijo para que lo podamos conocer y amar todos los hombres, como ella lo
conoce y ama. No se reserva para sí a su propio Hijo: nos ama más a nosotros que
a ella misma. Así, esta iniciativa de María no es más que un adelanto de la
entrega que hizo ella de su Hijo al pie de la cruz. Si Abrahán, por haber
creído que Dios podía a su edad hacerle padre de Isaac[76],
y por haber ofrecido a Dios en la prueba al hijo en el que se le había hecho la
promesa[77],
es el padre de todos los creyentes[78],
¿cuánto más María que creyó lo impensable (que Dios se haría hombre en sus
entrañas), y que entregó a su Hijo de manera cruenta al pie de la cruz, no
habrá de ser llamada con toda razón Madre de todos los creyentes, e incluso de
todos los hombres, pues por todos entregó a su Hijo?
Gracias a la iniciativa
de la fe de María, se adelantó la actividad pública de Jesús. Su primera
manifestación como Dios hecho hombre a través de un milagro, empezó por donde
-bajo la condición de la fe y de la oración de María- Dios había previsto que
empezara, a saber: por la trasformación del agua del matrimonio y del amor humano
en vino de sacramento. La acción redentora de Cristo empieza históricamente por
sanar, sobreelevando, la condición aguada en que había quedado, tras el pecado
original, el amor humano y la familia, como primer fruto de su muerte y
resurrección futuras, ya que en el milagro mismo existe una cierta referencia a
la Eucaristía, en la que se encierra el misterio de su muerte y resurrección.
Por último, la
iniciativa de María es expresada por ella de manera magistral: haced lo que
él os diga. Esa es la presentación que hace María de su Hijo. Sencillez y
eficacia son sus características. Si uno hace lo que Cristo dice, cumple la
voluntad de Cristo y del Padre, y llega a descubrir su divinidad. Es ésta una
presentación paralela a la que hará el Padre a los discípulos en la
trasfiguración: éste es mi Hijo amado, escuchadle[79].
El Padre eterno y la Madre temporal de Cristo nos presentan a su Hijo con
sendas recomendaciones paralelas: escuchadle y haced lo que os diga. El Padre
destaca la personalidad divina de su Hijo, que es la Palabra, y por eso nos
ordena que le escuchemos. María destaca el carácter histórico-temporal de la
humanidad de Cristo, y así nos recomienda que hagamos lo que nos diga su
Palabra. Jesús sintetizó ambas recomendaciones cuando dijo: Mi madre y mis
hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra[80].
V. Sin embargo, no quiero terminar este escrito sin reconocer la
parte de verdad[81] que asiste
a quienes opinan que María fue una sencilla mujer del pueblo. María vivió siempre
en aquella vida oculta que ella en Caná animó a su Hijo a abandonar. No destacó
hacia fuera, no hizo en público más de lo que solían hacer las mujeres y madres
de su época. No digo que ocultara ante los demás la inigualable fe e
inteligencia que poseía, sino sólo que ejerció un rol social básico, en nada
sobresaliente ante la opinión pública. Y no sólo por seguir los patrones de su
época, pues si Dios le hubiera pedido otra cosa, habría superado con creces el
valor de Judith y el encanto de Ester sin los inconvenientes de los
procedimientos utilizados por ellas, como superó calladamente al pie de la cruz
el valor de la madre de los Macabeos, y como superó el papel directivo de la
hermana de Moisés (María), orando, informando y animando desde un segundo plano
la vida de la primitiva Iglesia. No, el motivo es muchísimo más profundo: Dios
quiso que María no sobresaliera públicamente, justo por el papel que le había
reservado en la economía de la salvación.
Ante todo, como dije
más arriba, por haber sido elegida Madre de Cristo, a ella no le tocaba ser
apóstol, ni sucesora suya, ni evangelista, ni sacerdotisa, ni tener cualquier
otro protagonismo público en la tarea evangelizadora. María, la criatura más
alta después de la humanidad de Cristo, fue elegida por Dios para realzar la
estima que tiene por la vida oculta, y como modelo de feminidad perfecta. No se
trata de que María no valiera para otra cosa, sino precisamente lo contrario.
María ha sido asociada a la redención como ninguna otra criatura por su fe e
inteligencia inigualables, ya que ella hizo viable el plan divino de la
encarnación y coopera durante más tiempo y más directamente que nadie en él. Al
decir y mantener su fiat durante toda su vida, ella fue la servidora (ancilla)
del Siervo de Dios, la cooperadora inmediata del autor de la verdad y de la
gracia[82],
la condición activa de la salvación de todo hombre. Una a una, todas las
verdades y gracias que la humanidad ha recibido de Cristo han sido precedidas
por su fiat y seguidas por su oración, hasta el punto de que la Iglesia
la proclama mediadora del mediador[83].
Ella tenía que permanecer oculta para que nosotros destacáramos, porque
cualquier don, verdad o gracia que poseamos ha sido poseída antes por ella,
como Madre de la Verdad, del Camino y de la Vida. Si ella las hubiera hecho
públicas en su vida, no podríamos lucirlas sus hijos, apóstoles incluídos, como
nuevas. La mediación universal de María respecto de su Hijo lleva consigo no
guardarse para sí ninguna verdad ni gracia recibida de él, sino cooperar con el
Espíritu Santo para distribuirlas a cada uno de nosotros. A ella le estaba
reservado recibir y mediar para nosotros la plenitud de gracia que inhabita corporalmente
en su Hijo.
De modo análogo a como
ocurre en la hominización orgánica, opera en la espiritualidad una ley de
inespecialización: cuanto menos especializada sea la actividad de una persona,
mayor podrá ser la universalidad de su acción. La vida oculta de María
corresponde al papel universal que desempeña en la obra de la redención.
Si Cristo no terminó la obra redentora en su primera venida y pospuso el
acabamiento de aquélla hasta su segunda venida, para dar lugar a que nosotros
pudiéramos hacer obras mayores que las suyas[84],
el ocultamiento de María en su vida mortal no fue más que la condición de su
omnipresencia materna en la vida de la Iglesia. María cumplió como nadie las
palabras de su Hijo: el que sea mayor entre vosotros hágase como el menor, y
el que preside como el que sirve[85].
Primer signo de esta grandeza de la misión de María fue el milagro de Caná:
María, junto al milagro, pidió allí la gracia para la familia, gran
protagonista de la función social básica a la que llamo «vida oculta». Muestra de esa misión silenciosa
de María fue su papel aglutinante en la vida de la Iglesia primitiva, sobre
todo presidiendo la oración comunitaria. Corroboración de esa singular tarea
asignada por Dios a María son sus constantes apariciones a lo largo de la
historia de la Iglesia: curiosa publicidad hecha siempre en lo oculto y a
través de otros, generalmente personas humildes y desconocidas para la opinión
pública.
La vida oculta no se
opone a la vida pública como lo individual y privado a lo social y público. No.
La vida oculta es vida social, creadora de sociedad, mejor aún, de comunidad,
pero en relación de intimidad personal, sin especiales objetivaciones sociales;
haciendo uso traslaticio de ideas de S.S. Juan Pablo II, podría decirse que es
la subjetivización social. Lo mismo que la fe es un acto oculto del que
dimanan las obras buenas, que, en cambio, son visibles, así la vida oculta es
el cultivo de la intimidad comunitaria, que pasa desapercibida socialmente,
pero tiene como fruto ulterior la publicidad social de las grandes personas y
gestas. La vida oculta, sea familiar o consagrada, constituye la primera
avanzadilla de la cristianización: como han sabido destacar otros antes y mejor
que yo, es mayor la trasmisión y propagación de la fe realizadas por ella que las
obtenidas por la indudablemente necesaria, valiente y efectiva labor
cristianizadora de las misiones. La labor oculta de María es el modelo de la
labor oculta de toda madre, cuya más alta obra son las virtudes y dones
personales de sus hijos. Al decir esto, no pretendo descalificar el ejercicio
de tareas públicas por personas femeninas. La Sagrada Escritura y la vida de la
Iglesia están llenas de mujeres sobresalientes por sus acciones públicas
extraordinarias. Sólo digo que ninguna mujer tuvo título más alto ni, por
consiguiente, tarea más intensa, amplia, humana y socialmente fecunda que la
oculta María, Madre de Dios y de la Iglesia, Madre de la
humanidad[86].
Málaga,
16-11-1996
[1] Lc. 24, 37; Mt. 14,26.
[2] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Thelogiae (ST) III, 30, 3 ad 3.
[3] Gen. 16,7; Tob. 12,10 ss.
[4] ¡Alégrate con todas tus fuerzas, hija de Sión!, ¡grita de alegría, hija de Jerusalén!, he aquí que tu rey viene a ti (9,9).
[5] Utilizo esta denominación como más apropiada que Antiguo Testamento, siguiendo una sugerencia de mi maestro, Leonardo Polo.
[6] Ruth 2,4.
[7] Cfr. Lc. 1,54.
[8] Is. 7,14.; Mt. 1,23.
[9] Is. 41,10.
[10] Mt. 1,20.
[11] Lc. 1,27. Véanse los argumentos de M.Meinertz para probar que la expresión de la casa de David se refiere a la virgen en La teología del nuevo Testamento , trad. C. Ruiz-Garrido, Madrid, 1963, 148-150. Lo cierto es que Jesús no sería hijo de David, si su Madre no descendiera de David. De hecho, el ángel le llama directamente hijo de David al decir y le dará el Señor Dios el trono de David su padre (v.32). Las turbas, la cananea, los ciegos, y los niños le elevaron sus súplicas o alabanzas como hijo de David (Mt. 12, 23; 15, 22; 20,30-31; 21,9; 23,41 ss.)), y Cristo aceptó ese nombre (Mt. 21,15-16). Todo el Segundo Testamento gravita en torno a esa verdad (Mt. 2,5; Jn. 7,42; Hech. 2,30; Rom. 1,3; Heb. 1,5), puesto que la filiación respecto de David es condición de su carácter mesiánico y la única indicación ofrecida por el Primer Testamento de que el Mesías sería el Hijo de Dios (2 Sam. 7, 10 ss; Salm. 2, 7; Miq. 5, 1).
[12] 1 Jn. 4,1.
[13] Sermo 291, n.5, PL 38, 1318. San Agustín señala previamente una clara diferencia entre ambos anuncios angélicos: el ángel se dirigió a Zacarías y no a Isabel, madre de Juan el Bautista; y en cambio, en el caso de Cristo se dirigió a María. ¿Por qué? Porque habiendo de nacer Juan al modo común de los mortales, Dios lo envió a anunciar a su padre. Pero como la carne de Cristo fue tomada entera de María, sin padre humano, ella había de ser la destinataria del anuncio.
[14] Cfr. San Agustín, Sermo 291, n.5, PL 38, 1318-1319. Tomás de Aquino, Catena Aurea in Lucam, Lectio 11.
[15] Cfr. Confessiones IX,13,34; Sermo 297, 4,6.
[16] Téngase en cuenta que María, nacida inmaculada o sin pecado original, estaba en la misma situación de Adán antes del pecado.
[17] Gen. 1,2. San Agustín comenta (De Genesi contra Manicheos I, 5, 9) que la voz «agua» debe ser entendida aquí como equivalente a «materia». El Génesis nos daría aquí varios nombres de la materia: tierra desierta y vacía, tinieblas sobre el abismo, aguas, para indicarnos que al principio Dios creó todo pero no como está ahora, sino como materia de la que él haría salir después nuestro mundo. Como el agua es la materia básica de la vida, la afirmación de que el Espíritu sobrevolaba sobre las aguas puede ser entendida como una indicación de que él guiaba el proceso de la formación de la vida orgánica.
[18] Num. 11,23; Salm. 33,6; 148,5; Sabid. 9,1; Sir. 42,15; Is. 46,10-11; 55,11. Muchos de estos pasajes hacen referencia directa a Gen. 1. En el Segundo Testamento a Cristo se le llama directamente Poder y Sabiduría de Dios (1 Cor. 1,24). La distinción y separación entre la palabra y el poder es propiamente creatural y humana, cfr. 1 Cor. 2,4-6; 4,19-20.
[19] Los filólogos (cfr. O. García de la Fuente, Sermo y verbum en la Biblia latina. Notas de semántica, en Actas V Congreso español de Estudios Clásicos, Madrid 1978, 725-732) señalan acertadamente que la voz hebraica «dabar» en su rica polisemia incluye entre sus significaciones las de «palabra» y «cosa», por lo que su traducción como «verbum» en vez de como «res» (o en este texto, «nihil») sería tan sólo una mala elección del traductor. Sin embargo, no parece ser éste el caso. El evangelio de san Lucas fue escrito originalmente en griego, y san Lucas sabía que esa construcción no era griega. Adviértase que esa misma idea fue traducida de otra manera en otro pasaje del evangelio de san Lucas y de los sinópticos (Lc. 18,27; Mt. 19,26; Mc.10,27). No se puede tratar, pues, de una mala traducción. Además, san Lucas no es un mero traductor, está inspirado por el Espíritu Santo. A mi juicio, se trata por lo menos: a) de una muestra de fidelidad al sentido de las palabras del ángel referidas por María; b) de una clara referencia al pasaje de Gen. 18,14, en el que los Setenta tradujeron también «dabar» por «palabra» (rema, en griego). No pretendo, pues, que el sentido de las palabras pronunciadas por el ángel no sea el que indican los filólogos, sino únicamente que ellas contienen además una neta sugerencia: citando palabras atribuídas a Yahvé en el Génesis, el ángel demuestra la fiabilidad de su procedencia como emisario divino.
[20] Ex. 40,34.
[21] Cfr. nota 18.
[22] En griego, los Setenta traducen del hebreo: me adunetei para to theo rema. La Vetus Latina traduce: Numquid impossibile est a Deo verbum?; la Vulgata: Numquid Deo quidquam est difficile?
[23] Lc. 1,13.
[24] Gen. 16, 1-2.
[25] Sermo 169, 11, 13.
[26] Mt. 10,39; Lc. 17,33; Jn. 12,25.
[27] Verdad que he aprendido de mi maestro L.Polo.
[28] Todas nuestras obras nos las haces Tú Is. 26,12.
[29] Sé a quién creí (2 Tim. 1, 12).
[30] La tesis que propongo suena así: para una criatura elevada, a mayor fe, mayor inteligencia. Lo cual tiene un doble sentido: cuanto más alto sea lo que se ha de creer, más elevada ha de ser la inteligencia que lo crea; y cuanta mayor sea la fe tanto más aumenta la inteligencia. Ambos sentidos son verdaderos y se complementan, pues la fe es don divino a la vez que recepción inteligente y libre de la iniciativa donal de Dios.
[31] 2 Sam. 7,12 ss; Salm. 88 y 131.
[32] 1 Sam 2, 1-10
[33] 1 Sam. 1,11.
[34] Habacuc 3,18; Is. 29.19, 41,8-9; Miq. 7,20.
[35] 12,19; 5,11.
[36] Aparecen aludidos al menos cinco.
[37] 17,3;18,18;22,17.
[38] La Sainte Bible, trad. en français sous la direction de LÉcole Biblique de Jérusalem, Paris, 1956, 1353.
[39] Eso es lo que, según entiendo, nos sugiere Cristo cuando dice: no os hagais llamar Rabbi, pues uno es vuestro maestro Ni os hagais llamar doctores, porque uno es vuestro doctor, el Mesías (Mt. 23,8-10). Sólo Cristo es la Verdad y su autor (Jn. 14,6; 1,17).
[40] 1 Samuel 2, 1 y 10.
[41] Como repetidamente interpretó san Agustín, el brazo de Dios al que se refieren los Salmos 44,4, 71, 18 y 98,1, si se los entiende desde Is. 53,1, es Cristo (Cfr. Enarrat. in Ps. 43 n.4; Enarrat. in Ps. 70, (Sermo II, n.4); Enarrat. in Ps. 97,1).
[42] Lc. 10, 21.
[43] Las palabras de Isabel pudieron muy bien ser la primera confirmación externa de la maternidad de María.
[44] Al igual que, según el Magnificat, los enemigos de Dios no son los enemigos del pueblo de Israel, sino los soberbios todos, incluídos entre ellos los israelitas que sean soberbios.
[45] Lc. 2, 18-19; 2, 33-34.
[46] Ep. 120, 2, 8; De ordine II,16,44; In Johannis Tractatus 40,9.
[47] Charitas autem congaudet veritati (1 Cor. 13,6).
[48] Cristo como hombre admiró la fe del Centurión (Mt. 8, 10 ss.; Lc. 7,9) y la de la Cananea (Mt. 15,28). Y lo que es más sorprendente, incluso se admiró de la falta de fe de sus compatriotas (Mc. 6,6), lo que demuestra que su admiración humana tiene como motivo la prístina libertad de las personas.
[49] Si se leen los pasajes mencionados todos concuerdan en alabar a Dios por el recién nacido y en creer en la grandeza de su misión. Los ángeles son los primeros en proclamarlo: gloria a Dios (por lo que es ese niño) y paz a los hombres (por lo que es y hará). Los pastores, se van alabando al señor por lo que habían visto y oído (que Jesús era el Mesías y que traería la paz a los hombres), y porque, una vez visitado el niño, habían comprobado lo que les había sido anunciado. Simeón eleva a Dios una alabanza muy especial: él ha podido ver al salvador divino, al que desearon ver los patriarcas, profetas y todos los buenos israelitas y no pudieron, por lo que su vida está ya llena de sentido y lista para ser consumada por la muerte: Dios ha colmado su vida. Hay, por tanto, implícita una acción de gracias muy profunda en las palabras de Simeón, quien concentra sus alabanzas en la grandeza del niño y de su preparación por Dios. Además añade el papel de juez universal que le toca desempeñar por ser él la piedra de escándalo y el signo que discernirá los pensamientos más íntimos de los hombres. Por último, Ana la profetisa se puso a alabar a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Israel.
[50] Ya antes había escrito el evangelista: Y todos los que lo oyeron se admiraron de lo que les habían dicho los pastores (sobre el niño)
[51] 8,3.
[52] Mt. 4,4; Lc. 4,4
[53] Sermo 215, 4.
[54] In Jn. Tract. X, 2, 3.
[55] Jn. 14,15,21,23; 15, 7-10.
[56] Aunque la Vulgata traduce entendieron, el verbo griego «sunakouo» significa completar uno con su propio pensamiento lo que ha escuchado, es decir, indiferentemente entender o comprender. A mi juicio, una vez distinguidos entender y comprender, es más exacto traducir «comprender».
[57] Ex. 23, 14 ss.; Deut. 16,16 ss.
[58] Ex.12, 1 ss.
[59] San Lucas nos advierte al principio de su evangelio que había procurado informarse de todo, y está claro que muerto José antes del comienzo de la vida pública de Cristo (en las bodas de Caná ya no está presente, habiendo sido invitada toda la familia), la única fuente de información acerca de todas las noticias de su infancia sólo podía ser María.
[60] Ekplesso .
[61] Un día en tus atrios vale más que mil Salm. 84,11.
[62] Gen. 2,15
[63] Descubrir novedades no es crecer intelectualmente. El crecimiento intelectual no desprecia tampoco las novedades, pero se interesa en ellas no por ser novedades, sino en la medida en que son verdaderas, o sea, en la medida en que tienen valor para siempre.
[64] Gen. 41,55.
[65] Como la propia respuesta de Jesús niño indicaba, María sabía que él debía dedicarse a las cosas de su Padre, por tanto también sabía que aquel incidente era una señal de la independencia requerida por su Hijo para dedicarse por entero a su tarea mesiánica, tal como más tarde había de exigir a todos sus discípulos: si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo(Lc 14,26) Odiar aquí significa posponer sus amores humanos por el de Dios. (Mt. 10,35-37). Pues eso mismo es lo él hizo con sus padres cuando se quedó en el Templo sin avisarles: anteponer lo divino a lo humano. Y María lo supo entender así.
[66] Mc. 6,32.
[67] Jn. 7,3-5.
[68] Mc. 3,20-22.
[69] Jn. 4,31-34.
[70] Lc. 12,49-50
[71] Lc. 22,15.
[72] Jn. 2,14-17.
[73] Cupio dissolvi et esse cum Christo decía san Pablo; Y santa Teresa :vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero. Aunque el motivo es el mismo, la diferencia con Cristo es decisiva. Es el amor lo que tan fuertemente mueve a Cristo y a los santos, pero no era el cielo lo que deseaba Cristo, que ya tenía la visión beatífica, sino cumplir la voluntad y misión que el Padre le había encomendado: nuestra salvación. A los santos los mueve el amor a Cristo, a Cristo le mueve el amor del Padre y suyo hacia los hombres.
[74] Los días de la prueba final serán abreviados por consideración hacia los justos (Mt. 24,22-23).
[75] Mt. 12,38.
[76] Rom. 4,18-19.
[77] Hebr. 11, 8 ss.
[78] Rom. 4,11; Gal. 3,7 y 29; Sant. 2,21.
[79] Mc. 9,7. El Padre se había adelantado a identificar a su Hijo en el Bautismo (Mc. 1,11), pero explicita el sentido de dicha presentación en la trasfiguración.
[80] Lc. 8,21.
[81] No existe error sin apoyo de alguna verdad, pues el error no es nada positivo.
[82] Jn. 1,17.
[83] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, Barcelona, 1967, nº 3321.
[84] En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí hará también las obras que yo hago e incluso las hará mayores, porque yo me voy al Padre Jn. 14,12-13.
[85] (Lc 22, 26)
[86] Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, c.8, nn.52-69.