ACLARACIONES TEOLÓGICAS
SOBRE
LA ORACIÓN DE CRISTO
IGNACIO FALGUERAS SALINAS
Publicado en Burgense 41 (2000) 345-389.
1.- Planteamiento.
En la parte cuarta del Catecismo
de la Iglesia Católica, capítulo I, artículo 2, nº 2599 se han introducido
entre su primera y su última edición varios cambios. En efecto, donde se decía
en la edición castellana de 1992 (Asociación de Editores del Catecismo, 2ª
edición, Madrid, p. 564):
"El Hijo de Dios hecho Hijo
de la Virgen aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Y lo hizo de su
madre que conservaba todas las «maravillas» del Todopoderoso y las meditaba en
su corazón (cf Lc 1, 49; 2,19; 2,51). Lo aprende en las palabras y en los
ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo.
Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a
la edad de doce años..."
se dice ahora en la edición
latina de 1997 (Libreria Editrice
Vaticana, Città del Vaticano, p. 655):
"El Hijo de Dios hecho Hijo
de la Virgen también aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Él
aprende las fórmulas de oración de su madre, que conservaba todas las
«maravillas» del Todopoderoso y las meditaba en su corazón41. Él
mismo ora con las palabras y ritmos de la oración de su pueblo en la
sinagoga de Nazaret y en el Templo...."[1].
Las modificaciones
son, en conjunto, tres: 1) se introduce en la primera frase un «también» que
afecta al verbo aprender; 2) se precisa que aprendió de María su madre, no a
orar, sino «las fórmulas de oración»; 3) se elimina la alusión al aprendizaje
respecto del pueblo de Israel, afirmándose tan sólo que oró junto con su pueblo
con sus mismas oraciones y ritmos.
Como vemos, las
tres modificaciones tienen que ver con el aprendizaje de Cristo respecto
de la oración, el cual constituye sin duda un gran misterio.
Aunque a primera
vista el «también» parece no tener gran importancia, si se consideran las tres
modificaciones introducidas esa impresión debe revisarse. De entrada puede
parecer que el «también» significa o bien «igual que nosotros», o bien «además
de otras cosas». Si fuera así, el sentido de la frase quedaría de este modo:
«El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen aprendió igual que nosotros a orar
conforme a su corazón de hombre», o «El Hijo de Dios hecho Hijo de la Virgen,
además de otras cosas, aprendió a orar». Cualquiera puede darse cuenta de que
si alguno de esos fuera el sentido de la palabra «también», no habría merecido
la pena introducir tal modificación, puesto que al decir «conforme a su corazón
de hombre» va implícita una semejanza con nosotros, y si se dice que aprendió a
hacer una cosa tan importante como orar, debió aprender cosas mucho menos
importantes, como el oficio de carpintero, a hablar etc...La adición del
«también» encierra, pues, cierta obscuridad, y debe ser entendida no aisladamente,
sino junto con las otras modificaciones.
Precisamente a
esclarecer el sentido de tales enmiendas se orientan estas aclaraciones, cuyo
contenido se referirá a las dos cuestiones implícitas en los cambios señalados,
a saber: a la del aprendizaje de Cristo en términos absolutos, y a la del
aprendizaje de Cristo por lo que se refiere a la oración.
2.- El aprendizaje de Cristo.
Cristo, como hombre que era,
pudo ciertamente aprender. Y así lo indican los evangelios: el niño crecía en
sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2, 52). Pero como, por ser
criatura y hombre perfectos[2],
desde el primer instante de su encarnación gozaba de ciencia beata y de ciencia
infusa, se hace necesario matizar el sentido de su aprendizaje.
Que Cristo hombre tuviera visión
beatífica desde el primer instante de su concepción es doctrina refrendada por
el magisterio de la Iglesia[3].
La Sagrada Escritura nos lo sugiere en el Salmo 15, v. 8: "Veía ante mí
al Señor cara a cara siempre" que es aplicado por S. Pedro
expresamente a Cristo (Hech 2,25), así como también en otros pasajes,
especialmente en Jn 3, 31-32 en donde se dice: "el que viene de arriba
está por encima de todos; el que es de la tierra, de la tierra es y de la
tierra habla. El que viene del cielo está por encima de todos: y lo que vio y
oyó lo testifica, y nadie acepta su testimonio". Cristo, que es el que
viene de arriba (Jn 8, 23), está por encima de todos, incluso por encima de los
ángeles (Heb 1, 4-14), y Él nos dice y testifica lo que vio y oyó: "Yo
lo que vi junto al Padre es lo que digo" (Jn 8, 38), "Yo lo
que oí de él eso digo al mundo" (Jn 8, 26). "Y si dijere que
no lo conozco, sería semejante a vosotros, mentiroso, pero lo conozco y guardo
su palabra" (Jn 8, 55). Por todo ello, ha de entenderse que cuando Cristo
nos dice que Él hace siempre lo que agrada al Padre (Jn 8, 29), o cuando
dice saber que el Padre siempre le escucha (Jn 11, 42), lo puede decir
porque Él oye y ve de modo directo y constante al Padre.
Esta ciencia beata o visión
beatífica le corresponde a la humanidad de Cristo por estar asumida por el
Verbo. La asumición, que hace radicar en la Persona del Hijo todo el ser y la
potencia obediencial de la humanidad de Cristo, la sobreeleva por encima de
toda potencia, incluso por encima de la potencia obediencial que como a
criatura elevada le pertenece, abriendo en ella una potencia obediencial
insuperable, que agota incluso lo que Dios puede hacer con una criatura, es
decir, agota en cierto sentido la omnipotencia divina[4].
Lo más que puede hacer Dios con una criatura es asumirla personalmente, hacerla
suya hasta el punto de hacerse Él esa criatura, sin dejar de ser quien es. Este
sobredón, por encima del cual no cabe otro mayor, permite a la naturaleza
humana de Cristo ver al Padre cara a cara en su único rostro, que es el Verbo
(Col 1, 15), y amarle con un amor superior al de toda otra criatura: un amor
filial, no simplemente creatural, sino verdaderamente filial. Y eso es lo que,
pocas líneas después de referir la encarnación, nos enseña el evangelio de S.
Juan: "A Dios nadie lo vio nunca, el Hijo unigénito que está en
el seno del Padre nos lo dio a conocer" (Jn 1, 18).
Así pues, aunque a este saber de
Cristo se le dé el nombre de ciencia beata por su parecido con la ciencia de
los bienaventurados que están en los cielos[5],
en realidad la cosa es al revés: los santos (y los ángeles) en el cielo ven a Dios cara a cara gracias a
la ciencia beata de Cristo, el mediador, que es, por don de su Persona (el
Verbo), la única criatura capaz de ver connaturalmente el rostro del
Padre. Eso es lo que indirectamente nos enseña el descenso a los infiernos de
Cristo. Los santos que estaban en el seno de Abrahán aguardaban la venida de
Cristo, porque sólo su luz y su gracia podía capacitarlos para ver a Dios. Ver
a Dios cara a cara no pertenece a la naturaleza de ninguna criatura ni siquiera
a la elevada. Sólo a la humanidad de Cristo, por ser asumida en directo por el
Verbo, le es dado ver a Dios cara a cara (en el Verbo), y sólo ella puede
comunicarlo a los demás[6].
Por eso dijo el Señor: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre ni al Padre
sino el Hijo, y al que quisiere el Hijo revelárselo" (Lc 10, 22; Mt
11,27; Mc 13:27).
Cuando el Primer Testamento señala que Moisés vio a Dios cara a cara y que Dios
hablaba con él como se habla con un amigo (Ex. 33, 11), nos está indicando que
vio a Cristo. Pues si quien ve a Dios no queda con vida (Gen 32, 30; Ex 33, 20;
Jueces 6, 22-23; Sir 43, 35) hasta el punto de que incluso los israelitas no
podían mirar a la cara de Moisés por su gloria o resplandor cuando volvía de
ver a Dios, se sigue que los que vieron el rostro de Dios y no murieron lo
vieron en Cristo, es decir, lo vieron en la medida en que recibieron la
mediación adelantada de Su naturaleza humana, que es la que hace visible a Dios
sin morir. Sin duda, guarda relación con eso el dato de que en el Tabor, Moisés
y Elías fueran vistos por los tres apóstoles conversando con el Señor[7].
Asimismo, cuando el Señor dice que María ha elegido la mejor parte, que no le
será arrebatada (Lc 10, 42), está diciendo que verle y oírle a Él será el
estado de los bienaventurados por la eternidad. Pero adviértase que la
mostración del rostro de Dios, o sea, la narración de la visión de Dios que
hace el Hijo es precisamente su propia naturaleza humana, por eso dice Nuestro
Señor: "Felipe, quien me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn
14, 9).
Podría objetarse que está
escrito que en el cielo cada uno verá a Dios cara a cara, y conocerá
como es conocido (1 Co 13, 12). Esto es cierto, pero no en virtud de la
naturaleza del alma ni de la sobrenaturaleza de los espíritus elevados, sino
por mediación de la trasnaturaleza[8]
propia de la humanidad asumida de Cristo, que ha creado la verdad y la gracia
supremas para toda la creación (Jn 1, 17).
Quizá alguien podría seguir
insistiendo: un conocimiento mediado por la naturaleza humana de Cristo no es
un conocimiento directo. Pero se equivocaría, porque Cristo es el mediador
perfecto entre Dios y los hombres, y el mediador perfecto es aquel que no
estorba ni empaña el conocimiento directo de Dios para los mediados, antes bien
lo posibilita. La mediación de la naturaleza humana de Cristo es su muerte, es
decir, su elisión, su entrega, su quitarse de en medio, su total renuncia a sí
misma, para dejar a Dios al alcance de los hombres. La muerte de Cristo rasga
el velo que oculta la cara de Dios. Sin la gracia de la muerte de Cristo
ninguna criatura, ni humana ni angélica ni cualquiera otra que pueda haber
creado y elevado Dios, podría conocer a Dios cara a cara. Al entregarse
por entero sin reservarse nada, la naturaleza humana de Cristo obró como sólo
Dios podía obrar, y por eso puede ella mediar teándricamente, porque su dar no
quita ni estorba, sino que faculta a las demás criaturas para poder ver al
Padre y al Espíritu tal como son, que es como ella los ve en el Verbo[9].
Pero, además, es también
doctrina del magisterio de la Iglesia que Cristo, en cuanto que hombre, tiene
ciencia infusa[10]. Por
ciencia infusa se entiende un conocimiento perfecto y propio de la gloria
de Dios y de la entera realidad creada por Dios. Al decir «propio» intento
indicar que si bien en la visión beatífica se conoce a las criaturas desde el
conocimiento que Dios tiene de ellas, que es sin duda insuperable, sin embargo
ese conocimiento es de Dios y en Dios, y por lo tanto no es
propio de nuestra inteligencia, pues en su respecto toda la actividad de nuestra
inteligencia es un puro recibir. La visión de Dios es la intelección de su
Entender, cuya actividad y claridad es tan alta que hace receptiva la nuestra,
en el sentido de que le muestra lo que jamás ninguna inteligencia creada
hubiera podido conocer por sí misma, pues supera incluso la potencia
obediencial correspondiente a las criaturas elevadas[11].
Insisto, respecto del conocimiento de la vida íntima de Dios toda nuestra
actividad (por cierto la más alta) no puede ser más que una recepción libre, en
el sentido de que Dios debe incluso hacernos capaces de ella, ya que no lo
somos ni natural ni sobrenaturalmente. Pero respecto del conocimiento de la gloria
de Dios sí que tienen potencia o capacidad las criaturas elevadas. La visión de
la gloria de Dios excede, desde luego, la actividad (acto) de cualquier
intelecto elevado, pero no su potencia o capacidad. Conviene, pues,
discernir cuidadosamente entre el rostro
(o la vida personal intratrinitaria de Dios)[12]
y su gloria. La gloria de Dios, en sentido estricto, no es exactamente su
rostro, sino el efecto ad extra que su presencia obra en las criaturas.
Esto debe ser entendido correctamente.
Es verdad que generalmente
confundimos la gloria con la visión de Dios, y existe una buena excusa para
ello, pues después de la redención de Cristo ambas van juntas. En los textos
revelados aparecen muchas veces indistintamente, pues la una no excluye a la
otra, pero si queremos entender con finura los detalles de la revelación debe
sernos claro que ver la gloria de Dios no es lo mismo que ver el rostro de
Dios. La gloria es el aspecto exterior (boato) de una persona que deslumbra por
su poder, riqueza y belleza, y esto vale tanto para el hombre como para Dios[13].
Más en concreto, en el caso de Dios su gloria está en sus obras, y los cielos
la cantan (Sal 18, 2). En un sentido aún más profundo, los hombres han sido
hechos para dar gloria a Dios, y el premio de su servicio es verla[14].
Ahora bien, si es verdad que la gloria de Dios la pueden ver todos los hombres,
no acontece lo mismo con el rostro de Dios[15].
Por eso, la gloria no es el rostro de Dios. El rostro es la expresión directa
de la persona, y su conocimiento es conocimiento personal; hablando de Dios, es
el conocimiento de su intimidad. Eso no significa que quien ve el rostro de
Dios deje de ver su gloria (2 Co 3, 18), pero sí que ver el rostro de
Dios es más de lo que es dado a los hombres y a los ángeles como criaturas
elevadas. A ver la gloria de Dios es a lo que está llamada toda criatura
elevada, pero sólo a eso. El verla es un don divino (no un sobredón) que activa
la potencia obediencial correspondiente a la elevación de dichas criaturas. Mas
el rostro de Dios sólo lo ve la humanidad de Cristo y a quien Él lo revelare.
Bien entendido esto, además de
la ciencia beata, Cristo tiene lo que toda criatura en el cielo: la visión de
la gloria de Dios y la intelección de la creación entera. Así cabe
deducirlo de Hebreos 10, 5, en donde se ponen en boca de Cristo estas palabras:
"al entrar en el mundo dice: víctima y ofrenda no quisiste, pero me has
preparado un cuerpo; holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron.
Entonces dije: he aquí que vengo -en el comienzo del libro está escrito sobre
mí-, para hacer, oh Dios, tu voluntad". Desde el primer instante
Cristo como hombre conoce la palabra de Dios, sabe lo que le place al Padre,
así como cuál es su propia dignidad mesiánica, y para qué se encarna. Ninguno
de nosotros sabe todavía en esta vida quién es, pues nuestro nombre definitivo
no está escrito aún en nuestras frentes (Ap 2, 17; 22, 4). Los hombres sólo
sabremos quiénes somos cuando conozcamos como somos conocidos (1 Co 13, 12), es
decir, cuando nos conozcamos en Dios, según el conocimiento que Dios tiene de
nosotros. Pero Cristo tiene desde su concepción el conocimiento que nosotros
tendremos cuando veamos a Dios, y el que tienen los ángeles, que ven el rostro
de Dios (Mt 18, 10). La activación donal por parte de Dios de esta potencia
obediencial de las criaturas elevadas, por ser precisamente la activación de
una potencia tiene un carácter habitual (en sentido técnico), al que
corresponde el don de la ciencia infusa, por el que nosotros entenderemos en la
próxima vida, y los ángeles entienden de modo connatural[16],
la entera obra de Dios a la luz del resplandor divino. En esta vida son los
dones del Espíritu Santo los que nos adelantan algo de esa activación futura de
nuestra inteligencia. Cristo tuvo ese conocimiento de la creación entera, y
en grado comprensivo, desde el primer instante de su existencia,
en la forma de la plenitud de los dones del Espíritu Santo (Is 11, 2-3),
del que es formación directa su cuerpo. De manera que ya en su vida mortal
Cristo, como hombre, además de vidente directo y en acto de la vida
intrapersonal (cara) de Dios, era también comprensor de la creación entera.
Los indicios de que Cristo posea
tal ciencia infusa abundan en los evangelios. Desde luego, nuestro Señor conoce
la creación natural, tanto que puede mandar sobre ella en sus formas positivas
y negativas (el mar, el viento, la deformidad, la enfermedad, la muerte).
Alguien podría pensar que mandar no es conocer, que es asunto de la voluntad,
no del intelecto: pero no se puede mandar sin conocer. Es verdad que algunos
hombres pretenden hacerlo en cierto modo (piénsese en la magia), pero ni
siquiera la magia se hace sin algún tipo de conocimiento, aunque sea
deficiente, y, desde luego, el dominio humano sobre el mundo se hace desde el
conocimiento, bien sea mediante el trabajo, bien sea en forma de ciencia
empírica, de ciencia racional o por simple experiencia. Mucho más en el caso de
Cristo, que manda sobre el mundo y sus elementos con plena y absoluta potestad.
La potestad sobre las cosas no racionales la da siempre el conocimiento. Pero,
además, Cristo conoce lo más difícil de conocer en la creación: los seres
libres, hombres y espíritus, su ser, índole, propósitos y pensamientos. Por
ejemplo, Cristo conoce a los ángeles[17]
y a los espíritus inmundos[18]
y, por supuesto, a las almas de los hombres, estén vivos sólo en el espíritu
(como Moisés, Elías, Abrahán), o también en el cuerpo (como Natanael, Zacheo,
etc.)[19].
San Juan nos lo dice abiertamente: él conocía a todos y no hacía falta que
nadie le dijera nada, porque él sabía lo que hay dentro del corazón de cada uno[20].
Cristo conocía incluso el futuro del mundo y de cada hombre.
Esto supuesto, inevitablemente
nos asalta un problema: ¿cómo puede recibir adicionalmente una ciencia
infusa quien, incluso como hombre, ya lo sabe todo por visión beatífica? ¿Qué
puede añadir la ciencia infusa a la ciencia beata?
Llegados a este punto es
preciso, ante todo, aclarar que el dar divino es un dar perfecto que
otorga sin quitar ni hacer perder nada, es decir, sin anular lo propio del que
lo recibe. Ni da para ganar nada, porque nada necesita, ni quita al dar, porque
sus dones son perfectos. El dar perfecto es el dar gratuito de quien al dar no
pierde, porque su dar es creador del don. Es ésta una verdad primera, pero no
fácil. Los gerasenos[21],
por ejemplo, no la entendieron: cuando vieron el poder de Cristo, le pidieron
que se fuera, por temor de que les quitara sus bienes (los cerdos). Sin
embargo, los propios filósofos paganos la vislumbraron: Dios no es envidioso[22].
Eso significa que da sin perder nada, pues si al dar perdiera lo que da, Dios
tendría que envidiar al que tiene lo que él hubiere perdido. Incluso los hombres
participamos de ese dar divino al engendrar, al comunicar nuestro saber y al
amar. Pero si el dar divino es perfecto, porque Él no pierde nada, tampoco el
que recibe sus dones perderá nada, y entonces sus dones superiores no
anularán a los inferiores. Precisamente porque cuando Dios da lo superior
no quita los dones inferiores, sino que los eleva, es posible esta segunda
ciencia por la que la inteligencia humana de Cristo es activada donalmente para
entender de modo directo la realidad de las criaturas tal como se ven desde el
resplandor de Dios. La ciencia infusa no añade a la ciencia beata saberes
nuevos, sino otro modo de saber lo inferior a Dios.
En consecuencia, el don de la
visión beatífica no anuló la potencia propia de la inteligencia creada de Cristo,
sino que la activó con los dones sobrenaturales que le permiten conocer sin
aprendizaje alguno la realidad creada tal como es a la luz de la gloria de
Dios. En esto Cristo tuvo un conocimiento semejante, aunque superior, al de los
ángeles, puesto que es criatura del Espíritu Santo.
Prosiguiendo en esta línea, es
necesario sostener, como hace la Iglesia, que Cristo, además de las ciencias
beata e infusa, aprendió por sí mismo, es decir, adquirió saberes mediante el
ejercicio normal de su inteligencia humana, que es don inferior al de la
ciencia infusa y de la visión beatífica, pero sin el cual ninguno de estos dos
saberes superiores habrían sido los de un hombre viador. Es
natural a la inteligencia humana en esta vida aprender, pero ella no reside sólo
en el aprendizaje; para poder aprender es preciso el conocimiento habitual de
los primeros principios (de identidad, no contradicción y causalidad) y, por
encima de ellos, la memoria Dei o noticia indicial de la verdad
trascendente[23],
conocimientos éstos que no son aprendidos y, sin embargo, todos tenemos. Pero
el humano ejercicio de la inteligencia va en esta vida desde estas luces
primeras hasta el conocimiento de las demás cosas que han de ser iluminadas y
de ese modo aprendidas, así como hasta el conocimiento de las demás personas y
otros seres personales. No se entienda esto en sentido deductivo, como si del
conocimiento de Dios dedujéramos el de las demás cosas y personas, sino en
sentido iluminativo: sin la luz (habitual) de los principios y de la verdad
trascendental no entenderíamos nada.
La inteligencia simplemente
humana de Cristo se trasluce en sus discusiones con los escribas, fariseos y
saduceos, en sus explicaciones y razonamientos ante los discípulos, ante sus
padres y parientes, en el maravilloso y sencillo revestimiento de metáforas con
que allega a los hombres la sabiduría de Dios mediante las parábolas y mediante
sus enseñanzas. Es ella la que pone a nuestro alcance en pensamientos humanos
todo cuanto oye decir al Padre, la que nos alumbra, por tanto, desde la ciencia
beata y la ciencia infusa, en las bienaventuranzas, en la interpretación de las
Escrituras, en sus mandatos y recomendaciones, ahuyentando de nuestras almas la
ignorancia y el error, y todo ello no como los escribas, sino con autoridad
propia (Mc 1, 22). Nunca ningún hombre habló como este hombre, dijeron los
enviados a los pontífices y fariseos (Jn 7, 46), y eso es lo que cualquiera que
lea los evangelios puede concluir también. De donde se deduce que su
inteligencia humana ha sido la más alta, puesto que a través de ella nos ha
hablado Dios mismo (Hebreos 1,1). Señor tú tienes palabras de vida eterna,
dijo Pedro (Jn 6, 69). Y el propio Señor lo dijo directamente: El cielo y
la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán (Mc 13, 31). El plural
utilizado aquí por Cristo («palabras») nos cerciora de que se está refiriendo a
las palabras que pronunció en el tiempo, que son palabras teándricas, pero,
precisamente por eso, pronunciadas también por su intelecto humano.
Entendido todo lo anterior, nos
asaltan ahora otras cuestiones insoslayables, la primera es una muy evidente:
si Cristo tuvo el conocimiento directo de Dios y el más perfecto conocimiento
directo posible de la creación entera, ¿cómo y qué pudo aprender
entonces?
Es éste el momento pertinente
para aclarar qué es aprender y qué modos de aprendizaje existen. Aprender no es
sino crecer en inteligencia, o sea, ejercitar la inteligencia humana en la
búsqueda de la verdad. Pero la búsqueda de la verdad puede ser una búsqueda
desorientada, que ignora la índole de su meta y que se detiene en lo
verdadero porque lo confunde con la verdad, o una búsqueda bien orientada,
que posee un adelanto de la verdad lo suficiente como para saber situarla más
allá de todo sabido o verdadero, para saber situarse uno mismo respecto de la
verdad, y para saber situar lo sabido respecto de la verdad y de uno. Si se
entiende que el que busca la verdad bien orientado es el sabio, cabe entonces
decir que la verdad se puede buscar de dos maneras: sapiencialmente o
insipientemente. La insipiencia acerca de la verdad es la situación del hombre
caído, pues entre los efectos más graves del pecado de origen está la
ignorancia acerca de Dios (la Verdad), de sí mismo y del mundo. Pero no era ésa
la situación de Adán antes del pecado, pues Dios hablaba con él en el paraíso (Gen
2, 8)[24]. Nuestra situación más bien es
la que describe s. Pablo cuando se dirige a los atenienses: Dios nos es
desconocido, y aunque lo buscamos, lo buscamos mal, porque lo buscamos como
algo que está fuera de nosotros, en vez de como aquél en el que vivimos, nos
movemos y existimos. De ahí que, viendo desde arriba los tiempos de esta
ignorancia, Dios nos haya enviado a Cristo (Hech 17, 22-31).
Existe, pues, un aprendizaje
realizado desde el uso del hábito de sabiduría y otro desde la ignorancia[25]
de Dios. Quien procede de modo sapiencial en su aprendizaje incrementa su
intelección ordenadamente, ganando en profundidad y unidad, a la vez que
aumenta la amplitud de sus conocimientos. Quien procede desde la ignorancia de
Dios, de sí y del mundo incrementa su intelección desordenadamente, se
descarría con facilidad y, aunque acumule muchos conocimientos, sólo alcanza
una profundidad y unidad relativas a la sabiduría que haya podido recuperar en
su esfuerzo por alcanzar a Dios, a sí mismo y a la realidad del mundo.
De los dos modos de aprendizaje
que acabo de referir se puede decir que son aprendizajes en sentido absoluto:
incrementos del saber por el lado de los contenidos y de la forma, si se me
permite hablar sin excesiva precisión.
Pero ninguno de estos dos modos
de aprendizaje fue el de Cristo. Para poder entender el peculiar modo de
aprender de Cristo conviene tener en cuenta que su aprendizaje fue teándrico,
es decir, afectó únicamente a su humanidad, pero ésta -asumida por la Persona
del Verbo- lo realizó al estilo de la ciencia divina. La ciencia divina se
caracteriza por ser omnisciente, pero su omnisciencia no es unívoca, o ejercida
de una única manera, sino de varias maneras. El modo de ser omnisciente del
Padre es el de la luz en el foco: Él lo ilumina todo, lo conoce todo por
donación de su luz. El modo de la omnisciencia del Hijo es el de la luz en el
medio: Él lo entiende todo en su propio trasparecer, como luz de luz o
imagen del Padre. El modo de ser omnisciente del Espíritu es el de la luz en el
término: Él lo sabe todo por dentro, como luz que calienta penetrando y
escrutando el interior de todo. No conoce más el Padre que entiende el Hijo ni
que sabe el Espíritu, pero cada Persona divina tiene su propio modo de ciencia,
que por cierto comunica a todas las demás, de tal modo que Dios (Padre, Hijo y
Espíritu) se conoce, entiende y sabe plenamente, y conoce, entiende y sabe
acabadamente todo. De modo semejante, Cristo aprendió como hombre divinamente,
o sea, vino a saber de otras varias maneras lo que ya sabía plenamente.
Mas, a diferencia de la divinidad, puesto que como hombre había de crecer y no
podía crecer sabiendo más ni mejor lo que ya sabía perfectamente, hubo de
crecer sabiendo de maneras menos perfectas lo que ya sabía de modo perfecto.
Esto que digo no es nada
ininteligible. En efecto, cabe establecer como principio, incluso del
saber humano, que las verdades que se saben se pueden saber de muchas
maneras. Por poner un ejemplo
sencillo: una persona puede saber de la existencia de las islas Canarias por
haber oído las noticias de los marinos y viajeros, por el estudio de la
geografía e historia, por haber visto reportajes cinematográficos y fotos, por
la visita directa de las mismas, o por vivir allí habitualmente. Es evidente
que cada uno de estos modos de conocer las islas Canarias no se excluyen entre
sí ni dejan de ser modos distintos de conocerlas. También es obvio que tales
modos de saber difieren en intensidad o profundidad, por más que versen sobre
una sola realidad (Las Canarias). Precisamente la diferencia entre la
pluralidad de modos de ciencia de la divinidad y la del hombre estriba en que
en la ciencia divina los modos, siendo distintos, son plenos y, por tanto,
equivalentes, mientras que en el hombre la diversidad de modos va acompañada de
una diferencia en el respectivo alcance, intensidad y profundidad del saber. Lo
normal es que el hombre (caído) vaya creciendo en saber a partir de los modos
más superficiales de saber hacia los más plenos.
Tanto en la divinidad como en el
hombre la pluralidad de los modos de ciencia es de índole relativa. En la
divinidad, la pluralidad es personal, o sea, relacional o comunicativa. En el
hombre, la pluralidad de modos del saber no implica necesariamente una
pluralidad personal, sino el crecimiento del entender de una persona, que es
relativo a incrementos anteriores. Por tanto, la pluralidad de modos del saber
nos descubre un segundo tipo de aprendizaje humano (saber de nuevas maneras lo
sabido), que es, sin duda, un aprendizaje relativo, no absoluto, que afecta sólo
a la forma de saber, pero no necesariamente al contenido de lo sabido.
Quizá sea la plenitud de esa
pluralidad de saberes lo que indiquen implícitamente las metáforas del
Apocalipsis que describen a Cristo resucitado como cordero sacrificado y
dotado con siete cuernos y siete ojos (Ap 5, 6)[26],
y asimismo a los cuatro animales que están en torno al trono de Dios como
llenos de ojos por delante y por detrás, por fuera y por dentro (Ap 4, 6, y 8).
Naturalmente, esta aclaración afecta únicamente al saber humano de Cristo, que
admite, como humano y creciente, una pluralidad de actos de saber, ninguno de
los cuales agota la actividad infinita de su potencia cognoscitiva asumida; en
cambio, no cabe decirlo del Verbo (su Persona), el cual es un único acto de
entender en el que todo está plenamente entendido.
Pero, antes de que muriera y
resucitara, se ha de decir que Cristo, en cuanto que hombre, por más que no
tuvo que aprender nada en el primer sentido del aprendizaje, es decir, en
sentido absoluto, pues no hubo en Él ni ignorancia ni mejora de su saber, sino
visión beatífica y ciencia infusa, sí aprendió, en cambio, en el segundo
sentido, esto es, en sentido relativo: lo que ya sabía por visión beatífica y
ciencia infusa, lo pudo llegar a saber de otras maneras, aunque fueran
menos perfectas. Por tanto, Cristo pudo aprender.
Gracias a esta distinción de
saberes multiformes cabe entender aquel enigmático aserto del Señor: "Acerca
del día y la hora (del fin del mundo) nadie lo sabe, ni los ángeles ni
el Hijo, sino el Padre" (Mc 13,32; Mt 24,36)[27].
Como ya el Papa Gregorio I nos enseña, no debe entenderse este dicho como si
Cristo ignorara esos datos, cuando sabemos que todo lo que tiene el Padre lo
tiene el Hijo (Jn 16, 15), que el Padre todo lo ha puesto en sus manos (Jn 13,
3), y que, como hombre, Cristo tiene visión beatífica del Padre y de su
voluntad en el Verbo. Sin embargo, puesto que el Señor nos dice que los ángeles
no lo saben, eso implica -por paralelismo- que no le es conocido por ciencia
infusa y aún menos por investigación propia. Esto que sabe en su
naturaleza humana no lo sabe por (ex) su naturaleza humana[28].
Es verdad, pues, que el Hijo del hombre no sabe el día ni la hora según su
ciencia infusa y su ciencia humana, pero también, como la Iglesia nos
enseña, que lo sabía por ciencia beata.
Por otra parte, debe tenerse en
cuenta que, además, la inteligencia humana en su estado actual tiene dos modos
de aprender: bien por sí misma, es decir, por su propio ejercicio, bien a
partir de lo que saben otros. Como los dones superiores de Dios no quitan,
impiden ni anulan nada, sino que potencian, elevan y colman los otros dones,
podemos afirmar que Cristo aprendió de las dos maneras, aunque en distinto
sentido. Por sí mismo, aprendió todo lo que la inteligencia humana puede
aprender, pues no sólo no le estorbaban las dilaciones y obstáculos que nacen
de la falta de atención y las preocupaciones normales en el hombre caído, sino
que por ser criatura del Espíritu Santo tuvo la inteligencia más ágil, clara,
rápida, profunda y ordenada de la creación; de ahí que nunca necesitara que
nadie le enseñara nada, más aún, nadie le podía enseñar nada, porque él es el
único hombre que ha alcanzado por sí mismo todo el saber humano. Los evangelios
nos lo dicen indirectamente: Y se admiraban los judíos diciendo: ¿cómo sabe
letras éste, no habiéndolas aprendido?" (Jh. 7,15)[29].
Por lo que hace a la experiencia
propia, sabemos que Cristo aprendió a obedecer (Heb 5, 8), y a obedecer hasta
la muerte. Se trata del único aprendizaje que mencionan directamente las
Escrituras. La experiencia del dolor y de la muerte no la podía tener como
Dios, aunque como Dios sabía con absoluta perfección y simplicidad la realidad,
el alcance y el sentido (y modo de redención) del dolor y de la muerte. Lo que
sabía perfectamente como Dios (y como hombre por las ciencia beata e infusa) lo
aprendió, además, perfectamente como hombre, sometiéndose a la experiencia del
dolor y de la muerte, y redimiéndonos con su amor divino.
Pero Cristo aprendió también de
los demás. Por ejemplo, podemos observar en los evangelios que Cristo hace
preguntas. No es que Él desconozca algo, pues como dijo a Natanael «antes de
que te llamara Felipe, cuando estabas bajo la higuera, te vi» (Jn 1, 48),
y, en la muerte de Lázaro, ya sabía que iba a morir y cuándo había muerto.
¿Habremos entonces de pensar que sus preguntas eran retóricas, es decir,
estaban sólo dirigidas a enseñarnos, pero con engaño en la forma? ¿Tendríamos,
según esto, que pensar que todas las preguntas hechas por Cristo fueron
preguntas fingidas? No cuadra eso con la perfección de Cristo. Más aún, existen
algunas preguntas en los evangelios que no pueden ser entendidas así. Por
ejemplo, cuando tras haber sentido, como hombre, que emanaba de Él su poder
curativo al tocar la hemorroísa la orla de su vestido, Jesús pregunta: ¿quién
me ha tocado? (Mc 5, 30). Por un lado, la pregunta muestra la insuperable
sensibilidad humana de Cristo que en medio de un gentío es capaz de discernir
quién lo toca con fe y quién accidentalmente. Pero mostrar este detalle tan
rico de la humanidad de Cristo no parece deba ser la razón última de su
pregunta, puesto que la pregunta parece indicar una ignorancia. Aunque es
obvio, para quien cree, que Jesús sabía perfectamente quién le había tocado, y
a quién había curado, su pregunta la formula en términos de desconocimiento.
Por otra parte, no parece seguirse de ella enseñanza universal alguna,
pues para los apóstoles sólo supuso el conocimiento de la persona concreta que
en Él había creído, y para nosotros ni siquiera eso, ya que seguimos sin saber
quién fue. ¿Cómo explicar, pues, esta pregunta sin recurrir a engaño o
fingimiento ni suponer ignorancia o curiosidad por parte de Cristo? -Pues
sencillamente entendiendo que Jesús podía conocer de otra manera, a
saber, por la experiencia sensible, lo que ya sabía por su sabiduría
congénita. Sin fingimiento alguno, quiso con ello el Señor destacar la fe de
aquella mujer, la fe que Él siempre admira y que no deja de llenarle de gozo
(Mt 8, 10-13), mostrando así la libertad y el carácter personal de la fe por
parte del hombre, la cual, aunque es un don divino inmerecido, requiere siempre
el libre acogimiento humano. Ninguna pregunta de Cristo ha de ser entendida, por
tanto, como fingida ni como fruto de ignorancia o curiosidad: todas sus
preguntas son sinceras, y pensadas a la vez para instruirnos.
Con todo, todavía nos inquieta
una segunda cuestión insoslayable: bien, ¡sea que Cristo supo de muchas maneras
las cosas humanas!, admitamos que, además, eso es posible para los dones de
Dios, pero ¿qué sentido tiene que conociéndolas perfectamente por visión
beatífica, las tuviera que conocer también de modo inferior? ¿Para qué
tener conocimientos inferiores? Ya he sugerido que había de tener conocimientos
inferiores, como es el caso de la ciencia infusa o el aprendizaje propio,
porque de lo contrario no habría sido hombre completo y viador. Pero esa
pregunta muestra su auténtico mordiente cuando se refiere al aprendizaje a
partir de otros, ¿para qué preguntar lo que ya sabía de otras dos o tres
maneras? La respuesta es sencilla, está implícita en el único aprendizaje que
le atribuyen las Escrituras: por obediencia a la voluntad del Padre, es
decir, por amor al Padre y a nosotros. Cristo quiso hacerse en todo igual a
nosotros menos en el pecado, por eso quiso ejercer también el aprendizaje
(en sentido relativo) a partir de los demás. Este voluntario abajamiento, que
se acerca al máximo a nosotros para elevarnos, es decir, sin perder su altura,
contiene también el sentido último de sus conocimientos inferiores, pues si el
Verbo se hizo hombre y hombre viador, si se abajó tanto, fue por amor al Padre
y a nosotros: para salvarnos y sobreelevarnos. Quiso el Padre que Cristo se asemejara
de verdad en todo a nosotros, y eso es lo que Cristo llevó a cabo en
cuerpo y alma: Cristo, incluso como hombre, no necesitaba aprender nada de
nadie, pero por hacerse semejante a nosotros quiso aprender de otros, según el
modo en que podía aprender de otros.
Todo esto supuesto, podemos
entender ahora en qué sentido hubo en Cristo un crecimiento en sabiduría, edad
y gracia ante Dios y los hombres (Lc 2,52), y no sólo en su niñez, sino durante
toda su vida. El crecimiento en edad es el crecimiento biológico, y era
fácilmente verificable. Pero el crecimiento en sabiduría implica el
ejercicio de una inteligencia capaz de crecer, es decir, de una inteligencia
activa en potencia de entender más, a cuya dignidad, como dice Tomás de Aquino,
le correspondía aprender por sí mismo[30],
e incluso aprender por sí mismo a mostrar su sabiduría ante los hombres. El
orden del texto sagrado, que pone por delante el crecimiento en sabiduría, y
detrás el de edad, nos indica que el aprendizaje en sabiduría iba por delante
de su crecimiento en edad, pero que la demostración de su sabiduría se adecuaba
a su edad. Y así, no debemos dejar pasar la indicación evangélica de que a sus
doce años ya dejaba perplejos con sus preguntas y respuestas a los sabios y
especialistas en materia revelada. Su sabiduría y su aprendizaje antecedían a
su correspondiente crecimiento en edad, tal como lo dejó entrever en aquella
ocasión, dado que Él no lo hizo por exhibirse, sino por ocuparse en las cosas
de su Padre.
El crecimiento en gracia era un
crecimiento en obediencia, en el aprendizaje del esfuerzo y del dolor, o sea,
en hacerse en todo igual a nosotros, menos en el pecado, pero igualándose hasta
en la muerte y en una muerte de cruz, es decir, yendo más allá que la mayoría
de los hombres, igualándose con los dos ladrones, con todos los que sufran la
injusticia (como era su caso), e incluso con los todos los que sufran la
tortura y la muerte, aunque ésta fuera justa. El mérito de la naturaleza humana
de Cristo fue su obediencia, con ella el crecimiento en gracia llegó hasta la
creación de una gracia nueva e inalcanzable para toda otra criatura: la de ser
hijos de Dios. Cristo que había sido hecho hijo de Dios al ser asumido por el
Hijo de Dios, creció abajándose hasta nosotros por obediencia de amor al Padre
y por amor a los hombres. Su obediencia convirtió a la muerte en vía de
(re)generación de los hijos de Dios. En resumen, Cristo creció ante Dios en
sabiduría y gracia por su obediencia amorosa, y ante los hombres por su
abajamiento amoroso. Crecer para Cristo hombre significó descender, hacerse
como nosotros, pero sin dejar de ser el que era: perfecto Dios y perfecto
hombre.
3.- ¿Aprendió Cristo a orar?
La oración se cuenta entre las actividades
más altas del espíritu: es una actividad sapiencial humana que deriva, como
consecuencia propia, de la índole de criatura elevada que corresponde a todo
hombre. Al ser una de las actividades más altas del espíritu, la oración es
hecha siempre por la persona del que ora, no por una u otra facultad,
sino por la integridad de la persona. Al derivar directamente de la índole
elevada propia de todo hombre, no necesita ser aprendida de otros. Adán, que
oía el pasar de Dios por el paraíso a la brisa de la tarde (Gen 3, 8), podía
escuchar su palabra y hablar con Él sin que nadie le hubiera enseñado, porque
es propio de los seres intelectuales en gracia de Dios elevar el corazón para
bendecirlo, alabarlo y pedirle auxilio y mercedes. Por eso, tener que aprender
a orar supone una ignorancia previa que es resultado del pecado de origen.
Después del pecado de origen, la muerte invierte el orden de nuestras
valoraciones. En vez de ser Dios lo primero, lo primero es sobrevivir, luchar
con la muerte para retrasarla: las cosas que tienen que ver con la
superviviencia y con la satisfacción de necesidades ocupan nuestro interés y
nuestra atención con tal primacía que Dios queda en un segundo plano,
subordinado a los intereses inmediatos. Por eso, la oración del hombre
histórico, o sea, post peccatum, es una oración que no es apta para ser
escuchada, porque no da a Dios el trato que Él merece. Y asimismo, por la
ignorancia de Dios en que nacemos, también fruto del pecado, tenemos de
ordinario que aprender a orar, aunque sea defectuosamente, de otros seres humanos más maduros, que,
antes de que nosotros -enredados en lo inmediato- lo lleguemos a descubrir con
gran esfuerzo por nosotros mismos, nos indiquen junto con la dignidad de Dios
algún modo de hablar con Él.
De acuerdo con lo anterior, lo
primero que cabe deducir es que, no pudiendo tener Cristo nuestro Señor
pecado alguno, a Él no le pudo afectar la ignorancia en ninguno de sus
sentidos, y tampoco en lo que respecta a la oración: no pudo Él padecer una
carencia que ni siquiera el primer Adán padeció. Más aún, Adán, aunque era
perfectamente hombre, no fue desde el principio hombre perfecto, pues de lo
contrario no hubiera podido pecar. En cambio Cristo es desde el primer instante
de su concepción el hombre perfecto, tal como enseña la tradición de la
Iglesia: perfectus Deus, perfectus homo, en lo que va implícito, tal
como he intentado exponer más arriba, que estaba dotado en su humanidad de la
visión beatífica -como consecuencia de su asumición por el Verbo-, y de la
ciencia infusa -como consecuencia de ser criatura formada por el Espíritu
Santo-.
En consonancia con esto, en lo
que toca a la oración propongo que en sentido absoluto Cristo no pudo
aprender a orar a partir de la oración de otros, más aún que ni siquiera
aprendió propiamente a orar en cuanto que hombre.
Veamos esta propuesta con
detenimiento.
Ante todo, cuando Cristo ora,
quien ora es su Persona, pero no por razón de su divinidad, sino por razón de
la humanidad por ella asumida, pues el Verbo no ha de orar, ya que es Dios, y
Dios a nadie tiene por encima de Él al que orar pueda ni necesite. Al ser la
Persona del Verbo la que ora según su humanidad, ¿qué podría tener que
aprender ésta acerca de la oración? Lo explico. Sto. Tomás de Aquino nos enseña
que en el fondo de toda oración, si lo es verdaderamente, lo que se pide y
desea es unirse a Dios[31],
y abundando en esta línea, S. Juan de la Cruz, el gran maestro de la oración,
nos dice que la más elevada de ellas es la oración de unión[32].
¿Cómo podría, entonces, Cristo aprender a orar, si Él goza en su mismo ser de
la que la tradición de la Iglesia llama con acierto la gracia de la unión[33],
es decir, si Él es (en lo humano) como es precisamente por estar unida
su naturaleza humana hipostáticamente al Verbo? No existe ni existir
puede una unión más íntima y profunda entre una criatura y su creador que la
hipostática. Cristo tiene, pues, por su propio ser no el deseo, sino la unión
misma a la que aspira toda oración de las criaturas, ¿habrá entonces de
aprender a unirse a Dios?
Pero, además, si orar es elevar
la mente a Dios, ponerse en presencia de Dios, y la naturaleza humana de
Cristo, en virtud de la unión hipostática, es la única criatura que puede ver
al Padre en su imagen (el Verbo), ¿tendrá que aprender a elevar su alma o a
ponerse en presencia de Dios? Más bien, por el contrario, ha de afirmarse que
la unión hipostática convierte la actividad de la naturaleza humana de Cristo
en una oración filial perfecta e incesante[34]
de alabanza, glorificación, acción de gracias, etc. al Padre.
Por último, la naturaleza humana
de Cristo de tal manera es obra del Espíritu Santo que a su través el
propio Verbo junto con el Padre nos lo emitieron a nosotros, y en esa medida el
Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo. Y puesto que todo el que ora lo
hace movido por el Espíritu Santo, que es el que clama en nosotros: ¡Abba,
Padre! (Rom 8, 15), ¿cómo podría Cristo aprender a orar, estando su
naturaleza humana tan íntimamente vinculada al Espíritu, que no existe sin el
Espíritu, ni el Espíritu entra en este mundo si no es a su través?
Según todo lo anterior, la
propia naturaleza humana de Cristo es la oración del Verbo, no otras
palabras, sino la naturaleza humana entera es el verbo (creado) del Verbo
(increado). ¿Qué palabras de oración tendría que aprender ella? Más bien, ella
es la maestra y el modelo de toda oración. Por eso puede enseñarnos las
palabras de nuestra oración perfecta para esta vida, el Padrenuestro. Y
no sólo eso, sino que la naturaleza humana de Cristo es el fin y el medio de
todas las oraciones de los hombres. El fin, porque ella es la salud ofrecida
por Dios para nuestra naturaleza enferma: cuando pedimos rectamente a Dios algo
para nuestra alma o nuestro cuerpo en realidad lo que pedimos es a Cristo (que
es la verdad, la vida, el alimento y el remedio definitivo). Es el medio de
todas las oraciones, porque ninguna oración humana es atendible por Dios si no
es elevada en Cristo y por Cristo. Como decía S. Agustín: "No es justa
la oración, sino por Cristo...la oración que no es hecha mediante Cristo, no
sólo no puede destruir el pecado, sino que ella misma incurre en pecado"[35]. Pero si Cristo es el maestro,
el modelo, más aún lo que pedimos y aquel por cuyo único medio todo hombre
puede pedir a Dios adecuadamente, ¿tendría Él que aprender a pedir?
Es más, si orar es hablar con
Dios (lo que supone cierto conocimiento de Dios), y la Sagrada Escritura
promete a los hijos de Abrahán que en el tiempo mesiánico todos serán
discípulos de Dios (Is 54, 13), y que en el tiempo mesiánico hará un
pacto tal con los hombres que ninguno tendrá necesidad de ser enseñado por
otro, pues todos, desde el menor hasta el mayor, conocerán a Dios (Jer 31,
32-34), ¿tendrá el propio Mesías, el Hijo de Dios vivo, el que configura los
tiempos mesiánicos, que aprender de los demás a conocer y a hablar con Dios?
Téngase en cuenta, finalmente,
que entre las tareas propias del redentor se cuenta la de interceder por
nosotros: en cuanto que sacerdote eterno que puede salvar a los que se dirigen
a Dios, vive siempre para interpelar por ellos (Heb 7, 25), y esto no sólo tras
su ascensión a los cielos, pues también durante su vida terrena ofreció preces
y súplicas no sólo por sí mismo, sino por todos los mortales, y fue oído por su
reverencia, hasta el punto de que por su muerte y resurrección ha sido
constituído para todos los que le obedecen en autor de la salvación eterna (Heb
5, 7). Si orar forma parte de la misión de Cristo, ¿quién se atreverá a pensar
que la ignoraba o que la tuvo que aprender?
Que no ocurriera ni lo uno ni lo
otro, lo certifica la propia Escritura Santa en el texto ya mencionado de
Hebreos 10, 5:
"Por eso, al entrar en el
mundo dice: víctima y ofrenda no quisiste, pero me has preparado un cuerpo;
holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: he aquí
que vengo -en el comienzo del libro está escrito sobre mí-, para hacer, oh
Dios, tu voluntad"
Al entrar en el mundo y cuando
Dios le dio un cuerpo apto, o sea, cuando vino a la carne, en su concepción
mismísima, entonces antes de que nadie pudiera enseñarle nada, y antes de
todo posible aprendizaje propio, Cristo oró o elevó su alma a Dios. Y en su
oración deja manifiesto que conoce las Escrituras (Salmo 40,7) y sabe que Él es
quien les da sentido (en el comienzo del libro está escrito sobre mí), así como
cuál es su misión (para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad), y cuál es la voluntad
de Dios (que ofrezca su cuerpo muriendo por obediencia a Dios). Cristo, pues,
no aprendió a orar, sino que ora desde el primer instante como parte de su
misión al encarnarse.
En este punto resulta pertinente
preguntarse con respecto del texto anterior: ¿qué hemos de pensar, que el alma
de Cristo compuso esta su primera oración con las palabras del Salmista, o más
bien que el Salmista fue inspirado por el Espíritu para conocer la primera
oración de Cristo? Es un solo y mismo Espíritu el que reveló al Salmista las
palabras del Salmo 40 y el que preparó la naturaleza humana de Cristo para que
pudiera ser la palabra de la Palabra. Pero Cristo tiene ese Espíritu como
propio y ora en nombre propio, mientras que el salmista tuvo una inspiración
transitoria del Espíritu y sólo obscuramente supo a qué oración se referían sus
palabras. Cristo cumple las Escrituras, porque Él es el sentido y la verdad de
ellas. Las palabras de las Escrituras le pertenecen ante todo al Espíritu de
Cristo, y secundariamente a los hombres por Él inspirados, pero las palabras de
Cristo le pertenecen a Él como a la Verdad misma.
La pertinencia de esa pregunta
tiene que ver con alguna posible objeción como la que sigue. Los estudiosos de
la Sagrada Escritura han descubierto, por ejemplo, que la oración del
Padrenuestro contiene algunos elementos existentes en las oraciones judaicas,
como los contenidos en el Kadis y en el Shemon Esre. Eso puede
llevar a pensar a algunos que Cristo la compuso tomando su inspiración de las
oraciones de los judíos. Como he intentado mostrar en la respuesta antes
esbozada, la fe verdadera nos enseña, por el contrario, que es el Espíritu de
Cristo y Cristo mismo, en cuanto que Mesías prometido por el Padre, el que
inspiró las acertadas oraciones de los judíos. El Señor en modo alguno tuvo que
tomar modelos ajenos para orar ni para enseñarnos a orar, sino que toda oración
humana aceptable a Dios le tiene a Él como su punto de apoyo, inspiración y
modelo.
Naturalmente, todo lo que acabo
de exponer no es óbice para que, como vimos en el primer apartado, en un
sentido meramente relativo, es decir, sin suponer ignorancia alguna por
parte de Cristo, ni tampoco crecimiento o perfeccionamiento alguno de su
oración, podamos admitir que, al igual que pudo venir a saber de otra manera,
es decir, a través de los sentidos y del peculiar crecimiento de su
inteligencia, lo que ya sabía por su ciencia beata, por su ciencia infusa y por su ciencia humana connatural, de
igual modo vino a aprender de su Madre las fórmulas de oración. Nótese
que no se dice ya que aprendiera a orar, sino sólo las fórmulas (palabras,
posturas, gestos etc.) que acompañan a la oración. Y esto ha de ser entendido
como un nuevo modo de saber hacer lo que ya sabía y hacía perfectamente, pero
que podía aprender adicionalmente por sus sentidos.
En cuanto a su oración junto a
los israelitas y siguiendo sus ritmos y formas, cabe hacer una consideración
semejante. Toda la existencia de la naturaleza humana de Cristo es oración
pura, pero además nuestro Señor no tuvo empacho en orar junto a su pueblo,
porque las oraciones de su pueblo las inspiraba Él. Por un lado, cuando Cristo
oraba en la sinagoga y en el Templo su oración no se sumaba, sino que dirigía
por dentro la de cada israelita y las hacía aceptables a Dios. Por otro, no
había fingimiento alguno cuando alababa a Dios o le daba gracias, cuando pedía
que le aliviara sus penas y trabajos, que habían de ser los mayores de la
creación, o cuando le pedía perdón por los pecados, porque, aunque Él no
podía cometerlos, los tomó todos sobre sí. Esta otra manera de orar no sólo es
compatible con su oración existencial, sino que era necesaria para que nuestras
oraciones pudieran ser también perfectas, o sea, dignas de ser atendidas por
Dios.
4.- Conclusión.
Quede, pues, claro ahora, al
final, el posible sentido que propongo para el
«también» en la fórmula del Catecismo "El Hijo de Dios hecho Hijo
de la Virgen también aprendió a orar conforme a su corazón de
hombre": «también» significa -en mi propuesta- que Cristo pudo aprender de
otro modo lo que ya sabía por sí mismo; pudo por experiencia humana
aprender las fórmulas de oración, no el sentido de la oración ni el modo
profundo de orar, de los que Él es el Maestro. Y la fuente secreta de esa
oración no es directamente la divinidad de su persona, sino la filiación divina
de su humanidad, recibida en virtud de la asumición y ejercida libremente como
obediencia hasta la muerte, momento en que incluso el cuerpo de Cristo es hecho
hijo de Dios por su obediencia filial.
Para acabar, permítaseme recoger
algunos textos evangélicos que dan sentido congruente a mi propuesta. "No
recibo gloria de los hombres" (Jn 5, 41): el que es la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9) no puede ser
ilustrado o iluminado por los hombres. Y en ese mismo sentido: "Yo no
recibo testimonio de los hombres...Yo tengo un testimonio mayor que el de
Juan...las obras mismas que hago dan testimonio de mí...Y el Padre que me envió
da testimonio de mí" (Jn 5, 34-37). Nadie puede testificar la
divinidad de Cristo más que Dios mismo. En este sentido, Cristo no necesita el
testimonio de ningún hombre: sus palabras y sus obras dan testimonio de Él. Lo
mismo que no es precisa ni posible ninguna certificación externa de la verdad,
sino que la verdad se muestra por sí, así Cristo no precisa ni puede recibir
testimonios externos. Estos textos nos sugieren, pues, que la humanidad de
Cristo no pudo ni tuvo que ser ilustrada ni iluminada o enseñada por ninguna
criatura, sino sólo por la divinidad: "es mi Padre el que me glorifica,
el que vosotros decís que es vuestro Dios" (Jn 8, 54). Por eso, cuando
el Hijo del hombre pide ser glorificado lo pide al Padre, y pide ser
glorificado con la gloria que le pertenece a su persona desde la eternidad (Jn
17, 5): pide que su cuerpo haga ver su divinidad tal cual es. Esa glorificación
de la humanidad de Cristo, en la que Dios mismo es glorificado (Jn 13, 31; 17,
1), es su muerte (Jn 12, 23; 21, 19) y resurrección. Desde su glorificación en
la muerte y resurrección Cristo nos hace partícipes de su gloria (Jn 17,
22-24), de manera que el Padre es
glorificado por nuestras buenas obras (Jn 15, 8), con las que también el
Espíritu glorifica a Cristo (Jn 16, 14). La glorificación y la iluminación
parten de la Trinidad, pasan por la humanidad de Cristo y, a su través, llegan
a nosotros.
De un modo semejante, aunque más
íntimo, a como Dios recibe gloria de sus criaturas, así Cristo también recibe
gloria de nosotros: "todo lo mío es tuyo, y todo lo tuyo es mío, y he
sido glorificado en ellos (en los hombres que le han sido dados por el
Padre)" (Jn 17, 10). Con todo, esta segunda gloria, no la que le da el
Padre, sino la que le damos nosotros, es muy diferente de la primera: no es el
testimonio de la divinidad de Cristo, sino la confesión de nuestra fe en Él.
Confesar a Cristo no es iluminarlo, cosa que Él no necesita ni nosotros
podemos, sino dar testimonio de nuestra fe en su divinidad, es decir, dar
testimonio fehaciente de que hemos recibido su iluminación y su don. Confesar
la fe es iluminar con la luz de Cristo a otros hombres. Existe, con todo, un
sentido en el que Cristo sí «necesita», como hombre y como Dios, de nuestra
confesión, a saber, por el amor que nos tiene y que Él mismo es. Se trata,
pues, del sentido en que se dice «necesitar» cuando de amor se trata, o sea, de
un requerimiento de amor. A Cristo no le es indiferente nuestra fe o
incredulidad, por eso Él admira la fe de cuantos creen en Él (Mt 8, 10
ss., 15, 28; Lc 7, 9), y
llama bienaventurado a Pedro cuando confiesa su fe en su filiación divina, pero
señalando claramente el origen de tal confesión: "bienaventurado eres,
Simón Bar Jona, porque esto no te lo ha enseñado la carne y la sangre, sino el
Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17), lo mismo que se admira y
entristece de la falta de fe de sus paisanos (Mc. 6,6). Pero tampoco al Padre ni al
Espíritu les es indiferente nuestra fe, pues ésa es la obra que el Padre quiere
que realicemos: que creamos en su Hijo (Jn 6, 29) y lo confesemos de palabra y
de obra[36].
Por lo tanto, además de ser
glorificado por el Padre, puede Cristo serlo por nosotros, pero la gloria que
Cristo encuentra en nosotros no es una iluminación de su divinidad ni de su
humanidad, que nosotros -luces iluminadas por Él- no podemos ofrecer ni Él la
necesita, pero sí el testimonio de que hemos recibido su luz y su gracia con
las que iluminamos a otros hombres y al mundo, y sólo esto «necesita» Cristo:
que nosotros le confesemos, no por su bien, sino por el nuestro. De ahí que nos
prometa confesar ante el Padre a quien lo confiese ante los hombres (Mt 10, 32;
Lc 12, 8-9; Ap 3, 5), y que pida para los que creen en Él: "que vean mi
gloria, la gloria que me diste, porque me amaste antes de la creación del mundo"
(Jn 17, 24).
[1] La traducción es mía. Los subrayados indican las modificaciones.
[2] Símbolo Quicumque, 32 (Denzinger-Schönmetzer (DS), Herder, Barcelona, 1967, nº 76).
[3] El Papa Pío XII nos enseña que Cristo tuvo desde el primer instante de su encarnación la visión beatífica (DS 3812). Están condenadas las proposiciones modernistas siguientes: "No se puede conciliar el sentido natural de los textos evangélicos con lo que dicen nuestros teólogos acerca de la conciencia y de la ciencia infalible de Cristo" (DS 3432); "El crítico no puede afirmar de Cristo una ciencia sin límite alguno a no ser bajo la hipótesis, que no puede concebirse históricamente y que repugna al sentido moral, de que Cristo como hombre tuviese la ciencia de Dios y no obstante no quisiese comunicar con los discípulos y la posteridad el conocimiento de tantas cosas" (DS 3434). Además están condenadas también estas otras: "No consta que existiera en el alma de Cristo mientras vivía entre los hombres la ciencia que tienen los bienaventurados o comprensores" (DS 3645); "Ni se puede decir cierta la doctrina que establece que el alma de Cristo no ignoraba nada, sino que desde el principio conocía todo en el Verbo, las cosas pasadas, presentes y futuras, o todo lo que Dios conoce con ciencia de visión" (DS 3646). Por todo ello, es doctrina de fide divina et católica y, como algunos proponen, implicite definita (Cfr. I. Solano, De Verbo Incarnato I, en Sacrae Theologiae Summa III, Thesis 13, Madrid,1950, n.277, 119).
[4] No la agota en sentido absoluto, pues Dios podría haber asumido otra criatura, y también otra Persona divina podría haber sido la que asumiera una criatura (Cfr. ST III, 3, 8). Pero relativamente, es decir, respecto de una criatura, lo más alto que puede Dios hacer es asumirla personalmente como propia, y esto la ha hecho en Cristo.
[5] Cfr. ST III, 9, 2.
[6] Ésa es mi propuesta, que no discrepa de la de los santos Padres S. Ambrosio, S. Atanasio, S. Jerónimo y S. Agustín (Cfr. Epístolas 147 y 148, PL 33, cols. 596-630), pero la matiza. Desde luego, mientras no tengamos un conocimiento mejor -dice Agustín- de lo que es un cuerpo espiritual, nos debe bastar con saber que el hombre Cristo Jesús ve al Padre como es visto por el Padre (Ep 147, c. 22, n.51, col. 620). S. Atanasio y S. Jerónimo sostienen que ninguna criatura, ni siquiera los Ángeles, puede ver al Padre o a Dios, respectivamente (Cfr. S. Agustín, Ep 148, c.II, nn. 10 y 7, cols. 626 y 625). S. Agustín insiste en que cualquier conocimiento de Dios ha de ser intelectual. Lo que mi propuesta hace explícito es que existe una criatura, la asumida, que sí conoce al Padre cara a cara con su entendimiento, y que es ella la única que la hace cognoscible a las demás criaturas, hasta el punto de que la hace visible incluso corporalmente en la otra vida para los ojos purificados de los que mueran con Él.
[7] La trasfiguración nos sugiere que Moisés y Elías tuvieron en vida visión adelantada de Cristo, que es el rostro de Dios, el cual no puede ser visto plena y desveladamente sin morir. Esas visiones transitorias bien pudieron ser la misma que los tres apóstoles tuvieron, sólo que por adelantado. Nótese que no se dice que los apóstoles hablaran con Moisés y Elías, pero si con Cristo, ni tampoco que Moisés y Elías conversaran con ellos, sino con Cristo. La humanidad de Cristo trasfigurada es la mediadora de esa visión. En cualquier caso, la trasfiguración del Señor no fue un milagro respecto de la naturaleza humana de Cristo, sino la manifestación de su condición de criatura asumida que deja ver connaturalmente la divinidad a su través. El milagro constante -fruto de la obediencia de Cristo- fue más bien que su carne velara a los hombres la divinidad, para que pudieran creer. Pero entonces, de modo parecido a las apariciones después de la resurrección, la trasfiguración del Tabor es una visión milagrosa de la humanidad de Cristo en su esplendor de asumida, pero no es tampoco la visión cara a cara que requiere la cura previa de la muerte en Cristo. Por tanto, la trasfiguración fue un milagro respecto de la naturaleza humana de los apóstoles, a la que la humanidad de Cristo se mostró por encima de las posibilidades ordinarias de los viadores. Es la humanidad de Cristo la que modula las mostraciones del rostro de Dios.
[8] La teología se queda corta al distinguir sólo lo natural (término de una creación) y lo sobrenatural (término de una elevación), es preciso añadir a lo sobrenatural lo trasnatural, la gracia aportada por Cristo, que excede de tal manera a los otros dones de Dios que nos introduce en su vida trinitaria, haciéndonos vivir de, por y en ella.
[9] Tomás de Aquino dice taxativamente que los hombres vemos a Dios por la mediación de la humanidad de Cristo (ST III, 9, 2 c). Yo añado que toda criatura elevada, si ve a Dios, lo hace por la mediación de la humanidad de Cristo, de acuerdo con el espíritu del pensamiento de Tomás de Aquino, quien afirma que el conocimiento que de Dios tiene Cristo, como hombre, es superior al de toda otra criatura (Ibid. 11, 4), y recuerda el texto de Ef 1, 20-21.
[10] Según la doctrina de la Iglesia Cristo hombre lo sabe todo, incluído el día y la hora del juicio final, y así lo enseña tanto de modo afirmativo (DS 474-476) como de modo negativo o condenatorio (DS 419).
[11] Pero no la potencia obediencial de la criatura asumida.
[12] El lector caerá en la cuenta de que antes he dicho que la naturaleza humana de Cristo es el rostro de Dios y de que ahora digo que el rostro de Dios es su vida intratrinitaria. La resolución de este enigma estriba en darse cuenta de que la humanidad de Cristo es el verbo del Verbo. El Verbo es el que revela la vida intratrinitaria de Dios, pero mediante su verbo. En cuanto que mediadora perfecta del rostro de Dios, la humanidad de Cristo es ella también el rostro de Dios.
[13] Cfr. Ex 16, 7; 28, 2; 28, 40; 1 Mac(abeos) 10, 62; 15, 32. Precisamente porque está relacionada con el aspecto externo, incluso los malos pueden tener gloria (1 Mac 1, 42 Cfr. Mt 4, 8; Lc 4, 6). Esa gloria la da Dios (1 Cro(nicas) 29, 25; 2 Cro 1, 12; 1 Mac 2, 51), aunque el diablo se atribuye a sí mismo el poder de dar cierta gloria, la de este mundo.
[14] Deuteronomio 26, 29; Jeremías 13, 11; 1 Cro 16, 24-28-29. Que el premio sea ver la gloria de Dios está sugerido en Sir 42, 2v; Is(aías) 35, 2; 60, 19.
[15] Ex 33, 18 ss.; 2 Cr 7, 3; Jn 11, 40; 12, 41; Hech(os) 7, 55; 2 Co 3, 7.
[16] Los ángeles tienen ese conocimiento de modo connatural, sin impedimento ni retraso ni esfuerzo alguno, por recibirlo de Dios de acuerdo con su potencia (sobrenatural) de criaturas elevadas. La connaturalidad implica la gracia por parte de Dios, pero también, por parte de la criatura, una potencia obediencial activada. Los hombres sólo lo tendremos como premio en la otra vida. Lo connatural para el hombre en esta vida es buscar a Dios desde el conocimiento de la esencia del mundo y de la esencia propia. De acuerdo con lo que se va diciendo, debe entenderse que si, como se dijo antes, los ángeles ven el rostro de Dios (Mt 18,10) lo ven sólo por mediación de Cristo, es decir, trasnaturalmente.
[17] Trata con ellos (Mt 4:11; Lc 22:43), sabe sus funciones, la altura y llímites de su conocimiento (Mt13:39; 13:49; 18:10; 22:30; 24:36; Lc 16, 22), sus motivos de alegría (Lc 15:10); e incluso los denomina suyos (Mt 16,27; 13:41; 24:31; Mc 13:27).
[18] Vence sus tentaciones, en el Espíritu de Dios (Mt 12, 28; Lc 11, 20) los expulsa de las personas, y comunica este poder a sus discípulos, indicando cómo han de ser vencidos los más difíciles (Mt 17,20), y les prohíbe (Mc 1, 34; Lc 4, 35) o les permite (Mt 8,31-32) hacer determinadas cosas.
[19] Jn 1, 42, y 47-48; Mt 9, 4; 12, 25; Mc 2, 8; Lc 5, 22; 6, 8; 7, 39-40; 8, 46-47; 9, 47; 11, 17 y 38.
[20] Eo quod ipse
nosset omnes, et quia opus ei non erat ut quis testimonium perhiberet de
homine, ipse enim sciebat quid esset in homine (Jn 2, 24-25).
[21] Mt 8, 28 ss; Mc 5, 1 ss.; Lc 8, 26 ss. Fue el demonio el que les hizo perder sus rebaños. Cristo lo permitió para poner a prueba la fe de los gerasenos.
[22] Cfr. I. Falgueras, Esbozo de una filosofía trascendental (I), Cuadernos de Anuario Filosófico, Pamplona, 1996, 34.
[23] Se trata de la noticia de la verdad que todo ser inteligente tiene por serlo. En el caso de Adán, antes del pecado, a esta noticia se sumaba un conocimiento de la naturaleza divina recibido donalmente, o sea, sin esfuerzo, que sin eliminar la búsqueda de la verdad garantizaba el acierto, salvo desobediencia. En nuestro caso, la noticia indicial lleva consigo un reclamo para su búsqueda esforzada, pero no exenta de errores.
[24] No dice el Génesis que Adán viera a Dios, sino que Dios se paseaba por el paraíso, esto es, estaba presente en su creación, y que Adán podía percibir con el oído su paso, oír su voz. Adán, pues, tenía fe, no visión, pero podía captar sapiencialmente de modo connatural la presencia de Dios en la creación, o sea, la relación de la naturaleza y de sí mismo con Dios.
[25] Ignorancia es falta de conocimientos que debemos tener.
[26] Esos ojos son los siete espíritus de Dios que han sido enviados a toda la tierra (¿los dones del Espíritu Santo?), las lámparas ardientes que están ante el trono de Dios (4,5)
[27] Nótese que en Mc 13, 26 Cristo habla de sí como Hijo del hombre. Cuando seis versículos después se refiere al Hijo, debe entenderse que también se trata del Hijo del hombre. En Mt se omite le mención del Hijo, pero los versículos inmediatos hablan también del Hijo del hombre.
[28] DS 475.
[29] Cfr. Lc. 2, 47; Mt. 13, 54-57; Mc.
6, 2.
[30] ST III, 12, 3 c et
ad 2.
[31] ST II-II, 83, 1 ad 2.
[32] Cántico Espiritual, I, 11; Noche obscura I, 1, Vida y Obras de s. Juan de la Cruz, B.A.C., Madrid, 1975, 620 y 710, respectivamente.
[33] Cfr. Tomás de Aquino, ST III, 6, 6 c.
[34] Cristo manda orar siempre y sin cesar (Lc 18, 1). Por otro lado, si Él hace siempre lo que agrada al Padre (Jn 8, 29) es que está en su presencia de modo constante. Por eso, cuando dice al Padre: "yo ya sabía que tú siempre me oyes" (Jn 11, 42), se puede sobreentender que Él siempre está orando al Padre.
[35] Enarr. In
Ps. 108, nº 9, PL 37, 1436.
[36] Cfr. Rom 10, 9-10; Ef 2, 10; 1 Jn
4, 2 y 15; 2, 23; 2 Jn 1, 7-11; Mt 7, 21-26; Sant 1, 22-25; 2, 14-26.