COMISIÓN
TEOLÓGICA INTERNACIONAL MEMORIA Y RECONCILIACIÓN NOTA
PRELIMINAR El estudio del tema La Iglesia y las culpas del
pasado fue propuesto a la Comisión Teológica Internacional de parte de su
presidente, el cardenal Joseph Ratzinger, con vistas a la celebración del Jubileo
del año 2000. Para preparar este estudio se formó una Subcomisión compuesta por el
Rev. Christopher Begg, por Mons. Bruno Forte
(presidente), por el Rev. Sebastian Karotemprel,
S.D.B., por Mons. Roland Minnerath, por el
Rev. Thomas Norris, por el Rev. P. Rafael
Salazar Cárdenas, M.Sp.S., y por Mons.
Anton Strukelj. Las discusiones generales
sobre este tema se han desarrollado en numerosos encuentros de la Subcomisión y durante
las sesiones plenarias de la misma Comisión Teológica Internacional, tenidas en Roma en
1998 y en 1999. El presente texto ha sido aprobado en forma específica, con el
voto escrito de la Comisión, y ha sido sometido después a su presidente, el cardenal J.
Ratzinger, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, el cual ha dado su
aprobación para la publicación. INTRODUCCIÓN La Bula de convocatoria del Año Santo del 2000 Incarnationis
mysterium (29 de noviembre de 1998) indica, entre los signos «que oportunamente
pueden servir para vivir con mayor intensidad la insigne gracia del jubileo», la purificación
de la memoria. Ésta consiste en el proceso orientado a liberar la conciencia
personal y común de todas las formas de resentimiento o de violencia que la
herencia de culpas del pasado puede habernos dejado, mediante una valoración renovada,
histórica y teológica, de los acontecimientos implicados, que conduzca, si resultara
justo, a un reconocimiento correspondiente de la culpa y contribuya a un camino real
de reconciliación. Un proceso semejante puede incidir de manera significativa sobre el
presente, precisamente porque las culpas pasadas dejan sentir a menudo todavía el peso de
sus consecuencias y permanecen como otras tantas tentaciones también hoy día.
EL
PROBLEMA: AYER Y HOY El Jubileo se ha vivido siempre en la Iglesia como un
tiempo de alegría por la salvación otorgada en Cristo y como una ocasión privilegiada
de penitencia y de reconciliación por los pecados presentes en la vida del Pueblo de
Dios. Desde su primera celebración bajo Bonifacio VIII en el año 1300, el peregrinaje
penitencial a la tumba de los apóstoles Pedro y Pablo ha estado asociado a la concesión
de una indulgencia excepcional para procurar, con el perdón sacramental, la remisión
total o parcial de las penas temporales debidas por los pecados 4. En este
contexto, tanto el perdón sacramental como la remisión de las penas revisten un
carácter personal. A lo largo del «año de perdón y de gracia» 5, la
Iglesia dispensa en modo particular el tesoro de gracias que Cristo ha constituido en su
favor 6. En ninguno de los jubileos celebrados hasta ahora ha estado presente,
sin embargo, una toma de conciencia de eventuales culpas del pasado de la Iglesia, ni
tampoco de la necesidad de pedir perdón a Dios por los comportamientos del pasado
próximo o remoto. Más aún, en la historia entera de la Iglesia no se
encuentran precedentes de peticiones de perdón relativas a culpas del pasado, que hayan
sido formuladas por el Magisterio. Los concilios y las decretales papales sancionaban,
ciertamente, los abusos de que se hubieran hecho culpables clérigos o laicos, y no pocos
pastores se esforzaban sinceramente en corregirlos. Sin embargo, han sido muy raras las
ocasiones en las que las autoridades eclesiales (Papa, obispos o concilios) han reconocido
abiertamente las culpas o los abusos de los que ellas mismas se habían hecho culpables.
Un ejemplo célebre lo proporciona el papa reformador Adriano VI, quien reconoció
abiertamente, en un mensaje a la Dieta de Nurenberg del 25 de noviembre de 1522, «las
abominaciones, los abusos [...] y las prevaricaciones» de las que se había hecho
culpable «la corte romana» de su tiempo, «enfermedad [...] profundamente arraigada y
desarrollada», extendida «desde la cabeza a los miembros» 7. Adriano VI
deploraba culpas contemporáneas, precisamente las de su predecesor inmediato León X y
las de su curia, sin asociar todavía a ello, no obstante, una petición de perdón. Será necesario esperar hasta Pablo VI para ver cómo
un Papa expresa una petición de perdón dirigida tanto a Dios como a un grupo de
contemporáneos. En el discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio, el Papa
«pide perdón a Dios [...] y a los hermanos separados» de Oriente que se sientan
ofendidos «por nosotros» (Iglesia católica) y se declara dispuesto, por parte suya, a
perdonar las ofensas recibidas. En la óptica de Pablo VI, la petición y la oferta de
perdón se referían únicamente al pecado de la división entre los cristianos y
presuponían la reciprocidad. 2. La enseñanza del Concilio Desde el punto de vista teológico, el Vaticano II
distingue entre la fidelidad indefectible de la Iglesia y las debilidades de sus miembros,
clérigos o laicos, ayer como hoy 12; por tanto, entre ella, esposa de Cristo
«sin mancha ni arruga [...] santa e inmaculada» (cf. Ef 5,27), y sus hijos,
pecadores perdonados, llamados a la metanoia permanente, a la renovación en el
Espíritu Santo. «La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al
mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la
renovación» 13. El Concilio ha elaborado también algunos criterios de
discernimiento respecto a la culpabilidad o a la responsabilidad de los vivos por las
culpas pasadas. En efecto, en dos contextos diferentes, ha recordado la no imputabilidad a
los contemporáneos de culpas cometidas en el pasado por miembros de sus comunidades
religiosas:
«Lo que en su pasión (de Cristo) se perpetró no puede ser imputado ni
indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy» 14.
«Comunidades no pequeñas se separaron de la plena comunión de la Iglesia
católica, a veces no sin culpa de los hombres por una y otra parte. Sin embargo, quienes
ahora nacen en esas comunidades y se nutren con la fe de Cristo no pueden ser acusados de
pecado de separación, y la Iglesia católica los abraza con fraterno respeto y amor» 15. En el primer Año Santo celebrado después del
Concilio, en 1975, Pablo VI había dado como tema «renovación y reconciliación» 16,
precisando, en la Exhortación apostólica paterna Cum benevolentia, que la
reconciliación debía sobre todo llevarse a cabo entre los fieles de la Iglesia católica
17. Como en sus orígenes, el Año Santo seguía siendo una ocasión de
conversión y de reconciliación de los pecadores con Dios, a través de la economía
sacramental de la Iglesia. 3. Las peticiones de perdón de Juan Pablo II Juan Pablo II no sólo renueva el lamento por las
«dolorosas memorias» que han ido marcando la historia de las divisiones entre los
cristianos, como habían hecho Pablo VI y el Concilio Vaticano II 18, sino que
extiende la petición de perdón también a una multitud de hechos históricos, en los
cuales la Iglesia o grupos particulares de cristianos han estado implicados por diversos
motivos 19. En la Carta apostólica Tertio millennio adveniente 20,
el Papa desea que el Jubileo del Año 2000 sea la ocasión para una purificación de la
memoria de la Iglesia de «todas las formas de contratestimonio y de escándalo», que se
han sucedido en el curso del milenio pasado 21. La Iglesia es invitada a «asumir con conciencia más
viva el pecado de sus hijos». Ella «reconoce como suyos a los hijos pecadores», y los
anima a «purificarse, en el arrepentimiento, de los errores, infidelidades, incoherencias
y lentitudes» 22. La responsabilidad de los cristianos en los males de nuestro
tiempo es igualmente evocada 23, si bien el acento recae particularmente sobre
la solidaridad de la Iglesia de hoy con las culpas pasadas, de las que algunas son
explícitamente mencionadas, como la división entre los cristianos 24 o los
«métodos de violencia y de intolerancia» utilizados en el pasado para evangelizar 25. El mismo Juan Pablo II estimula a profundizar
teológicamente la asunción de las culpas del pasado y la eventual petición de perdón a
los contemporáneos 26, cuando, en la exhortación Reconciliatio et
paenitentia, afirma que en el sacramento de la penitencia «el pecador se encuentra
solo ante Dios con su culpa, su arrepentimiento y su confianza. Nadie puede arrepentirse
en lugar suyo o pedir perdón en su nombre». El pecado es, por tanto, siempre personal,
también cuando hiere a la Iglesia entera que, representada por el sacerdote ministro de
la penitencia, es mediadora sacramental de la gracia que reconcilia con Dios 27.
También las situaciones de «pecado social», que se verifican en el interior de las
comunidades humanas cuando se lesionan la justicia, la libertad y la paz, «son siempre el
fruto, la acumulación y la concentración de pecados personales». En el caso de que la
responsabilidad moral quedara diluida en causas anónimas, entonces no se podría hablar
de pecado social más que por analogía 28. De donde se deduce que la
imputabilidad de una culpa no puede extenderse propiamente más allá del grupo de
personas que han consentido en ella voluntariamente, mediante acciones o por omisiones o
por negligencia. 4. Las cuestiones planteadas La Iglesia es una sociedad viva que atraviesa los
siglos. Su memoria no está sólo constituida por la tradición que se remonta a los
Apóstoles, normativa para su fe y para su vida, sino que es también rica por la variedad
de las experiencias históricas, positivas y negativas, que ella ha vivido. El pasado de
la Iglesia estructura en amplia medida su presente. La tradición doctrinal, litúrgica,
canónica y ascética nutre la vida misma de la comunidad creyente, ofreciéndole un
muestrario incomparable de modelos a imitar. A través del peregrinaje terreno, sin
embargo, el grano bueno permanece siempre mezclado con la cizaña de manera inextricable,
la santidad se establece al lado de la infidelidad y del pecado 29. Y así es
como el recuerdo de los escándalos del pasado puede obstaculizar el testimonio de la
Iglesia de hoy y el reconocimiento de las culpas cometidas por los hijos de la Iglesia de
ayer puede favorecer la renovación y la reconciliación en el presente. La dificultad que se perfila es la de definir las
culpas pasadas, a causa sobre todo del juicio histórico que esto exige, ya que en lo
acontecido se ha de distinguir siempre la responsabilidad o la culpa atribuible a los
miembros de la Iglesia en cuanto creyentes, de aquella referible a la sociedad de los
siglos llamados «de cristiandad» o a las estructuras de poder en las que lo temporal y
lo espiritual se hallaban entonces estrechamente entrelazados. Una hermenéutica
histórica es, por tanto, necesaria más que nunca, para hacer una distinción adecuada
entre la acción de la Iglesia en cuanto comunidad de fe y la acción de la sociedad en
tiempos de ósmosis entre ellas. Los pasos llevados a cabo por Juan Pablo II para pedir
perdón de las culpas del pasado han sido comprendidos en muchísimos ambientes,
eclesiales y no eclesiales, como signos de vitalidad y de autenticidad de la Iglesia,
tales como para reforzar su credibilidad. Es justo, por otra parte, que la Iglesia
contribuya a modificar imágenes de sí falsas e inaceptables, especialmente en los campos
en los que, por ignorancia o por mala fe, algunos sectores de opinión se complacen en
identificarla con el oscurantismo y con la intolerancia. Las peticiones de perdón
formuladas por el Papa han suscitado también una emulación positiva en el ámbito
eclesial y más allá de él. Jefes de estado o de gobierno, sociedades privadas y
públicas, comunidades religiosas piden actualmente perdón por episodios o períodos
históricos marcados por injusticias. Esta praxis no es en absoluto retórica, tanto que
algunos dudan en acogerla al calcular los costes consiguientes a un reconocimiento de
solidaridad con las culpas pasadas, entre otros en el plano judicial. También desde este
punto de vista urge, por tanto, un discernimiento riguroso. No faltan, sin embargo, fieles desconcertados, en
cuanto que su lealtad hacia la Iglesia parece quedar alterada. Algunos de ellos se
preguntan cómo transmitir el amor a la Iglesia a las jóvenes generaciones, si esta misma
Iglesia está imputada por crímenes y por culpas. Otros observan que el reconocimiento de
las culpas es al menos unilateral y se ve aprovechado por los detractores de la
Iglesia, satisfechos al verla confirmar los prejuicios que ellos mantienen a su respecto.
Otros ponen en guardia ante la culpabilización arbitraria de generaciones actuales de
creyentes por deficiencias en las que ellos no han consentido en modo alguno, aun
declarándose dispuestos a asumir su responsabilidad en la medida en que grupos humanos se
pudieran sentir todavía hoy afectados por las consecuencias de injusticias sufridas en
otros tiempos por sus predecesores. Algunos, además, retienen que la Iglesia podrá
purificar su memoria respecto a las acciones ambiguas en las que ha estado implicada en el
pasado tomando simplemente parte en el trabajo crítico sobre la memoria, que se está
desarrollando en nuestra sociedad. Así, ella podría afirmar condividir con sus
contemporáneos el rechazo de lo que la conciencia moral actual reprueba, sin proponerse
como la única culpable y responsable de los males del pasado, buscando al mismo tiempo el
diálogo en la comprensión recíproca con cuantos se sintieran todavía hoy heridos por
hechos pasados imputables a los hijos de la Iglesia. Finalmente, es de esperarse que
algunos grupos puedan reclamar una petición de perdón en relación con ellos, o por
analogía con otros o porque retengan haber sufrido comportamientos ofensivos. En
cualquier caso, la purificación de la memoria no podrá significar jamás que la Iglesia
renuncie a proclamar la verdad revelada que le ha sido confiada, tanto en el campo de la
fe como en el de la moral. Se perfilan así diversos interrogantes: ¿se puede
hacer pesar sobre la conciencia actual una culpa vinculada a fenómenos históricos
irrepetibles, como las cruzadas o la inquisición? ¿No es demasiado fácil juzgar a los
protagonistas del pasado con la conciencia actual (como hacen escribas y fariseos, según Mt
23,29-32), como si la conciencia moral no se hallara situada en el tiempo? ¿Se puede
acaso, por otra parte, negar que el juicio ético siempre tiene vigencia, por el simple
hecho de que la verdad de Dios y sus exigencias morales siempre tienen valor? Cualquiera
que sea la actitud a adoptar, ésta debe confrontarse con estos interrogantes y buscar
respuestas que estén fundadas en la revelación y en su transmisión viva en la fe de la
Iglesia. La cuestión prioritaria es, por tanto, la de esclarecer en qué medida las
peticiones de perdón por las culpas del pasado, sobre todo cuando se dirigen a grupos
humanos actuales, entran en el horizonte bíblico y teológico de la reconciliación con
Dios y con el prójimo. CAPÍTULO
II APROXIMACIÓN
BÍBLICA 1. El Antiguo Testamento Confesiones de pecado y consecuentes peticiones de
perdón se encuentran en toda la Biblia, tanto en las narraciones del Antiguo Testamento,
como en los salmos, en los profetas, en los evangelios, así como, más esporádicamente,
en la literatura sapiencial y en las cartas del Nuevo Testamento. Dada la abundancia y
difusión de estos testimonios, se plantea la pregunta de cómo seleccionar y catalogar el
conjunto de los textos significativos. Puede preguntarse acerca de los textos bíblicos
relativos a la confesión de los pecados: ¿quién está confesando qué cosa (y qué
género de culpa) a quién? Plantear así la cuestión ayuda a distinguir dos categorías
principales de «textos de confesión», cada una de las cuales comprende diversas
subcategorías, a saber: a) textos de confesión de pecados individuales; b)
textos de confesión de los pecados del pueblo entero (y de aquellos de sus antepasados).
En relación con la reciente praxis eclesial, de la que parte nuestra investigación,
conviene restringir el análisis a la segunda categoría. En ella pueden identificarse diversas posibilidades,
según quién haga la confesión de los pecados del pueblo y quién esté asociado o no a
la culpa común, prescindiendo de la presencia o no de una conciencia de la
responsabilidad personal (madurada sólo de manera progresiva; cf. Ez 14,12-23;
18,1-32; 33,10-20). Basándose en estos criterios, pueden distinguirse los siguientes
casos, por otra parte más bien flexibles:
Una primera serie de textos representa al pueblo entero (a veces
personificado como un «Yo» singular), el cual, en un momento particular de su historia,
confiesa o alude a sus pecados contra Dios sin ninguna referencia (explícita) a las
culpas de las generaciones precedentes 31.
Otro grupo de textos sitúa la confesión de los pecados actuales del
pueblo, dirigida a Dios, en los labios de uno o más jefes (religiosos), que pueden o no
incluirse explícitamente en el pueblo pecador por el cual oran 32.
Un tercer grupo de textos presenta al pueblo o a uno de sus jefes en el acto
de evocar los pecados de los antepasados, sin mencionar, no obstante, los de la
generación presente 33.
Con más frecuencia, las confesiones que mencionan las culpas de los
antepasados las vinculan expresamente a los errores de la generación presente 34. De los testimonios recogidos resulta que en todos los
casos donde son mencionados los «pecados de los padres» la confesión está dirigida
únicamente a Dios y los pecados confesados desde el pueblo o por el pueblo son aquellos
cometidos directamente contra Él, más bien que los cometidos (también) contra otros
seres humanos (sólo en Núm 27,7 se hace alusión a una parte humana ofendida, Moisés) 35.
Surge la cuestión de por qué los escritores bíblicos no han sentido la necesidad de
peticiones de perdón dirigidas a interlocutores presentes a propósito de culpas
cometidas por los padres, a pesar de su fuerte sentido de la solidaridad entre las
generaciones, tanto en el bien como en el mal (se piense en la idea de la personalidad
corporativa). Varias hipótesis podrían avanzarse como respuesta a esta cuestión.
Hay, sobre todo, el difuso teocentrismo de la Biblia, que da la precedencia al
reconocimiento tanto individual como nacional de las culpas cometidas contra Dios.
Además, actos de violencia perpetrados por Israel contra otros pueblos, que parecerían
exigir una petición de perdón a aquellos pueblos o a sus descendientes, son comprendidos
como la ejecución de directrices divinas respecto a ellos, como, por ejemplo, Jos
2-11 y Dt 7,2 (el exterminio de los cananeos) o 1 Sam 15 y Dt
25,19 (la destrucción de los amalecitas). En tales casos, el mandato divino implicado
parecería excluir toda posible petición de perdón que habría de hacerse 36.
Las experiencias de malos tratos por parte de otros pueblos, sufridas por Israel, y la
animosidad así suscitada, podrían haber militado también contra la idea de pedir
perdón a estos pueblos por el mal causado a ellos 37. Queda, a pesar de todo, como algo relevante en el
testimonio bíblico el sentido de la solidaridad intergeneracional en el pecado (y en la
gracia), que se expresa en la confesión ante Dios de los «pecados de los antepasados»,
tanto que, citando la espléndida oración de Azarías, Juan Pablo II ha podido afirmar:
«Bendito eres tú, Señor, Dios de nuestros padres [...] nosotros hemos pecado,
hemos actuado como inicuos, alejándonos de ti, hemos faltado en todo modo y manera. No
hemos obedecido tus mandatos (Dan 3,26.29). Así oraban los hebreos después
del exilio (cf. también Bar 2,11-13), haciéndose cargo de las culpas cometidas por sus
padres. La Iglesia imita su ejemplo y pide perdón por las culpas también históricas de
sus hijos» 38. 2. El Nuevo Testamento
Un tema fundamental, unido a la idea de la culpa y ampliamente presente en el Nuevo
Testamento, es el de la absoluta santidad de Dios. El Dios de Jesús es el Dios de Israel
(cf. Jn 4,22), invocado como «Padre santo» (Jn 17,11), llamado «el
Santo» en 1 Jn 2,20 (cf. Ap 6,10). La triple proclamación de Dios como
«santo» en Is 6,3 retorna en Ap 4,8, mientras que 1 Pe 1,16 insiste en el
hecho de que los cristianos deben ser santos «porque está escrito: vosotros seréis
santos, porque yo soy santo» (cf. Lev 11,44-45; 19,2). Todo esto refleja la
noción véterotestamentaria de la absoluta santidad de Dios. Sin embargo, para la fe
cristiana la santidad divina ha entrado en la historia en la persona de Jesús de Nazaret:
la noción véterotestamentaria no se ha visto abandonada, sino desarrollada, en el
sentido de que la santidad de Dios se hace presente en la santidad del Hijo encarnado (cf.
Mc 1,24; Lc 1,35; 4,34; Jn 6,69; Hch 4,27.30; Ap 3,7),
y la santidad del Hijo está participada por los «suyos» (cf. Jn 17,16-19),
hechos hijos en el Hijo (cf. Gál 4,4-6; Rom 8,14-17). No puede darse, sin
embargo, aspiración alguna a la filiación divina en Jesús mientras no se dé amor al
prójimo (cf. Mc 12,29-31; Mt 22,37-38; Lc 10,27-28). Este motivo, decisivo en la enseñanza de Jesús, se
convierte en el «mandamiento nuevo» en el evangelio de Juan: los discípulos deberán
amar como Él ha amado (cf. Jn 13,34-35; 15,12.17), es decir, perfectamente,
«hasta el fin» (Jn 13,1). El cristiano, por tanto, está llamado a amar y a
perdonar según una medida que trasciende toda medida humana de justicia y produce una
reciprocidad entre los seres humanos, que refleja la existente entre Jesús y el Padre
(cf. Jn 13,34s; 15,1-11; 17,21-26). En esta óptica se da un gran relieve al tema
de la reconciliación y del perdón de las ofensas. A sus discípulos Jesús les pide
estar siempre dispuestos a perdonar a cuantos les hayan ofendido, así como Dios mismo
ofrece siempre su perdón: «Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a
nuestros deudores» (Mt 6,12.12-15). Quien se halla en grado de perdonar al
prójimo demuestra haber comprendido la necesidad que personalmente tiene del perdón de
Dios. El discípulo está invitado a perdonar «hasta setenta veces siete» a quien le
ofende, incluso aunque éste no pidiera perdón (Mt 18,21-22). Jesús insiste sobre la actitud requerida de la persona
ofendida respecto a sus ofensores: ella está llamada a dar el primer paso, cancelando la
ofensa mediante el perdón ofrecido «de corazón» (cf. Mt 18,35; Mc
11,25), consciente de ser ella misma pecadora ante Dios, quien jamás rechaza el perdón
invocado con sinceridad. En Mt 5,23-24 Jesús pide al ofensor «ir a reconciliarse
con el propio hermano, que tenga algo contra él», antes de presentar su ofrenda sobre el
altar: no es agradable a Dios un acto de culto llevado a cabo por quien no quiera reparar
primero el daño causado al propio prójimo. Lo que cuenta es cambiar el propio corazón y
mostrar de manera adecuada que se quiere realmente la reconciliación. El pecador, no
obstante, en la conciencia de que sus pecados hieren al mismo tiempo su relación con Dios
y con el prójimo (cf. Lc 15,21), puede esperarse el perdón solamente de Dios, ya
que solamente Dios es siempre misericordioso y dispuesto a cancelar los pecados. Éste es
también el significado del sacrificio de Cristo, que de una vez para siempre nos ha
purificado de nuestros pecados (cf. Heb 9,22; 10,18). Así, el ofensor y el
ofendido son reconciliados por Dios en la misericordia suya, que a todos acoge y perdona. En este cuadro, que podría ampliarse mediante el
análisis de las cartas de Pablo y de las cartas católicas, no hay indicio alguno de que
la Iglesia de los orígenes haya dirigido su atención a los pecados del pasado para pedir
perdón. Lo cual puede explicarse por la fuerte conciencia de la novedad cristiana, que
proyecta a la comunidad más bien hacia el futuro que hacia el pasado. No obstante, se
encuentra una insistencia más amplia y sutil, que atraviesa el Nuevo Testamento: en los
evangelios y en las cartas la ambivalencia propia de la experiencia cristiana se halla
ampliamente reconocida. Para Pablo, por ejemplo, la comunidad cristiana es un pueblo
escatológico, que vive ya la «nueva creación» (cf. 2 Cor 5,17; Gál
6,15), pero esta experiencia, hecha posible por la muerte y resurrección de Jesús (cf. Rom
3,21-26; 5,6-11; 8,1-11; 1 Cor 15,54-57), no nos libra de la inclinación al
pecado, presente en el mundo a causa de la caída de Adán. Como resultado de la
intervención divina en y a través de la muerte y resurrección de Jesús, hay ahora dos
escenarios posibles: la historia de Adán y la de Cristo. Ambas discurren la una al lado
de la otra y el creyente deberá contar sobre la muerte y la resurrección del Señor
Jesús (cf., p. ej., Rom 6,1-11; Gál 3,27-28; Col 3,10; 2 Cor
5,14-15) para ser parte de la historia en la que «sobreabunda la gracia» (cf. Rom
5,12-21). Una tal relectura teológica del acontecimiento pascual
de Cristo muestra cómo la Iglesia de los orígenes tenía una conciencia aguda de las
posibles deficiencias de los bautizados. Se podría decir que el entero corpus paulinum
llama a los creyentes a un reconocimiento pleno de su dignidad, aun contando con la
conciencia viva de la fragilidad de su condición humana: «Cristo nos ha liberado para
que permanezcamos libres; manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo
el yugo de la esclavitud» (Gál 5,19). Un motivo análogo puede hallarse en las
narraciones de los evangelios. Emerge incisivamente en Marcos, donde las carencias de los
discípulos de Jesús son uno de los temas dominantes de la narración (cf. Mc
4,40-41; 6,36-37.51-52; 8,14-21.31-33; 9,5-6.32-41; 10,32-45; 14,10-11.17-21.50; 16,8). El
mismo motivo retorna en todos los evangelistas, aunque se halle comprensiblemente
difuminado. Judas y Pedro son, respectivamente, el traidor y el que reniega de su Maestro,
si bien Judas llega a la desesperación por la acción cometida (cf. Hch 1,15-20),
mientras que Pedro se arrepiente (cf. Lc 22,61s) y llega a la triple
profesión de amor (cf. Jn 21,15-19). En Mateo, incluso durante la aparición
final del Señor resucitado, mientras los discípulos lo adoran, «algunos todavía
dudaban» (Mt 28,17). El cuarto evangelio presenta a los discípulos como aquellos
a los cuales se les ha otorgado un amor inconmensurable, a pesar de que su respuesta esté
hecha de ignorancia, deficiencias, negaciones y traición (cf. 13,1-38). Esta constante presentación de los discípulos
llamados a seguir a Jesús, que titubean al abandonarse al pecado, no es simplemente una
relectura crítica de los orígenes. Los relatos se hallan planteados de tal modo que se
dirigen a todo discípulo sucesivo de Cristo que se halle en dificultad y contemple el
Evangelio como la propia guía e inspiración. Por otra parte, el Evangelio está
lleno de recomendaciones a portarse bien, a vivir un nivel más alto de compromiso, a
evitar el mal (cf., p. ej., Sant 1,5-8.19-21; 2,1-7; 4,1-10; 1 Pe 1,13-25; 2 Pe
2,1-22; Jud 3-13; 1 Jn 1,5-10; 2,1-11.18-27; 4,1-6; 2 Jn 7-11; 3
Jn 9-10). No hay, sin embargo, ninguna llamada explícita, dirigida a los primeros
cristianos, a confesar las culpas del pasado, si bien es ciertamente muy significativo el
reconocimiento de la realidad del pecado y del mal en el interior del pueblo llamado a la
existencia escatológica, propia de la condición cristiana (se piense sólo en los
reproches contenidos en las cartas a las siete Iglesias del Apocalipsis). Según la
petición que se encuentra en la oración del Señor, este pueblo invoca: «Perdónanos
nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo deudor nuestro» (Lc
11,4; cf. Mt 6,12). Los primeros cristianos, en fin de cuentas, manifiestan ser
bien conscientes de poder comportarse en manera no correspondiente a la vocación
recibida, no viviendo el bautismo de la muerte y resurrección de Jesús, con el
cual habían sido bautizados. 3. El Jubileo bíblico Un significativo trasfondo bíblico de la
reconciliación vinculada a la superación de situaciones pasadas lo representa la
celebración del Jubileo, tal como está regulada en el libro del Levítico (cap. 25). En
una estructura social hecha de tribus, clanes y familias se creaban inevitablemente
situaciones de desorden cuando individuos o familias de condiciones precarias debían
«rescatarse» a sí mismos de las propias dificultades, entregando la propiedad de su
tierra o casa, siervos o hijos a aquellos que se encontraban en condiciones mejores que
las suyas. Un sistema como éste producía el efecto de que algunos israelitas llegaban a
sufrir situaciones intolerables de deuda, pobreza y esclavitud, para beneficio de otros
hijos de Israel, en aquella misma tierra que les había sido dada por Dios. Todo esto
podía traer consigo que, en períodos más o menos largos de tiempo, un territorio o un
clan cayeran en las manos de pocos ricos, mientras que el resto de las familias del clan
llegaba a encontrarse en una forma tal de endeudamiento o de esclavitud que les obligaba a
vivir en total dependencia de los más acomodados. La legislación de Lev 25 constituye un intento
de subvertir todo esto (¡hasta el punto de poder dudar que jamás se haya puesto en
práctica de una manera plena!); la legislación convocaba la celebración del Jubileo
cada cincuenta años con el fin de preservar el tejido social del pueblo de Dios y
restituir la independencia también a la familia más pequeña del país. Para Lev
25 es decisiva la repetición regular de la confesión de fe de Israel en el Dios que ha
liberado a su pueblo a través del éxodo: «Yo soy el Señor, vuestro Dios, que os saqué
de la tierra de Egipto, para daros la tierra de Canaán y ser vuestro Dios» (Lev
25,38; cf. vv.42.45). La celebración del Jubileo era una admisión implícita de culpa y
un intento de restablecer un orden justo. Todo sistema que llevara a la alienación de
cualquier israelita, esclavo en otro tiempo, pero ahora liberado por el brazo poderoso de
Dios, venía de hecho a desmentir la acción salvífica divina en el éxodo y a través
del éxodo. La liberación de las víctimas y de los que sufren se
convierte en parte del más amplio programa de los profetas. El Déutero-Isaías, en los
poemas del Siervo sufriente (Is 42,1-9; 49,1-6; 50,13-53,12), desarrolla estas
alusiones a la práctica del Jubileo juntamente con los temas del rescate y de la
libertad, del retorno y de la redención. Isaías 58 es un ataque contra la observancia
ritual que no tiene en cuenta la justicia social, una llamada a la liberación de los
oprimidos (Is 58,6), centrada específicamente en las obligaciones de parentesco
(v.7). Más claramente, Isaías 61 usa las imágenes del Jubileo para representar al
Ungido como el heraldo de Dios enviado a «evangelizar» a los pobres, a proclamar la
libertad a los prisioneros y a anunciar el año de gracia del Señor. Significativamente
es este mismo texto, con una alusión a Isaías 58,6, el que Jesús usa para presentar la
finalidad de su vida y de su ministerio en Lucas 4,17-21. 4. Conclusión De todo lo dicho se puede concluir que la llamada
dirigida por Juan Pablo II a la Iglesia para que caracterice el año jubilar con una
admisión de culpa por todos los sufrimientos y las ofensas de que se han hecho
responsables en el pasado sus hijos 39, así como la praxis unida a ello, no
encuentran una verificación unívoca en el testimonio bíblico. Sin embargo, se basan en
todo lo que la Sagrada Escritura afirma respecto a la santidad de Dios, a la solidaridad
intergeneracional de su pueblo y al reconocimiento de su ser pecador. La apelación del
Papa asume, además, correctamente el espíritu del Jubileo bíblico, que requiere que
sean llevados a cabo actos destinados a restablecer el orden del designio originario de
Dios sobre la creación. Esto exige que la proclamación del hoy del Jubileo,
iniciado por Jesús (cf. Lc 4,21), se continúe en la celebración jubilar de su
Iglesia. Además, esta singular experiencia de gracia empuja al pueblo de Dios todo
entero, así como a cada uno de los bautizados, a tomar una conciencia todavía mayor del
mandato recibido del Señor para estar siempre dispuestos a perdonar las ofensas
recibidas. CAPÍTULO
III FUNDAMENTOS
TEOLÓGICOS
1. El misterio de la Iglesia «La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo
la trasciende. Solamente con los ojos de la fe se puede ver al mismo tiempo en
esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de la vida divina» 43.
El conjunto de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el don divino de
manera análoga a como en el Verbo de Dios encarnado la humanidad asumida es signo e
instrumento del actuar de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser eclesial
forman «una sola realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino» 44,
en una comunión que participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se sientan
unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y de lugares de la historia. En razón
de esta comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto absolutamente único en el
acontecer humano, hasta el punto de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de
las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer. La no débil analogía con el misterio del Verbo
encarnado implica, no obstante, también una diferencia fundamental: «Mientras Cristo,
santo, inocente, inmaculado (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2
Cor 5,21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17),
la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que
necesitada siempre de purificación, busca sin cesar la penitencia y la renovación» 45.
La ausencia de pecado en el Verbo encarnado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en
cuyo interior más bien cada uno, partícipe de la gracia donada por Dios, no está menos
necesitado de vigilancia y de purificación incesante y solidaria con la debilidad de los
otros: «Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse
pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra
mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt
13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de
Cristo, pero todavía en vías de santificación» 46. Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que «la
Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores, ya que ella no posee otra
vida sino la de la gracia [...] Por ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales
pecados, de los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios hijos con la
sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo» 47. La Iglesia es, a fin de
cuentas, en su misterio, encuentro de santidad y de debilidad, continuamente
redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la redención. Como enseña la
liturgia, verdadera lex credendi, el fiel individual y el pueblo de los santos
invocan de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no sobre los pecados de
los individuos, de cuya fe vivida constituyen la negación: «Ne respicias peccata nostra,
sed fidem Ecclesiae Tuae!». En la unidad del misterio eclesial a través del tiempo y del
espacio es posible considerar entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de
arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el actuar de la Iglesia Madre. 2. La santidad de la Iglesia La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo,
quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella, es mantenida en la santidad por
el Espíritu Santo, que la inunda sin cesar: «Nosotros creemos que la Iglesia es
indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el
Espíritu llamamos el solo Santo, ha amado a la Iglesia como esposa suya,
entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5,25s), la unió a sí
mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de
Dios. Por eso, todos en la Iglesia son llamados a la santidad» 48. En este
sentido, desde sus orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los «santos» (cf. Hch
9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir, no obstante, entre la santidad de
la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las misiones del
Hijo y del Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del pueblo de Dios hasta el
fin de los tiempos y estimula y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y
personal. En la vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el contrario, la
forma de santidad que le ha sido donada y que se requiere de él, en cuanto cumplimiento
pleno de la propia vocación y misión. La santidad personal se halla, en todo caso,
proyectada hacia Dios y hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter esencialmente
social: es santidad en la Iglesia, orientada al bien de todos. A la santidad de la Iglesia debe, en
consecuencia, corresponder la santidad en la Iglesia: «Los seguidores de Cristo,
llamados por Dios no según sus obras, sino por designio y gracia de Él, y justificados
en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos de Dios y
partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por
consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su
vida con la ayuda de Dios» 49. El bautizado está llamado a devenir con toda
su existencia aquello que ya es en razón de la consagración bautismal; lo cual no
acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la gracia que viene de Dios.
Cuando esto sucede, se deja reconocer en la historia la humanidad nueva según Dios:
¡nadie llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que acoge el designio
divino y, con la ayuda de la gracia, conforma todo su propio ser al proyecto del
Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en
medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero. 3. La necesidad de una renovación continua Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a
causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una renovación continua y de una
conversión constante en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está «adornada de
una santidad verdadera» que es, no obstante, «imperfecta» 50. Observa San
Agustín contra los pelagianos: «La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona nuestras
deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero, a través de la confesión, las
arrugas se estiran y las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración para ser
purificada por la confesión y estar así mientras los hombres vivan sobre la tierra» 51.
Santo Tomás de Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al tiempo
escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando estar libre
de pecado: «Que la Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final hacia la
que tendemos en virtud de la pasión de Cristo. Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la
patria eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí [...] nos engañaríamos si dijésemos
no tener pecado alguno» 52. En realidad, «aun revestidos de la vestidura
bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con la petición
perdona nuestras deudas, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc
15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18,13).
Nuestra petición empieza con una confesión en la que afirmamos al mismo
tiempo nuestra miseria y su misericordia» 53. Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la
confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios y celebra su infinita bondad y
capacidad de perdón; gracias al vínculo establecido por el Espíritu Santo, la comunión
que existe entre todos los bautizados en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada
uno es él mismo, pero al tiempo está condicionado por los otros y ejerce sobre ellos un
influjo en el intercambio vital de los bienes espirituales. De este modo, la santidad de
los unos influencia el crecimiento del bien en los otros, pero también el pecado tiene
una relevancia no exclusivamente personal, ya que pesa y opone resistencia en el camino de
la salvación de todos; en tal sentido, afecta verdaderamente a la Iglesia en su
integridad, a través de la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta convicción
empuja a los Padres a afirmaciones netas como la de San Ambrosio: «Estemos bien atentos a
que nuestra caída no se convierta en una herida de la Iglesia» 54. Ella, por
tanto, «aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia:
ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos
pecadores» 55, los de hoy, como los de ayer. 4. La maternidad de la Iglesia La convicción de que la Iglesia pueda hacerse cargo
del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad existente entre ellos en el tiempo y
en el espacio, gracias a su incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu Santo, está
expresada de modo particularmente eficaz por la idea de la «Iglesia Madre» (Mater
Ecclesia), que «en la concepción protopatrística es el concepto central de toda la
aspiración cristiana» 56; la Iglesia, afirma el Vaticano II, «también es
hecha Madre por la Palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el
bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu
Santo y nacidos de Dios» 57. A la amplísima tradición, de la que estas ideas
son el eco, da voz, por ejemplo, Agustín con estas palabras: «Esta madre santa, digna de
veneración, la Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen, de ella habéis
nacido, ella engendra a Cristo, porque vosotros sois los miembros de Cristo» 58.
Cipriano de Cartago afirma con nitidez: «No puede tener a Dios por padre quien no tiene a
la Iglesia como madre» 59. Y Paulino de Nola canta así la maternidad de la
Iglesia: «En cuanto madre recibe el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su
seno y los da a luz» 60. Según esta visión, la Iglesia se realiza
continuamente en el intercambio y en la comunicación del Espíritu del uno al otro de los
creyentes, como ambiente generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en la
unanimidad orante, en la participación solidaria en la Cruz, en el testimonio común. En
razón de esta comunicación vital, cada bautizado puede ser considerado al mismo tiempo
hijo de la Iglesia, en cuanto engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en
cuanto que coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios; es, en efecto,
tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su santidad y más ardiente el esfuerzo por
comunicar a los otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la Iglesia
el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella con el corazón; él podrá
acceder siempre de nuevo a las fuentes de la gracia y remover el peso que su culpa hace
gravar sobre la entera comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto Madre
verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer,
continuando amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso
producido por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de
dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las
traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos. La santidad y el pecado en la Iglesia se
reflejan, por tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es convicción de fe
que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su
prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelo y ayuda para todos!
Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o
de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá vencer jamás la fuerza de la
gracia y la irradiación del bien, incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia
se reconoce existencialmente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta
santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto sujeto
del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus
hijos, para cooperar a su superación por el camino de la penitencia y de la novedad de
vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de «lamentar profundamente las
debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar
plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y de
la humilde mansedumbre» 61. Esto puede hacerse de modo particular por quien, por
carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la comunión del pueblo de Dios: en
nombre de las iglesias locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de culpa y
peticiones de perdón los pastores respectivos; en nombre de la Iglesia entera, una en el
tiempo y en el espacio, podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio universal de
unidad, el Obispo de la Iglesia «que preside en el amor» 62, el Papa. He
aquí por qué es particularmente significativo que haya venido propiamente de él la
invitación a que «la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de
sus hijos» y reconozca la necesidad de «hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón
de Cristo» 63. CAPÍTULO
IV JUICIO
HISTÓRICO Y JUICIO TEOLÓGICO La relación entre «juicio histórico» y «juicio
teológico» resulta, por tanto, compleja en la misma medida en que es necesaria y
determinante. Se requiere, por ello, ponerla por obra evitando los desvaríos en un
sentido y en otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo,
como una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades
insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan Pablo II ha afirmado respecto a la
valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: «El Magisterio
eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza
ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo
exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las
imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo
sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva...
Ésa es la razón por la que el primer paso debe consistir en interrogar a los
historiadores, a los cuales no se les pide un juicio de naturaleza ética, que rebasaría
el ámbito de sus competencias, sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más
precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de
entonces, a la luz del contexto histórico de la época» 64. 1. La interpretación de la historia ¿Cuáles son las condiciones de una correcta
interpretación del pasado desde el punto de vista del conocimiento histórico? Para
determinarlas hay que tener en cuenta la complejidad de la relación que existe entre el
sujeto que interpreta y el pasado objeto de interpretación 65; en primer lugar
se debe subrayar la recíproca extrañeza entre ambos. Eventos y palabras del pasado son
ante todo «pasados»; en cuanto tales son irreductibles totalmente a las instancias
actuales, pues poseen una densidad y una complejidad objetivas, que impiden su
utilización únicamente en función de los intereses del presente. Hay que acercarse, por
tanto, a ellos mediante una investigación histórico-crítica, orientada a la
utilización de todas las informaciones accesibles de cara a la reconstrucción del
ambiente, de los modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital en que se
sitúan aquellos eventos y palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los
desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a nuestro presente. En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el
objeto interpretado se debe reconocer una cierta copertenencia, sin la cual no podría
existir ninguna conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta conexión
comunicativa está fundada en el hecho de que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa
en un complejo de relaciones históricas y necesita, para vivirlas, de una mediación
lingüística, que siempre está históricamente determinada. ¡Todos pertenecemos a la
historia! Poner de manifiesto la copertenencia entre el intérprete y el objeto de la
interpretación, que debe ser alcanzado a través de las múltiples formas en las que el
pasado ha dejado su testimonio (textos, monumentos, tradiciones...), significa juzgar si
son correctas las posibles correspondencias y las eventuales dificultades de comunicación
con el presente, puestas de relieve por la propia comprensión de las palabras o de los
acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta las cuestiones que motivan la
investigación y su incidencia sobre las respuestas obtenidas, el contexto vital en que se
actúa y la comunidad interpretadora, cuyo lenguaje se habla y a la cual se pretenda
hablar. Con tal objetivo es necesario hacer refleja y consciente en el mayor grado posible
la precomprensión, que de hecho se encuentra siempre incluida en cualquier
interpretación, para medir y atemperar su incidencia real en el proceso interpretativo. Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto
de interpretación se realiza, a través del esfuerzo cognoscitivo y valorativo, una
ósmosis («fusión de horizontes»), en la que consiste propiamente la comprensión. En
ella se expresa la que se considera inteligencia correcta de los eventos y de las palabras
del pasado; lo que equivale a captar el significado que pueden tener para el intérprete y
para su mundo. Gracias a este encuentro de mundos vitales, la comprensión del pasado se
traduce en su aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las potencialidades que
descubre, en el estímulo que ofrece para modificar el presente; la memoria se vuelve
capaz de suscitar nuevo futuro. A una ósmosis fecunda con el pasado se accede merced
al entrelazamiento de algunas operaciones hermenéuticas fundamentales, correspondientes a
los momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia y de la comprensión
verdadera y propia. Con relación a un «texto» del pasado, entendido en general como
testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas operaciones pueden ser expresadas
del siguiente modo: «1) comprender el texto, 2) juzgar la corrección de la propia
inteligencia del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta del
texto» 66. Captar el testimonio del pasado quiere decir alcanzarlo del mejor
modo posible en su objetividad, a través de todas las fuentes de que se pueda disponer;
juzgar la corrección de la propia interpretación significa verificar con honestidad y
rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en cualquier caso condicionada, por la
precomprensión o por los posibles prejuicios del intérprete; expresar la interpretación
obtenida significa hacer a los otros partícipes del diálogo establecido con el pasado,
sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la confrontación con otras
posibles interpretaciones. 2. Indagación histórica y valoración
teológica Si estas operaciones están presentes en todo acto
hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la interpretación en que se integran juicio
histórico y juicio teológico; ello exige, en primer lugar, que en este tipo de
interpretación se preste la máxima atención a los elementos de diferenciación y
extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando se pretende juzgar posibles
culpas del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos históricos y son
diversos los tiempos sociológicos y culturales de la acción eclesial, por lo cual,
paradigmas y juicios propios de una sociedad y de una época podrían ser aplicados
erróneamente en la valoración de otras fases de la historia, dando origen a no pocos
equívocos; son diversas las personas, las instituciones y sus respectivas competencias;
son diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que precisar, por tanto, las
responsabilidades de los acontecimientos y de las palabras dichas, teniendo en cuanta el
hecho de que una petición eclesial de perdón compromete al mismo sujeto teológico, la
Iglesia, en la variedad de los modos y del grado en que los individuos singulares
representan a la comunidad eclesial y en la diversidad de las situaciones históricas y
geográficas, con frecuencia muy diferentes entre sí. Cualquier tipo de generalización
debe ser evitada. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar situado y
debe ser producido por los sujetos más directamente encausados (Iglesia universal,
Episcopados nacionales, Iglesias particulares etcétera). En segundo lugar, la correlación de juicio histórico
y juicio teológico debe tener en cuenta el hecho de que, para la interpretación de la
fe, la conexión entre pasado y presente no está motivada solamente por los intereses
actuales y por la común pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones
expresivas, sino que se fundamenta también en la acción unificante del Espíritu de Dios
y en la identidad permanente del principio constitutivo de la comunión de los creyentes,
que es la revelación. La Iglesia, por razón de la comunión producida en ella por el
Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede dejar de reconocerse en su
principio sobrenatural, presente y operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto
modo único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y situaciones diversas por
medio de las opciones de sus hijos, aun con todas las carencias que puedan haberlas
caracterizado. La comunión en el único Espíritu Santo es el fundamento también
diacrónico de una comunión de los «santos», en virtud de la cual los bautizados de hoy
se sienten vinculados a los bautizados de ayer y, así como se benefician de sus méritos
y se nutren de su testimonio de santidad, igualmente se sienten en el deber de asumir el
posible peso actual de sus culpas, tras haber hecho un discernimiento atento tanto desde
el punto de vista histórico como teológico. Gracias a este fundamento objetivo y trascendente de la
comunión del pueblo de Dios en sus varias situaciones históricas, la interpretación
creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado totalmente peculiar para el
momento presente: el encuentro con ese pasado, que se produce en el acto de la
interpretación, puede revelarse cargado de particulares valencias para el presente, rico
en una eficacia performativa que no siempre puede calcularse de modo previo.
Obviamente, el carácter fuertemente unitario del horizonte hermenéutico y del sujeto
eclesial interpretante deja más fácilmente expuesta la consideración teológica al
riesgo de ceder a lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí donde el ejercicio
hermenéutico dirigido a aprehender los sucesos y las palabras del pasado y a medir la
corrección de su interpretación para el presente se hace más necesario. La lectura
creyente se servirá con tal objetivo de todas las aportaciones que puedan ofrecer las
ciencias históricas y los métodos de interpretación. El ejercicio de la hermenéutica
histórica no deberá impedir a la valoración de la fe la interpelación de los textos
según su peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar presente y pasado en
la conciencia de la unidad fundamental del sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone
en guardia frente a todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y que
considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como observa Juan Pablo II, «un
correcto juicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los
condicionamientos culturales del momento... Pero la consideración de las circunstancias
atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de
tantos hijos suyos» 67. La Iglesia, en resumen, «no tiene miedo a la verdad
que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han
verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas y a las
comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o
de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el
pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo
confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le
hacen como respecto a los daños que ella ha padecido» 68. Los ejemplos
ofrecidos en el capítulo siguiente lo podrán demostrar de modo concreto.
DISCERNIMIENTO
ÉTICO
1. Algunos criterios éticos En el plano moral, la petición de perdón presupone
siempre una admisión de responsabilidad, y precisamente de la responsabilidad
relativa a una culpa cometida contra otros. La responsabilidad moral normalmente se
refiere a la relación entre la acción y la persona que la realiza; establece la
pertenencia de un acto, su atribución, a una persona concreta o a más personas. La
responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se refiere al
valor moral del acto en sí mismo en cuanto bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad
de la acción; la segunda se refiere a la percepción efectiva por parte de la conciencia
individual, de la bondad o malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa
con la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por generación, por lo que
los descendientes no heredan la responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus
antepasados. En tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad entre
aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos que la han realizado. La única
responsabilidad capaz de continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual
se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier momento de modo libre. Así, el
mal cometido sobrevive muchas veces a quien lo ha realizado a través de las consecuencias
de los comportamientos, que pueden convertirse en un pesado fardo sobre la conciencia y la
memoria de los descendientes. En tal contexto se puede hablar de una solidaridad
que une el pasado y el presente en una relación de reciprocidad. En ciertas situaciones,
el peso que cae sobre la conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de
memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su naturaleza una memoria
común: ésta testimonia de modo elocuente la solidaridad objetivamente existente
entre quienes han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es entonces
cuando resulta posible hablar de una responsabilidad común objetiva. Del peso de
tal responsabilidad se nos libera, ante todo, implorando el perdón de Dios por las culpas
del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a través de la purificación de la
memoria, que culmina en el perdón recíproco de los pecados y de las ofensas en el
presente. Purificar la memoria significa eliminar de la
conciencia personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la
herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio histórico-teológico nuevo y
riguroso, que funda un posterior comportamiento moral renovado. Esto sucede cada vez que
se llega a atribuir a los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que comporta
una incidencia nueva y diversa sobre el presente con vistas al crecimiento de la
reconciliación en la verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y, en
particular, entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales o civiles
con las que entra en relación. Modelos emblemáticos de esta incidencia que puede tener
un posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera de la Iglesia son la
recepción de los concilios, o actos como la abolición de los anatemas recíprocos, que
expresan una nueva cualificación de la historia pasada en condiciones de producir una
caracterización distinta de las relaciones vividas en el presente. La memoria de la
división y de la contraposición queda purificada y es sustituida por una memoria
reconciliada, a la cual son invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia. La combinación de juicio histórico y juicio
teológico en el proceso interpretativo del pasado queda unida aquí a las repercusiones
éticas que puede tener en el presente, y que implican algunos principios,
correspondientes en el plano moral a la fundación hermenéutica de la relación entre
juicio histórico y juicio teológico. Estos principios son: a) El principio de conciencia La conciencia, tanto como juicio moral cuanto
como imperativo moral, constituye
la valoración última de un acto en relación con su bondad o maldad ante Dios. En
efecto, tan sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun cuando la Iglesia,
como Jesús, pueda y deba clasificar, juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de
comportamiento (cf. Mt 18,15-18). b) El principio de historicidad Precisamente en cuanto cada acto humano pertenece a
quien lo hace, cada conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el interior de
un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para comprender de verdad los actos humanos
y los dinamismos a ellos unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de
quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a conocer sus motivaciones y sus
principios morales. Y esto se afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los
miembros de una específica comunidad en el discurrir del tiempo. c) El principio de cambio de «paradigma» Mientras que antes de la llegada del Iluminismo
existía una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y cultura,
moralidad y ley, a partir del siglo XVIII esta
relación ha quedado notablemente modificada. El resultado es una transición de una
sociedad sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos casos, a una
sociedad secular; los modelos de pensamiento y de acción, los llamados paradigmas
de acción y de valoración, van cambiando. Semejante transición tiene un impacto directo
sobre los juicios morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una idea
relativista de los principios morales o de la naturaleza de la misma moralidad. El proceso entero de la purificación de la memoria, en
cuanto exige la correcta combinación de valoración histórica y de mirada teológica, ha
de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no sólo con el rigor que tiene en
cuenta de modo preciso los criterios y los principios indicados, sino también con una
continua invocación de la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el
resentimiento o en la autoflagelación y llegar más bien a la confesión del Dios cuya
«misericordia va de generación en generación» (Lc 1,50), que quiere la vida y
no la muerte, el perdón y no la condena, el amor y no el temor. En este punto se debe
poner igualmente en evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta admisión de las
culpas pasadas puede ejercer sobre las mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil,
reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de respeto consiguiente
hacia la dignidad y los derechos de los otros, especialmente de los más débiles. En tal
sentido, las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan Pablo II constituyen un
ejemplo que pone en evidencia un bien y estimula a su imitación, reclamando de los
individuos y de los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra caminos
de reconciliación. A la luz de estas clarificaciones en el plano ético se
pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre los cuales se encuentran los mencionados
en la Tertio millennio adveniente 69, en los que el comportamiento de
los hijos de la Iglesia parece haber estado en contradicción con el Evangelio de
Jesucristo de un modo significativo. 2. La división de los cristianos La unidad es la ley de la vida del Dios trinitario
revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21), el cual, en la fuerza del Espíritu
Santo, amando hasta el extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos.
Esta unidad deberá ser la fuente y la forma de la comunión de vida de la humanidad con
el Dios trino. Si los cristianos viven esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno «como
el Padre y el Hijo son uno», se conseguirá que «el mundo crea que el Hijo ha sido
enviado por el Padre» (Jn 17,21) y que «todos sepan que ellos son mis
discípulos» (Jn 13,35). Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en
este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre los cristianos grandes
divisiones, en abierta contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si Él mismo
hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El Concilio Vaticano II juzga este hecho
con las siguientes palabras: «Tal división contradice abiertamente la voluntad de
Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación
del Evangelio a toda criatura» 70.
Las principales escisiones que durante el pasado milenio «han afectado a la
túnica inconsútil de Cristo» 71 son el cisma entre las Iglesias de
Oriente y de Occidente al comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos más
tarde, la laceración causada por aquellos acontecimientos «que reciben comúnmente el
nombre de Reforma» 72. Es verdad que «estas diversas divisiones difieren
mucho entre sí, no sólo por razón de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por
la naturaleza y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura
eclesiástica» 73. En el cisma del siglo XI
jugaron un papel importante factores de carácter social e histórico, mientras que el
aspecto doctrinal se refería a la autoridad de la Iglesia y al Obispo de Roma, una
materia que en aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se presenta hoy
gracias al desarrollo doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario, fueron
objeto de controversia otros campos de la revelación y de la doctrina. La vía que se ha abierto para superar estas
diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el amor mutuo. Común a ambas
laceraciones parece haber sido la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el
momento en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin el cual todo lo
demás es solamente «bronce que resuena o címbalo que retiñe» (1 Cor 13,1), una
carencia semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del Resucitado, Señor
de la Iglesia y de la historia. Basándose en el reconocimiento de esta carencia, el papa
Pablo VI ha pedido perdón a Dios y a los «hermanos separados» que se sintiesen
ofendidos «por nosotros» (la Iglesia católica) 74. En 1965, en el clima producido por el Concilio Vaticano
II, el patriarca Atenágoras en su diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la
restauración (apokatastasis) del amor mutuo, esencial después de una historia tan
cargada de contraposiciones, de desconfianza recíproca y de antagonismos 75.
Lo que estaba en juego era un pasado que aún ejercía su influencia a través de la
memoria: los acontecimientos de 1965 (culminados el 7 de diciembre de 1965 con la
supresión de los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una confesión
de la culpa contenida en la precedente exclusión recíproca, capaz de purificar la
memoria y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no puede ser más que
el amor recíproco o, mejor, el compromiso renovado para vivirlo. Éste es el mandamiento ante
omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en Occidente. De este modo la
memoria libera de la prisión del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como
también a católicos y protestantes, a ser los arquitectos de un futuro más conforme al
mandamiento nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han prestado a esta
nueva memoria el papa Pablo VI y el patriarca Atenágoras. Particularmente relevante en relación con el camino
hacia la unidad puede resultar la tentación a dejarse guiar, o hasta determinar, por
factores culturales, por condicionamientos históricos o por prejuicios que alimentan la
separación y la desconfianza recíproca entre cristianos, aunque nada tengan que ver con
las cuestiones de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con seriedad
para ver si están activamente comprometidos en la obediencia al imperativo de la unidad y
viven la «conversión interior», «porque los deseos de unidad brotan y maduran como
fruto de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y de una efusión
libérrima de la caridad» 76. En el período transcurrido desde la conclusión
del Concilio hasta hoy la resistencia a su mensaje ciertamente ha entristecido al
Espíritu de Dios (Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se complacen en
permanecer ligados a las separaciones del pasado, sin hacer nada por remover los
obstáculos que impiden la unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el
pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto pueden recordarse las
palabras del Decreto sobre el Ecumenismo: «Humildemente pedimos perdón a Dios y a los
hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido» 77. 3. El uso de la violencia al servicio Al antitestimonio de la división entre los cristianos
hay que añadir el de las ocasiones en que durante el pasado milenio se han utilizado
medios dudosos para conseguir fines buenos, como la predicación del Evangelio y la
defensa de la unidad de la fe: «Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la
Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la
aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia
y hasta de violencia en el servicio a la verdad» 78. Se refiere con ello a
las formas de evangelización que han empleado instrumentos impropios para anunciar la
verdad revelada o no han realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores
culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de las personas a las que se
presentaba la fe, e igualmente a las formas de violencia ejercidas en la represión y
corrección de los errores. Una atención análoga hay que prestar a las posibles
omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos de la Iglesia, en las más diversas
situaciones de la historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias: «Está
también la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de
violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo
aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración
equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo» 79. Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad
histórica mediante la investigación histórico-crítica. Una vez establecidos los
hechos, será necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su significado
objetivo. Solamente así será posible evitar cualquier tipo de memoria mítica y acceder
a una adecuada memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir frutos de
conversión y de renovación: «De aquellos rasgos dolorosos del pasado emerge una
lección para el futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el principio
áureo fijado por el Concilio: La verdad no se impone más que por la fuerza de la
verdad misma, que penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor» 80. 4. Cristianos y hebreos Uno de los campos que requiere un examen de conciencia
particular es la relación entre cristianos y hebreos 81. La relación de la
Iglesia con el pueblo hebreo es diversa de la que condivide con cualquier otra religión 82.
Y, sin embargo, «la historia de las relaciones entre hebreos y cristianos es una historia
atormentada [...] En efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido
más bien negativo» 83. La hostilidad o la desconfianza de numerosos
cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso y es
causa de profunda amargura para los cristianos conscientes del hecho de que «Jesús era
descendiente de David; de que del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los
Apóstoles; de que la Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen olivo al que
están unidas las ramas del olivo selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de
que los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en cierto sentido, son
verdaderamente nuestros hermanos mayores» 84. La Shoah fue ciertamente el resultado de una
ideología pagana, como era el nazismo, animada por un antisemitismo despiadado, que no
sólo despreciaba la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo hebreo.
No obstante, «hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos
no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los
corazones de algunos cristianos [...] ¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia
posible a los perseguidos, en particular a los hebreos?» 85. Hubo, sin duda,
muchos cristianos que arriesgaron su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos.
Pero parece igualmente verdad que, «junto a tales hombres y mujeres valerosos, la
resistencia espiritual y la acción cristiana de otros cristianos no fue la que se hubiera
debido esperar de discípulos de Cristo» 86. Este hecho constituye una
apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy, capaz de exigir «un acto de
arrepentimiento (teshuva)» 87 y de convertirse en acicate para redoblar
los esfuerzos por ser «transformados mediante la renovación de la mente» (Rom 12,2) y
por mantener una «memoria moral y religiosa» de la herida infligida a los hebreos. En
este campo, lo mucho que ya se ha hecho podrá ser confirmado y profundizado. 5. Nuestra responsabilidad por los males «La época actual, junto a muchas luces, presenta
también no pocas sombras» 88. En primer plano puede señalarse entre éstas
el fenómeno de la negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que llama especialmente
la atención es que esta negación, especialmente en sus aspectos más teóricos, es un
proceso que ha emergido en el mundo occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra,
además, una serie de fenómenos negativos como la indiferencia religiosa, la difusa falta
del sentido trascendente de la vida humana, un clima de secularismo y de relativismo
ético, la negación del derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada en las
legislaciones abortistas, y una amplia indiferencia respecto al grito de los pobres en
amplios sectores de la familia humana. La cuestión inquietante que hay que plantear es en
qué medida los creyentes mismos han sido responsables de estas formas de ateísmo,
teórico y práctico. La Gaudium et spes responde con palabras cuidadosamente
elegidas: «En este campo también los mismos creyentes tienen muchas veces alguna
responsabilidad. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno
originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se
encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no
pocos países contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede
corresponder a los creyentes una parte no pequeña» 89. Desde el momento en que el rostro auténtico de Dios ha
sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les ofrece la gracia inconmensurable de
conocer este rostro; los cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad de
vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero rostro del Dios vivo. Ellos
están llamados a irradiar al mundo la verdad de que «Dios es amor (agape)» (1
Jn 4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de Personas, cuya vida consiste
en su infinita y recíproca comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor
camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor es el amor mutuo: «En
esto conocerán todos que sois discípulos míos: si tenéis amor unos para con otros» (Jn
13,35). Y esto hasta el punto de poder afirmar que frecuentemente los cristianos «por
descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o
también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han
velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo» 90. Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas
culpas de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo Salvador, sino también
alabar al Señor de la historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los cristianos
no creen sólo en la existencia del pecado, sino también y sobre todo en el «perdón de
los pecados». Además recordar estas culpas quiere decir también aceptar nuestra
solidaridad con quienes en el bien y en el mal nos han precedido en el camino de la
verdad, ofrecer al presente un fuerte motivo de conversión a las exigencias del Evangelio
y poner un necesario preludio a la petición de perdón a Dios, que abre el camino a la
reconciliación mutua. CAPÍTULO
VI PERSPECTIVAS
PASTORALES A la luz de las consideraciones hechas, es posible
preguntarse ahora: ¿cuáles son los objetivos pastorales, en vista de los cuales la
Iglesia se hace cargo de las culpas cometidas en el pasado por sus hijos en su nombre y
hace propósito de la enmienda? ¿Cuáles las implicaciones en la vida del pueblo de Dios?
¿Y cuáles las resonancias respecto a la misión de la Iglesia y a su diálogo con las
diversas culturas y religiones? 1. Las finalidades pastorales Entre las múltiples finalidades pastorales del
reconocimiento de las culpas del pasado se pueden poner de manifiesto las siguientes:
a) En primer lugar, estos actos tienden a la purificación de la memoria,
que, como se ha dicho, es el proceso de una valoración renovada del pasado, capaz de
incidir en no pequeña medida en el presente, ya que los pecados pasados hacen sentir
todavía su peso y permanecen como posibles tentaciones también en la actualidad. Sobre
todo si ha madurado en el diálogo y en la búsqueda paciente de reciprocidad con quien
pudiera sentirse ofendido por sucesos o palabras del pasado, la remoción de la memoria
personal y común de cualquier causa de posible resentimiento por el mal padecido, y de
todo influjo negativo de aquel hecho del pasado, puede contribuir a hacer crecer la
comunidad eclesial en la santidad, por medio de la reconciliación y de la paz en la
obediencia a la Verdad. «Reconocer los fracasos de ayer, subraya el Papa, es acto de
lealtad y de valentía que nos ayuda a reforzar nuestra fe, haciéndonos capaces y
dispuestos para afrontar las tentaciones y las dificultades de hoy» 91. Es
bueno para tal fin que la memoria de la culpa incluya todas las posibles faltas cometidas,
aunque solamente algunas de ellas sean hoy mencionadas de modo frecuente. En cualquier
caso, nunca se puede olvidar el precio que tantos cristianos han pagado por su fidelidad
al Evangelio y al servicio del prójimo en la caridad 92.
b) Una segunda finalidad pastoral, estrictamente unida a la anterior, puede
ser reconocida en la promoción de la perenne reforma del pueblo de Dios, «de modo
que si algunas cosas, sea en las costumbres o en la disciplina eclesiástica, y asimismo
en el modo de exponer la doctrina, lo cual debe ser cuidadosamente distinguido del
depósito mismo de la fe, han sido observadas de modo menos cuidadoso, según las
circunstancias de hecho o de tiempo, sean oportunamente colocadas en el orden justo y
debido» 93. Todos los bautizados están llamados a «examinar su fidelidad a
la voluntad de Cristo acerca de la Iglesia y, como es su obligación, a emprender con
vigor la obra de renovación y de reforma» 94. El criterio de la verdadera
reforma y de la auténtica renovación no puede ser más que la fidelidad a la voluntad de
Dios respecto a su pueblo 95, lo que implica un esfuerzo sincero para liberarse
de todo lo que aleja de ella, ya se trate de culpas presentes o se refiera a la herencia
del pasado.
c) Una finalidad ulterior puede verse en el testimonio que de este
modo rinde la Iglesia al Dios de la misericordia y a su voluntad que libera y salva, a
partir de la experiencia que ella ha hecho y hace de Él en la historia, y en el servicio
que de este modo desarrolla en relación con la humanidad, para contribuir a superar los
males del presente. Juan Pablo II afirma que «un serio examen de conciencia ha sido
auspiciado por numerosos cardenales y obispos sobre todo para la Iglesia del presente.
A las puertas del nuevo milenio, los cristianos deben ponerse humildemente ante el Señor
para interrogarse sobre las responsabilidades que también ellos tienen en relación
con los males de nuestro tiempo» 96 y para contribuir, en consecuencia, a
su superación en la obediencia al esplendor de la Verdad salvífica. 2. Las implicaciones eclesiales
a) Ante todo hay que tener en cuenta los procesos diversificados de recepción
de los gestos de arrepentimiento eclesial, ya que varían en función de los contextos
religiosos, culturales, políticos, sociales, personales, etc. A esta luz se debe
considerar el hecho de que acontecimientos o palabras ligadas a una historia
contextualizada no tienen necesariamente un alcance universal y, viceversa, que hechos
condicionados por una determinada perspectiva teológica y pastoral han implicado
consecuencias de gran peso para la difusión del Evangelio (piénsese, por ejemplo, en los
diversos modelos históricos de la teología de la misión). Además, hay que evaluar la
relación entre los beneficios espirituales y los posibles costes de tales actos, también
teniendo en cuenta los acentos indebidos que los «medios» pueden dar a algunos aspectos
de los pronunciamientos eclesiales; siempre se ha de tener en cuenta la advertencia del
apóstol Pablo para acoger, considerar y sostener con prudencia y amor a los «débiles en
la fe» (cf. Rom 14,1). En particular, hay que prestar atención a la historia, a
la identidad y a los contextos de las Iglesias orientales y de las Iglesias que actúan en
continentes o países donde la presencia cristiana es ampliamente minoritaria.
b) Se debe precisar el sujeto adecuado que debe pronunciarse respecto
a culpas pasadas, sea que se trate de Pastores locales, considerados personal o
colegialmente, sea que se trate del Pastor universal, el Obispo de Roma. En esta
perspectiva es oportuno tener en cuenta, al reconocer las culpas pasadas e indicar los
referentes actuales que mejor podrían hacerse cargo de ellas, la distinción entre
magisterio y autoridad en la Iglesia: no todo acto de autoridad tiene valor de magisterio,
por lo que un comportamiento contrario al Evangelio, de una o más personas revestidas de
autoridad, no lleva de por sí una implicación del carisma magisterial, asegurado por el
Señor a los pastores de la Iglesia, y no requiere, por tanto, ningún acto magisterial de
reparación.
c) Hay que subrayar que el destinatario de toda posible petición de
perdón es Dios, y que eventuales destinatarios humanos, sobre todo si son colectivos, en
el interior o fuera de la comunidad eclesial, deben ser identificados con adecuado
discernimiento histórico y teológico, sea para realizar actos de reparación
convenientes, sea para testimoniar ante ellos la buena voluntad y el amor a la verdad por
parte de los hijos de la Iglesia. Ello se podrá lograr tanto mejor cuanto mayor sea el
diálogo y la reciprocidad entre las partes en causa en un hipotético camino de
reconciliación, vinculado al reconocimiento de las culpas y al arrepentimiento por ellas,
sin ignorar que la reciprocidad, a veces imposible a causa de las convicciones religiosas
del interlocutor, no puede ser considerada condición indispensable y que la gratuidad del
amor se expresa a menudo en una iniciativa unilateral.
d) Los posibles gestos de reparación están ligados al
reconocimiento de una responsabilidad que se prolonga en el tiempo y que podrán tener
tanto un carácter simbólico-profético como un valor de reconciliación efectiva (por
ejemplo, entre los cristianos divididos). También en la definición de estos actos es de
desear una búsqueda común con los posibles destinatarios, escuchando las legítimas
reclamaciones que puedan presentar.
e) En el plano pedagógico se debe evitar la perpetuación de
imágenes negativas del otro, e igualmente la puesta en marcha de procesos de
autoculpabilización indebida, subrayando cómo el hacerse cargo de culpas pasadas es para
el que cree una especie de participación en el misterio de Cristo crucificado y
resucitado, que ha cargado con las culpas de todos. Esta perspectiva pascual se revela
particularmente adecuada para producir frutos de liberación, de reconciliación y de
alegría para todos aquellos que con fe viva están implicados en la petición de perdón,
sea como sujetos o como destinatarios. 3. Las implicaciones en el plano del diálogo Las implicaciones previsibles en el plano del diálogo
y de la misión, como consecuencia de un reconocimiento eclesial de las culpas del pasado,
son diversas:
a) En el plano misionero hay que evitar, ante todo, que tales actos
contribuyan a disminuir el impulso de la evangelización mediante la exasperación de los
aspectos negativos. No obstante, se debe tener en cuenta el hecho de que estos mismos
actos podrán hacer crecer la credibilidad del mensaje, en cuanto nacen de la obediencia a
la verdad y tienden a frutos efectivos de reconciliación. En particular, los misioneros ad
gentes tendrán cuidado en contextualizar la propuesta de estos temas de modo conforme
a la efectiva capacidad de recepción en los ambientes en que actúan (por ejemplo,
determinados aspectos de la historia de la Iglesia en Europa podrán resultar poco
significativos para muchos pueblos no europeos).
b) En el plano ecuménico, la finalidad de posibles actos eclesiales
de arrepentimiento no puede ser otra que la unidad querida por el Señor. En esta
perspectiva es aún más de desear que sean realizados en reciprocidad, aun cuando a veces
gestos proféticos podrán exigir una iniciativa unilateral y absolutamente gratuita.
c) En el plano interreligioso es oportuno poner de relieve cómo para
los creyentes en Cristo el reconocimiento de las culpas pasadas por parte de la Iglesia es
conforme a las exigencias de la fidelidad al Evangelio y, por tanto, constituye un
luminoso testimonio de su fe en la verdad y en la misericordia del Dios revelado por
Jesús. Lo que hay que evitar es que actos semejantes sean interpretados equivocadamente
como confirmaciones de posibles prejuicios respecto al cristianismo. Sería deseable, por
otra parte, que estos actos de arrepentimiento estimulasen también a los fieles de otras
religiones a reconocer las culpas de su propio pasado. Como la historia de la humanidad
está llena de violencias, genocidios, violaciones de los derechos humanos y de los
derechos de los pueblos, explotación de los débiles y divinización de los poderosos,
del mismo modo la historia de las religiones está revestida de intolerancia,
superstición, connivencia con poderes injustos y negación de la dignidad y libertad de
las conciencias. ¡Los cristianos no han sido una excepción y son conscientes de cuán
pecadores son todos ante Dios!
d) En el diálogo con las culturas se debe tener presente, ante todo,
la complejidad y la pluralidad de las mentalidades con que se dialoga, respecto a la idea
de arrepentimiento y de perdón. En todos los casos, el hecho de cargar por parte de la
Iglesia con las culpas pasadas debe ser iluminado a la luz del mensaje evangélico y, en
particular, de la presentación del Señor crucificado, revelación de la misericordia y
fuente de perdón, además de la peculiar naturaleza de la comunión eclesial, una en el
tiempo y en el espacio. Allí donde una cultura fuese totalmente ajena a la idea de una
petición de perdón, deben ser presentadas de modo oportuno las razones teológicas y
espirituales que motivan este acto a partir del mensaje cristiano y debe ser tenido en
cuenta su carácter crítico-profético. Donde haya que confrontarse con el prejuicio de
una actitud de indiferencia hacia la palabra de la fe, se debe tener en cuenta un doble
posible efecto de estos actos de arrepentimiento eclesial: si, por una parte, pueden
confirmar prejuicios negativos o actitudes de desprecio y de hostilidad, de otra parte
participan de la misteriosa atracción característica del «Dios crucificado» 97.
Además hay que tener en cuenta el hecho de que, en el actual contexto cultural, sobre
todo en Occidente, la invitación a la purificación de la memoria implica un compromiso
común a creyentes y no creyentes. Ya este trabajo común constituye un testimonio
positivo de docilidad a la verdad.
e) Con relación a la sociedad civil se debe considerar la diferencia
que existe entre la Iglesia, misterio de gracia, y cualquier sociedad temporal, pero
tampoco se debe olvidar el carácter de ejemplaridad que la petición eclesial de perdón
puede presentar y el estímulo consiguiente que puede ofrecer de cara a realizar pasos
análogos de purificación de la memoria y de reconciliación en las más diversas
situaciones en las que se podría reconocer su urgencia. Afirma Juan Pablo II: «La
petición de perdón [...] se refiere, en primer lugar, a la vida de la Iglesia, su
misión de anunciar la salvación, su testimonio de Cristo, su compromiso por la unidad,
en una palabra, la coherencia que debe caracterizar la existencia cristiana. Pero la luz y
la fuerza del Evangelio, de que vive la Iglesia, tienen la capacidad de iluminar y
sostener, como por sobreabundancia, las opciones y las acciones de la sociedad civil, en
el pleno respeto de su autonomía [...] En los umbrales del tercer milenio es legítimo
esperar que los responsables políticos y los pueblos, sobre todo los que se encuentran
inmersos en conflictos dramáticos, alimentados por el odio y por el recuerdo de heridas
muchas veces antiguas, se dejen guiar por el espíritu de perdón y de reconciliación
testimoniado por la Iglesia y se esfuercen por resolver los contrastes mediante un
diálogo leal y abierto» 98. CONCLUSIÓN Como conclusión de las reflexiones desarrolladas
conviene poner una vez más de relieve que en todas las formas de arrepentimiento por las
culpas del pasado, y en cada uno de los gestos conectados con ellas, la Iglesia se dirige,
ante todo, a Dios y tiende a glorificarlo a Él y su misericordia. Precisamente así sabe
que celebra también la dignidad de la persona humana llamada a la plenitud de la vida en
la alianza fiel con el Dios vivo: «La gloria de Dios es el hombre viviente, la vida del
hombre es la visión de Dios» 99. Actuando de este modo, la Iglesia da
testimonio también de su confianza en la fuerza de la Verdad que hace libres (cf. Jn
8,32): «su petición de perdón no debe ser entendida como ostentación de humildad
ficticia, ni como retractación de su historia bimilenaria, ciertamente rica en méritos
en el terreno de la caridad, de la cultura y de la santidad. Responde más bien a una
exigencia de verdad irrenunciable, que, junto a los aspectos positivos, reconoce los
límites y las debilidades humanas de las sucesivas generaciones de discípulos de
Cristo» 100. La Verdad reconocida es fuente de reconciliación y de paz
porque, como afirma el mismo Papa, «el amor de la verdad, buscada con humildad, es uno de
los grandes valores capaces de reunir a los hombres de hoy a través de las diversas
culturas» 101. También por su responsabilidad hacia la verdad la Iglesia «no
puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el
arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes. Reconocer los
fracasos de ayer es un acto de lealtad y de valentía» 102. Ello abre para
todos un mañana nuevo. SIGLAS AAS
Acta Apostolicae Sedis (1909ss). CCL
Corpus Christianorum. Series latina (Turnhout-París 1953ss). CEC
Catecismo de la Iglesia Católica. CSEL
Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum (Viena 1866ss). DH
CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae
(1965). GS
CONCILIO VATICANO II, Constitución pastoral Gaudium
et spes (1965). IM
JUAN PABLO II, Bula Incarnationis mysterium
(29-11-1998). LG
CONCILIO VATICANO II, Constitución dogmática Lumen
gentium (1964). NAe
CONCILIO VATICANO II, Declaración Nostra aetate
(1965). PL
J. P. MIGNE, Patrología latina
(París). RP
JUAN PABLO II, Exhortación Reconciliatio et
Paenitentia (2-12-1984). SCh
Sources Chrétiennes (París). TMA
JUAN PABLO II, Carta apostólica Tertio
millennio adveniente (10-11-1994). UR
CONCILIO VATICANO II, Decreto Unitatis
redintegratio (1964). UUS
JUAN PABLO II, Carta encíclica Ut unum sint
(25-5-1995).
1 IM 11.
2 Ibid. Ya en numerosas ocasiones, pero particularmente en el número 33
de la Carta apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa había indicado a la
Iglesia el camino por recorrer para purificar la propia memoria respecto a las culpas del
pasado y dar ejemplo de arrepentimiento a los individuos y a la sociedad civil.
3
LG 8.
4 Cf. Extravagantes communes, lib. V, tít. IX, c.1 (A. FRIEDBERG, Corpus iuris canonici, t.II,
c.1304).
5 Cf. CLEMENTE XIV, Epistola
Salutis nostrae, 30-4-1774, pár. 2. LEÓN
XII, Epistola Quod hoc ineunte, 24-5-1824, pár. 2, habla del «año de expiación,
de perdón y de redención, de gracia, de remisión y de indulgencia».
6 En este sentido se mueve la definición de la indulgencia
que Clemente VI da al instituir, en 1343, la periodicidad del jubileo cada
cincuenta años. Clemente VI ve en el jubileo eclesial «el cumplimiento espiritual»
del «jubileo de remisión y de alegría» del Antiguo Testamento (Lev 25).
7 «Cada uno de nosotros debe examinar en qué ha caído y examinarse
él mismo con más rigurosidad de la que será examinado por Dios en el día de su
cólera», en: Deutsche Reichstagsakten (Gotha 1893) n. serie, III 390-399.
8
UR 7.
9 GS 36.
10 GS 19
11 NAe 4.
12 GS 43.6.
13 LG 8; cf. UR 6: «La Iglesia, peregrinante en el camino, está
llamada por Cristo a esta reforma continua, de la que ella, en cuanto institución humana
y terrena, necesita permanentemente».
14 NAe 4.
15 UR 3.
16 Cf. PABLO VI, Carta
apostólica Apostolorum limina, 23-5-1974 (Enchiridion Vaticanum 5, 305).
17 PABLO VI, Exhortación
paterna Cum benevolentia, 8-12-1974 (Enchiridion Vaticanum 5, 526-553).
18 Cf. UUS 88: «Por aquello de lo que somos responsables, imploro
perdón».
19 Por ejemplo, el Papa «pide perdón, en nombre de todos los
católicos, por los comportamientos ofensivos para con los no católicos en el curso de la
historia», entre los moravios (cf. canonización de Jan Sarkander, en la República
checa, 21-5-1995). Ha deseado llevar a cabo «un acto de expiación» y pedir perdón a
los indios de América Latina y a los africanos deportados como esclavos (Mensaje a los
indios de América, Santo Domingo, 13-10-1992, y Discurso en la Audiencia general del
21-10-1992). Ya diez años antes había pedido perdón a los africanos por la trata de
negros (Discurso en Yaoundé, 13-8-1985).
20
Cf. n.33-36.
21 Cf. TMA 33.
22 Cf. TMA 33.
23 Cf. TMA 36.
24 Cf. TMA 34.
25 Cf. TMA 35.
26 Este último aspecto aflora en
la TMA sólo en el n.33, allí donde se dice que la Iglesia reconoce como suyos a los
propios hijos pecadores «delante de Dios y delante de los hombres».
27
Cf. RP 31.
28 Cf. RP 16.
29 Cf. Mt 13,24-30.36-43; SAN AGUSTÍN,
De civitate Dei I, 35: CCL 47, 33; XI, 1: CCL 48, 321; XIX, 26: CCL 48, 696.
30 Sobre los diversos métodos de lectura de la Sagrada Escritura, cf.
el documento de la Pontificia Comisión Bíblica La interpretación de la Biblia en la
Iglesia (1993).
31 A esta serie pueden referirse como ejemplos: Dt 1,41 (la generación
del desierto reconoce haber pecado rechazando avanzar para entrar en la tierra prometida);
Jue 10,10.12 (en el tiempo de los Jueces el pueblo dice por dos veces «hemos pecado»
contra el Señor, refiriéndose a haber servido a los baales); 1 Sam 7,6 (el pueblo del
tiempo de Samuel afirma: «¡Hemos pecado contra el Señor!»); Núm 21,7 (este texto se
distingue por el hecho de que el pueblo de la generación mosaica admite que, al
lamentarse respecto a la comida, se ha hecho culpable de «pecado» por haber hablado
contra el Señor y también contra su guía humano, Moisés); 1 Sam 12,19 (los israelitas
de la época de Samuel reconocen que, al pedir tener un rey, han añadido éste «a todos
sus pecados»); Esd 10,13 (el pueblo reconoce ante Esdras haber «pecado en esta materia»
grandemente, casándose con mujeres extranjeras); Sal 65,2-2; 90,8; 103,10 (107,10-11.7);
Is 59,9-15; 64,5-9; Jer 8,14; 14,7; Lam 1,14.18a.22 («Yo» = personificación de
Jerusalén); 3,42 (4,13); Bar 4,12-13 (Sión evoca las culpas de sus hijos que han
conducido a la devastación); Ez 33,10; Miq 7,9 («Yo»). 18-19.
32 Por ejemplo: Éx 9,27 (el faraón dice a Moisés y a Aarón: «Esta
vez he pecado, el Señor tiene razón; yo y mi pueblo somos culpables»); 34,9 (Moisés
invoca: «Perdona nuestra culpa y nuestro pecado»); Lev 16,21 (el sumo sacerdote confiesa
los pecados del pueblo sobre la cabeza del «chivo expiatorio» el día de la expiación);
Éx 32,11-13 (cf. Dt 9,26-29: Moisés); 32,31 (Moisés); 1 Re 8,33ss (cf. 2 Crón 6,22s:
Salomón reza para que Dios perdone eventuales pecados futuros del pueblo); 2 Crón 28,13
(los jefes de los israelitas afirman: «Nuestra culpa es grande»); Esd 10,2 (Sekanías
dice a Esdras: «Nosotros hemos sido infieles hacia nuestro Dios, casándonos con mujeres
extranjeras»); Neh 1,5-11 (Nehemías confiesa los pecados cometidos por el pueblo de
Israel, por sí mismo y por la casa de su padre); Est 4,17n (Ester confiesa: «Hemos
pecado contra ti y nos has entregado en las manos de nuestros enemigos por haber dado
gloria a sus dioses»); 2 Mac 7,18.32 (los mártires judíos afirman que están sufriendo
a causa de «nuestros pecados» contra Dios).
33 Entre los ejemplos de este tipo de confesión nacional se puede
remitir a: 2 Re 22,13 (cf. 2 Crón 34,21: Josías teme la cólera del Señor «porque
nuestros padres no han escuchado las palabras de este libro»); 2 Crón 29,6-7
(Ezequías afirma: «Nuestros padres han sido infieles»); Sal 78,8ss (un «yo» reasume
los pecados de las generaciones pasadas a partir del Éxodo). Cf. también el dicho
popular citado en Jer 31,29 y Ez 18,2: «Los padres comieron agraces y los hijos sufren la
dentera».
34 Es el caso de textos como los siguientes: Lev 26,40 (los exiliados
son llamados a «confesar su iniquidad y la iniquidad de sus padres»); Esd 9,5b-15
(oración penitencial de Esdras, v.7: «Desde los días de nuestros padres hasta el día
de hoy nos hemos hecho muy culpables»; cf. Neh 9,6-37); Tob 3,1-5 (en su oración,
Tobías invoca: «No me condenes por mis pecados, mis errores y los de mis padres», v.3 y
prosigue con la constatación: «no hemos observado tus decretos», v.5); Sal 79,8-9 (este
lamento colectivo implora a Dios que «no recuerdes contra nosotros culpas de antepasados
[...] líbranos y borra nuestros pecados»); 106,6 («hemos pecado como nuestros
padres»); Jer 3,25 («contra Yahvé nuestro Dios hemos pecado nosotros como nuestros
padres»); Jer 14,19-22 («reconocemos, Yahvé, nuestras maldades, la culpa de nuestros
padres», v.20); Lam 5 («nuestros padres pecaron, ya no existen; y
nosotros cargamos con sus culpas», v.7; «¡Ay de nosotros, que hemos
pecado!», v.16b); Bar 1,15-3,18 («hemos pecado ante el Señor», 1,17
[cf. 1,19.21; 2,5.24], «no te acuerdes de las iniquidades de nuestros padres», 3,5
[cf. 2,33; 3,4.4]); Dan 3,26-45 (la oración de Azarías: «Pues con verdad y
justicia has provocado todo esto, por nuestros pecados», v.28); Dan 9,4-19 («pues, a
causa de nuestros pecados y de las iniquidades de nuestros padres, Jerusalén [...] es el
escarnio de todos [...]», v.16).
35 Éstos incluyen falta de confianza en Dios (así, p. ej., Dt 1,41;
Núm 14,10), idolatría (como en Jue 10,10-15), exigencia de un rey humano (1 Sam
12,9), matrimonios con mujeres extranjeras, en contraste con la Ley divina (Esd
9-10). En Is 59,13b el pueblo dice de sí «hablar de opresión y revueltas, concebir y
musitar en el corazón palabras engañosas».
36 Cf. el caso análogo del repudio de las mujeres extranjeras por parte
de los judíos, narrado en Esd 9-10, con todas las consecuencias negativas que habría
tenido sobre las mujeres implicadas. La cuestión de una petición de perdón dirigida a
ellas (y o a sus descendientes) no se plantea propiamente, en cuanto que el repudio es
presentado como una exigencia de la Ley divina (cf. Dt 7,3) en todos estos capítulos.
37 Viene a la mente, a este respecto, el caso de las relaciones
permanentemente tensas entre Israel y Edom. Este pueblo, no obstante su condición de
«hermano» de Israel, participó y se alegró de la caída de Jerusalén por obra de los
babilonios (cf., p. ej., Abdías 10-14). Israel, como signo de ultraje por esta traición,
no sintió necesidad alguna de pedir perdón por la matanza de prisioneros edomitas
indefensos, perpetrada por el rey Amazías según 2 Crón 25,12.
38 JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de
1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
39
Cf. TMA 33-36.
40 TMA 33.
41 Se piense en el motivo,
presente en autores cristianos de diversas épocas, del reproche a la Iglesia a causa de
sus culpas, uno de cuyos ejemplos más representativos lo constituye el Liber
asceticus, de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.
42
LG 8.
43 CEC 770.
44 LG 8.
45 LG 8; cf. también UR 3 y 6.
46 CEC 827.
47 PABLO VI, Credo del
Pueblo de Dios (30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3, 264s.
48
LG 39.
49 LG 40.
50 LG 48.
51 SAN AGUSTÍN,
Sermo 181, 5, 7: PL 38, 982.
52 SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.
53 CEC 2839.
54 SAN AMBROSIO, De virginitate 8, 48: PL 16,
278D: «Caveamus igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesiae fiat». De «herida» infligida
a la Iglesia por el pecado de sus hijos habla también LG 11.
55 TMA 33.
56 K. DELAHAYE, La
Comunità, Madre dei credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H. RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chiesa
tratti dal primo millennio della letteratura cristiana (Milán 1972).
57 LG 64.
58 SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938:
«Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo est. Ex illa nati estis et
Christum parit: nam membra Christi estis».
59 CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6:
CCL 3, 253: «Habere iam non potest Deum Patrem qui ecclesiam non habet matrem». El mismo
Cipriano afirma en otro lugar: «Ut habere quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiam
matrem» (In Ps 88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).
60 PAULINO DE NOLA, Carmen 25, 171-172: CSEL 30, 243:
«Inde manet mater aeterni semine verbi / concipiens populos et pariter pariens».
61 TMA 35.
62 IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos, Proem.: SCh 10, 124
(Th. Camelot, París 1958).
63 TMA 33.
64 Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la
Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del
Jubileo, n.4 (31-10-1998).
65 Cf., para cuanto sigue, H. G. GADAMER,
Verdad y método (Salamanca 1977).
66 B. LONERGAN, Il
metodo in teologia (Brescia 1975) 173.
67 TMA 35.
68 JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de
1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
69
Cf. n.34-36.
70 UR 1.
71 UR 13. TMA 34 dice: «aún
más que en el primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas laceraciones».
72 UR 13.
73 Ibid.
74 Cf. el Discurso de apertura de la Segunda sesión del
Concilio, del 29 de septiembre de 1964: Enchiridion Vaticanum 1 (106) n.176.
75 Cf. la documentación del diálogo de la caridad entre la Santa Sede
y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla en el Tómos Agápes: VaticanPhanar
(1958-1970) (Roma-Estambul 1971).
76
UR 7.
77 Ibid.
78 TMA 35.
79 JUAN PABLO
II, «Discurso del 1 de septiembre de 1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
80 TMA 35; DH 1.
81 El tema es tratado de modo riguroso en la Declaración Nostra
Aetate del Vaticano II.
82 Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la Sinagoga de Roma
(13-4-1986) 4: AAS 78 (1986) 1120.
83 Éste es el juicio del reciente documento de la Comisión para las
Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la
Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.
84
Ibid. 7.
85 Ibid. 5.
86 Ibid. 6.
87 Ibid. 5.
88 TMA 36.
89 GS 19.
90 Ibid.
91 TMA 33.
92 Se piense solamente en el signo del martirio, cf. TMA, 37.
93 UR 6. Es el mismo texto el que afirma que «la Iglesia peregrina en
este mundo es llamada por Cristo a esta perenne reforma (ad hanc perennem
reformationem), de la que ella, en cuanto institución humana y terrena, necesita
permanentemente».
94
«Opus renovationis nec non reformationis», ibid., 4.
95 Ibid., 6: «Toda renovación
de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad hacia su vocación».
96 TMA 36.
97 La fórmula, particularmente fuerte, es de San Agustín: De
Trinitate I, 13, 28: CCL 50, 69, 13; Epist. 169, 2: CSEL 44, 617; Sermo
341A: Misc. Agost. 314, 22.
98 JUAN PABLO II, Discurso a los participantes en el
Simposio Internacional de estudio sobre la Inquisición, promovido por la Comisión
Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, 5 (31-10-1998).
99 «Gloria Dei vivens homo: vita autem hominis visio Dei», SAN IRENEO
DE LYON, Adversus Haereses IV,
20,7; SCh 100, t. II,648.
100 JUAN PABLO II, «Discurso del 1 de septiembre de
1999»: L'Osservatore Romano (2-9-1999) 4.
101 «Discurso al Centro Europeo para la Investigación Nuclear»
(Ginebra, 15-6-1982), en: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, V, 2 (Vaticano 1982)
2321.
102 TMA 33. |