Ortodoxia,
G. K.
Chesterton
Hagamos una original
excursión cultural. Vayamos a recorrer algunas librerías y detengámonos con
cierta calma en aquellas secciones que albergan estantes dedicados a filosofía.
Echemos un vistazo a los libros allí contenidos, ojeemos sus portadas,
repasemos sus sumarios. Será muy fácil que encontremos sugestivos títulos sobre
una amplia gama de disciplinas que la sabiduría popular incluye dentro de la
noción de filosofía. En las estanterías habrá volúmenes dirigidos a describir
la psicología del hombre, sus costumbres, sus proyectos y experiencias, en
definitiva, su modo de vivir. Las estanterías
están llenas de descripciones más o menos profundas. Abundan los ensayos
acerca de cuestiones accidentales.
Más difícil, bastante más complicado, será que nos topemos con textos de naturaleza metafísica, en los que se interpreten desde la esencia de las cosas mismas aquellos problemas que se constituyen en el nudo gordiano de las auténticas preocupaciones del ser humano.
Siendo leales con la realidad de nuestra cultura, podemos descubrir con gozo diversas corrientes y planteamientos contemporáneos profundamente filosóficos que han supuesto un notable avance en el crecimiento de nuestra sociedad. El personalismo comunitario con testigos tan relevantes como Mounier, Levinas, Zubiri, Ricoeur, Scheler, etc- ha bañado el trasfondo ideológico de nuestra sociedad de valores nada desdeñables: la centralidad de la persona; la importancia de la encarnación en la actividad social; la recuperación del ordo amoris como horizonte ético. La Fenomenología en algunas de sus corrientes como en Edith Stein- ha conllevado, también, una visión más realista de la condición humana y de nuestro mundo que, en no pocas ocasiones, ha servido como feliz contrapunto a aquella estrecha concepción cognitivista del hombre que lo interpreta como ser sólo intelectual, olvidando sus dimensiones afectiva, volitiva y trascendente. Los estudios de psicología y sociología humanista han aportado un conocimiento más hondo de la condición humana y de sus aspiraciones. Las nuevas investigaciones en el campo de la ética han contribuido también a conocer con mayor hondura el comportamiento humano. En todos estos movimientos filosóficos la Iglesia ha encontrado un clima excelente en el que mostrar cómo el Evangelio responde a los interrogantes más hondos del ser humano. Todos estos son los libros que hoy se escriben con visión metafísica, con ansias de acercarse a lo absoluto, con ganas de adentrarse en las profundidades de la verdad.
Sin embargo, si atendemos al abultado espacio que ocupan otra serie de libros, aquél grito ya clásico en nuestra reciente tradición filosófica -Zur Sache selbst- (a la cosa misma) parece haber caído en desuso. El interés por lo permanente, por lo esencial, por la la realidad en sí, cede su sitio a la mirada por lo efímero.
No es que el hombre haya dejado de plantearse aquellas perennes y hondas
preguntas que hicieron posibles, por ejemplo, los sistemas de Aristóteles o
Descartes, de Platón o Santo Tomás. Sin embargo, muchas de las propuestas
filosóficas de hoy eluden un diagnóstico sobre cuestiones esenciales; son más
bien el síntoma de una desgana y desinterés por lo profundo. Se hace una
filosofía utilitaria, de criterios éticos mínimos, que cree servir a las
necesidades de un hombre que vive en una sociedad competitiva, postmoderna,
globalizada, muy pendiente del progreso tecnológico, deudora de la revolución
informática y digital, imbuida de los planteamientos de la sociedad de la
información. Con palabras lacónicas de José Hierro: Lo eterno se desvae, y
es lo efímero - una mujer rubia, un día de niebla, un niño tendido sobre la
yerba, una alondra que rasga el cielo - es lo efímero eso que pasa y que muda,
lo que nos tiene prendidos. Sed de tiempo, porque el tiempo aquí no tiene
sentido.
Es verdad que en los anaqueles de la librería todavía podremos acariciar, no sin cariño, la Metafísica de Aristóteles, la Suma Teológica de Santo Tomás, el Discurso del Método de Descartes o, incluso, la Enciclopedia de Hegel. Pero no pocas veces como si fueran aportaciones de un pasado caduco, trasnochado, cuasi mitológico. Para la mayoría de nuestros contemporáneos, estas obras son algo así como los restos encontrados en Atapuerca: testimonios de lo que se pensó en el pasado, a los que hay que guardar cierto respeto, mas sin que ofrezcan nada interesante a este mundo tan progresista y tan autónomo. Como si fueran una etapa necesaria, inevitable, pero francamente superada, de la evolución del pensamiento humano.
Poco de absoluto, y, en consecuencia, vacío de trascendencia. Escasísima capacidad de asombro ante la realidad que nos circunda; capacidad que -hay que decirlo- es el signo distintivo de la humildad del hombre al admitir que existe algo que no se explica con parámetros puramente humanos. Hay algo de soberbia y mucho de ignorancia- en estos esquemas de pensamiento que tienden a sustituir lo humanamente inexplicable con razones exclusivamente humanas. Qué poco suenan en estos ambientes los nombres de Gödel o de Löwenheim Skolem que tan racionalmente asestaron un duro golpe al racionalismo.
Pese a todo, el hombre sigue buscando respuestas a estas últimas
preguntas que surgen de la mera contemplación de la naturaleza y de la
reflexión sobre sí mismo. Montanelli, tras el magno acontecimiento de Tor
Vergata del verano del año 2000 observa una paradoja: quien recibe a los
jóvenes es un anciano que habla con cierta fatiga y la palabra más
moderna que tiene es de hace dos mil años. "Pero es esto, creo yo, lo
que los jóvenes buscan inconscientemente en un mundo de lo efímero como en el
que les hemos hecho nacer".
El hombre, si es sincero, se reconoce finito, contingente, débil a pesar de la fortaleza de una tecnología que se esfuerza cada día en ofrecer nuevas perspectivas de su poder y su pujanza. Se repite la ingenua descripción Comtiana. El hombre no se basta, él solo, para explicar el mundo. Precisa de certezas, necesita confrontarse con algo que le transcienda y le introduzca en lo que no es finito ni contingente, que le proponga hablar de lo absoluto, que le sitúe más allá de lo sensible, de lo físico. El hombre necesita respuestas metafísicas para las preguntas más hondas de su espíritu, que también trascienden lo meramente físico.
Es urgente recuperar la experiencia de lo absoluto, de eso que no es relativo o anecdótico, sin temor a caer en intolerancia alguna, ya que la verdad sobre la realidad no se impone ni se fuerza, simplemente se explica y se propone.
Ni que decir tiene que, en ocasiones, la tarea teológica también se ha visto influenciada por este devenir filosófico que prescinde de lo metafísico, desdibuja los perfiles de lo absoluto y pone en cuestión lo trascendente. Si se tiene en cuenta que la experiencia religiosa es, per se, una experiencia de lo absoluto, es fácil colegir que algunas de las modernas corrientes filosóficas pueden afectar a la recta comprensión y práctica del quehacer teológico.
Si lo absoluto, filosóficamente, fuera prescindible, Cristo, teológicamente, podría dejar de predicarse como absoluto. Es un riesgo atestiguado en los últimos decenios del pasado siglo y dilúcidamente definido en la reciente declaración Dominus Iesus de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Nuestro decreto, asegura el prefecto de esta Congregación, cardenal Joseph Ratzinger, en el curso de su presentación, señala algunos presupuestos de naturaleza filosófica o teológica que están en la base de las diversas teologías del pluralismo religioso actualmente difundidas[1].
El cardenal enumera algunos de estos presupuestos que se analizarán más
adelante. De momento es suficiente quedarse con la consecuencia que él mismo
extrae de esta actitud: el sustancial
rechazo de la identificación de la singular figura histórica, Jesús de Nazaret,
con la realidad misma de Dios, del Dios viviente. Aquello que es Absoluto, o
más bien Aquel que es Absoluto, no puede darse nunca en la historia en una
revelación plena y definitiva.[2]
Es patente, pues, la
repercusión que tiene el abandono del horizonte sobre lo absoluto en el terreno
filosófico en la propia tarea teológica. El Concilio Vaticano II dice que quien con perseverancia y humildad se
esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin
saberlo, como por la mano de Dios, quien sosteniendo todas las cosas, da a
todos el ser.[3]
Si la construcción
filosófica abandona la cuestión de lo absoluto, priva al hombre de una
reflexión absolutamente necesaria
para entenderse como persona y como criatura; si la praxis teológica se deja seducir por esos planteamientos
reduccionistas de corte filosófico, puede obstaculizar, aun sin pretenderlo, la inteligencia y la acogida de la verdad
revelada.[4]
Desde una perspectiva
de fe, lo absoluto el absoluto- es
Dios, manifestado en la Encarnación de su Hijo; desde un punto de vista
filosófico, lo absoluto es aquello que, bastándose a sí mismo, sustenta todo cuanto no es necesario, lo que
es contingente y finito; el Ipsum esse subsistens.
Salgamos en este
momento de la librería en la que se iniciaba esta reflexión y recordemos,
ahora, cómo los filósofos han intentado a lo largo de los siglos con mayor o
menor fortuna, pero con la convicción de tratar algo fontal en la existencia
humana-, abordar y desentrañar el problema de lo absoluto. Vayamos, pues, a una
biblioteca genuinamente filosófica, icono del fondo buscador del
espíritu humano.
II
En la tradición
filosófica de Occidente, el concepto absoluto
ha sido interpretado y entendido como aquello que es por sí mismo, como lo que es independiente o incondicionado.
Esta noción se ha contrapuesto, como es lógico, a expresiones que designan a lo
relativo, lo dependiente, lo condicionado.
Hay que decir que el
término sustantivado absoluto es
introducido en la reflexión filosófica tardíamente, por obra de aportaciones
como la de Schelling o Hegel, ambos idealistas. No es difícil encontrar
antecedentes a este desentrañamiento de lo que sea el absoluto en la filosofía
de Spinoza, a quien muchos ven como la primera filosofía del absoluto
propiamente dicha.
A lo absoluto se le
atribuye plenitud de sentido y no necesita más justificación que la que se da a
sí mismo, mientras que todo lo demás lo relativo- se justifica por relación a
un absoluto. Siguiendo este esquema, cuando lo absoluto es entendido como una
entidad, como un ser, que se considera perfecto en cualquier aspecto, se le
identifica obviamente con la divinidad.
Cuando el
entendimiento humano se ha acercado a esta cuestión, lo ha hecho no sólo con la
pretensión de definir y acotar la idea de absoluto, sino también con la
intención de averiguar su naturaleza, su esencia. De ahí que este tema haya
llevado a lucubraciones sobre la distinción entre posibles tipos de absoluto:
si hay un único absoluto, si es trascendente o si es inmanente.
Con esta primera
aproximación al concepto de absoluto, se llega a entender que si se analiza
desde la vertiente ontológica, lo absoluto es la realidad o ser que funda todas
las realidades; si se estudia en el orden lógico, lo absoluto sería el criterio
último de verdad o falsedad; si se explica desde el campo de la axiología, lo
absoluto sería el valor preferible a cualquier otro. En fin, desde una
perspectiva religiosa, lo absoluto sería la realidad divina que transciende
todo lo demás.
Inmanente,
trascendente; personal o ideal, lo absoluto ha estado presente en todas las
escuelas y tendencias filosóficas, hasta que la crisis generada por el absoluto
idealista ha dejado ayuna de esta preocupación a la filosofía
contemporánea.
La evolución del
pensamiento occidental nos muestra cómo en unas u otras etapas se ha primado
alguno de los sentidos sobre los que cabe predicar el concepto absoluto. Así,
para los filósofos jónicos, cargados de fecundas intuiciones pero asentados en
un estadío cuasi ingenuo del trabajo filosófico, lo absoluto, el arjé, no es sino un principio físico
sobre el que se sustenta el cosmos. Es un principio físico, sensible, que para
Tales es el agua, para Anaximandro el apeiron
y para Anaxímenes, el aire.
Para los seguidores
de Pitágoras, que ya utilizan un grado de abstracción cualitativamente
diferente, lo absoluto se presenta bajo el rasgo de una propiedad numérica de
la realidad, concebida como armonía. Los pitagóricos son como poetas de la armonía de las esferas[5],
hasta el punto de que Filolao de Crotona considera la naturaleza entera como
compuesto de lo limitado (relativo) y de lo ilimitado (absoluto), los cuales,
al entrar en relación, engendran la armonía. Su armonía es la unificación de lo múltiple y el acuerdo de los discordantes.[6]
Heráclito da un paso
más y en su proceder, de indudable carácter metafísico, sitúa al logos como el principio fundante y
rector de la realidad. El todo,
dirá, es divisible indivisible,
engendrado inengendrado, mortal e inmortal, logos y eternidad, padre e hijo,
divino y justo. Si no es a mí, sino al logos, a quien escucháis, sensato es
reconocer que todo es uno.[7]
Con Platón, lo
absoluto aparece, acaso por primera vez, como trasfondo necesario de todo
conocer y de todo ser. En la cima de lo real, de lo verdaderamente existente se
halla, según Platón, lo Uno. El verdadero ser es uno, aunque nada impida que
existan seres distintos, pues aunque todo ser es uno, no es lo Uno[8].
Sostiene Platón que la esencia de ese Absoluto es el Bien y que esta es la que
gobierna el universo e infunde al hombre su propia razón. Este Bien es, a la
vez, inmanente y trascendente a las cosas.
En Aristóteles, el
carácter absoluto de la causa primera se manifiesta en su condición de primer
motor, que mueve sin ser movido. Esta causa primera es el principio absoluto de
la serie de causas que operan en el orbe, lo que evita el regressus in infinitum. Lo absoluto para Aristóteles se identifica
con el ser acto puro, tal y como lo explica en su Metafísica: Si existiese un
ser capaz de mover y de producir, pero que no estuviese en acto, no habría
movimiento, ya que lo que posee la potencia, podría también no pasar al acto.
Por lo tanto, debe existir un principio de tal naturaleza, que su sustancia sea
el acto... y sólo el acto.[9]
Tanto el bien
platónico como la primera causa aristotélica son, a la vez, el ipsum esse subsistens de la filosofía
escolástica medieval: el ser que existe en sí, por sí y para sí y que es Dios
como fundamento obligado, absoluto, de todo conocer y de todo ser.
Para Santo Tomás de
Aquino, el ser absoluto, Dios, es un ser personal, alejado de las concepciones
abstractivistas de los neoplatónicos o de los panteístas: ser infinitamente
perfecto, completísimo, acto puro, realísimo, la inteligencia misma y persona
subsistente.[10] Las
demostraciones tomistas de la existencia de Dios se fundamentan sobre el
principio de causalidad como elemento metafísico, objetivo y real, trascendente
y absoluto.[11]
La introducción de
nuevos esquemas de pensamiento provocados por la crisis del Renacimiento, con
la pérdida de una cosmovisión teocéntrica y el progresivo alejamiento de fe y
razón, junto a un excesivo acento humanístico, provocan un giro copernicano a
la hora de abordar el problema de lo absoluto.
Cierto es, sin
embargo, que esta preocupación sigue latente en el espíritu del hombre, capaz todavía de asombrarse ante la realidad
que contempla.
Será Descartes quien
hable, desde su visión racionalista, de la sustancia infinita como lo absoluto,
la bondad y perfección de la cual garantizan la solidez del criterio de verdad.
El absoluto cartesiano es Dios. Él dirá que Dios es causa de sí y esta
interpretación de ens causa sui
expresa en el filósofo francés el dinamismo de la aseidad: Dios no es sólo su propia razón de ser, sino también su
propia causa, se engendra a sí mismo, su esencia produce su existencia.
Esta idea proviene de
la consideración especial que Descartes posee sobre el principio de causalidad
como absoluto. Es decir, el principio de causalidad no sólo es válido para todo
ser contingente, sino para todo ser, Dios incluido.Por el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna,
inmutable, afirma Descartes, independiente,
omnisciente, omnipotente, y por la cual yo mismo y todas las otras cosas que
existen (si es verdad que hay algunas que existen) han sido creadas y
producidas.[12]
Spinoza, por su
parte, es otro claro exponente de la desaparición de la naturaleza trascendente
de lo absoluto, puesto que es la sustancia única la que adquiere este rango. En
su visión, el lugar supremo está ocupado por la sustancia, aquella que es en sí y se concibe por sí.[13]
La sustancia o absoluto se fundamenta en sí misma, es causa sui y todo lo restante necesita para su ser y para su
conocimiento adecuado de la sustancia divina. Spinoza argumenta que Dios es
necesariamente la causa eficiente de todas las cosas. Se trata de un sistema en
el que no pudiendo concebir la existencia de sustancias distintas de la sustancia
infinita, incurre en un absolutismo panteista.
En Kant, el absoluto
es una exigencia de la razón humana en un doble sentido. De un lado, como
elemento incondicionado, que no es objeto de conocimiento objetivo y que actúa
como idea reguladora; de otro, como noúmeno
o cosa en sí, inaccesible a la experiencia y al conocimiento teórico, exigido
por la razón humana como condición última de un conocimiento objetivo.
El idealismo
posterior, punto clave en el devenir de la noción de lo absoluto y lugar de
ruptura con la tradición anterior de la etapa a-metafísica de la filosofía actual, ofrece ejemplos muy
cualificados de identificación entre ser y pensar.
Hegel dirá que lo
absoluto es el concepto, la idea, el pensamiento. El concepto lógico es la base
fundante del mundo, la sustancia universal de todos los fenómenos. Lógica y
metafísica se superponen, mientras la idea, forma suprema de la evolución del
concepto, gracias a su discurrir dialéctico, se hace naturaleza. Dios y mundo
se confunden y, en cierto modo, se necesitan mutuamente.
III
Se ve, pues, que a lo
largo de la historia del pensamiento humano la reflexión sobre cuál sea la
naturaleza de lo absoluto ha sido una constante, prácticamente hasta nuestros
días. Los caminos de la filosofía han ido en muchas ocasiones en paralelo a las
vías por las que discurría la tarea teológica de explicación de lo absoluto y,
en otras, han seguido rumbos distintos y a veces contrapuestos.
A pesar de que no hay
motivo de competitividad alguna entre la
razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio
de realización[14],
tal y como nos recuerda Juan Pablo II en la encíclica Fides et Ratio, lo cierto es que en el transcurrir de los tiempos
se ha hecho evidente un alejamiento de aquella armonía fundamental que ha de existir entre conocimiento
filosófico y el de la fe: la fe requiere
que su objeto sea comprendido con la ayuda de la razón; la razón, en el culmen
de su búsqueda, admite como necesario lo que la fe le presenta.[15]
Los desenfoques que
el distanciamiento del pensamiento filosófico moderno de la Revelación ha
provocado sobre la noción de lo absoluto, no han sido inocuos en el momento de
articular determinadas opciones ideológicas surgidas tras el caldo de cultivo
de la Revolución Francesa.
El extremismo radical
de Feuerbach, con su apuesta por elevar a la esencia humana al rango de
absoluto, o el burdo ateísmo de Marx, al colocar como fundamento de la
existencia y el razonar humanos a su dialéctica materialista en el sendero de
la historia, condujeron a una inevitable pérdida de identidad del ser humano.
Al quedar despojado
el hombre de su dignidad de persona, de su referente de criatura de Dios,
colocándole como actor del proceso dialéctico de la lucha de clases, el
marxismo dejó al hombre huérfano del absoluto verdadero.
Con Nietzsche se
consuma otro capítulo de la reducción del ser humano a un papel utilitario,
meramente instrumental, que desembocará en la primacía absolutista de la raza o
la nación. Lo absoluto y necesario queda sepultado bajo el absolutismo del
estado, en una báquica carrera de
confusión entre medios y fines, entre el hombre que domina y el que está
llamado a la dominación esclavizante: es el drama del nazismo.
Cuando se hace
desaparecer del escenario humano al absoluto que sustenta la verdad del hombre
sobre sí mismo, por fuerza surge, con faústica
pulsión, el absolutismo de la ideología política, que intenta asentarse en
posturas filosóficas para justificar sus actuaciones.
Tal vez de estos dos
últimos siglos en los cuales la tarea filosófica ha errado en sus pesquisas,
arranque la actual indiferencia por la metafísica y un cierto desprecio por el
papel que ha de jugar la fe en la especulación filosófica.
En la Fides et Ratio, Juan Pablo II alude al
desencuentro generado como consecuencia de la separación entre fe y razón: No es exagerado afirmar que buena parte del
pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de
la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas... En el ámbito
de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista
que, no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del
mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión
metafísica y moral.[16]
Por extraño que
parezca, la experiencia religiosa también se ha visto afectada por la
disolución filosófica del concepto de absoluto, hasta el punto de que la
teología ha sufrido los embates de los cambios filosóficos de la reciente
historia. Acerquémonos a esta cuestión.
IV
Algunos
filósofos, se lee en la Fides et
Ratio, abandonando la búsqueda de la
verdad por sí misma, han adaptado como único objetivo el lograr la certeza subjetiva o la utilidad práctica. De aquí se
desprende como consecuencia el ofuscamiento de la auténtica dignidad de la
razón, que ya no es capaz de conocer lo verdadero y de buscar lo absoluto[17].
Bien pudiera ser este
fragmento un resumen de cuanto se ha expuesto hasta ahora sobre la evolución
del concepto absoluto en los últimos tiempos. Pero, además, este texto advierte
del peligro de caer en el relativismo, dado que, no pocas veces, la
especulación filosófica de hoy desdeña profundizar en lo metafísico y prefiere
conseguir certezas subjetivistas.
Late ahí el sentido
sutil de la apreciación realizada por el cardenal José Siri, al comentar que en el esfuerzo multiforme y a la vez único
para evitar el obstáculo que presenta a muchos la Realidad eterna de la
Inteligencia suprema, como Ser distinto e inmutable, el término absoluto es
un subterfugio luminoso, elevado, pero muchas veces desprovisto de realidad...
En nombre de algún Absoluto, la noción de Verdad absoluta y de Ser absoluto
resulta rechazada o sutilmente alterada.[18]
El interés de la
Iglesia por la filosofía no se deriva de una supuesta pretensión por contar con
una filosofía oficialmente cristiana.
Esta preocupación, por el contrario, procede del deseo de garantizar a la
filosofía un marco de actuación que le permita acercarse, con sus propios
métodos de investigación y con sus particulares reglas de actuación, a la
verdad, a lo verdaderamente absoluto. La filosofía que hace justicia con el
hombre, hace justicia con la Fe.
De poca ayuda sería una filosofía que no procediese a
la luz de la razón según sus propios principios y metodologías específicos[19], señala
la Fides et Ratio.
En cualquier caso, la
Iglesia sí tiene el cometido, y el mandato, de discernir cuándo una propuesta
filosófica concreta puede afectar negativamente a la comprensión correcta del dato revelado[20],
y, por ende, de la verdad que
plenifica al hombre.
La legitimidad de un
pluralismo filosófico expresado en las peculiares y originales concepciones de
filósofos y escuelas, no debe ser justificación, por otra parte, para dimitir
de esa tarea esclarecedora que le compete a la Iglesia como depositaria de la
Verdad Revelada. El pluralismo filosófico sitúa al Magisterio ante la
responsabilidad de juzgar si las ideas de una determinada corriente de
pensamiento son compatibles o no con las exigencias propias de la palabra de Dios y de la reflexión
teológica.[21]
Racionalismo,
fideísmo, escepticismo, nihilismo o relativismo son actitudes que obstaculizan
o impiden el alcance de la verdad objetiva. Si tal humus se introduce en
la reflexión teológica, puede producir, a veces sin conciencia plena de sus
efectos, un deterioro en la recta comprensión de Cristo como Absoluto.
Conviene recordar a
este respecto que Juan Pablo II alerta en la Fides et Ratio sobre las consecuencias de afrontar la temática
teológica, para hacerla supuestamente asequible, recurriendo a las afirmaciones y jerga filosófica más
recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer
eventualmente a la luz de la Tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho
de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de satisfacer las
exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.[22]
Estas posturas, en el
fondo, manifiestan que el trenzado filosófico en el que intentan sustentarse es
deudor de una pobre articulación entre lo absoluto y lo relativo. Explicitan, a
la vez, un cierto complejo de no indisponer a los demás con la predicación de
una Verdad Absoluta, la de Cristo, y de no contrariar a los otros con la
exposición de una Verdad Definitiva, cuando lo más frecuente es hacer de la
duda un lugar común.
Así, más parece que
algunos interpreten la Escritura a través del legado de las distintas escuelas
teológicas protestantes, tan próximas a las sugerencias de la filosofía
idealista; o que prediquen un Cristo meramente humano, insinuando por lo demás
que lo que es verdad para unos, no lo es para otros, en alusión al valor
dialogal sin reservas con otras confesiones.
La pluralidad
teológica no es inconveniente ni debe ser menospreciada, si se entiende como el
humilde intento de dar razones de la fe con las palabras propias del teólogo,
admitiendo que ha sido Dios el primero en hablarnos a través de su Hijo,
Palabra viva y absoluto lenguaje de salvación.
En su obra La verdad es sinfónica, Hans Urs von
Balthasar asegura que el acontecimiento de Pentecostés ha sido interpretado siempre por la teología
antigua como el prototipo del pluralismo verdaderamente universal, católico,
pero que hoy (que se cree haber descubierto el pluralismo por vez primera) se
ha olvidado casi por completo.[23]
En esa realidad
maravillosa de Pentecostés se contempla la legitimidad de la tarea
teológica: explicar la Palabra, la única Palabra, el Verbo absoluto, con la
expresión particular de cada uno, en total fidelidad a la Tradición y al
Magisterio.
El equívoco proviene
cuando esta legítima pluralidad teológica se concibe como excusa para dudar de
la objetividad de la Palabra, para hacer abstracción del Magisterio, para
reducir la Tradición a fórmulas exclusivamente válidas para etapas históricas determinadas,
bajo el manto de categorías derivadas de
otros sistemas filosóficos y religiosos, sin reparar ni en su coherencia
interna ni en su incompatibilidad con la fe cristiana.[24]
Se aprecia así, tal y
como se mostró anteriormente en lo que atañe a la filosofía, un desgajamiento
del Absoluto cristiano, relativizando contenidos de la fe y sombreando las
certezas de la Revelación.
En la base de las
actuales teologías del pluralismo religioso explicó en la presentación del
documento el cardenal Ratzinger- laten varios presupuestos ciertamente
preocupantes: la convicción de la inaprensibilidad y la inexpresabilidad
completa de la verdad divina; la actitud relativista ante la verdad; la
contraposición radical entre mentalidad lógica occidental y mentalidad
simbólica oriental; el subjetivismo exasperado de quien considera la razón como
única fuente de conocimiento; el vaciamiento metafísico del misterio de la
Encarnación; el eclecticismo de quien en la reflexión teológica asume
categorías filosóficas o religiosas incompatibles con la fe cristiana; la
tendencia a interpretar textos de la Escritura fuera de la Tradición y del
Magisterio de la Iglesia.
Estos postulados conducen a una consecuencia indudablemente errónea: el sustancial rechazo de la identificación
de la singular figura histórica, Jesús de Nazaret, con la realidad misma de
Dios, del Dios viviente[25],
tal y como se había apuntado más arriba.
Subyace en todas estas posturas la idea de que no es posible que el
Absoluto cristiano, Cristo, sea una realidad concreta, que pueda hacerse
presente en la historia. Los cánones filosóficos que subyacen en estas posturas
no permiten penetrar en el misterio de Cristo. Algunos de los exponentes de
este pluralismo religioso, aun admitiendo la divinidad de Jesús, aprecian que
la manifestación en Él del poder de Dios no es íntegra y que puede completarse
con otras posibles revelaciones divinas realizadas en los fundadores de las
religiones del mundo.[26] Quien rechaza la posibilidad del absoluto
hecho concreto, rechaza la posibilidad de un Dios encarnado y trágicamente- de
una salvación real y existencial ya en este mundo. "El hombre que quiere comprenderse a sí mismo hasta el fondo...- afirma la
Redemptor hominis, 10- debe, con su inquietud e
incertidumbre y también con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su
muerte, llegarse hasta Cristo".. «Se piensa que es único para
los cristianos afirma, refiriéndose a Cristo, el padre Mariasusai
Dhavamony, jesuita indio, profesor de Historia de las Religiones y del
Hinduismo en la Universidad Gregoriana de Roma-. Es importante para una
religión y no para las otras. Como Buda es único para los budistas. Proponer a
Cristo como único y absoluto Salvador universal equivaldría a presentarse en
modo intolerante. Y esto crea todavía un problema más a la mentalidad asiática
porque ellos ven la historicidad de Cristo y del cristianismo como un
"escándalo" porque cada aspecto histórico es concreto e ilimitado,
universal y, por tanto, propio de Dios. Se acepta un Cristo universal, más allá
de la historia y de la vida histórica del mundo, no como universal concreto».
Vistas las cosas desde esta perspectiva, con la equivocada apreciación
de que las otras religiones son complementarias de la fe cristiana, fácil es
colegir que Cristo y su Iglesia pueden no
tener el valor de necesidad absoluta.
De esta inadecuación objetiva de lo absoluto y lo relativo procede la
tesis de tan rabiosa actualidad- que achaca a la Iglesia el estar instalada en
el fundamentalismo, cuando lo único que hace es predicar la verdad histórica de
Cristo resucitado. Este fundamentalismo afectaría, por lo demás, a la debida
tolerancia religiosa y a la libertad de creencia.
De nuevo se invierten los términos y se desvía la focalidad de lo
esencial en los reflejos de lo accesorio.
Nada hay que objetar al diálogo sincero con otras culturas y
expresiones de religiosidad. Pero cuando el diálogo se convierte en un fin en
sí mismo y se pone en un plano de igualdad al mensaje de Cristo y a las
convicciones de los otros, se difumina la entraña propia del diálogo, que no es
sino ser camino para descubrir la
verdad, el proceso a través del cual se desvela al otro la profundidad
escondida de aquello que él ha experimentado en su experiencia religiosa, y que
espera ser completado y purificado en el encuentro con la revelación definitiva
y completa de Dios en Jesucristo.[27]
¿Es intolerante la Iglesia cuando expresa su fe en Cristo como único
camino de salvación? En absoluto, es la
garante de la libertad del hombre a la hora de optar por la fe, tal y como
proclama el Concilio Vaticano II. La recta tolerancia acepta lo que de santo y verdadero[28]
hay en las otras religiones y sólo se detiene ante la afirmación equívoca y
equivocada que mantiene que Dios o el
Absoluto se revelaría sobre innumerables nombres, siendo todos verdaderos[29].
Es decir, que no se puede olvidar que en las religiones están presentes, por
obra del Espíritu, semillas de verdad; pero, a la vez, a causa del pecado,
errores y mixtificaciones inconciliables con la Verdad cristiana.
V
Cristo es la piedra angular sobre la que reposa el edificio de la
Iglesia, la Verdad absoluta de la manifestación de Dios al hombre, la histórica
figura que con su Encarnación revela total, plena e íntegramente- el rostro de
Dios al ser humano.La economía
cristiana, como la alianza nueva y definitiva, nunca cesará; y no hay que
esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de
nuestro Señor Jesucristo.[30]
Cristo es el Verbo de Dios hecho hombre, unigénito del Padre,
engendrado, no creado, resucitado de entre los muertos. Bien es cierto que,
como fruto legítimo de la disolución del concepto de absoluto en el plano
filosófico y, en paralelo, en el marco teológico, estas definiciones de Cristo
están siendo relativizadas y su historicidad puesta en juego. Mas Él es el Logos encarnado y no uno de los tantos rostros que el Logos
habría asumido en el curso del tiempo para comunicarse salvíficamente con la
humanidad.[31] Jesús
es el Verbo encarnado, una sola persona
e inseparable..., Cristo no es sino Jesús de Nazaret, y éste es el Verbo de
Dios.[32]
Este Absoluto concreto, por el que entramos en la vida de la Trinidad
no es una abstracción inexistente, sino que está presente en la expresión más
viva de la experiencia de fe.
El Cristo predicado
por la Iglesia, sacramento de salvación, es el único salvador del hombre y lo
es para siempre. Sólo de este modo, teniendo
en cuenta este dato de fe, y meditando sobre la presencia de otras experiencias
religiosas no cristianas y sobre su significado en el plan salvífico de Dios,
la teología está hoy invitada a explicar si es posible, y en qué medida, que
también figuras y elementos positivos de otras religiones puedan entrar en el
plan divino de la salvación.[33]
¡Sugerente y sugestivo
reto, pues, planteado a la reflexión teológica para entrar en diálogo fecundo,
constructivo, bajo la guía del Magisterio, con el rico universo de las
religiones existentes en el mundo!
Cuán importante resulta, de este modo, la
serena reflexión sobre los contenidos teológicos, cristológicos o
eclesiológicos, efectuada bajo el recio anclaje de la consideración sobre lo
absoluto. Si se minusvalora, filosóficamente hablando, la noción de absoluto,
se puede trasladar la postura relativista, ecléctica, al discernimiento
teológico del misterio revelado en Cristo. Si a Cristo se le deja de predicar
como absoluto, a su Iglesia se la deja de entender como el sacramento de
salvación que guía al hombre, con la ayuda del Espíritu, a través del tiempo y
de la historia.
El depósito de la fe
es inalterable y el mandato del Señor inapelable: Id por todo el mundo y predicad el Evangelio.[34]
El anuncio del Reino, cuya dimensión escatológica llegará con la
recapitulación de todo lo creado en Cristo, es un deber ineludible que
interpela a todos los creyentes y les hace testigos de la Verdad. En esta Palabra definitiva de su revelación, Dios se ha dado a conocer
del modo más completo; ha dicho a la humanidad quién es. Esta autorrevelación
definitiva de Dios es el motivo fundamental por el que la Iglesia es misionera
por naturaleza. Ella no puede dejar de proclamar el Evangelio, es decir la
plenitud de la verdad que Dios nos ha dado a conocer sobre sí mismo.[35]
No deja de ser
sorprendente que gran parte de las corrientes filosóficas de esta época beban
en fuentes del siglo XVIII o XIX, lo que resulta asombroso en un momento en el
que la aceleración histórica deja obsoleto hoy el descubrimiento de ayer.
Estas corrientes del
pensamiento actual siguen ancladas en una cosmovisión y en una antropología
pretéritas, con un interés vaciado de reflexión sobre lo absoluto, indiferente
a la metafísica, lo que explica el bajo perfil axiológico de la mayoría de las
sociedades occidentales. Se quieren certezas pero no se busca lo absoluto: es como
si la investigación sobre el genoma humano se efectuase con el microscopio de
Cajal.
Hay que desprenderse
de esa ganga y retomar un horizonte de asombro ante lo creado y ante la
maravilla que entraña el hombre, imagen y semejanza de Dios. Modernas aproximaciones
a la verdad del ser humano, a su valor de persona, abren una vía esperanzadora
al desarrollo de concepciones filosóficas que vislumbran tras la dignidad del
hombre su fundamento absoluto en Dios.
Urge una filosofía
creativa, abierta a lo trascendente, que no persiga crear ideologías sino
proponer ideales. Para los cristianos, por ende, la noción de lo absoluto es
aún más ambiciosa: percibir que Dios nos ama y nos destina a ser testigos de su
compromiso con el hombre; ser conscientes, racional, creyentemente, de que
Cristo es el Universal concreto: el Absoluto necesario.
Pablo Domínguez Prieto
Teología
y Catequesis 2001(77)
[1] Joseph Ratzinger Contexto y significación
de la Declaración Dominus Iesus.
[2] Ibidem.
[3] Gaudium et Spes, nº 36.
[4]
Dominus Iesus, nº 4.
[5] Platón La República, X,.
[6] Diels nº 10.
[7] Ibid. nº 50.
[8] Platón Parménides, 137C.
[9] Aristóteles Metafísica, VIII. 60.
[10] Santo Tomás de Aquino De ente et essentia, c.6.
[11] Id. Suma Teológica, I, q. 2,a. 1.
[12] Meditaciones Metafísicas, Med. III; AI, IX-1.
[13] Ethica 1, def. III.
[14] Fides et Ratio, nº 17.
[15] Ibidem, nº 42.
[16] Ibidem, nº 46
[17] Ibidem, nº 47.
[18] José Siri, Getsemaní. Reflexiones sobre el movimiento teológico contemporáneo.
[19] Fides et Ratio, nº 49.
[20] Ibidem, nº 49
[21] Ibidem, nº 50
[22] Ibidem,
nº 87.
[23] Hans Urs von Balthasar La verdad es sinfónica. Aspectos del
pluralismo cristiano, c.10.
[24] Joseph Ratzinger Contexto y significación
de la declaración Dominus Iesus, nº 1.
[25]Ibidem, nº 1.
[26] Ibidem, nº 1.
[27] Ibidem, nº 1.
[28] Nostra Aetate, nº 2.
[29]Joseph Ratzinger Contexto y significación
de la declaración Dominus Iesus, nº 1.
[30] Dei Verbum, nº 2.
[31] Dominus Iesus, nº. 4.
[32] Redemptoris Missio, nº 6.
[33] Dominus Iesus, nº 14.
[34] Mc 10,15.
[35] Redemptoris Missio, nº 5.