Una Eclesiologia en torno a la presencia de Cristo en los cristianos realizada por el Espíritu Santo

 

   Pablo VI en su Encíclica Ecclesiam Suam resume así  el núcleo de la realidad sobrenatural de la Iglesia: “Bien sabemos que esto es misterio. Es el misterio de la Iglesia. Y que si en tal misterio, con la ayuda de Dios, fijásemos la mirada del alma, conseguiríamos muchos beneficios espirituales, aquellos precisamente de los que Nos creemos tiene ahora mayor necesidad la Iglesia. La presencia de Cristo, más aún, la misma vida de Cristo, se hará operante en cada alma y en el conjunto del Cuerpo místico mediante el ejercicio de la fe viva y vivificante, según la palabra ya mencionada del Apóstol: Habite Cristo por la fe en vuestros corazones  (Eph 3,17)”[1]. Es claro que esa realidad se inicia con la celebración del bautismo, pero alcanza su plenitud en la Eucaristía

 

La Iglesia se forma entorno a la Presencia de Cristo, para decirle en términos muy generales. Esta Presencia adquiere modalidades  muy variadas que están unificadas como en su  cima y en su fuente en la especial forma de presencia propia de la Eucaristía. También podemos decir que el Espíritu Santo (inseparable de Cristo) es el artífice de esa multímoda presencia de Jesús Salvador. En palabras de Juan Pablo II: “El Espíritu Santo es el principio vital de la Iglesia, íntimo pero transcendente. El es el Dador de la vida y de la unidad de la Iglesia, en la línea de la causalidad eficiente, es decir, como autor y promotor de la vida divina del Corpus Christi [2].

  

San Pablo exclama «todos vosotros sois uno en Cristo» (Gal 3, 28).  De modo que, «en Cristo», es decir, desde el punto de vista de la nueva vida -divina- que anima al cristiano, no hay discriminación posible:  «ya no hay diferencia entre judío y griego, ni entre esclavo y libre, ni entre varón y mujer, ya que todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Ib.). Incluso «vuestros cuerpos son miembros de Cristo» (1 Cor 6, 15).  Por eso deben guardarse limpios, puros, santos.  La Iglesia no es otra cosa que el cuerpo de Cristo (Col 1, 24), tan íntima es la unión y tan recio el amor que enlaza la Iglesia con su fundador Cristo. «Vosotros sois el cuerpo de Cristo y miembros de los demás miembros» (1 Cor 12, 12).

San Cirilo de Alejandría  resume el misterio profundo de la Iglesia  en torno a la Trinidad: “si seguimos por el camino de la unión espiritual; habremos de decir que todos nosotros, una vez recibido el único y mismo Espíritu, a saber, el Espíritu Santo, nos fundimos entre nosotros y con Dios. Pues aunque seamos muchos por separado, y Cristo haga que el Espíritu del Padre y suyo habite en cada uno de nosotros, ese Espíritu, único e indivisible, reduce por sí mismo a la unidad a quienes son distintos entre sí en cuanto subsisten en su respectiva singularidad, y hace que todos aparezcan como una sola cosa en sí mismo.

       Y así como la virtud de la santa humanidad de Cristo hace que formen un mismo cuerpo todos aquellos en quienes ella se encuentra, pienso que de la misma manera el Espíritu de Dios que habita en todos, único e indivisible, los reduce a todos a la unidad espiritual”.[3]

San León Magno  expresa  perfectamente esta idea: “Es indudable, queridos hermanos, que la naturaleza humana fue asumida tan íntimamente por el Hijo de Dios, que no sólo en Él, que es primogénito de toda criatura, sino también todos sus santos, no hay más que un solo Cristo [sed etiam in omnibus sanctis suis unum idemque sit Christus] ...    (...) Aunque no es propio de esta vida, sino de la eterna, el que Dios lo sea todo en todos, no por ello deja de ser ya ahora el Señor huésped inseparable de su templo que es la Iglesia, de acuerdo con lo que él mismo prometió al decir: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. [4]

 

San Agustín se deleita explayando esta gozosa realidad (sobre todo en sus comentarios a los Salmos): «nosotros también somos Él, porque somos sus miembros, porque somos su cuerpo, porque Él es nuestra Cabeza, porque el Cristo total es Cabeza y Cuerpo» (Sermo 133).[1] «Todos los hombres son un hombre en Cristo, y la unidad de los cristianos constituye un solo hombre» (In Ps 39). «Y este hombre es todos los hombres y todos son este hombre, pues todos son uno, puesto que Cristo es uno» (In Ps 127). «En este hombre único se resumió toda la Iglesia por el Verbo» (In Ps 3).  Y así sucede en la Iglesia que «Cristo predica a Cristo» (Sermo 354, l). ¡Qué bueno y necesario es que en la Iglesia no lo olvide ni quien predica ni quien escucha!.  No hay superioridad entre el que predica y el que escucha, porque todos son Cristo.

Un texto que durante un tiempo fue atribuido a Santo Tomás ,      describe de un modo admirable la capitalidad de Cristo sobra toda la Iglesia como quien la preside, la inhabita y la gobierna: et vidi in dextera, idest Filio, per quem Pater omnia fecit  (joan. 1), omnia per Ipsum facta sunt sedentis, scilicet Patris per praesidentiam, inhabitationem et gubernationem,super thronum, scilicet Ecclesiam[5]

No hay que pensar ni de lejos -al tratar de la inmanencia recíproca entre Cristo y el cristiano-, en una especie de «absorción» o aniquilamiento de la personalidad del cristiano. ¡Cómo podría aniquilarla quien la ha creado a su imagen y semejanza, para la eternidad! Lo que quiere es salvarla y glorificarla con la misma gloria del Hijo unigénito del Padre.  Dios es precisamente el creador de las personas y las personalidades, de la libertad y de las libertades.  Cuanto mayor es la unión con Cristo, más vigorosas, íntegras y distintas aparecen las personalidades de los santos.  En Cristo todo es ganancia y en Él se alcanza al mismo tiempo la más auténtica y real liberación junto con la personalidad más plena; sólo es pérdida lo que nos aleja de Cristo.

La incorporación a Cristo, lejos de ser pérdida es riqueza.  Al extremo de que, como dice Tomás de Aquino, «el Bautismo nos incorpora a la Pasión y Muerte de Cristo, de tal manera que la Pasión de Cristo, en la que cada persona bautizada tiene una parte, es para todos un remedio tan efectivo como si cada uno hubiese sufrido y muerto él mismo»[6].

Por eso Pablo puede decir que por el Bautismo hemos muerto-con Cristo, y hemos sido co-sepultados, co-resucitados con Cristo co-sentados con Él a la diestra del Padre[7].  Y ya se ve, el Apóstol, con mirada profética, sentado con Cristo junto al Padre «aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio vida juntamente en Cristo y nos resucitó con Él, y nos hizo sentar sobre los cielos en la Persona de Jesucristo» (Ef 2, 56).

 Una Eclesiología centrada en Cristo encuentra la propia razón de ser de la misma Iglesia en la tarea de acompañar al hombre en cuyo interior se ha producido el encuentro con Cristo: ” La Iglesia desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella”[8].  La centralidad de Cristo es simultánea con la centralidad más oculta del Espíritu, Quien sitúa a Cristo en el corazón de los creyentes y, al mismo tiempo, es dado por Cristo desde el Padre. Juan Pablo II comenta igualmente la presencia del Espíritu en toda la Iglesia: “En Él, en el Espíritu Santo, la vida de la Iglesia alcanza profundidades y dimensiones insospechadas. Sentir y vivir la presencia del Paráclito y de sus dones es una característica peculiar de la tradición oriental, cuya profunda doctrina pneumatológica constituye una riqueza preciosa para toda la Iglesia.” [9]

 

El Espíritu  y la actualización  del misterio de Cristo en el hodie de la celebración litúrgica

 

Volvamos ahora nuestra mirada hacia el ultra tempus en que se sitúa la Humanidad glorificada de Cristo. Este sintagma aparece en dos puntos del Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 645 y 646). Se completa con otra idea contenida en el n. 1085:“...todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente”[10]. De un modo semejante a como el Espíritu Santo hizo presente ex Maria Virgine una humanidad concreta  y la unió hipostáticamente al Verbo, el mismo Espíritu derramado desde la Humanidad glorificada de Cristo sobre la Iglesia hace presente de modo suprasensible  a esa misma Humanidad glorificada de Cristo y a toda su obra redentora  en el hoy de la liturgia[11]. El Misterio Pascual es el compendio de todos los acta et passa Christi desde su Encarnación hasta su Ascensión a los Cielos. En la actualización del Misterio Pascual de Cristo está la actualización  de todo el curso de su paso por la tierra en el tiempo histórico, curso que fue histórico y, al mismo tiempo, transcendente  a la historia, partícipe de la eternidad del Verbo[12]  Cada vez que el Espíritu Santo es invocado en la Iglesia siguiendo un mandato del Señor lo que aconteció  una sola vez (semel) es rememorado (memorial, anámnesis) y representado (actualizado)[13]

 

La presencia de Cristo y el Espíritu en la estructura jerárquica de la Iglesia

Una aclaración es necesaria antes de proseguir en este trabajo. Es frecuente nombrar a  Cristo y al Espíritu Santo, como Personas siempre unidas, ambas enviadas por el Padre en una misión doble, conjunta, inseparable y mutuamente implicada. Pero sabemos    que el Padre siempre está presente en  la  misión conjunta como Quien envía, siempre está presente en las Personas de su Hijo y  del Espíritu de su Hijo Encarnado y Glorificado.

Al hablar de la “estructura jerárquica de la Iglesia”  es conveniente   recordar que lo substantivo de tal estructura  son las personas que la sustentan; la estructura es una peculiar comunión  que las une entre sí y con el sucesor de Pedro, pero como tal estructura carece de subsistencia propia.

Me parecen sumamente útiles para nuestro propósito   los lineamenta para el futuro el sínodo de los Obispos. No constituyen por sí ningún acto de magisterio pero indican un método de trabajo y una eclesiología comúnmente aceptada.

 El Ministerio del Obispo con relación a la Trinidad Santa

 

Cito de los referidos lineamenta los nn. 27-29.

“27.       Toda identidad cristiana se revela al interior del misterio de la Iglesia como misterio de comunión trinitaria en tensión misionera. También el sentido y el fin del ministerio episcopal se debe entender en la Ecclesia de Trinitate, enviada a amaestrar a todas las gentes y a bautizarlas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf. Mt 28, 18-20).

Por ello, en las relaciones entre cada uno de los obispos y los fieles de la Iglesia particular que han sido confiados a su cuidado, se deben reflejar las relaciones entre las personas divinas de la Trinidad en la unidad: en el Padre está la fuente de la autoridad, en el Hijo está la fuente del servicio y en el Espíritu está la fuente de la comunión. Así, “la palabra comunión nos lleva hasta el manantial mismo de la vida trinitaria (cf. Jn 1,3), que converge en la gracia y en el ministerio del episcopado. El obispo es imagen del Padre, hace presente a Cristo como Buen Pastor, recibe la plenitud del Espíritu Santo de la que brotan enseñanzas e iniciativas ministeriales para que pueda edificar, a imagen de la Trinidad y a través de la palabra y los sacramentos, esa Iglesia, lugar de donación de Dios a los fieles que le han sido confiados”.(43)

El Ministerio Episcopal en Relación a Cristo y los Apóstoles

28. El ministerio episcopal se configura en la Iglesia como ministerio en la sucesión apostólica. El testimonio ininterrumpido de la Tradición reconoce en los obispos aquellos que poseen el “sarmiento de la semilla apostólica”(44) y suceden a los apóstoles como pastores de la Iglesia.

Ciertamente los Doce son únicos como testigos del misterio del Verbo encarnado, crucificado y resucitado. Pero en el tiempo que transcurre entre la Pascua del Señor y su venida gloriosa, después de haber desaparecido los Apóstoles, son los obispos los que heredan la misión. Enraizados, por la fuerza del sacramento del Orden, en el eph’apax apostólico, son revestidos de una exousía que, vivida en comunión con el Sucesor de Pedro, “tiene como finalidad dar continuidad en el tiempo a la imagen del Señor, formada por toda la Iglesia, pero cuidando específicamente que no se alteren sus rasgos esenciales y sus facciones específicas, que hacen que sea única entre todas las de la tierra”.(45)

29.       Ministros de la apostolicidad de toda la Iglesia por voluntad del Señor y revestidos de la potencia del Espíritu del Padre que rige y guía (Spiritus principalis), los obispos son sucesores de los Apóstoles no solamente en la autoridad y en la sacra potestas, sino también en la forma de vida apostólica, en los sufrimientos apostólicos por el anuncio y la difusión del Evangelio, en el cuidado tierno y misericordioso de los fieles que les han sido confiados, en la defensa de los débiles y en la constante atención al pueblo de Dios.

Configurados en modo particular a Cristo mediante la plenitud del sacramento del Orden y hechos partícipes de su misión, los obispos lo hacen sacramentalmente presente y por esto son llamados “vicarios y legados de Cristo” en las Iglesias particulares que presiden en su nombre.(46) De hecho, por medio de su ministerio el Señor Jesús sigue anunciando el Evangelio, difundiendo en los hombres la santidad y la gracia mediante los sacramentos de la fe y guiando al pueblo de Dios en la peregrinación terrena hasta la felicidad eterna”.

Hasta aquí el texto de los lineamenta. Sea cual fuere la redacción definitiva de la Exhortación apostólica que seguirá a este sínodo queda claro un planteamiento de base en el que la Iglesia es considerada como una presencia de la Trinidad en los cristianos, como una presencia destacada de Cristo en todos los fieles y de un modo peculiar de una presencia suya como Cabeza  mediante una minoría de ministros sagrados.  

 

La presencia de Cristo y del Espíritu Santo en los ministros sagrados

El Espíritu Santo, Espíritu de Jesús, actúa de un modo especial en los ministros sagrados, capacitándolos para actuar in nomine et in persona Christi en la acción litúrgica (y no sólo en la liturgia). El Catecismo de la Iglesia Católica expresa esta idea con claridad: “ El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial (LG 10) está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona (cf Jn 20,21-23; Lc 24,47; Mt 28,18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos”.[14]

Estas palabras del Catecismo describen como un doble paso: primero, desde los actuales ministros sagrados a los Apóstoles; segundo, de los  Apóstoles al mismo Cristo fuente y fundamento de los sacramentos. Los Apóstoles aparecen como mediando permanentemente entre Cristo y  los actuales obispos y presbíteros. El Cristo presente en los Apóstoles se hace presente en los sucesores de los Apóstoles.  Esta idea, no reflexionada temáticamente, está implícita en el Prefacio I de Apóstoles: “porque no abandonas nunca a tu rebaño (se dirige al Padre), sino que por medio de los santos Apóstoles lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio”.[15]

San León Magno escribe: “Si bien fue a Pedro a quien dijo (Jesús) principalmente: Apacienta mis ovejas, sólo el Señor es quien controla el cuidado de todos los pastores, y alimenta a los que acuden a la roca de su Iglesia con tan abundantes y regados pastos, que son innumerables las ovejas que, fortalecidas con la suculencia de su amor, no dudan en morir por el nombre del pastor, como el buen Pastor se dignó ofrecer su vida por sus ovejas”[16]

También en el Catecismo aparece esta idea de la actuación de Cristo “presente” en  los Apóstoles y en sus sucesores:”Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia: Yo, por mi parte, dispongo el Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Lc 22, 29-30).[17]

Ya anteriormente  Pio XII señalaba una actuación directa de Cristo sobre los pastores que gobiernan su Iglesia:“También directamente y por sí mismo nuestro divino Salvador gobierna y rige la sociedad por él fundada [...]. Con este gobierno interior no sólo tiene cuidado de cada uno en particular como Pastor y guardián de nuestras almas (I Pdr 2, 25), sino que, además, mira por toda la Iglesia, ya sea iluminando y fortificando a sus jerarcas para que cumplan fiel y fructuosamente sus respectivos cargos, ya sea en circunstancias muy graves sobre todo suscitando en el seno de la madre Iglesia, hombres y mujeres insignes por su santidad, a fin de que sirvan de ejemplo a los demás cristianos para acrecentamiento de su Cuerpo místico.”[18]

 

 

La presencia de Christus caput en la actuación de los pastores

A todos los candidatos al sacerdocio se les recuerda que el Sacramento del Orden "los configura con Cristo Cabeza y Pastor, Siervo y Esposo de la Iglesia”[19]. Esta configuración es un verdadero carisma estable. Si se olvida el origen sacramental de la potestad sagrada fácilmente puede predominar una visión meramente jurídica, ajena al Espíritu. Por ello carece de fundamento teologal la contraposición jerarquía-carisma, puesto que el orden jerárquico ya es un carisma. Con palabras de Juan Pablo II, “los ministros -en la una sucesión apostólica nunca interrumpida- reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (impersonando a Cristo Cabeza), y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los Sacramentos” [20].

Junto al carisma de la jerarquía conviven en la Iglesia una multitud de carismas variados (cuyo último criterio de autenticidad es el sometimiento al carisma jerárquico). “Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo”.[21] En la complementariedad entre ambos órdenes carismáticos pueden darse tensiones coyunturales por la flaqueza humana, pero en clave sobrenatural todas las crisis son superables.

Como dice el Papa: “Entre los dos grandes caminos del Espíritu, el directo, de carácter más imprevisible y carismático, y el mediato, de carácter más permanente e institucional, no puede haber oposición real. Ambos proceden del mismo Espíritu. En los casos en que la debilidad humana encuentre motivos de tensión y conflicto, es preciso atenerse al discernimiento de la autoridad, a la que el Espíritu Santo asiste con esta finalidad (cf. 1 Co 14, 37)[22]”. 

 

Por esta razón jamás encontraría justificación el que alguien con un carisma especial prescinda de la jerarquía o que ignore sus orientaciones pastorales. " Sería ir contra la naturaleza misma de la Iglesia y de la vida consagrada reivindicar, por parte de los religiosos y de sus instituciones, una especie de paralelismo, traducido en una pastoral o en un magisterio paralelos. Sería también erróneo pensar que los religiosos, por su vocación eclesial, están investidos de una función profética, de la que carecerían los pastores de la Iglesia, contraponiendo así el carisma de la vida consagrada a la institución jerárquica, y el profetismo de los religiosos a la misión de los obispos o al mismo carácter profético de la vocación laical”.[23] 

 

Ya Pablo VI advirtió del peligro de un desprecio de la Iglesia real, jerárquica, prefiriendo como alternativa una realidad eclesial en conexión inmediata con el Espíritu: "No nos engañe el criterio de reducir el edificio de la Iglesia, que ha llegado a ser grande y majestuoso para la gloria de Dios, como templo suyo magnífico, a sus iniciales y mínimas proporciones, como si éstas fueran solamente la verdadera Iglesia por vía carismática, como si fuese nueva y verdadera la expresión eclesiástica que naciese de ideas particulares, fervoro­sas sin duda y a veces convencidas de gozar de divina inspiración, introduciendo así arbitrarios sueños de artificiosas renovaciones en el esquema constitutivo de la Iglesia"[24].

 El  monofisismo y el nestorianismo eclesiológicos

El Concilio Vaticano II, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, desarrolla la imagen de Cuerpo de Cristo, la desarrolla y la precisa: Cristo “nos dio su Espíritu, que es el único y el mismo en la Cabeza y en los miembros. Este de tal modo da vida, unidad y movimiento a todo el cuerpo, que los Santos Padres pudieron comparar su función a la que realiza el alma, principio de vida en el cuerpo humano”[25].

“Esta relación del Espíritu con la Iglesia nos orienta para que la comprendamos sin caer en los  dos errores opuestos, que ya la Mystic  Corpori  Christi  señalaba: el naturalismo eclesiológico, que se detiene  unilateralmente en el aspecto visible, llegando a considerar la Iglesia como una simple institución humana; o bien, por el contrario, el misticismo eclesiológico que subraya la unidad de la Iglesia con Cristo, hasta el punto de considerar a Cristo y a la Iglesia como una especie de persona física. Se trata de dos errores que tienen  una analogía, como ya subrayaba León XIII en la Encíclica Satis cognitum, con dos herejías cristológicas: el nestorianismo, que separaba las dos naturalezas en Cristo, y el monofisismo que las confundía. El Concilio Vaticano II nos proporcionó una síntesis que nos ayuda a captar el verdadero sentido de la unidad mística de la Iglesia,   presentándola como “una realidad compleja en la que están unidos el elemento divino y el humano” (Const, Lumen gentium, 8)[26].

El monofisismo eclesiológico es una óptica selectiva, contraria al buen sentido de la realidad y a la propia fe, que lleva a ver de un modo inmediato a la persona de Jesucristo Cabeza en cualquier persona ordenada in sacris e integrada en la estructura jerárquica de la Iglesia; no sólo a la persona sino a cada uno de sus actos y, por tanto, llevaría a considerar de origen divino inmediato cualquier aspecto normativo de la vida eclesiástica. Esta óptica coincide en muchos casos con un modo de hablar piadoso que está bien considerado e, incluso, aconsejado en la literatura  espiritual.  El campo de la fe que está bien precisado por un Magisterio cada vez más cuidadoso se ampliaría a una zona  casi supersticiosa o de vana observancia, de peligrosa credulidad ingenua[27]

En un extremo opuesto estaría  el nestorianismo eclesiológico, según el cual lo humano en la Iglesia ocuparía casi todo el  campo de nuestra consideración quedando relegada a un nivel ínfimo, cuando no existente, la  presencia actuante de la Trinidad. La Iglesia sólo serían personas humanas unidas por algo común de naturaleza exclusivamente humana, infrahistórica, temporal, intramundana.

La  Comisión Teológica Internacional en sus Documenta (1969-1985) dedicó el  Capítulo 13 (correspondiente a 1984) a “Temas selectos de Eclesiología”. Uno de sus párrafos nos puede servir como un guión para ulteriores desarrollos: “La analogía con el Verbo encarnado permite afirmar que  este ‘instrumento de salvación’, que es la Iglesia, debe ser comprendido de tal manera que se eviten dos excesos característicos de dos herejías cristológicas de la antigüedad. Así se podría, por una parte, descartar una especie de ‘nestorianismo’ eclesial para el cual no existiría ninguna relación substancial entre el elemento divino y el elemento humano. Inversamente sería posible guardarse también de un ‘monofisismo” eclesial para el cual en la Iglesia todo estaría ‘divinizado’, sin que exista espacio para los límites, los defectos o las faltas de organización, fruto de los pecados y de la ignorancia de las personas. La Iglesia es un sacramento ciertamente, pero no al mismo nivel y con la misma densidad en todas sus actividades. Baste recordar aquí, ya que volveremos sobre el tema Iglesia-sacramento, que la liturgia constituye el campo en el que la sacramentalidad de la Iglesia actúa y se expresa con más potencia. A continuación se coloca el ministerio de la Palabra en sus formas más altas. Finalmente viene el campo en el que se ejercita la función pastoral con la autoridad canónica o poder de gobierno. Se sigue que la legislación eclesiástica, aunque tiene su fuente en una autoridad cuyo origen es divino, no puede  evitar ser influenciada, en una medida variable, por la ignorancia y el pecado. En otros términos, la legislación eclesiástica no es ni puede ser infalible. Lo que, como es claro, no significa que no tenga importancia en el misterio de la salvación. Negarle toda función positivamente salvífica equivaldría, a fin de cuentas, a restringir la  sacramentalidad de la Iglesia a solos los sacramentos y, por ello, a debilitar la visibilidad de la Iglesia en la vida cotidiana”[28]

 

El ordo ierarchicus integrado por personas humanas

 

La distinción entre el carácter sacramental y la gracia ha sido siempre clarificadora para entender por una parte las exigencias de la vida cristiana y, por otra, para comprender sin escándalo la incoherencia  entre la fe y la vida que con  más facilidad advertimos en los demás que en nosotros mismos. El carácter “pide” un comportamiento adecuado al rango sacramental adquirido (para un bautizado ser santo, para un sacerdote ser un icono de Cristo Sacerdote) y la “gracia sacramental” es  el conjunto de dones divinos que capacitan para el comportamiento debido.

En el caso de los ministros sagrados esta distinción y, a la vez, exigencia mutua de ambos elementos adquiere especial dramaticidad. El obispo, el presbítero, el diácono tienen funciones públicas en el seno de la Iglesia. La unción recibida les constituye en  representantes de Cristo Cabeza, en un orden preciso, a los ojos de sus hermanos. En determinadas actuaciones Cristo mismo actúa en el Espíritu Santo a través de ese instrumentos suyos (de modo especial en la celebración eucarística, en la celebración de los demás sacramentos, pero también en el servicio de la Palabra y en el servicio de la Comunión). Los fieles hemos de procurar ver siempre con los “ojos de la fe” esa vicariedad viviente de Cristo Sacerdote, Maestro y Pastor en sus hermanos constituidos en el orden sagrado. Además hemos de captar siempre con los mismos ojos de la fe la estructuración orgánica que les une en comunión jerárquica entre sí y con el Sucesor de Pedro. El obispo que rige una iglesia particular en comunión con el Papa y los demás miembros del Colegio Episcopal es realmente un “vicario de Cristo” para los fieles que le están encomendados.

Un párroco debe ser visto con los ojos de la fe como un “vicario del Obispo”, como el pastor legítimo de una porción de la  iglesia particular.  Dentro de la misma lógica de le fe un pastor con misión canónica debe ver en sus hermanos el Cristo “complementario”. No son sus súbditos  ni constituyen  un voluntariado obediente ante  toda clase de iniciativas que le puedan venir a la mente. Son sus hermanos a quienes debe servir desde su ministerio para  que ellos puedan ejercer su peculiar participación en los munera Christi. Pero esa misma visión de   fe no lleva a sustituir una realidad creada, perteneciente a orden de la naturaleza, en otra realidad ficticia  como sería suponer que la unción  peculiar del orden sagrado ha  sustituido la “persona” concreta y la “naturaleza humana” concreta del sujeto en un ser “celestial”.  Permanece dentro de ese nuevo revestimiento de Nuestro Señor Jesucristo el mismo sujeto de la víspera de su ordenación, permanece bajo la capacidad de actuar de determinados momentos in persona et nomine Christi el mismo hombre débil de siempre. Esa realidad no deben olvidarla nunca sus hermanos y mucho menos el propio interesado.  En el Evangelio de San Mateo podemos  seguir un proceso interior en la persona de Pedro. Jesús le confiere el poder de las llaves y a continuación comienza a hablar de su futura Pasión y Muerte; Pedro se cree autorizado a  corregir al Maestro y recibe de Jesús  un enérgico rechazo, comparable a su respuesta en el desierto a las tentaciones del demonio. También en el caso del Pedro imprudente Jesús emplea el “Apártate de Mí, Satanás”. Sin embargo, la  elección y la promesa siguen en pie. En la última cena, Pedro asegura al Señor estar dispuesto a dar su vida por Él antes de negarle; Jesús, previsor, le anuncia su futura cobardía. San Juan nos recoge el encuentro entre Jesús y quien  va a pastorear la Iglesia entera en su Nombre. A la humildad de Pedro Jesús responde con la efectiva entrega del poder de las llaves. El sujeto humano sigue siendo el mismo y se manifestará más tarde la debilidad humana de Pedro cuando no sabe resolver con fortaleza la tensa situación creada entre los dos bandos de la naciente Iglesia, los judaizantes y  los nuevos cristianos procedentes directamente de la gentilidad. Será Pablo en este caso quien reprenda abiertamente a Pedro por su  simulación  y ambigüedad  que ponían en peligro el futuro de toda la Iglesia.  La historia del primer Pedro debe estar presente en todos los pastores y fieles de la Iglesia  en cualquier época.

Un pastor en la Iglesia debe tener una conciencia psicológica y espiritual  clara y realista de quién es él en realidad y quién es Aquél a quien representa, con cuya potestad participada actúa (siempre en un nivel concreto). Sabrá distinguirse del Señor a quien sirve sin dejar de mirarle y de asirse a Él como hizo Pedro en el recinto pequeño de una barca: Apártate de mí , Señor (¡pero no lo hagas!) , porque soy un pobre pecador[29]. Hay toda una teología espléndida sobre el  sacerdocio en sus diversos grados  que debe servir  a los interesados como acicate en la  búsqueda de la santidad y del recto ejercicio de la propia función, pero no deja de plantearse un peligro sutil de soberbia que llevaría a  quienes no tuvieran conciencia clara de  la alteridad  permanente de Otro, a usurpar lo ajeno, a sobrepasarse en  sus atribuciones, a abusar de la confianza puesta en ellos por sus hermanos, a  crecer en un egocentrismo extraño y pernicioso para la Comunión en el seno de la Iglesia.

Resulta espléndida la reflexión que ofrece el Santo Obispo de Hipona para que sepan responder los fieles a las acusaciones de que su obispo había sido pecador: ”Agustín es obispo en la Iglesia  Católica; él lleva su carga, de la que ha de dar cuenta a Dios. Lo conocí entre los buenos. Si es malo, él lo sabe; si es bueno, ni siquiera en él he depositado mi esperanza. Porque lo primero   que he aprendido en la Iglesia Católica es a no poner mi esperanza en un hombre” [30] Los fieles, por su parte, deben saber todo esto. Lo saben por experiencia casi siempre, pero hay que hablar más claro. Una fe madura incluye la capacidad de conocer desaciertos personales en la conducta de un pastor sin que ello altere la fe en su integridad, incluida la fe en el Sacramento del Orden. También la caridad obliga a un especial esmero para proteger con delicadeza la fragilidad de la vasija que guarda el rico tesoro.

 

Siempre se mantiene una alteridad entre el Espíritu Santo y el cristiano. La relación es, por tanto, dialógica: se trata de un yo-tú recíproco. En esa relación puede manifestarse situa­ciones muy variadas. Desde una docilidad plena por parte de la criatura hasta una resistencia obstinada. Entre ambos extremos hay toda una gama de actitudes: la reticencia, el forcejeo, el intento de desentenderse, etc. Esa misma actitud ante el Paráclito se resuelve en idéntica postura ante los requerimientos de Cristo y del Padre, puesto que siempre hay una unidad de voluntad en Dios (y la voluntad humana de Cristo quiere lo que quiere esa única voluntad divina). San Pablo dice: “no contristéis al Espíritu Santo”. Y también “no resis­táis al Espíritu Santo”. Otras veces: “El Espíritu Santo nos prohibió”, “mandados por el Espíritu Santo”.

Es claro que en el estado de viator la libertad humana tiene la posibilidad de no secundar el querer de Dios... y de pecar. Los hermosos títulos de teóforos, cristóforos y pneumatóforos pueden convertirse en graves cargos

contra quienes los deten­tan de modo ingrato o cruel. Esta posibilidad no es una teoría abstracta sino que forma parte de la experiencia personal de todo cristiano y también forma parte de la conciencia de la misma Iglesia en cuanto realidad divina sustentada en sujetos humanos. La petición Ne respicias peccata nostra sed fidem Ecclesiae tuae está en la base de toda la oración  de la Iglesia. Cualquier celebración litúrgica comienza siempre con un acto penitencial. El reconocimiento público de nuestra condición pecadora y la petición humilde de perdón  constitu­yen la primera parte obligada en toda asamblea litúrgica, es decir, jerárquicamente constituida, cuando invoca a Dios Padre y ella misma en nombre de Cristo, cooperando el Espíritu Santo, se dispone a recordar y vivir en presente el misterio pascual de Cristo. En esos acontecimientos de la Sagrada Litur­gia en los que la Iglesia es más ella misma, ahí precisamente, comienza por reconocer nuestra condición pecadora, sin que nadie de los presentes pueda apelar contra el plural empleado en los textos litúrgicos alegando ser una excepción. Ninguno podría protestar en nombre de la conciencia individual contra la invitación a hacerle confesar yo pecador

Es necesario acentuar la importancia de este hecho después de la larga meditación mantenida hasta ahora sobre la presencia de la Trinidad en la comunidad eclesial y en cada uno de sus fieles. El olvido de la condición pecadora del viator nos llevaría a situarnos en una perspectiva monofisita de la Iglesia.    El misterio de comunión que estamos considerando  sería  transparente si todos los cristianos fuéramos santos. Ya lo dijo San  Juan Damasceno: ” Cristo  nos ha dejado para que fuésemos como lámparas; para que nos  convirtiéramos en maestros de los demás; para que actuásemos como  fermento: para que viviéramos como ángeles entre los hombres,   como adultos entre los niños, como espirituales entre gente solamente racional; para que fuésemos semilla; para que   produjéramos fruto. No sería necesario abrir la boca, si nuestra  vida resplandeciera de esta manera. Sobrarían las palabras, si    mostrásemos las obras. No habría un solo pagano, si nosotros fuéramos verdaderamente cristianos.                               

                                                                       

 

 

Convendrá hacer una aclaración al llegar a este punto. El recurso a un pretendido monofisismo y un pretendido nestoria­nismo eclesiológico no es un invento de teólogos sino que es sugerido en documentos del magisterio pontificio de este siglo. Hablando con propiedad ambas herejías sólo se dan al malinterpretar la integridad y la simultaneidad de las natura­lezas divina y humana de Cristo en la unidad de la Persona del Verbo. El Concilio de Calcedonia marcó un hito definitivo en la inteligencia del misterio del Salvador. Confesamos que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Lo confesamos no sólo cuando estaba en la tierra sino ahora y siempre en su Gloria. La naturaleza humana de Cristo transformada por el Espíritu Santo es para siempre verdaderamente humana, no mezclada ni confundida o absorbida por la divinidad. Cristo hecho Espíritu vivificante, en expresión paulina, permanece para siempre verdadero Dios y verdadero hombre. Quizá en algunas representaciones piadosas se incurra en una especie de  monofisismo cristológico pospascual. Pero eso es contrario a la fe y a la misma vida sacramental. El Corpus y el Sanguis Christi nos unen a Cristo humano glorificado. Su Santísima Humanidad es el instrumentum coniunctum Verbi a través del cual Dios se nos da. La antigua plegaria Anima Christi santifica me nos sitúa ante lo más constitutivo

de la condición humana, su alma.

 

 

Un resumen de las ideas vertidas en este artículo puede ser el siguiente. La Trinidad se hace presente en cada uno de los cristianos según el orden de la misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo. La Iglesia es realmente el Cuerpo de Cristo, porque en cada cristiano está Cristo –supuesta la gracia- con su Humanidad Santísima. Sin embargo, permanece la alteridad entre Cristo y cada persona creada.

Hay una presencia de Cristo en cada hermano, y en todos un solo Señor quiere servir a los demás, venciendo la opacidad de la flaqueza humana, para integrarnos en un Cristo total. Por el orden sagrado, a través de algunos cristianos, Cristo Cabeza sigue presidiendo la edificación de su Cuerpo. La percepción de Cristo en los demás y, de un modo particular, la percepción de Cristo Cabeza en los pastores legítimos de la Iglesia es correcta y conforme con la fe. Sin embargo, sería errónea una percepción de la Iglesia en la que fuera negada la realidad permanente de los sujetos humanos y la realidad del pecado. Y cuando desaparezca el pecado y la vanidad de esta vida, la identidad personal de cada cristiano participará de la eternidad divina.

 

Jorge Salinas

 

Madrid, 1.4.01

 

 



[1] Pablo VI: Enc. Ecclesiam suam, n. 13

[2] Juan Pablo II: Audiencia general, 28-11.1990, n.4.

[3] Sermón del comentario de san Cirilo de Alejandría, obispo, sobre el evangelio de san Juan(Libro 11, cap. 11: PG 74, 559-562)12 sobre la pasión del Señor, 3, 6-7: PL 54, 355-357).

[4]  San León Magno: Sermón 12 sobre la Pasión del Señor, 3, 6-7: PL 54, 355-357)

[5]  SUPER APOCALYPSIM II "Vox Domini"   CP05

 

[6] STh III, 69, 2

[7] cf. Rom 6, 3-14

[8] Juan Pablo II: Enc. Redemptor hominis, 13.

[9] Juan Pablo II: Carta Euntes in mundum, n.11

 

[10] quidquid Ipse (Christus) pro omnibus hominibus fecit et passus est, aeternitatem participat divinam et sic omnia transcendit tempora et praesens efficitur”.

[11] En el centro de la liturgia estará siempre Cristo, como autor de la salvación proyectado por el Padre y revelada por el Espíritu Santo a sus santos profetas. Pero estará Cristo no sujeto a las leyes del tiempo y del espacio, como cuando consumió su existencia terrena, de forma que sólo los que podían verle, oírle y tocarle, se beneficiaban de su acción salvífica. El Cristo que se hace presente en la Iglesia por medio de la liturgia, tema que merece capítulo especial, es el Cristo glorioso, pneumatizado y transmisor del Espíritu Santo a través de los signos litúrgicos. (López Martín, J., La liturgia de la Iglesia, BAC, Madrid, 1994, p.83)

 

[12] El Misterio Pascual o paschale sacramentum, en su acepción litúrgica, bíblica (paulina) y patrística, se refiere esencialmente a Cristo y a su obra de la redención humana efectuada principalmente por su pasión, muerte, resurrección, ascensión y donación del Espíritu Santo (cf  SC 5). Ahora bien, no es tanto el hecho histórico en sí, que tuvo lugar in illo tempore, es decir, en aquel momento concreto de la historia humana y en aquel lugar donde se manifestó el Hijo de Dios, como ese mismo acontecimiento actualizado y re-presentado en los signos sacramentales de la liturgia, sobre todo en los sacramentos y en la eucaristía. El Misterio Pascual indica nuestra recepción de la vida divina de la humanidad vivificada y vivificante del Cristo glorioso que nos hace pasar de la muerte a la vida por medio de los sacramentos. El Concilio Vaticano II enseña expresamente que «del Misterío Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, todos los sacramentos y sacramentales reciben su poder» (SC 61), lo que equivale a decir, toda la liturgia, incluido el año litúrgico (cf. SC 102-106). (oc., p.92)

 

[13] El misterio pascual, «ephápax» de la salvación

En efecto, la historia humana, contemplada a la luz de la fe, aparece sembrada de acontecimientos que, ocurridos una vez, han supuesto una intervención divina decisiva para el futuro. Estos mornentos se llaman, en el lenguaje bíblico, kairoí -tiempos oportunos y favorablesy responden a la economía divina de la salvación. Ahora bien, los kairoí establecen una línea de continuidad a lo largo de toda la historia, de manera que su carácter salvífico está presente en todos los momentos de la historia de la salvación, aun cuando cada uno tenga su propia incidencia. Surge entonces una característica de todos los kairoí, la de ser irrepetibles, ephápax ---de una vez para siempre.

Pero entre todos los kairoí salvíficos hay uno que está en el centro y es el paradigma de todos los demás. Es el kairás de Jesucristo y de su misterio pascual, plenitud de la historia salvífica. Este kairás es también ephápax (cf. Rom 6,10; Heb 7,27; 9,1; 9,28; 10,2; 1 Pe 3,18).  (Julián López Martín: En el espíritu y la verdad. Introducción a la Lliturgia (Salamanca, 1987)p.157).

 

 

 

[14] CCE n.1120

[15] Siempre me ha llamado la atención la frase de Pedro en su Segunda Carta:”considero justo, mientras permanezca en esta tienda, estimularos con mis amonestaciones, sabiendo que pronto será removida mi tienda, según me lo ha manifestado nuestro Señor Jesucristo. Pero procuraré que en todo tiempo, aun después de mi partida, tengáis que hacer memoria de estas cosas” (2 Pd 1, 13-14). Podría entenderse como si el Apóstol  contara con una tarea que seguiría después de su muerte.

[16] De los sermones de San León Magno. cf. nota 102

[17] CCE n. 551

[18] Pio XII: Enc. Mystici Corporis, Antologia de textos, n.2942

[19] Juan Pablo II: Exh. Apost. Pastores dabo vobis, n.3

[20] Juan Pablo II: Exh. Apost. Christifideles laici, n. 22

[21] Juan Pablo II: Exh. Apost. Christifideles laici, n. 24

[22] Juan Pablo II: Audiencia general, 29-VII-1998, n. 3

[23] Juan Pablo II: Carta a los Religiosos y Religiosas de America Latina, 26.9.1990, n. 22

[24] Pablo VI: Enc.  Ecclesiam suam, n. 42

[25] Cont.Lumen gentium, 7.

[26] Juan Pablo II: Audiencia general, 8-VII-1998, n. 2.

[27] Cita del Papa en Granada 1982 sobre la fe del carbonero:  "La Iglesia, que ha considerado siempre la formación de los fieles como una de las tareas más esenciales de su quehacer, es también consciente de su importancia decisiva en unos momentos en que las circunstancias cambian con vertiginosa rapidez, poniendo cada día nuevos interrogantes con los cuales ha de confrontarse la fe de los creyentes. ... 'Una minoría de edad cristiana y eclesial no puede soportar las embestidas de una sociedad crecientemente secularizada'". (CEE: Exhotación pastoral La Iniciación cristiana)

 

[28] Se cita la versión española : Comisión Teológica Internacional. Documentos (1969-1996). BAC, Madrid 1998, pp. 354-355.

[29]  Una propuesta espiritual que hacía el Beato Josemaría: “ dejar que Cristo entre en nuestra  pobre barca, y tome posesión de nuestra alma como Dueño y Señor” (Amigos de Dios, n.267)

[30]  San Agustín: Enarrationes in Psalmos, 36, 3, 2º (PL 36, 395)