publicado en Burgense 38 (1997) 493-525.

 SEDES SAPIENTIAE

 

 

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

 

            Circula en nuestros días entre algunos católicos la especie de que María, la virgen Madre de Dios, era una sencilla mujer del pueblo, con la misma escasa cultura y formación que las mujeres del pueblo, con la misma estrechez de horizontes que las mujeres de su tiempo, es decir, con relaciones y problemas reducidos al ámbito doméstico, familiar y vecinal, y que en nada sobresalía entre sus coetáneos, ni en sus conocimientos ni en sus comportamientos. Esta desacertada opinión deriva de una mala lectura de los datos evangélicos sobre María, y de un cierto prejuicio contra la función humana y social de la maternidad.

 

            Para mostrar lo equivocado de dicha opinión, voy a prestar atención a las indicaciones más relevantes acerca de la inigualable inteligencia y sabiduría de María recogidas en los evangelios, y que son escasamente consideradas por algunos.

 

            I. Empezaré por examinar los datos evangélicos sobre la anunciación. El ángel del Señor se presentó ante María y la saludó con las conocidas palabras: Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Y dice san Lucas que María se turbó. Pero comparemos el sentido y la hondura de la turbación de María con las situaciones paralelas que nos narra el mismo san Lucas en su evangelio.

 

            Veamos primero cómo reaccionan ante la aparición de un ángel los pastores, gente indudablemente sencilla y del pueblo. Al aparecérseles el ángel, dice el evangelista que “se conturbaron y temieron con gran temor”. Esta es la primera reacción de las personas de mente sencilla, en el sentido de poco formada, sin mayor preparación ni especial inteligencia, ante una aparición angélica: el miedo. De ahí que el ángel empiece por tranquilizarlos y cerciorarlos de que nada han de temer. De manera semejante, por ejemplo, reaccionaban también los apóstoles ante los milagros de Cristo[1].

 

            Pero san Lucas nos narra en los comienzos de su evangelio otra aparición angélica, la que tuvo lugar a Zacarías, el padre de san Juan Bautista, cuando ejercía su oficio sacerdotal en el Templo. Zacarías, como sacerdote que ejercía en el Templo, había de ser una persona formada en la ley y culta, y desde luego no una persona cuya actividad se redujera al ámbito de lo doméstico, sino una persona al menos relativamente destacada entre sus conciudadanos. Con todo, cuando se le aparece el ángel se turba también, y dice el evangelista que por causa de la visión del ángel, es decir, que sintió miedo ante la presencia angélica, aunque de una manera más moderada y controlada, sin el gran temor que experimentaron los pastores.

 

            Muchos han pensado y piensan que la turbación de María ante la aparición del ángel es indicio de temor ante lo superior y desconocido, como en los casos anteriormente relatados, e incluso un poco más por tratarse de una mujer y de una virgen. Mala lectura. El evangelista nos dice exactamente la causa de la turbación de María: María no experimentó miedo alguno ante la presencia angélica, sino que se turbó por las palabras del ángel[2]. Prueba de que no le asustó en absoluto la visión del ángel es lo que añade san Lucas: “y examinaba con su pensamiento qué clase de salutación era ésa”. El miedo atenaza, paraliza, no permite pensar y menos aún escudriñar el sentido de un saludo. La reacción de María es única, no sólo distinta y superior a la de los pastores y apóstoles, e incluso distinta y superior a la de un hombre religiosamente bien formado y culto, como Zacarías, sino de una lucidez y rapidez absolutamente extraordinarias. Lo explico.

 

            Lo que preocupa a María es el sentido de las palabras del ángel. Ella sabe de apariciones angélicas[3], pero de ninguna tan laudatoria. Ella percibe en la salutación indicaciones mesiánicas: el “Ave”, que puede ser también entendido como “alégrate” y que remite a las palabras mesiánicas del profeta Zacarías[4], y más claramente aún “el Señor está contigo”. Nótese que esta última frase no expresa un deseo, como tampoco el “llena de gracia”, sino que es más bien una afirmación. En el Primer Testamento[5] se había utilizado la forma desiderativa de esa expresión como un saludo[6], pero su forma asertiva concuerda más bien con los textos de Isaías, en los que se profetiza la venida del Mesias. María, que conoce las profecías de Isaías[7], sabe que uno de los nombres del Mesias es Emmanuel o “Dios con nosotros[8] y que en él se cumpliría la promesa de Dios de estar con su pueblo[9]. En este sentido, el “llena de gracia” y el “señor está contigo” contienen un elogio jamás hecho a nadie por un ángel. A san José le llamará el ángel más tarde “hijo de David[10], lo que lleva consigo implícita también una alabanza, pero que podía ser entendida como una mera alusión a su ascendencia genética. En cambio, a María no se dirige el ángel llamándola hija de David, siendo así que también lo era[11], sino en esos términos incomparablemente elogiosos. Al ser tan altamente laudatorias y alusivas al Mesías las palabras que el ángel dirige a María, su inteligencia le hace sospechar que pudiera tratarse de una tentación diabólica. ¿Debía, pues, admitir, o no, ese saludo? María no responde al saludo angélico, pero no por sobrecogimiento ante la presencia de la persona de un ángel, como ocurre a los pastores y al propio Zacarías, sino por exquisita prudencia, porque no sabe aún de qué espíritu procede.

 

            Aunque la fórmula que usa el ángel a continuación empieza igual que la dirigida a los pastores y a Zacarías, su sentido es completamente distinto. El “no temas, María” no intenta quitarle miedo alguno, que no tenía, sino persuadirla de que su salutación no procede del espíritu maligno, y por esa razón repite “encontraste gracia delante de Dios” y le transmite con todo cuidado el mensaje de que ha sido la elegida para Madre del Mesías. María, lejos de estar sobrecogida de temor, escucha atentísimamente el mensaje angélico y lo entiende perfectamente, tan perfectamente que con la misma lucidez y rapidez sabe elegir la pregunta apropiada para discernir de qué espíritu procede, pues como advierte san Juan no se ha de creer a cualquier espíritu[12].

 

            Como señaló san Agustín[13], es de notar que Zacarías, a quien también se le anuncia una paternidad predestinada por el Altísimo, dirigió una pregunta al ángel que mereció un castigo inmediato y, en cambio, la pregunta casi igual de María mereció toda una explicación detallada sin el menor reproche. ¿Qué diferencia hay entre la pregunta de Zacarías y la de María? Las preguntas son parecidas, pero el sentido de ambas muy diferente: Zacarías pide un signo, porque no le parece creíble que a las edades suya y de su mujer pudieran procrear. En cambio, María pide una aclaración: no duda de que lo que se le anuncia sea posible para Dios, sino que quiere cerciorarse de la procedencia divina del mensaje. Antes de creer es necesario examinar diligentemente a quién y en qué se cree. La fe de María no es una fe ciega, sino enteramente inteligente.

 

            Y digo que María eligió la pregunta adecuada, ¿adecuada para qué? Justamente para discernir si el mensaje que se le trasmitía era divino o diabólico. “¿Cómo sucederá esto, pues no conozco varón? Su pregunta es una pregunta sapiencial y decisoria para establecer la veracidad o la falsedad del mensajero, y por tanto de su salutación y de su mensaje. ¿Por qué afirmo todo esto?, pues porque María admite la posibilidad de lo que se le anuncia, pero pregunta cómo tendrá lugar esa maternidad y explica la razón de su pregunta: pues no conozco varón. De acuerdo con la tradición, esta razón ha de ser entendida como la afirmación de su voluntad de virginidad[14]. Pero desde el conocimiento del dogma de la Inmaculada Concepción cabe profundizar más en esta razón dada por María. Desde luego, María está decidida a permanecer virgen, lo que supone un cambio radical respecto de todo el pensamiento precedente y contemporáneo del pueblo israelita, para el cual la maternidad era un bien tan grande, que el no tener hijos representaba un baldón. Cambiar decididamente un modo de pensar es indicio de una inteligencia singularísima y muy superior. Sin embargo, este cambio de mentalidad, que inaugura ya los nuevos tiempos mesiánicos,  antes que mérito de María -cosa que sin duda es-, constituye un don de Dios, pues nuestros méritos son todos dones de Dios[15]. María sabe con seguridad que los planes divinos exigen de ella permanecer virgen, y ella responde libremente sometiéndose a esos planes. Y ¿cómo vino ella a saberlo? Pues porque sabe que ha sido eximida del pecado original, y aunque esa exención no imposibilita físicamente una maternidad mediante cópula carnal, la hace moralmente inaceptable: ¿cómo sería la prole de un hombre nacido con el pecado original y sus secuelas, y de una mujer sin pecado original ni sus secuelas? Sin duda estaría afectada por el pecado original. Lo que significaría que la exención donal recibida de Dios habría sido hecha inútil y estéril, no habría dado frutos dignos de ella. Carecer de pecado original implica la obligación moral de no procrear con los nacidos con pecado original: es la versión para María de la prohibición de comer del árbol del Paraíso[16]. Si esto es así, la decisión de ser virgen no es simplemente una ocurrencia generosa de María, de lo contrario María habría estado dispuesta a cambiar sus elecciones en favor de la voluntad divina, y por tanto su pregunta no sería decisoria. No es que María se empeñe en ser virgen por encima de la voluntad divina, pues por muy buena que pudiera ser la virginidad siempre es mejor obedecer a Dios. Tampoco se trata de que María escrute la insondable voluntad divina por encima de cualquier indicación angélica. No, la cosa es más sencilla: María conoce el don que Dios ya le ha otorgado, y, guiada por el Espíritu Santo, entiende las exigencias de ese don, al que responde donalmente con su decisión de permanecer virgen. Ahora bien, Dios no puede contradecirse. Luego si el mensajero le dijera que su maternidad ha de ser alcanzada por la vía ordinaria de esta generación de hijos de Adán, ella deduciría que el mensaje y la salutación son mentirosos, pero si se le propone una vía que no quebrante su debida virginidad, ambos deberán ser verdaderos, ya que sólo Dios podría hacer compatibles la virginidad y la maternidad humanas.

 

            Todo esto lo piensa María sin demora alguna, a la vez que oye y entiende el primer mensaje del ángel, sin que la presencia angélica perturbe en nada la nitidez de su inteligencia iluminada por su fe. María demuestra tener el altísimo don del discernimiento de espíritus, a la vez que una portentosa claridad, rapidez y penetración en lo más alto y difícil: averiguar cuál es la voluntad de Dios.

 

            La respuesta del ángel es detallada e insondable: “El Espíritu Santo vendrá sobre tí y la Virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay imposible para Dios”. La respuesta angélica tiene dos partes. La primera contiene tres informaciones: la actuación del Espíritu Santo; la actuación del Poder del Altísimo y la consecuencia de ambas. La segunda parte contiene el anuncio de la concepción de un hijo por su prima Isabel, y la declaración de la infinitud del poder divino.

 

            El comienzo de la respuesta está cargado de misterio, sus palabras son escuetas y medidas, plenas de contenido. Hay dos actores principales en ella: el Espíritu y la Virtud del Altísimo. El Espíritu parece que actuará directamente sobre María. Las palabras utilizadas “sobrevendrá sobre ti” recuerdan el sobrevolar del Espíritu, justo al comienzo de la creación, por encima de las aguas, como materia a la que hará posteriormente fecunda y llena de vida[17]. El Espíritu Santo es, pues, quien hará fecunda la carne de María sin necesidad de concurso alguno de varón. Pero la noticia del ángel es más compleja. La Virtud o el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, añade. Aunque parece que la acción del mismo afecta directamente a María, en realidad recae sobre ella indirectamente. El Poder del Altísimo es su Palabra. Los testimonios del Primer Testamento son abundantes al respecto[18], e incluso en el anuncio angélico se hace referencia a ello, dado que donde nosotros traducimos “nada hay imposible para Dios” el texto griego dice “porque no será imposible para Dios toda Palabra[19]. La actuación de la Palabra será la de cubrir con su sombra. El español nos juega aquí una mala pasada, pues cubrir nos lleva a imaginar la fecundación, cuando en realidad la sombra a la que alude el pasaje es indicación de la futura presencia de Dios en el seno de María. Lo mismo que la nube cubrió la que Moisés llamó tienda de la reunión, como señal inequívoca de la toma de posesión y de la presencia de Jahvé[20], así María será cubierta por la sombra de la presencia de la Palabra de Dios. Ella servirá de tienda para el encuentro del Segundo Testamento. María no es la tienda, la tienda es la humanidad de Cristo que se formará de y en las entrañas de María. San Juan lo dirá con claridad “el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros”. Pero mientras esté en su seno, María servirá también de tienda de la reunión y encerrará en sí la gloria de Yahvé. En ella se hará presente la plenitud de la divinidad al reunirse en su seno la Palabra con la carne tomada de su carne. Sólo así se entienden las palabras que siguen: “por eso lo que nacerá de ti será llamado Santo, Hijo de Dios”. No se trata sólo de que la humanidad de Cristo haya sido formada por el Espíritu Santo, sino sobre todo de que la Palabra, el Hijo de Dios, se hará hombre en el seno de María.

 

            Con lo dicho quedaba respondida la pregunta de María: no habrá intervención de hombre en su fecundación y ella será Madre del Mesías, gracias a la asumición de la naturaleza humana de su Hijo por el Verbo. María será, pues, Madre de Dios. Sin embargo, la respuesta del ángel es más amplia que la pregunta de María. En efecto, a continuación le informa del don de la maternidad hecho por Dios a su prima Isabel, incluyendo el detalle del momento en que se halla el desarrollo del feto. Después de lo que acaba de decírsele a María, esa noticia parece trivial, y desde luego no incrementa la credibilidad del ángel: si María ha de creer que Dios va a acampar en su seno, ¿cómo no habría de creer que Isabel pudiera tener un hijo? Ningún verdadero israelita encontraría dificultad en aceptar que Isabel, estando entrada en años, quedara embarazada de su marido por don de Dios: eso mismo les ocurrió a Abrahán y a Sara, a los que en su tramo final parece aludir el mensaje angélico. Sin embargo, muy pocos israelitas han aceptado que Jesús de Nazaret, el hijo de María, naciera sin concurso de varón y sea la Palabra de Dios hecha hombre. La diferencia entre un milagro y la encarnación es abismal. Estas palabras del ángel no responden en directo a la pregunta de María, pero entonces ¿a qué vienen?

 

            Se podrían entender como un añadido personal del ángel, como su credencial. El había sido enviado a anunciar a Zacarías el nacimiento del Bautista y por eso informa a María de lo que sabe, pero añadiendo esa frase final “porque no será imposible para Dios toda palabra”, que parece remitir directamente a las palabras que se atribuyen a Yahvé en el Génesis[21] cuando se anuncia a Sara, estéril y en su vejez, el nacimiento de Isaac: “¿acaso es imposible palabra alguna para Dios?[22]. Si se trata, como pienso, de una referencia a estas palabras de Yahvé, el ángel demuestra la procedencia divina de su mensaje, y a la vez supone en María un conocimiento profundo de las Escrituras. En todo caso, las palabras del ángel demuestran que es de fiar, pues afirmar que para Dios todo es posible, incluído el impensable anuncio que acaba de hacer a María, sólo puede proceder de una inteligencia obediente a Dios.

 

            Alguien podría hacer la observación de que estas aclaraciones nada tienen que ver con la inteligencia de María, puesto que pertenecen todas al mensaje del ángel. Sin embargo, siendo eso verdad, lo cierto es que la única fuente de la que puede proceder toda esta información recogida por Lucas es María. La fidelidad y el esmero con que María conservó las palabras del ángel demuestran ya su extraordinaria inteligencia. Y no se trata de sola memoria, porque la memoria puede jugar malas pasadas: se enriquecen con facilidad los hechos y dichos con adiciones y adherencias de conocimientos y sentimientos posteriores. La sobriedad del relato, lo escueto y preciso de su contenido no sólo concuerda con el resto de las palabras que conocemos de María, sino que junto con ellas demuestra una inteligencia profunda y certera, una fidelidad sin par a los contenidos del mensaje, incluyendo hasta pequeños detalles en los términos usados.

 

            En las apariciones angélicas que nos narran las Escrituras, las de Agar, Tobías, San José, Zacarías, los pastores, tras las palabras del ángel se acaba la acción, no hay respuestas o contestaciones finales por parte de los humanos. Puesto que los ángeles traen anuncios de Dios, a los hombres que reciben el anuncio no se les pide asentimientos ni consentimientos. Y tampoco en este caso observamos que el ángel pregunte nada a María. Sin embargo, María, sin mediar petición de asentimiento, se adelanta a contestar al ángel. Sorpresa. María es tan inteligente y tan sabia que interpreta el anuncio del ángel como una propuesta a la que puede consentir o no. No hay indicio alguno en el mensaje de que se trate de una propuesta, las afirmaciones del ángel son tajantes, no hay en su mensaje oraciones condicionales ni concesivas. Pero María, creativamente, sabe descubrir en tal anuncio una propuesta, una oferta hecha a ella por Dios. ¿Cómo llegó a deducirlo?

 

Sin pretender ni por asomo abarcar la inteligencia de María o entenderla mejor que ella misma, intentaré con su ayuda encontrar para mi inteligencia alguna pista que me permita entrever cómo convirtió ella un mensaje en propuesta. Para empezar observo que en el caso de Zacarías[23], como en el de Ana, la madre de Samuel, a la concesión de una maternidad, imposible por la esterilidad, habían precedido oraciones y súplicas para obtenerla. Es lógico, que si Dios le concede a alguien lo que le ha pedido, no requiera de él su consentimiento. En el caso de Sara, la mujer de Abrahán, no había habido petición previa de maternidad, pero sí deseo de ella: Sara entendió que su esterilidad era voluntad de Yahvé, pero su deseo de maternidad era tan grande que propuso a su marido tomar como esposa a su esclava, para obtener hijos mediante ella[24]. A diferencia de todos los otros casos, María no sólo no había pedido la maternidad, sino que estaba decidida a permanecer virgen. Por tanto, parece tener algún sentido que ella entendiera el anuncio angélico como una propuesta, ya que lo que se le anuncia contradice o, al menos, no entra en los planes que ella se había formado de acuerdo con el más estricto dictado de su conciencia. Pero en el mero hecho de responder al ángel va implícito, además, que María había entendido perfectamente lo que siglos más tarde enunciaría san Agustín, tras haber captado el espíritu de la revelación: “Quien te hizo sin ti, no te justificará sin ti”[25]. María sabía que Dios quiere nuestra libre colaboración y que ése es el sentido de toda su revelación. Más aún, María sabía que Dios no puede elevarnos a una vida superior y más libre sin que nosotros consintamos en abandonar nuestra propia vida: Abrahán y Moisés, y toda la historia del pueblo de Israel lo enseñan así; Cristo, su Hijo, lo diría expresamente más tarde: el que guarda su vida la perderá, el que la pierde la ganará[26]. Así pues, cuando oyó del ángel ese incomprensible anuncio de que ella iba a ser la Madre del Mesías, el cual es el Hijo de Dios, entendió que tan enorme proeza divina requería de su colaboración.

 

            La colaboración que María sabe que se le pide es total, afecta a la integridad de su ser. Se le pide entrar en un plan divino que supera toda comprensión humana y que afecta a toda la humanidad. No hay ni ha habido nunca nadie a quien se le haya comunicado un misterio más difícil de entender, pues para nosotros es más difícil entender que Dios se haga hombre, que incluso la Trinidad de Personas en Dios. En efecto, es natural y creíble que la divinidad sea en sí misma superior a toda comprensión, pero que la divinidad se abaje hasta hacerse hombre es algo en principio increíble, ya que la distancia entre Dios y la criatura es mayor que la que existe entre el ser y la nada[27]. La máxima dificultad de intelección estriba, para nosotros, en que Dios se haga criatura, a lo que se añade que, entre las criaturas, elija hacerse hombre. Sin embargo, María, una vez oída la respuesta del ángel, comprende la intrínseca vinculación de su exención del pecado original y de la maternidad que se le propone, y no tarda ni un instante en decidirse.

 

            He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. María muestra la más absoluta docilidad y obediencia a Dios: ella es una sierva, dispuesta para todo lo que Dios disponga. Los planes de Dios serán sus planes. El “hágase en mí según tu palabra” es, a mi juicio, la muestra más alta de la inteligencia de María. Ninguna otra criatura ha expresado mejor la esencia de toda criatura elevada: nosotros no tenemos la iniciativa de la elevación, es Dios quien hace en nosotros nuestras obras[28], para que nosotros podamos vivir su vida. Nosotros sólo podemos darle a Dios nuestro libre consentimiento para que El nos dé su vida. Por otro lado, la respuesta de María destaca que es la Palabra de Dios lo que ella acepta y a la que da permiso para obrar sobre ella. Reconoce de este modo que las palabras del ángel refieren la Palabra y el poder de Dios, al que se ofrece sumisa para que realice su obra en ella: sabe que el poder de Dios es su Palabra. A diferencia del fiat creador de la Palabra divina, María con plena lucidez emite su fiat mihi secundum verbum tuum, en el que se expresa nítidamente que la iniciativa y la acción son de Dios, mientras que ella pone tan sólo la libre recepción de aquéllas. ¿Cabe más alta intelección del mensaje recibido y mejor expresión de la verdadera libertad de una criatura para con Dios? La palabra de María es la palabra perfecta de una criatura elevada.

 

Adelantándose a san Pablo, el fiat de María implica, desde luego, el “scio cui credidi[29]: la reunión de la maternidad humana con la virginidad no puede ser más que una propuesta divina, no sólo porque únicamente es realizable por Dios, sino porque concuerda con la santidad y grandeza de sus planes. Pero, a diferencia de todo otro acto de fe, el fiat de María es el más grande realizado no sólo por ningún ser humano, sino por criatura alguna, incluídos los ángeles, porque ninguna iniciativa divina afectó más directa e inmediatamente a una simple criatura ni fue más difícil de creer, y es por eso también el acto de inteligencia más alto realizado por un ser meramente elevado[30]. En virtud de su fiat, María es elevada incluso por encima de los ángeles, es convertida en Sedes Sapientiae, y se hace a sí misma el modelo de toda criatura, la respuesta más perfecta y contundente al non serviam diabólico. Por supuesto, el fiat es también el más alto acto de entrega que, aparte de la voluntad humana de su Hijo, haya hecho de sí una voluntad creada, cosa posible sólo si su acto de fe fue igualmente el más alto acto de entrega de un entendimiento creado.

 

Pero ¿qué ocurre con la parte final del mensaje de san Gabriel? El fiat de María no parece tener ninguna relación con él, ¿qué sentido tuvo, pues, para ella? Sólo viendo cómo lo interpretó María puedo explicarme el sentido de esa información. María, que debió preguntarse justo como nosotros qué querría decirle Dios a través de esas palabras del ángel, la entendió como una indicación práctica: “En esos mismos días María partió con presteza hacia la montaña, a la ciudad de Judá. Y entró en la casa de Zacarías y saludó a Isabel…quedándose con ella como unos tres meses”. Dios no hace nada en vano; si me trasmite esa información, será que quiere de mí que la ayude. Y la interpretación de María fue acertada, porque con su visita quedó confirmado en gracia el Bautista. María, como la tienda de la reunión a través del desierto, llevó a Dios encarnado a la casa de Isabel. Ahora ya se puede entender mejor el sentido hondo de las últimas palabras del ángel. No se trataba de una información superflua o meramente curiosa: la encarnación de su Hijo, el don impensable que se la ha hecho a María, no es para ella sola, sino para todos los hombres. María lo entendió así, y ya desde los primeros instantes compartió a su Hijo con los demás.

            III. Es posible que, aun después de todas estas consideraciones, tal vez a alguien se le ocurra objetar que sí, muy bien, el Magnificat dice o sugiere todo eso, pero que dicho cántico debió ser fruto de una inspiración especial del Espíritu Santo, y que por esa inspiración María dijo en él más cosas de las que entendía. Es cierto que el Espíritu Santo puede darnos a entender más de lo que entiende el escritor sagrado, pero sin excluir jamás el sentido en que lo entiende éste. Si no se admitiera esto, la objeción sería irrespetuosa para con el Espíritu Santo, cuya inspiración no quita sino que da inteligencia. De manera que hemos de admitir que María entendió todo lo que dijo en el Magnificat, y dada su unión con el Espíritu y su preclara inteligencia, entendió más y mejor que ningún otro lo que decía. Pero podría insistirse en la objeción argumentando que así parece deducirse de varios pasajes evangélicos. En efecto, en dos pasajes del evangelio de san Lucas se dice que José y María “se admiraban” de las cosas que se decían del niño[31], y, bien mirado, nada de lo que el ángel había dicho a los pastores, ni de lo que dijo el anciano Simeón debería haber sorprendido a María, si es que ella había entendido el mensaje de san Gabriel y lo que dice el Magnificat, ya que, en el primer caso, el anuncio angélico sólo afirmaba que había nacido el Mesías en Belén, y en el segundo, que el niño era la salvación de Dios.

 

            Es obvio que quien objete de esa manera contra la inteligencia de María ignora la importancia de la admiración. Como resaltó Aristóteles, en el comienzo tanto de la filosofía como del mito y de la techne está la admiración: la admiración es, pues, el inicio de la sabiduría y de todo saber. Quien no se admira es incapaz de crecer en el saber. Por tanto, la admiración no es señal de ignorancia, sino, antes al contrario, de inteligencia: admirarse es prueba inequívoca de una inteligencia despierta para el saber, o, lo que es igual, de una inteligencia viva, creciente y abierta a la Verdad trascendental. En consecuencia, no sólo no son incompatibles entender y admirar, sino más bien al revés: el ser humano que no admira es que no entiende. La admiración es el camino para entender más y mejor lo que ya se conoce.

 

            Aclarado esto, se ve cómo la admiración de María y José es una clara prueba de que la fe no elimina a la inteligencia, antes bien la estimula a crecer, según advertirá siglos después san Agustín: la fe no nos ha sido dada por sí misma, sino para que por su medio podamos entender las cosas divinas[32]. Por supuesto, tampoco la admiración es eliminada, sino fomentada, por el conocimiento de las verdades de fe. La fe y la sabiduría humana no están reñidas, tal como lo prueba la elección y conducción divina de los magos o sabios, de los que sabemos también a través de María. En la medida en que la fe estimula a la inteligencia a amar la Verdad por encima de uno mismo, deja expedito el camino para la admiración creciente y para entender más y mejor lo que ya se cree. Y eso es lo que hacen María y José. María sabía por fe que su hijo era el Mesías y el Hijo de Dios, pero precisamente por eso se admira profundamente de que unos pastores, informados por un ángel, lo confiesen en público y crean en un niño. Sabía que Dios elige a los humildes y hambrientos, pero se admira al ver cumplido en unos pastores ese designio divino en la forma de una encomienda, pues “encontrareis al niño envuelto en pañales…” supone el encargo de ir a buscarlo. También sabía por fe que lo realizado en ella era una hazaña divina, pero se admira de que los coros angélicos entonen una alabanza a Dios por el nacimiento de Cristo. María sabía que su Hijo era la salvación prometida, pero se admira de que Simeón se llene de gozo y, al ver a un recién nacido, crea que en él se cumplen sus esperanzas de ver al Ungido. María sabía que la misericordia divina abarca a todas las generaciones de los que le temen, sean judíos o no, pero se admira de que se confiese públicamente el alcance universal de la venida del Mesías: “(tu salvación) que preparaste ante la faz de todos los pueblos, luz para revelación de los gentiles y  gloria de tu pueblo Israel”. María sabía que su Hijo dispersaría a los soberbios, depondría a los poderosos y rechazaría a los ricos de corazón, mientras que exaltaría a los humildes y colmaría a los hambrientos, es decir, sabía que Jesús iba a ser signo de contradicción, pero se admira de oírlo expresado por Simeón, y se admira también de que quien es la causa de su más plena felicidad y gozo pudiera ser motivo de algún dolor para ella misma hasta romperle el corazón. Sin embargo, entendió igualmente bien que su dolor iba a estar relacionado con el rechazo de Cristo por parte de algunos hombres.

 

            Y es que la fe se admira, primero, de la concordia en la verdad, puesto que tal concordia es un signo redundante de la verdad. La fe formada por la caridad, como diría Tomás de Aquino, recoge la diversidad de matices en la concordia, y admira así la riqueza de la verdad en la que cree, a la par que se goza en ella[33]. La fe admira, además, la fe de los otros, como una concordia enriquecedora de la propia. Incluso Cristo que ni siquiera como hombre tenía fe, sino visión, admiraba la fe de los creyentes, aunque fueran paganos, porque en la fe se produce la armonía de la gracia y de la libertad: la fe es imprevisible para toda criatura, pues es libre[34]. La fe, por último, admira la confesión pública de la misma por otros como una manifestación de la gracia divina y de su abundancia. Todo esto acontece así en términos universales, pero reviste caracteres especiales respecto de María y José. A María y a José, como a unos padres humanos cualesquiera, les tocaba proteger, cuidar y acompañar el crecimiento de Cristo, pero no proclamar públicamente su índole mesiánico-divina: una proclamación semejante no habría suscitado la fe de nadie, sino que, por el contrario, habría sido tomado como un indicio de megalomanía o de demencia familiar. María y José admiraban, pues, todo cuanto se decía del niño por ser declaraciones de fe suscitadas por el Espíritu Santo y llenas de matices acerca de lo que ellos sabían, pero no podían decir; por ser declaraciones públicas de fe, don divino concedido a los humildes (pastores y ancianos); y por ser declaraciones públicas de fe en un recién nacido, en el que nadie sin la guía del Espíritu habría sabido ver nada.

 

María y José admiran, además, la variedad en la concordia[35]. Sin embargo, toda esa variedad en la concordia que admiran queda resumida en la expresión “Su padre y su madre se admiraban de lo que decían de él[36]. El resumen destaca algo verdaderamente importante: más que los hechos externos, María y José admiraban “lo que se decía de él”, es decir, las palabras que servían para iluminar su fe en Cristo. Ambos están atentos y ávidos de toda palabra que proceda de Dios, porque sus almas viven de ella, como había enseñado el Deuteronomio[37] y confirmará más tarde Cristo: “no de solo pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios[38]. Su admiración, pues, hacia las palabras que se decían del niño era una muestra de su ansia de verdad y, a la vez, el alimento que hacía crecer su fe. Es éste el meollo de todos los pasajes mencionados, por lo que resumiré finalmente su sentido.

 

 Admirar es atender concentradamente a la verdad, es decir: abrir la mente a la verdad, acogerla y dirigir a ella toda la atención para dejarse penetrar por ella. Esa pureza de atención a la palabra de Dios es lo que mereció a la Virgen ser elegida como Madre de la Palabra encarnada: su apertura, acogimiento y concentración en hacerla propia la hizo digna de ser no sólo habitada corporalmente por el Verbo encarnado, sino de ser Madre o receptora activa y libre de la misma. Como supo decir magistralmente san Agustín, María fue madre antes con su espíritu que con su cuerpo[39], frente a la alabanza de su maternidad corporal ella ha de ser considerada feliz porque guardó la Palabra[40]. María amaba a su Hijo ya antes de que se encarnara y durante toda su vida, porque “si alguno me ama, guardará mis palabras[41], y eso es lo que ella hizo siempre. La admiración de María, lejos de ser síntoma de ignorancia, es lo que la convirtió por gracia divina en Sapientiae incarnatae Genitrix o Madre de la Sabiduría encarnada.

IV. Sin embargo, queda aún una fuerte objeción que oponer a la tesis que sostengo. Quienes quisieran aferrarse a la idea de la simpleza de María parece que podrían contar en su favor con un texto de san Lucas muy conocido. En efecto, cuando la pérdida del niño y su hallazgo en el Templo, el evangelista termina diciendo que sus padres no comprendieron[42] lo que Jesús les había dicho. Pero la respuesta de Jesús niño debería haber sido comprendida por ellos, según sugieren las palabras del mismo. En efecto, Jesús parece recriminarles a su Madre y a José que le hayan buscado, porque ellos sabían y tendrían que recordar que él se debía a las cosas de su Padre. Por otro lado, ¿por qué pasar tanto dolor y angustia, si era el Hijo de Dios? ¿Qué le podría pasar que él mismo no quisiera? O bien María y José no tenían clara conciencia de la divinidad de Cristo, o fueron tan humanos y precipitados que se dejaron afectar por el miedo sin pensar en quién era su Hijo. Esta sería la objeción.

 

            Pero conviene tener en cuenta todos los detalles del pasaje, para no ser por nuestra parte poco inteligentes y precipitados al juzgar a María y a José. El primer detalle a considerar es que María y José iban todos los años a Jerusalén a celebrar la pascua. El precepto de ir a Jerusalén tres veces al año afectaba a todos los varones[43], pero en el caso de la Pascua, al tratarse de una fiesta familiar[44], su celebración implicaba la presencia de todos los miembros de la familia: esposa, hijos, etc. Podemos deducir, por consiguiente, que si María y José iban todos los años a celebrar la Pascua a Jerusalén llevaban siempre consigo a su Hijo, por ser varón y para comer familiarmente la Pascua. Este detalle nos revela que la narración de san Lucas no nos informa acerca de la primera vez que Jesús fue a Jerusalén con sus padres, sino que su intención es la de contarnos un suceso extraordinario, el único suceso de la infancia de Jesús que se salió de lo normal en su comportamiento.

 

            El detalle tiene una importancia decisiva, porque si Jesús había ido muchos años con sus padres a Jerusalén y nunca se había quedado solo ni había dado muestras de querer quedarse en el Templo, queda perfectamente manifiesto lo excepcional de la decisión tomada por él a los doce años, así como queda también perfectamente justificada la sorpresa de María y José.

 

            Pero atendamos a más detalles. María y José no se percatan de la ausencia de Jesús hasta pasado un día. ¡Qué libertad de movimiento dejaban sus padres a Jesús! Se podrá decir que, dadas las costumbres de la época y en concreto de las caravanas de viajeros, en las que posiblemente irían separados hombres y mujeres, la libertad se reducía simplemente a elegir entre ir con José o con María. Sin embargo, en su comienzo de búsqueda y sin señales de alarma todavía, María y José pensaron que el niño se habría unido a algún grupo de familiares o conocidos de la caravana. Todo esto habría sido para sus padres algo enteramente normal. Jesús niño gozaba, pues, de la plena confianza de sus padres, que le otorgaban gran libertad de movimientos, sin duda para que, dada su sabiduría, pudiera hacer con libertad lo que él estimara más conveniente. Aunque se me podría responder que esas debían ser las costumbres del lugar y de la época, lo innegable es que José y María no eran unos padres atosigantes ni desconfiados, ni tan siquiera excesivamente preocupados o temerosos por los peligros que pudiera correr su hijo, al que sabían Hijo de Dios.

 

            Y cuando, al tercer día, lo encontraron en el Templo, nos dice el evangelista, informado directamente por María[45], que sus padres se extrañaron. La vulgata pone aquí el verbo admirar, por lo que se suele pensar que María y José oyeron algunas de las preguntas y respuestas de Jesús a los maestros de la ley y quedaron tan estupefactos como dice el evangelista que quedaban el resto de los presentes. Sin embargo, el verbo griego utilizado esta vez[46] admite varias significaciones que, en el contexto, no son estrictamente las de admirar ni quedar estupefacto, sino quedar desconcertados, extrañarse o sorprenderse, pero con clara desorientación. ¿Qué fue lo que extrañó a María y a José al encontrar a Jesús? Según se deduce de las palabras de María que acompañan a la declaración de su desorientación, la sorpresa de José y María no nacía del descubrimiento de su sabiduría, sino de que Jesús se hubiera quedado en el Templo sin haberles avisado. Ellos no esperaban encontrarlo precisamente en el Templo, fue lo último que se les ocurrió tras varios días de búsqueda. Y ¿qué especial sorpresa suponía para sus padres encontrarlo en el Templo? ¿Qué había de inesperado para ellos en ese lugar? Para María y José, como para cualquier justo israelita, no había un lugar más querido que el Templo. Si Simeón y Ana pasaban su vida en él, María y José debían tener su corazón en el Templo, no como monumento, sino como lugar de encuentro con Dios y testimonio de la Alianza con su pueblo. No es nada arriesgado suponer que en cada una de sus visitas a Jerusalén ellos habían orado largamente allí acompañados del niño. Siendo ésta la situación, es de suponer que, si Jesús les hubiera mostrado su voluntad de quedarse en el Templo, sus padres habrían pospuesto su vuelta el tiempo que él hubiera deseado, pues también para ellos no había nada más grande que ocuparse de las cosas de Dios. Lo que menos podían esperar ellos es que Jesús les ocultase su decisión de quedarse allí, siendo ése el sitio en el que también ellos hubieran querido quedarse[47].

 

            La queja de María es clarísima: “¿por qué has obrado así con nosotros?” ¿Por qué no nos has avisado? ¿Por qué nos has separado de ti precisamente en aquello que nosotros habríamos compartido con mayor gusto contigo? Y añade: “tu padre y yo, llenos de dolor, te hemos estado buscando”. He aquí el primer dolor que conocemos atravesara el corazón de María. Lo que la profecía de Simeón le había anunciado empieza a cumplirse, y María ve con sorpresa cómo la razón de toda su felicidad, su Hijo, se ha convertido en causa de dolor. Este dolor está asociado a la búsqueda de Jesús, pero no es el simple dolor angustiado de unos padres que temen por la vida o libertad de su hijo, sino sobre todo el dolor de haber sido apartados libre y conscientemente de la vida y presencia de su Hijo por él mismo. Esto es lo que María no entiende y lo que le pregunta; su pregunta encierra una petición de luz, pero también la detección de algo increíble: no han sido otros, sino el propio Jesús quien ha causado libre y conscientemente el dolor de sus padres, y para algo que ellos no sólo nunca habrían impedido, sino que habrían compartido con él gozosamente.

 

Sin duda, el dolor de María y José también implica el temor por la vida y libertad de su Hijo, no porque no sepan que es Dios, sino porque temen haberlas puesto en peligro ellos, siendo su tarea principal cuidar de ambas. Temen no haber cumplido bien su tarea. Buscan a Jesús para protegerlo, no porque crean que son imprescindibles y que su Hijo no tenga poder para protegerse, sino porque saben que Dios quiere que sean ellos los que lo protejan, saben que él no quiere llamar la atención, no quiere milagros, sino dedicación por su parte. Sufren porque sienten la separación de su Hijo como fruto de un descuido. Cuando lo encuentran, comprende María que no ha sido un descuido de ellos, sino una libre decisión del niño Dios, y entonces con la humildad de quien quiere entender, pero con la autoridad de quien sabe que Cristo le debe humana obediencia, hace esa tremenda pregunta-queja: “¿por qué has obrado así con nosotros?” Que María tenía motivos incluso sobrenaturales para la queja lo confirma el evangelista al añadir, poco más adelante, que el niño se fue con ellos y les estaba sometido. Lo cual, por contraste, parecería implicar que aquel acto de Cristo fue un acto de insumisión a sus padres terrenos.

 

A la pregunta-queja de María respondió Jesús de manera también desconcertante: “¿por qué me buscabais?” ¿Es que Jesús no sabía que era tarea de sus padres velar por él, y que tenían obligación de buscarle? Jesús continúa respondiendo con otra pregunta “¿Acaso no sabíais que me debo a las cosas de mi Padre?” Esta pregunta implica que María y José sabían perfectamente eso, y que por ello no debían haberlo buscado con desconcierto, sino en el Templo. Pero esa respuesta no explica por qué Jesús no ha pedido permiso o, por lo menos, avisado a sus padres, ni explica la necesidad o conveniencia del dolor que les ha causado. Es un enigma para María y José. Ellos, que saben que su Hijo es la obediencia misma y que les ama como a sus padres lo hace cualquier ser humano -y muchísimo más-, se quedan sin entender la respuesta de Jesús, que no explica ninguno de esos extremos, pues Jesús hubiera podido hacer lo mismo que hizo, pero con conocimiento de sus padres. Y en verdad que la acción de Jesús es absolutamente misteriosa para cualquier mente humana. No es que María y José fueran poco inteligentes, sino que, antes bien, por la excelsa inteligencia que tenían, en especial María, resultaba para ellos tanto más misteriosa la respuesta de su Hijo. Que María y José no comprendan estas palabras de la Palabra es tan signo de inteligencia como prueba de su fe.

 

La gran sorpresa, en cambio, nos la llevamos nosotros, si seguimos leyendo el pasaje citado. San Lucas nos dice a continuación que ”su madre guardaba todo esto en su corazón”, o sea, en vez de cerrar su mente a lo que no comprendía, lo guardaba con esmero en su inteligencia. María se convierte así en maestra de sabiduría humana. Su proceder, al que alude dos veces el evangelista, es el método de toda sabiduría simplemente humana en esta vida: guardar y meditar lo que no se comprende. María no tiene la fe del carretero, sino que nos enseña que lo que no se comprende en la palabra de Dios o revelación debe ser guardado y cultivado por la inteligencia, para poder entender algún día su sentido. Justo esa era la tarea asignada por Dios a Adán: guardar y cultivar la tierra[48]. Ahora, tras el pecado y la redención, hemos de hacer lo mismo, pero no sólo con la tierra, sino sobre todo con toda palabra que proceda, por cualquier medio, de la boca de Dios. Guardar para que no se pierda nada de lo que Dios nos revela, cultivar o meditar para que nuestra mente se empape activamente de la revelación y crezca en su saber, es el ejemplo que nos da María.

 

El método de María, al ser un perfeccionamiento de la tarea asignada al primer hombre, es también modélico para toda forma de sabiduría humana y, concretamente para la más alta de esas formas de sabiduría meramente humana: la filosofía. La tarea de la filosofía no es descubrir, inventar o hallar novedades[49], sino profundizar en lo que ya sabemos, en lo que todo el mundo sabe, porque siempre es posible saberlo más y mejor. De manera que la filosofía debe, ante todo, guardar toda verdad venida de donde viniere, de la ciencia, de la literatura, de la experiencia, de los mitos etc…Ninguna verdad debe ser desechada ni menospreciada, sino retenida y conservada, pero no por curiosidad ni por mero afán de archivo, sino para luego meditarla, prestándole toda nuestra atención, de forma que la entendamos cada vez mejor, y ella se apodere de nuestro entender y guíe nuestro crecimiento intelectual. María es por este su proceder intelectual humanae sapientiae Magistra o, también, Regina philosophorum.

 

He ahí, pues, que lejos de ser una simple mujer de escaso coeficiente intelectual, María es, según el testimonio evangélico, la inteligencia humana más alta, la que muestra y enseña el camino de la sabiduría. Su no comprensión de las palabras de Jesús es una docta ignorancia, como podría decir san Agustín o Nicolás de Cusa, aunque yo diría mejor “una sabia incomprensión”, que si es menos brillante como expresión, es, con todo, más exacta. No comprende, María, las palabras de Cristo no porque no sepa, sino al revés porque sabe y mucho, pero a pesar de eso, como sabe que las palabras de su Hijo son palabras de Dios, las guarda y medita en lo secreto de su alma.

 

El resultado de esa guarda y meditación lo podemos apreciar en el siguiente episodio que conocemos de las relaciones entre Madre e Hijo: las bodas de Caná. En la brevísima conversación que tienen entre ellos, al observar María la falta de vino, surge por segunda vez la discrepancia. María, tan femenina y atenta a los detalles, presiente la preocupación de los novios cuando conozcan la falta de vino, que es una importante base biológica y cultural de la fiesta nupcial. Sabía que esa carencia iba a enturbiar la felicidad del momento y el buen desenlace de las nupcias. Era un pequeño problema, pero María sabe que los pequeños problemas forman el entramado de la vida familiar y configuran su marcha. Por esa razón, se dirige a su Hijo y le dice escuetamente: “no tienen vino”. Cristo, tan masculino y atento a los proyectos universales, entiende que ese problema no les incumbe a ellos resolverlo. Más aún, conociendo el pensamiento de su Madre, que le pide un milagro, se adelanta a indicarle que todavía no ha llegado su hora, o sea, que en los planes eternos de Dios no es ésta la ocasión para hacer su primer milagro público: no es éste el momento elegido para manifestar por primera vez su condición divina ni las obras que el Padre le ha dado para hacer. La compenetración espiritual de Madre e Hijo es asombrosa. Apenas sin intercambio de palabras cada uno de los dos saben qué piensa el otro, es más: el propio Cristo manifiesta que los intereses de María y los suyos coinciden, que lo que le importa a él le importa a María, y viceversa: “¿Qué nos va a ti y a mí?”. Con todo, María, sin mediar otra palabra y a pesar de lo que le ha dicho su Hijo, se dirige al maestresala y le dice: “haced todo lo que él os diga”. De nuevo María toma en préstamo palabras de otros para expresar su pensamiento. En efecto, sus palabras son casi calcadas de las que dirigió el faraón a los egipcios, una vez llegados los años de hambre: “Id a José y haced lo que él os diga[50]. Lo del Magnificat no fue una excepción, el uso de textos bíblicos y de los aciertos ajenos es, pues, una constante de la sabiduría de María, que prefiere llenar de sentido las palabras de otros.

 

 Pero atendamos al sentido concreto de sus palabras. Esta frase parece un golpe de mano de María, una cabezonada, una manipulación de la voluntad de su Hijo y del Padre. Nada más lejos de la verdad. Lo que ocurre es que María ha aprendido la lección de Cristo niño, ha entendido ya lo que éste le quiso enseñar cuando se quedó en el Templo sin previo aviso. Desde las bodas de Caná podemos entender mejor el incidente del niño perdido y hallado en el Templo. Veámoslo.

 

Lo que no comprendió al principio María no fue la significación de las palabras de Jesús, sino su sentido respecto de la acción de quedarse en el Templo sin decírselo a ellos. “¿Por qué has obrado así con nosotros?” preguntó María, y Jesús les contestó con algo que ellos ya sabían: “¿es que no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. Las palabras de Jesús declaraban que su misión era tan universal y tan exclusiva que debía estar libre incluso de sus relaciones familiares, para quedar a disposición absoluta del anuncio del Reino, de la revelación del Padre y de sí mismo como Camino, Verdad y Vida. No era un acto de insumisión el suyo, sino un aviso de la absoluta prioridad que concedía a la misión de anunciar la buena nueva, un aviso del desasimiento de toda otra consideración humana que ella exigía[51]. Sin embargo, si éste es sin duda el contenido de las palabras de Jesús, consideradas en el conjunto del episodio esas palabras tenían mucha más carga significativa. Lo misterioso de la acción de Jesús fue el cómo, el cuándo, el porqué y el para qué de su acción. ¿Por qué se quedó sin avisar a sus padres? ¿Por qué lo hizo cuando alcanzó los doce años, y no antes ni después? ¿Qué intentó enseñar a sus padres, si ellos ya debían saber lo que le impulsó a hacerlo? ¿Para qué ese alarde de sabiduría ante los doctores y los asistentes, si nadie creyó en él entonces, ni mostró otra cosa que su insuperable inteligencia? En una palabra, lo misterioso es la oportunidad y el sentido de esa acción de Cristo.

 

María, meditando, llegó a entender que la pérdida de su Hijo en el Templo, aunque fue una prueba terrible para ella y san José, no tenía como objetivo darles a conocer algo que ellos ya debían de saber, sino más bien darnos a conocer a todos los humanos que desde nuestra primera maduración, o sea, desde que somos capaces de alguna iniciativa racional como seres humanos, hemos de dedicarnos con preferencia absoluta a cumplir la voluntad del Padre y a ocuparnos de su servicio. Nunca mejor dicho, pues, que pagaron justos por pecadores. María lo entendió así, y por eso se lo trasmitió al evangelista para su publicación, dejando en el silencio, en cambio, la relación interminable del resto de sus vivencias privadas con Cristo. Era ésta la segunda epifanía de Cristo, en la que, a diferencia de la primera, que corrió a cargo de pastores y magos, es decir, que se había producido sin intervención activa de su humanidad, la iniciativa fue enteramente suya.

 

Igualmente, meditando, averiguó María la inmensa importancia que su Hijo y la voluntad del Padre daban a la familia. Pues si Cristo a sus doce años hizo este amago de vida pública, su posterior e ininterrumpida vida en familia, subrayada expresamente por el evangelista, y, por tanto, por María, constituye indirectamente el mejor elogio de la misma. Ahora ya sabemos que, si Jesús lo hubiera querido, habría podido dedicarse desde sus doce años a la vida pública, puesto que lo hizo durante tres días. Si, en cambio, volvió inmediatamente a la vida privada en sumisa obediencia familiar, fue porque su Padre y Él así lo querían libremente. Y puesto que así pasó la mayor parte de su vida, hemos de deducir que el cumplimiento de la voluntad del Padre en los pequeños sucesos de la vida doméstica ha de ser la base de toda vida pública y ha de ocupar la mayor parte de la vida de la mayoría de los humanos. La excepcional aparición en público de Jesús a tan temprana edad refuerza el valor que tiene para Dios su larga vida oculta posterior.

 

Habían pasado muchos años, y María había obtenido ya, gracias a su meditación y al trato asiduo y creciente con su Hijo, una nueva luz acerca de aquel incidente. En efecto, María había descubierto un secreto de la humanidad de Cristo, que los evangelistas nos mostrarán más tarde, a saber: el vehemente deseo con que ansía acometer todo lo concerniente a la voluntad de su Padre. Esa vehemencia la podemos advertir en su entrega a la predicación de la palabra, que le hacía olvidarse hasta de comer[52], tanto que aquéllos de los suyos que tampoco creían en él[53] pensaron que estaba fuera de sí[54]. Jesús mismo declararía más tarde que su alimento era hacer la voluntad de su Padre y llevar a cabo la obra del que lo envió[55]. Esa misma vehemencia quedó manifiesta cuando exclamó: “He venido a poner fuego a la tierra, y ¡cómo desearía que ya estuviera encendido! Tengo que recibir un bautismo, y ¡cuán contrariado me siento hasta que se cumpla![56]. Esa fue la razón por la que en la última cena, poco antes de partir de este mundo, confesó: “ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros[57]. El evangelista resume esa vehemencia cuando, tras expulsar a los cambistas del Templo, aclara que lo que le movía era el celo, cumpliéndose así lo dicho de él: “el celo de tu casa me devorará[58]. Pues bien, este celo vehemente fue el que movió a Cristo niño a quedarse en el Templo: “¿no sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?”. No se trata de defecto alguno de Cristo, sino del modo humano de sentir el amor de Dios[59], y de la intensidad propia del amor sobrenatural. Incluso el Dios altísimo, el Padre justo y santo, amó tanto a su Hijo que, aunque decidió que debía morir por nosotros, abrevió el plazo de tres días para resucitarlo, tomando por enteros sus fracciones, con lo que nos indica que eso mismo hará a los que crean en su Hijo[60].

 

Todo esto lo había entendido de modo clarividente María, y por eso actuó como resumidamente nos relata san Juan. Ante todo, más allá de la aparente indiferencia de la respuesta de Cristo: “¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora”, María sabe descubrir el apasionado deseo de prender fuego al mundo, con sus obras y palabras, que arde en el corazón de su Hijo, y también en el amor redentor del Padre: ambos están dispuestos a adelantar los pasos para el comienzo de la vida pública de Jesús. No hay, pues, manipulación alguna de la voluntad ni de los designios de Dios, sino intelección profunda de los mismos por parte de nuestra Madre. Además, María, que conoce la estima de su hijo por la vida familiar, sabe darse cuenta de la oportunidad singular que representa ese pequeño fallo en la organización de las bodas de Caná: su Hijo podría iniciar su manifestación como Mesías e Hijo de Dios bendiciendo el matrimonio, núcleo central de la familia. Ella sabe que los pequeños detalles, aunque no suelen interesar a los varones, sí son atendidos por el Padre y por el Verbo con mimo y delicadeza extremos. Por esa razón le pide a su Hijo un signo, o sea, eso mismo que Cristo echará en cara a esta generación mala y perversa[61]; pero María no pide un signo para su fe, sino un signo de la estima de su Hijo por el matrimonio y la familia. No se trata de salvar un matrimonio en peligro, ni de aliviarles penas extraordinarias, se trata de mostrar cuánto cuidado pone, e interés tiene Dios por el amor familiar humano, hasta en los mínimos detalles.

 

María, que conoce los secretos de Dios y la oportunidad del momento, toma la iniciativa, se adelanta a su Hijo y lo incita a su tercera epifanía: la vida pública. ¿Por qué se adelanta ella a la decisión de su Hijo? Porque quiere ser ella quien lo lance a la vida pública. No sólo no quiere ser rémora, quiere positivamente poner fin a la vida doméstica de su Hijo. Ella renuncia de modo voluntario al privilegio de convivencia de que había disfrutado durante tantos años, a fin de que su Hijo se dedique a los asuntos de su Padre y sea conocido por todos. Se trata de la primera manifestación de la maternidad universal de María: ella nos entrega a su Hijo para que lo podamos conocer y amar todos los hombres, como ella lo conoce y ama. No se reserva para sí a su propio Hijo: nos ama más a nosotros que a ella misma. Así, esta iniciativa de María no es más que un adelanto de la entrega que hizo ella de su Hijo al pie de la cruz. Si Abrahán, por haber creído que Dios podía a su edad hacerle padre de Isaac[62], y por haber ofrecido a Dios en la prueba al hijo en el que se le había hecho la promesa[63], es el padre de todos los creyentes[64], ¿cuánto más María que creyó lo impensable (que Dios se haría hombre en sus entrañas), y que entregó a su Hijo de manera cruenta al pie de la cruz, no habrá de ser llamada con toda razón Madre de todos los creyentes, e incluso de todos los hombres, pues por todos entregó a su Hijo?

 

Gracias a la iniciativa de la fe de María, se adelantó la actividad pública de Jesús. Su primera manifestación como Dios hecho hombre a través de un milagro, empezó por donde -bajo la condición de la fe y de la oración de María- Dios había previsto que empezara, a saber: por la trasformación del agua del matrimonio y del amor humano en vino de sacramento. La acción redentora de Cristo empieza históricamente por sanar, sobreelevando, la condición aguada en que había quedado, tras el pecado original, el amor humano y la familia, como primer fruto de su muerte y resurrección futuras, ya que en el milagro mismo existe una cierta referencia a la Eucaristía, en la que se encierra el misterio de su muerte y resurrección.

 

Por último, la iniciativa de María es expresada por ella de manera magistral: “haced lo que él os diga”. Esa es la presentación que hace María de su Hijo. Sencillez y eficacia son sus características. Si uno hace lo que Cristo dice, cumple la voluntad de Cristo y del Padre, y llega a descubrir su divinidad. Es ésta una presentación paralela a la que hará el Padre a los discípulos en la trasfiguración: “éste es mi Hijo amado, escuchadle[65]. El Padre eterno y la Madre temporal de Cristo nos presentan a su Hijo con sendas recomendaciones paralelas: escuchadle y haced lo que os diga. El Padre destaca la personalidad divina de su Hijo, que es la Palabra, y por eso nos ordena que le escuchemos. María destaca el carácter histórico-temporal de la humanidad de Cristo, y así nos recomienda que hagamos lo que nos diga su Palabra. Jesús sintetizó ambas recomendaciones cuando dijo: “Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la ponen por obra[66].

 

V.   Sin embargo, no quiero terminar este escrito sin reconocer la parte de verdad[67] que asiste a quienes opinan que María fue una sencilla mujer del pueblo. María vivió siempre en aquella vida oculta que ella en Caná animó a su Hijo a abandonar. No destacó hacia fuera, no hizo en público más de lo que solían hacer las mujeres y madres de su época. No digo que ocultara ante los demás la inigualable fe e inteligencia que poseía, sino sólo que ejerció un rol social básico, en nada sobresaliente ante la opinión pública. Y no sólo por seguir los patrones de su época, pues si Dios le hubiera pedido otra cosa, habría superado con creces el valor de Judith y el encanto de Ester sin los inconvenientes de los procedimientos utilizados por ellas, como superó calladamente al pie de la cruz el valor de la madre de los Macabeos, y como superó el papel directivo de la hermana de Moisés (María), orando, informando y animando desde un segundo plano la vida de la primitiva Iglesia. No, el motivo es muchísimo más profundo: Dios quiso que María no sobresaliera públicamente, justo por el papel que le había reservado en la economía de la salvación.

 

Ante todo, como dije más arriba, por haber sido elegida Madre de Cristo, a ella no le tocaba ser apóstol, ni sucesora suya, ni evangelista, ni sacerdotisa, ni tener cualquier otro protagonismo público en la tarea evangelizadora. María, la criatura más alta después de la humanidad de Cristo, fue elegida por Dios para realzar la estima que tiene por la vida oculta, y como modelo de feminidad perfecta. No se trata de que María no valiera para otra cosa, sino precisamente lo contrario. María ha sido asociada a la redención como ninguna otra criatura por su fe e inteligencia inigualables, ya que ella hizo viable el plan divino de la encarnación y coopera durante más tiempo y más directamente que nadie en él. Al decir y mantener su fiat durante toda su vida, ella fue la servidora (ancilla) del Siervo de Dios, la cooperadora inmediata del autor de la verdad y de la gracia[68], la condición activa de la salvación de todo hombre. Una a una, todas las verdades y gracias que la humanidad ha recibido de Cristo han sido precedidas por su fiat y seguidas por su oración, hasta el punto de que la Iglesia la proclama mediadora del mediador[69]. Ella tenía que permanecer oculta para que nosotros destacáramos, porque cualquier don, verdad o gracia que poseamos ha sido poseída antes por ella, como Madre de la Verdad, del Camino y de la Vida. Si ella las hubiera hecho públicas en su vida, no podríamos lucirlas sus hijos, apóstoles incluídos, como nuevas. La mediación universal de María respecto de su Hijo lleva consigo no guardarse para sí ninguna verdad ni gracia recibida de él, sino cooperar con el Espíritu Santo para distribuirlas a cada uno de nosotros. A ella le estaba reservado recibir y mediar para nosotros la plenitud de gracia que inhabita corporalmente en su Hijo.

 

De modo análogo a como ocurre en la hominización orgánica, opera en la espiritualidad una ley de inespecialización: cuanto menos especializada sea la actividad de una persona, mayor podrá ser la universalidad de su acción. La vida oculta de María corresponde al papel universal que desempeña en la obra de la redención. Si Cristo no terminó la obra redentora en su primera venida y pospuso el acabamiento de aquélla hasta su segunda venida, para dar lugar a que nosotros pudiéramos hacer obras mayores que las suyas[70], el ocultamiento de María en su vida mortal no fue más que la condición de su omnipresencia materna en la vida de la Iglesia. María cumplió como nadie las palabras de su Hijo: “el que sea mayor entre vosotros hágase como el menor, y el que preside como el que sirve”[71]. Primer signo de esta grandeza de la misión de María fue el milagro de Caná: María, junto al milagro, pidió allí la gracia para la familia, gran protagonista de la función social básica a la que llamo «vida oculta». Muestra de esa misión silenciosa de María fue su papel aglutinante en la vida de la Iglesia primitiva, sobre todo presidiendo la oración comunitaria. Corroboración de esa singular tarea asignada por Dios a María son sus constantes apariciones a lo largo de la historia de la Iglesia: curiosa publicidad hecha siempre en lo oculto y a través de otros, generalmente personas humildes y desconocidas para la opinión pública.

 

La vida oculta no se opone a la vida pública como lo individual y privado a lo social y público. No. La vida oculta es vida social, creadora de sociedad, mejor aún, de comunidad, pero en relación de intimidad personal, sin especiales objetivaciones sociales; haciendo uso traslaticio de ideas de S.S. Juan Pablo II, podría decirse que es la subjetivización social. Lo mismo que la fe es un acto oculto del que dimanan las obras buenas, que, en cambio, son visibles, así la vida oculta es el cultivo de la intimidad comunitaria, que pasa desapercibida socialmente, pero tiene como fruto ulterior la publicidad social de las grandes personas y gestas. La vida oculta, sea familiar o consagrada, constituye la primera avanzadilla de la cristianización: como han sabido destacar otros antes y mejor que yo, es mayor la trasmisión y propagación de la fe realizadas por ella que las obtenidas por la indudablemente necesaria, valiente y efectiva labor cristianizadora de las misiones. La labor oculta de María es el modelo de la labor oculta de toda madre, cuya más alta obra son las virtudes y dones personales de sus hijos. Al decir esto, no pretendo descalificar el ejercicio de tareas públicas por personas femeninas. La Sagrada Escritura y la vida de la Iglesia están llenas de mujeres sobresalientes por sus acciones públicas extraordinarias. Sólo digo que ninguna mujer tuvo título más alto ni, por consiguiente, tarea más intensa, amplia, humana y socialmente fecunda que la oculta María, Madre de Dios y de la Iglesia, Madre de la humanidad[72].

 

[73]

                                                                       

                                                                             Málaga, 16-11-1996

 



[1] Lc. 24, 37; Mt. 14,26.

[2] Cfr. Tomás de Aquino, Summa Thelogiae (ST) III, 30, 3 ad 3.

[3] Gen. 16,7; Tob. 12,10 ss.

[4] “¡Alégrate con todas tus fuerzas, hija de Sión!, ¡grita de alegría, hija de Jerusalén!, he aquí que tu rey viene a ti” (9,9).

[5] Utilizo esta denominación como más apropiada que Antiguo Testamento, siguiendo una sugerencia de mi maestro, Leonardo Polo.

[6] Ruth 2,4.

[7] Cfr. Lc. 1,54.

[8] Is. 7,14.; Mt. 1,23.

[9] Is. 41,10.

[10] Mt. 1,20.

[11] Lc. 1,27. Véanse los argumentos de M.Meinertz para probar que la expresión “de la casa de David” se refiere a  la virgen en La teología del nuevo Testamento , trad. C. Ruiz-Garrido, Madrid, 1963, 148-150. Lo cierto es que Jesús no sería hijo de David, si su Madre no descendiera de David. De hecho, el ángel le llama directamente hijo de David al decir “y le dará el Señor Dios el trono de David su padre” (v.32). Las turbas, la cananea, los ciegos, y los niños le elevaron sus súplicas o alabanzas como hijo de David (Mt. 12, 23; 15, 22; 20,30-31; 21,9; 23,41 ss.)), y Cristo aceptó ese nombre (Mt. 21,15-16). Todo el Segundo Testamento gravita en torno a esa verdad (Mt. 2,5; Jn. 7,42; Hech. 2,30; Rom. 1,3; Heb. 1,5), puesto que la filiación respecto de David es condición de su carácter mesiánico y la única indicación ofrecida por el Primer Testamento de que el Mesías sería el Hijo de Dios (2 Sam. 7, 10 ss; Salm. 2, 7; Miq. 5, 1).

[12] 1 Jn. 4,1.

[13] Sermo 291, n.5, PL 38, 1318. San Agustín señala previamente una clara diferencia entre ambos anuncios angélicos: el ángel se dirigió a Zacarías y no a Isabel, madre de Juan el Bautista; y en cambio, en el caso de Cristo se dirigió a María. ¿Por qué? Porque habiendo de nacer Juan al modo común de los mortales, Dios lo envió a anunciar a su padre. Pero como la carne de Cristo fue tomada entera de María, sin padre humano, ella había de ser la destinataria del anuncio.

[14] Cfr. San Agustín, Sermo 291, n.5, PL 38, 1318-1319. Tomás de Aquino, Catena Aurea in Lucam, Lectio 11.

[15] Cfr. Confessiones IX,13,34; Sermo 297, 4,6.

[16] Téngase en cuenta que María, nacida inmaculada o sin pecado original, estaba en la misma situación de Adán antes del pecado.

[17] Gen. 1,2. San Agustín comenta (De Genesi contra Manicheos I, 5, 9) que la voz «agua» debe ser entendida aquí como equivalente a «materia». El Génesis nos daría aquí varios nombres de la materia: tierra desierta y vacía, tinieblas sobre el abismo, aguas, para indicarnos que al principio Dios creó todo pero no como está ahora, sino como materia de la que él haría salir después nuestro mundo. Como el agua es la materia básica de la vida, la afirmación de que el Espíritu sobrevolaba sobre las aguas puede ser entendida como una indicación de que él guiaba el proceso de la  formación de la vida orgánica.

[18] Num. 11,23; Salm. 33,6; 148,5; Sabid. 9,1; Sir. 42,15; Is. 46,10-11; 55,11. Muchos de estos pasajes hacen referencia directa a Gen. 1. En el Segundo Testamento a Cristo se le llama directamente Poder y Sabiduría de Dios (1 Cor. 1,24). La distinción y separación entre la palabra y el poder es propiamente creatural y humana, cfr. 1 Cor. 2,4-6; 4,19-20.

[19] Los filólogos (cfr. O. García de la Fuente, Sermo y verbum en la Biblia latina. Notas de semántica, en Actas V Congreso español de Estudios Clásicos, Madrid 1978, 725-732)  señalan acertadamente que la voz hebraica «dabar» en su rica polisemia incluye entre sus significaciones las de «palabra» y «cosa», por lo que su traducción como «verbum» en vez de como «res» (o en este texto, «nihil») sería tan sólo una mala elección del traductor. Sin embargo, no parece ser éste el caso. El evangelio de san Lucas fue escrito originalmente en griego, y san Lucas sabía que esa construcción no era griega. Adviértase que esa misma idea fue traducida de otra manera en otro pasaje del evangelio de san Lucas y de los sinópticos (Lc. 18,27; Mt. 19,26; Mc.10,27). No se puede tratar, pues, de una mala traducción. Además, san Lucas no es un mero traductor, está inspirado por el Espíritu Santo. A mi juicio, se trata por lo menos: a) de una muestra de fidelidad al sentido de las palabras del ángel referidas por María; b) de una clara referencia al pasaje de Gen. 18,14, en el que los Setenta tradujeron también «dabar» por «palabra» (rema, en griego). No pretendo, pues, que el sentido de las palabras pronunciadas por el ángel no sea el que indican los filólogos, sino únicamente que ellas contienen además una neta sugerencia: citando palabras atribuídas a Yahvé en el Génesis, el ángel demuestra la fiabilidad de su procedencia como emisario divino.

[20] Ex. 40,34.

[21] Cfr. nota 18.

[22] En griego, los Setenta traducen del hebreo: me adunetei para to theo rema. La Vetus Latina  traduce: Numquid impossibile est a Deo verbum?; la Vulgata: Numquid Deo quidquam est difficile?

[23] Lc. 1,13.

[24] Gen. 16, 1-2.

[25] Sermo 169, 11, 13.

[26] Mt. 10,39; Lc. 17,33; Jn. 12,25.

[27] Verdad que he aprendido de mi maestro L.Polo.

[28] “Todas nuestras obras nos las haces Tú” Is. 26,12.

[29] “Sé a quién creí” (2 Tim. 1, 12).

[30] La tesis que propongo suena así: para una criatura elevada, a mayor fe, mayor inteligencia. Lo cual tiene un doble sentido: cuanto más alto sea lo que se ha de creer, más elevada ha de ser la inteligencia que lo crea; y cuanta mayor sea la fe tanto más aumenta la inteligencia. Ambos sentidos son verdaderos y se complementan, pues la fe es don divino a la vez que recepción inteligente y libre de la iniciativa donal de Dios.

[31] Lc. 2, 18-19; 2, 33-34.

[32] Ep. 120, 2, 8; De ordine II,16,44; In Johannis Tractatus  40,9.

[33]Charitas autem congaudet veritati”  (1 Cor. 13,6).

[34] Cristo como hombre admiró la fe del Centurión (Mt. 8, 10 ss.; Lc. 7,9) y la de la Cananea (Mt. 15,28). Y lo que es más sorprendente, incluso se admiró de la falta de fe de sus compatriotas (Mc. 6,6), lo que demuestra que su admiración humana tiene como motivo la prístina libertad de las personas.

[35] Si se leen los pasajes mencionados todos concuerdan en alabar a Dios por el recién nacido y en creer en la grandeza de su misión. Los ángeles son los primeros en proclamarlo: gloria a Dios (por lo que es ese niño) y paz a los hombres (por lo que es y hará). Los pastores, se van alabando al señor por lo que habían visto y oído (que Jesús era el Mesías y que traería la paz a los hombres), y porque, una vez visitado el niño, habían comprobado lo que les había sido anunciado. Simeón eleva a Dios una alabanza muy especial: él ha podido ver al salvador divino, al que desearon ver los patriarcas, profetas y todos los buenos israelitas y no pudieron, por lo que su vida está ya llena de sentido y lista para ser consumada por la muerte: Dios ha colmado su vida. Hay, por tanto, implícita una acción de gracias muy profunda en las palabras de Simeón, quien concentra sus alabanzas en la grandeza del niño y de su preparación por Dios. Además añade el papel de juez universal que le toca desempeñar por ser él la piedra de escándalo y el signo que discernirá los pensamientos más íntimos de los hombres. Por último, Ana la profetisa se puso a alabar a Dios y a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Israel.

[36] Ya antes había escrito el evangelista: “Y todos los que lo oyeron se admiraron de lo que les habían dicho los pastores (sobre el niño)”

[37] 8,3.

[38] Mt. 4,4;  Lc. 4,4

[39] Sermo 215, 4.

[40] In Jn. Tract. X, 2, 3.

[41] Jn. 14,15,21,23; 15, 7-10.

[42] Aunque la Vulgata traduce “entendieron”, el verbo griego «sunakouo» significa completar uno con su propio pensamiento lo que ha escuchado, es decir, indiferentemente entender o comprender. A mi juicio,  una vez distinguidos entender y comprender, es más exacto traducir «comprender».

[43] Ex. 23, 14 ss.; Deut. 16,16 ss.

[44] Ex.12, 1 ss.

[45] San Lucas nos advierte al principio de su evangelio que había procurado informarse de todo, y está claro que muerto José antes del comienzo de la vida pública de Cristo (en las bodas de Caná ya no está presente, habiendo sido invitada toda la familia), la única fuente de información acerca de todas las noticias de su infancia sólo podía ser María.

[46] Ekplesso .

[47] “Un día en tus atrios vale más que mil” Salm. 84,11.

[48] Gen. 2,15

[49] Descubrir novedades no es crecer intelectualmente. El crecimiento intelectual no desprecia tampoco las novedades, pero se interesa en ellas no por ser novedades, sino en la medida en que son verdaderas, o sea, en la medida en que tienen valor para siempre.

[50] Gen. 41,55.

[51] Como la propia respuesta de Jesús niño indicaba, María sabía que él debía dedicarse a las cosas de su Padre, por tanto también sabía que aquel incidente era una señal de la independencia requerida por su Hijo para dedicarse por entero a su tarea mesiánica, tal como más tarde había de exigir a todos sus discípulos: “si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo”(Lc 14,26) Odiar aquí significa posponer sus amores humanos por el de Dios. (Mt. 10,35-37). Pues eso mismo es lo él hizo con sus padres cuando se quedó en el Templo sin avisarles: anteponer lo divino a lo humano. Y María lo supo entender así.

[52] Mc. 6,32.

[53] Jn. 7,3-5.

[54] Mc. 3,20-22.

[55] Jn. 4,31-34.

[56] Lc. 12,49-50

[57] Lc. 22,15.

[58] Jn. 2,14-17.

[59]Cupio dissolvi et esse cum Christo” decía san Pablo; Y santa Teresa :“vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que muero porque no muero”. Aunque el motivo es el mismo, la diferencia con Cristo es decisiva. Es el amor lo que tan fuertemente mueve a Cristo y a los santos, pero no era el cielo lo que deseaba Cristo, que ya tenía la visión beatífica, sino cumplir la voluntad y misión que el Padre le había encomendado: nuestra salvación. A los santos los mueve el amor a Cristo, a Cristo le mueve el amor del Padre y suyo hacia los hombres.

[60] Los días de la prueba final serán abreviados por consideración hacia los justos (Mt. 24,22-23).

[61] Mt. 12,38.

[62] Rom. 4,18-19.

[63] Hebr. 11, 8 ss.

[64] Rom. 4,11; Gal. 3,7 y 29; Sant. 2,21.

[65] Mc. 9,7. El Padre se había adelantado a identificar a su Hijo en el Bautismo (Mc. 1,11), pero explicita el sentido de dicha presentación en la trasfiguración.

[66] Lc. 8,21.

[67] No existe error sin apoyo de alguna verdad, pues el error no es nada positivo.

[68] Jn. 1,17.

[69] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Symbolorum, Barcelona, 1967, nº 3321.

[70] “En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí hará también las obras que yo hago e incluso las hará mayores, porque yo me voy al Padre Jn. 14,12-13.

[71] (Lc 22, 26)

[72] Cfr. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, c.8, nn.52-69.