LAS
GENEALOGÍAS DE JESUCRISTO
IGNACIO FALGUERAS SALINAS
Uno de los ejemplos clásicos de aparente
discordancia entre los evangelistas es la existencia de una doble genealogía de
Cristo, nuestro Señor, una la referida por s. Mateo, y otra la referida por s.
Lucas. No sólo son diversas por su longitud (más larga la de s. Lucas), por la
ordenación (descendente la primera; ascendente la segunda), por el recorrido
(de Abrahán a s. José; de Cristo a Adán), sino sobre todo por no coincidir casi
ningún nombre –sólo dos son iguales[1]–
en las series de progenitores entre David y s. José.
He aquí ambos textos:
Evangelio según
s. Mateo I, 1 ss.[2] Libro del origen de
Jesucristo, hijo de David, hijo
de Abraham: Abraham engendró a
Isaac, Isaac engendró a
Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos, Judá engrendró, de
Tamar, a Fares y a Zara, Fares
engendró a Esrón, Esrón engendró a Arán, Arán engendró a Aminadab, Aminadab engrendró a Naassón, Naassón engendró a Salmón, Salmón engendró, de
Rajab, a Booz, Booz engendró, de Rut, a Obed, Obed engendró a Jesé, Jesé engendró al
rey David. David engendró, de
la mujer de Urías, a
Salomón, Salomón engendró a Roboán, Roboán engendró a Abiá, Abiá engendró a Asaf, Asaf engendró
a Josafat, Josafat engendró a Jorán, Jorán engendró a Ozías, Ozías engendró a Joatán, Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amón, Amón engendró a Josías, Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando la deportación
a Babilonia. Después de la
deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquín, Eliaquín engendró a Azor, Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Ajín, Ajín engendró a Eliud, Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob, y Jacob engendró a
José, el esposo de María,
de la que nació Jesús, llamado Cristo. Así que el total de
las generaciones son: desde Abraham hasta David, catorce
generaciones; desde David hasta la deportación a
Babilonia, catorce
generaciones; desde la
deportación a Babilonia hasta
Cristo, catorce generaciones. |
Evangelio según s. Lucas 3, 23 ss. [3] Y el propio Jesús era, al empezar, como de unos treinta años, siendo hijo -según se creía,
de José-, de Helí, de Matat, de Leví, de Melkí, de Janái, de José, de Matatías, de Amós de Naúm, de Eslí, de Nangai, de Maaz, de Matatías, de Semeín, de Josec, de Yodá,
de Joanán, de Resá, de Zorobabel, de Salatiel, de Nerí, de Melkí, de Addí, de Cosán, de Elmadán, de Er, de Jesús, de Eliezer, de Jorín, de Matat, de Leví, de Simeón, de Judá, de José, de Jonán,
de Eliakín, de Meleá,
de Menná,
de Matatá,
de Natán, de David,
de Jesé, de Obed, de Booz, de Salá, de Naasón, de Aminadab, de Admín, de Arní, de Esrón, de Fares, de Judá, de Jacob, de Isaac, de Abraham, de Tara, de Najor, de Serug, de Ragáu,
de Fálec, de Eber, de Salá, de Cainán, de Arfaxad, de Sem, de Noé, de Lámec, de Matusalén, de Henoc, de Járet,
de Maleleel, de Cainán, de Enós, de Set, de Adán, de Dios. |
Naturalmente,
la primera cuestión que sale al paso es la de ¿para qué dos genealogías? Si s. Lucas se ha informado bien, como afirma
al principio de su evangelio, debería conocer la genealogía de s. Mateo, pero
entonces, ¿para qué cambiarla?, y si no la conocía, ¿cómo podía existir
discrepancia en punto tan crucial? La respuesta ligera de que eso demostraría
que ambas, o al menos una, han sido inventadas, desconoce lo importante que es
la genealogía para el pueblo judío y las dificultades que habría tenido para
ser admitida una falsificación semejante entre gente tan meticulosa al
respecto, o sea, sería, como solemos decir en español, pasarse de listo, sobre
todo porque, puestos a inventar, hubiera sido más fácil hacer coincidir las
invenciones, para hacerlas pasar por verdaderas. Tampoco es de recibo, ni
histórica ni teológicamente, la opinión de que pudiera haber incertidumbre
entre los propios evangelistas acerca de la procedencia de Cristo[4],
pues estaba tan próximo aún el empadronamiento ordenado por César Augusto –a
cuyo fin se hubieron de congregar en Belén todos los descendientes de David–,
que era fácil tener en la memoria reciente los lazos familiares y las
conexiones genealógicas; por otro lado, teológicamente eso resulta
insostenible, dado que Cristo era la promesa esperada durante siglos por el
pueblo de Israel: su ascendencia davídica tenía que ser perfectamente clara y
estar fuera de discusión o disensiones. Ahora bien, tampoco estas razones
pueden ser aducidas para pasar por alto el problema de las discrepancias, pues
siendo éstas evidentes, eso supondría falta de fe y de razón en el cristiano,
que, al no aprovecharlas, devolvería por su parte a Dios su palabra vacía.
Por
eso, como cristiano creyente y en uso activo de mi razón, aunque no soy
especialista en cuestiones bíblicas, he querido enfrentarme a ese problema
tan antiguo y que tantos conatos de solución ha suscitado a lo largo de la
historia[5].
Las soluciones que yo conozco se pueden concentrar en dos grupos: las que
entienden que ambas genealogías lo son de s. José y, a su través, de Cristo, y
las que entienden que la de s. Mateo nos ofrece la de s. José, mientras que la
de s. Lucas nos indica la línea genealógica de la Virgen María[6].
La solución que voy a proponer se inscribe dentro de este último grupo. Mi
pretensión no es, pues, ofrecer una solución nueva, sino realizar un
atenta lectura de los textos por si pudieran arrojarnos nueva luz sobre el
problema. No sé si el tenor literal de mi propuesta habrá sido ya desarrollado
antes por otros. Si fuere así –cosa que no me consta, pero que, dado que no soy
especialista, no sería imposible–, sirva entonces este trabajo para difundir a
más personas lo que, en cualquier caso, constituye no una nueva solución, sino
un nuevo modo de tratar el problema. Para acometer dignamente esa tarea, ante
todo lo enfocaré como problema filológico, y, luego, como problema teológico.
1. Sentido filológico.
Entiendo por problema filológico el
establecimiento del sentido de los textos, el cual no sólo depende de la
gramática, sino también del conjunto de los datos suministrados por el autor o
autores. Pues bien, filológicamente nos encontramos con dos narraciones
genealógicas aparentemente paternas y diferentes hasta David (el antepasado
común a ambas) para una sola persona, lo que supone o una contradicción o, al
menos, una innecesaria duplicación. Para hacer frente a esta dificultad,
llamaré la atención sobre tres datos.
El primer
dato es que en las series genealógicas referidas son todos los que están, pero
no están todos los que son: es claro que ninguna de ellas incluye a todos los
progenitores y descendientes en una línea genealógica continua. Eso resulta
especialmente nítido en el relato de s. Mateo, que presenta tres series de
catorce ascendientes de Cristo, lo cual tiene obviamente un carácter simbólico[7],
a saber, la indicación de la perfecta economía con que Dios preparó el momento
del nacimiento carnal de Cristo. Pero también es obvio que entre Adán y Cristo
no hubo sólo las generaciones aludidas por s. Lucas. Ni s. Mateo ni s.
Lucas pretendieron ser exhaustivos, ni tiene sentido alguno que lo fueran, pues
lo que muestran suficientemente ambas genealogías es la real encarnación del
Verbo como descendiente de David y en cumplimiento de las promesas de
Dios a Abrahán y a Adán, para lo cual basta con señalar algunos eslabones,
los mejor conocidos, de tal genealogía. Esta consideración podría explicar la
notable diferencia que presentan ambas genealogías en el número de progenitores
entre Cristo y David, diferencia que disuade de cualquier intento de establecer
una estricta correspondencia cronológica entre los miembros de una y otra.
Segundo dato. Existe una coincidencia perfecta
entre las dos genealogías en el tramo entre Abrahán y David, que es el primer
tramo común, puesto que s. Mateo no se remonta a Adán. En cambio, no existen
más que dos nombres comunes y algunos otros dudosos entre David y Cristo. Este
dato es importante porque define los límites usuales del problema. El problema
no reside, propiamente, en la duplicidad de genealogías, pues todo ser humano
tiene dos líneas genealógicas, una paterna y otra materna. El problema, tal
como se presenta inicialmente, reside en que en las genealogías judías sólo se
recogía la línea paterna, y Cristo, en cuanto que hombre, era judío. ¿Cómo es
que los evangelios nos ofrecen, entonces, dos genealogías distintas entre David
y Cristo?
Tercer y decisivo dato. El dato
que aporto para la solución del problema es que entre los relatos
genealógicos de s. Lucas y de s. Mateo no existe un paralelismo
ni gramatical ni semántico, al contrario de lo que suele sobreentenderse[8].
Por lo general, se suele entender que, si bien es claro que las series tienen
diferente dirección, descendente y ascendente, sin embargo las dos proceden
indicando una secuencia paralela de padres y de hijos, y, dado que la una
termina en s. José y la otra empieza también con él, se da por sentado que
ambas refieren la genealogía del mismo, y a su través la de Cristo, de manera
que las dos se han de corresponder –por lo menos a grandes rasgos– entre sí,
sea porque ofrecen nombres distintos para las mismas personas, sea porque una
refiere la genealogía legal de s. José y la otra su genealogía carnal[9],
sea porque una mencione sólo a los cabezas de linaje[10]
y la otra a sus verdaderos progenitores, etc. Sin embargo, ese supuesto no
tiene en cuenta la integridad de los datos de ambos evangelios, por lo que
propongo otra posibilidad. En s. Mateo, de cada miembro de la serie se
afirma in recto que engendró al siguiente (sea de modo inmediato, o por
medio de sus propios hijos, nietos y descendientes) hasta que se llega a s.
José, que no engendró a Cristo. Por lo tanto, s. Mateo nos da la lista
escalonada de algunos ascendientes biológicos de s. José[11],
que lo son también legalmente, y sólo legalmente, de Cristo. Esto es innegable:
la relación de s. José con Cristo en la genealogía de s. Mateo es sólo la de
ser el esposo de María, y, por ese título, padre adoptivo, no padre biológico
de Jesús. En cambio, en s. Lucas se afirma in recto que Cristo es
hijo de todos los que se relacionan, exceptuado s. José, que sólo era su padre
putativo. No dice in recto s. Lucas que s. José fuera hijo de Helí, ni que Helí lo fuera de Matat, sino que Cristo era hijo de Helí,
de Matat, de Levi, etc.
S. Lucas nos da una lista plana de los ascendientes biológicos de
Cristo, que, por ser biológicos, también han de tener relación entre sí, pero
esto último nos lo dice in obliquo –por cuanto
que no cabe otro modo de descender de muchos–, mientras que in recto
sólo nos dice que Cristo era hijo o descendiente de cada uno de ellos.
Ésta es, gramaticalmente, la
posibilidad que propongo: entender el texto de s. Lucas como una
sola y larga oración –quizás la más larga del Segundo Testamento–, compuesta
por una principal, una sola subordinada principal y una sola subordinada de la
subordinada, de las que las dos primeras tienen un único y común sujeto, a
saber, Jesús, de quien se dice que es hijo de todos los que se relacionan, o
sea, descendiente de ellos, menos de s. José, del que es hijo putativo. Por
otra parte, lo que considero decisivo es que, semánticamente, la indicación de que Cristo es hijo
putativo de s. José (hecha en la subordinada de la subordinada) contiene la
afirmación implícita, pero necesaria, de que los demás nombres relacionados
corresponden a ascendientes biológicos de Cristo, puesto que legalmente
s. José no es padre putativo, sino verdadero padre. Si s. José sólo puede
ser padre putativo de Cristo en sentido biológico, no en el legal, entonces el
pasaje de S. Lucas ha de estar refiriéndose a la filiación biológica de Jesús.
No se trata, pues, de una mera diferencia de orden, ascendente o descendente
entre dos series paralelas, sino de una consideración por completo distinta: en
s. Mateo la generación que se refiere de Cristo es la legal, en s. Lucas es la
carnal. En s. Mateo cada uno de los ascendientes se considera como activo
generador del siguiente, y éste, a su vez, del siguiente, hasta llegar a s.
José, por eso en s. Mateo hay muchas oraciones (principales)
yuxtapuestas. En cambio, en la oración subordinada principal de s. Lucas no se
afirma in recto que cada miembro de la cadena descienda del siguiente,
sino que Cristo desciende de cada uno de ellos, exceptuado s. José, aunque
in obliquo se diga que ellos descienden entre sí.
Por tanto, el paso de s. José a Helí en la línea
genealógica no está afirmado, sino sólo que Cristo era descendiente putativo de
s. José y carnal de Helí, Matat,
Leví, etc.
Veámoslo más
de cerca. Lo crucial en mi propuesta de lectura es que en la relación de Lucas
existe un solo sujeto con un solo verbo principal y con una sola oración
subordinada principal: «Jesús», «tenía», y «siendo hijo». "Kai. auvto.j h=n VIhsou/j
avrco,menoj w`sei. evtw/n tria,konta( w'n ui`o,j( w`j evnomi,zeto( VIwsh.f tou/
VHli .tou/ Maqqa.t tou/ Leui..."
("Y el propio Jesús era, al empezar, como de unos treinta años, siendo
hijo –según se creía, de José– de Helí, de Matat, de Leví..."). Si
se entiende como una oración única, la oración subordinada ("siendo
hijo") afirma que, exceptuado s. José, Cristo es hijo biológico de todos
los que se relacionan. Bien entendido, naturalmente, que Jesús no es hijo,
literalmente, directo de ninguno de ellos, sino que, por haber sido
concebido del Espíritu Santo, es hijo de María y descendiente biológico de
todos los que se relacionan. En esta lectura que propongo no se excluye
entender que Helí era hijo o descendiente de Matat y éste de Leví, etc., pues
sólo de ese modo se puede ser descendiente de tantas personas, pero lo que
se dice expresamente es que Jesús, que se creía ser el hijo de José, era
descendiente de Helí, de Matat,
de Leví..., y, por tanto, que s. José, que sólo era
padre putativo, no es hijo biológico de Helí. En
definitiva, s. Mateo afirma clara y distintamente que s. José era hijo de
Jacob, y que s. José era el esposo de la Virgen María, pero que no era el padre
biológico de Cristo. En cambio, s. Lucas no dice que s. José fuera hijo de Helí, sino que Cristo, hijo putativo de s. José, era
descendiente biológico de Helí y de cada uno de los
que siguen.
Esta manera de entender el texto presenta
sus dificultades gramaticales. Hay que confesar que el modo aparentemente más
sencillo de entender el texto es el usual: "hijo, según se creía, de José,
que fue hijo de Helí, que fue hijo de Matat, que fue hijo de Leví",
etc... El fundamento de esta interpretación sería la inmediatez con que sigue
el «tou/ VHli» a
«VIwsh.f». Si s. Lucas hubiera querido decir lo que
yo interpreto, parece que debería haber interpuesto entre «VIwsh.f» y «tou/
VHli» alguna transición que marcara cierta
diferencia en el modo de descender de uno y de otro[12],
cosa que no existe en el texto. Esa inmediatez haría necesario sobreentender que el genitivo del artículo hace referencia
a la expresión «o` tou/» o
«el de», la cual es equivalente a «hijo de», de manera que esa frase diría,
primero, expresamente «hijo, según se creía, de José» y, de inmediato, «el de Helí» o «hijo de Helí», etc., por
lo que establecería una filiación directa de s. José con Helí.
Sin embargo, conviene tener en cuenta las
dificultades semánticas, aún mayores, que introduce esa interpretación
gramaticalmente más «fácil». Ante todo, (i) el problema de la doble genealogía
no se resolvería, sino que se trasladaría a s. José[13]:
tendríamos dos genealogías del padre putativo de Cristo, discordantes entre sí,
y refiriendo ambas sólo la ascendencia legal de éste. Pero, sobre todo, (ii)
eso no casa bien con la genealogía de s. Lucas, la cual a diferencia de la
de s. Mateo, manifiesta claramente su intención de decirnos de quiénes era
descendiente biológico Cristo, cuando afirma: «siendo hijo de». Insisto:
que s. Lucas se refiera a la ascendencia biológica de Cristo está implícito en
el «según se creía», dado que la paternidad putativa sólo afecta a lo
biológico, no a lo legal, pues s. José era realmente el padre legal y
sólo putativamente el padre biológico de
Cristo[14].
Este innegable sentido biológico del «según se creía» obliga a admitir que
«siendo hijo» ha de ser entendido de su sujeto, Jesús, en sentido también
biológico. Por eso, mientras que la relación sincopada en grupos de catorce por
s. Mateo indica a todas luces estar refiriéndose a una ascendencia con valor
simbólico o traslaticio (legal) respecto de Cristo (no de s. José), la mucho
más extensa serie de progenitores referida por s. Lucas[15]
concuerda con la intención realista (biológica) de su enumeración. Contra lo
cual (iii) chocaría frontalmente el resto del texto, en el caso de que la
cadena de nombres que vienen detrás del de s. José recogiera a los progenitores
de éste, pues entonces ninguno de ellos sería progenitor de Jesús, dado que el
texto dice abiertamente que s. José era padre sólo putativo, y, en
consecuencia, todos los demás ascendientes habrían sido también ascendientes
putativos[16]. Por consiguiente, el
sentido del texto obliga a entender que entre s. José y Helí
no existe un nexo paterno-filial, y que el «según se creía» no afecta a toda la
serie, sino que sólo expresa una exclusión dentro de la genealogía carnal de
Cristo.
Si se tiene en cuenta lo anterior, el cambio
de orden (descendente o ascendente) en estas relaciones genealógicas no puede
ser indiferente, por lo que (iv) las series no admiten ser paralelas, o darían
lugar a contrasentidos. En efecto, la paternidad adoptiva o legal es personal e
intransferible: si s. José es padre adoptivo de Cristo, no por eso todos los
antepasados de s. José son ascendientes adoptivos suyos. La filiación adoptiva
entraña una peculiar desigualdad, pues si bien por ella se transfieren todos
los –por así decirlo– «derechos» del padre al hijo adoptado, no se trasfieren,
en cambio, las «obligaciones» del padre a sus ascendientes: la adopción de un
hijo no obliga a los padres del adoptante a ser abuelos adoptivos[17].
Esta desigualdad nos permite entender el sentido de la genealogía de s. Mateo:
Jesús no es hijo o descendiente natural de Jacob, padre de s. José, ni de ninguno
de los antepasados referidos, sino sólo el propio s. José, pero la adopción
legal hecha por éste le trasfiere todos los derechos de su línea genealógica,
sin que eso signifique la recíproca, o sea, que todos los ascendientes de s.
José sean adoptantes de Cristo. La paternidad y el mérito son exclusivamente
del adoptante, el cual comunica sus «títulos» al adoptado, sin transferir la
adopción a sus progenitores. Así se ve que el sentido descendente de la
serie que proporciona s. Mateo es adecuado para mostrar la paternidad adoptiva
de s. José respecto de Cristo: Cristo es legalmente descendiente de toda la
genealogía referida, porque s. José le traspasa sus «títulos», pero los
ascendientes de s. José no son automáticamente padres adoptivos de Cristo, sino
carnales de s. José, tal como indica el «engendró» tantas veces repetido en
ella, menos en su propio caso, en el que no se dice que engendrara a Cristo,
sino que era el esposo de su madre. Si, por el contrario, la serie de s. Mateo
hubiera sido ascendente, entonces la filiación adoptiva se traspasaría de s.
José a sus ascendientes, contra lo que dicta el sentido común. Por su
parte, el orden (implícitamente) ascendente de s. Lucas es el apropiado para
una filiación biológica, pues ésta adscribe, a través del padre, el hijo al
abuelo, y, a través del abuelo, al bisabuelo, y así sucesivamente. En concreto,
s. Lucas adscribe a Jesús a toda la serie de los ascendientes referidos,
excepto s. José, pues –como he dicho– si el carácter putativo afectara a toda la
serie, entonces, habida cuenta de su intención biológica, todos los en ella
relacionados serían padres biológicamente putativos, o sea, falsos ascendientes
biológicos, sin ninguna vinculación con Cristo: sería una falsa genealogía
de Cristo. Y, por el contrario, si Cristo es verdaderamente descendiente de
Adán, que lo es, entonces no lo será por la vía de s. José, que sólo era su
padre putativo, razón por la que no era conveniente que la genealogía legal de
s. Mateo empezara por Adán, sino por Abrahán[18].
En congruencia con todo lo anterior, si
se interpretaran ambas series genealógicas como intercambiables, se generarían,
al menos, dos contrasentidos adicionales: (a) David sería un ascendiente sólo
putativo de Cristo[19], es decir, no un
progenitor suyo, y (b) Cristo sería sólo hijo legal de Adán, o lo que es
equivalente, no sería verdadero hombre[20]. Lo correcto,
según los datos evangélicos y el sentido común, es entender que Cristo, por la
vía de s. José, es descendiente legal de David, sin que David fuera necesariamente
un ascendiente adoptivo suyo; y que Cristo desciende biológicamente
de Adán y es hijo putativo solamente de s. José. En resumen, no es lo mismo
referir una genealogía legal en sentido descendente que en sentido ascendente:
si la genealogía de s. Lucas fuera interpretada como genealogía legal, entonces
Cristo habría sido sólo legal, no realmente hombre. Lo cual va en contra de la
verdad central del cristianismo, a saber: que el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros.
Además, ha de tenerse en cuenta la inmensa
dificultad de la tarea que se han propuesto los dos evangelistas, y en
particular s. Lucas: s. José no era el padre biológico de Jesús, pero tampoco
lo era Helí (su abuelo), pues en realidad, según nos
informa el propio s. Lucas, Cristo no tuvo padre biológico[21],
sino tan solo madre. Ellos tienen que ofrecer una genealogía masculina en la
que falta precisamente el primer eslabón: Cristo no fue hijo biológico de
varón, aunque sí descendiente de ellos. Por tanto, (v) interpretar la redacción
de la genealogía de Jesucristo de una manera normal es ocultar el quid
de la cuestión, o sea, la dificultad intrínseca de la elaboración de una
genealogía que mencione los ascendientes masculinos de quien no tuvo padre
humano. La genealogía de s. Lucas no puede, en consecuencia, interpretarse de
modo usual, porque lo que quiere expresar no es usual, esto es: de qué varones
era descendiente el que no tuvo padre biológico[22].
Paso, pues, a precisar mi propuesta. Desde
luego, suponer el «o` tou/»
establecería una concatenación seriada en la que cada miembro quedaría
referido al siguiente como a su padre, por lo que s. José debería ser hijo de Helí, y entonces Cristo no sería descendiente corporal,
sino putativo, de Helí y, en último término, de Adán. Precisamente por eso, entiendo que el «tou/» griego, genitivo del artículo, no hace
referencia alguna a un «o`» (el), que sería
lo aparentemente más correcto («o` tou/»), sino directamente a «ui`o,j» (hijo). Jesús es «ui`o,j» (en sentido de descendiente) «tou/» (de) Helí, «tou/» Matat, «tou/» Leví. Que eso
sea posible es fácil de comprobar. Por ejemplo, en s. Lucas encontramos que se
dice de Cristo que es «hijo de (tou/)
Dios»[23],
y en los demás evangelistas se dice que es hijo «de (tou/) David»[24],
«hijo de (th/j) María»[25],
«hijo de (tou/) José»[26],
aparte de «hijo del (tou/) hombre»[27].
Nótese que, si hubiera querido resaltar la paternidad de Helí
sobre s. José, s. Lucas podía haber escrito, expresamente «o` tou/»[28], pero ha
omitido el «o`». Lo normal en una genealogía es suponer
que «tou/» vaya detrás de «o`», pero eso no está en el texto, sino tan
sólo «tou/». La opción está, pues, entre suponer el «o`», que no se contiene en el texto, o referir
el «tou/» a «ui`o,j».
Yo propongo esta segunda posibilidad, que corre pareja con la existencia de una
sola y larguísima oración subordinada, y que tiene como resultado una lectura
del texto gramaticalmente plana, en el sentido de que no subordina a los
ascendientes biológicos entre sí, sino que los atribuye uno a uno directamente
a Cristo, aunque implícitamente esa enumeración sólo puede ser entendida
como verdadera si las personas de las que Cristo desciende son hijas unas de
otras. Concretando más, interpreto que con la introducción y reiteración del «tou/» se despliega una enumeración de
antepasados biológicos, en la que no está incluido s. José.
La lectura que propongo no es gramaticalmente
más complicada que la usual. La inmediatez con que sigue el «tou/ VHli.» a «VIwsh.f»
no es razón suficiente para establecer una relación paterno-filial entre ellos,
dado que el «tou/» marca el inicio de una enumeración, de la que «VIwsh.f» no forma parte, por no estar precedido de
un «tou/» y sí de «w`j
evnomi,zeto». Si no se
pasa por alto la intención expresa de s. Lucas de referir la genealogía
biológica de Cristo, el contrapunto (semántico) entre la negación de la
paternidad biológica de s. José y el comienzo de la enumeración de ascendientes
por Helí basta para dejar consignada la ruptura de la
cadena generativa entre ambos, ruptura sobre la que se basa mi lectura. Téngase
en cuenta que toda genealogía por definición ha de ser biológica o, al menos,
ha de estar basada en una cadena generativa. La genealogía legal de Cristo
ofrecida por s. Mateo se basa en la cadena biológica de los antepasados de s.
José. Lo que diferencia a la genealogía de s. Lucas respecto de la de s. Mateo
es que pretende abiertamente ofrecer la cadena genealógica de los ascendientes
de Cristo, no de s. José. Esa pretensión
es la que todo el mundo espera de una genealogía, por lo que la rareza no está
en s. Lucas, sino en s. Mateo, que promete expresamente hablarnos de la
genealogía de Cristo y, en cambio, sólo nos ofrece una genealogía legal de
Cristo, fundada en la genealogía carnal de s. José. Por su lado, s. Lucas no
anuncia que vaya a referirnos una genealogía, pero nos dice de quiénes era
descendiente Jesús, nos habla de la genealogía carnal de Cristo, y empieza por
decirnos que era hijo «según se creía» de s. José, o sea, antepone a la
relación de sus antepasados biológicos a aquel que no lo era más que putativamente. Estos contrastes nos ponen de manifiesto que
la verdadera dificultad de ambas genealogías es una dificultad semántica, no
gramatical: existe una tensión semántica entre lo que es una genealogía paterna
normal y la genealogía de Cristo. En el texto de s. Mateo esa tensión semántica
queda recogida elípticamente en el entronque de Jesús con s. José por mediación
de María, su esposa, habida cuenta de que con posterioridad se excluye la
existencia de relaciones maritales con ella[29],
de manera que en virtud de tal tensión se ha de atribuir un sentido legal o
adoptivo a su paternidad; en la genealogía de s. Lucas esa tensión se advierte
en que tiene un doble comienzo: el encabezamiento negativo por s. José y
su comienzo positivo en Helí, lo que obliga a
pensar que la mención del primero tiene el valor de una exclusión substitutoria. En efecto, «putativo» no equivale a
«adoptivo» ni significa «legal», sino que significa «no real», por lo que la
mención de s. José tiene un sentido negativo que no puede ser compartido por el
resto de la serie, o de lo contrario la serie entera quedaría evacuada. Lo
explico con más detalle.
Normalmente se piensa que el problema de las
genealogías de Jesús estriba en la diversidad de nombres existentes en ellas
entre s. José y David. Y verdaderamente esa diversidad es innegable, pues no
sólo afecta a la casi totalidad de los nombres, sino directamente a la propia
filiación davídica, ya que una lo hace hijo de David por medio de Salomón y la
otra por medio de Natán, resultando así que la escasa
coincidencia de nombres en ese tramo queda genealógicamente invalidada: los
nombres pueden coincidir, pero las personas no[30].
Mas, siendo esto verdad, sólo se convierte en problema en tanto en cuanto se
pretenda que ambas cadenas genealógicas hayan de ser una y la misma, o, al
menos, mutuamente correspondientes, por referirse a una misma persona. Sin
embargo, considerado con una mayor atención, y se entienda lo anterior como se
quiera, existe un problema más profundo que convierte a ese problema en
secundario. El verdadero problema de las genealogías de Cristo no nace ni de su
disparidad ni de la longitud de las cadenas genealógicas respectivas, sino que
deriva de no poder encabezarse la enumeración por la única filiación biológica
de Cristo, la de María, pues las genealogías habían de ser masculinas, según la
tradición judaica[31].
S. Mateo, que acomete la tarea notificándonos la ascendencia de s. José, se
encuentra con el problema al final de su relación, y lo resuelve mediante un
rodeo, asignando la filiación de Cristo directamente a María, y recordando que
s. José era el esposo de María, o sea, el padre legal de Cristo. Esta solución
nos induce a leer a S. Lucas en el mismo sentido, inclinados por lo escueto de
su redacción, mas en ese caso la tensión se convierte en ruptura semántica
insalvable, pues choca con la intención de referirnos la cadena de antepasados
biológicos de Cristo, como ya he expuesto. Pero examinemos aún más de cerca el
problema. Contra lo que a primera vista parece, la referida tensión semántica
–que existe en ambas genealogías– no la crea en la de s. Lucas la introducción
de s. José, padre putativo, dentro de la línea biológica de ascendientes de Cristo,
sino la ausencia de un padre biológico humano. Como toda enumeración ha
de tener un comienzo, y el comienzo de una genealogía ascendente es el padre,
era necesario comenzar diciendo que Jesús no tenía padre, o lo que en este caso
es igual, que el que pasaba por ser su padre biológico no lo era. Pero Jesús,
que no tenía padre humano más que legalmente, sí tenía, en cambio, ascendientes
biológicos masculinos por línea materna, aunque su enumeración tampoco podía
empezar por su abuelo (Helí), para no parecer indicar
que era el padre directo de Cristo. Para iniciar la enumeración de ascendientes
varones era necesario, pues, empezar por s. José como padre putativo, indicando
así la ausencia de padre y poniendo a Helí en el
(segundo) lugar que le correspondía. Por tanto, es muy coherente la iniciación
negativa de esta genealogía por s. José, sin que con ello se incurra en engaño
alguno, porque el padre adoptivo es también humanamente padre, aunque,
desde luego, esto mismo pueda producir una equivocidad semántica que dificulte
la interpretación del texto[32],
pero sólo en el caso de que no se tenga en cuenta que Jesús no tuvo padre
biológico. En el texto de s. Lucas, dada la intención de referir la
ascendencia biológica de Jesús, que lo diferencia del de s. Mateo, el nombre de
s. José, que no es ascendiente carnal de Cristo, no tiene otra función que la
de cubrir la laguna del primer eslabón en la cadena, para poder empezar
positivamente, omitida María por razones de tradición, por el abuelo materno.
Si se entiende así la mención de s. José,
que por lo demás corresponde verdaderamente a la función que tuvo en la vida
real[33],
entonces la lectura del pasaje de s. Lucas es sencilla: Jesús era descendiente
–según se creía, de s. José (que hacía las veces del padre de que carecía
biológicamente)– de Helí, de Matat,
de Leví... Para que eso quede gramaticalmente
recogido, basta con que la manera de decir que es hijo putativo de s. José sea
diferente de la manera con que se dice que desciende de todos los demás Y, en
efecto, el genitivo en el primer caso (de José), aunque separado por el «w`j evnomi,zeto», se sobreentiende que va simplemente yuxtapuesto a «ui`o,j», mientras que en el de los demás va
antecedido de un «tou/», lo que sirve para abrir y establecer una enumeración. El «tou/» que precede a «VHli» inicia la enumeración de los ascendientes
biológicos de Cristo, la cual está precedida por la declaración de la ausencia
de padre, cuya función es desempeñada por «VIwsh.f», nombre que no va antecedido por un «tou/».
Dicho de modo más directo, entiendo que es
gramaticalmente posible entender la relación de s. Lucas como una sola
oración subordinada que enumera una serie gramaticalmente plana de antepasados
de Cristo, aunque con un implícito sentido ascendente. Pero propongo que esa
posibilidad es la acertada basándome no en la gramática, sino en el
sentido completo del texto, o sea, en aquel que deriva de tener en cuenta toda
la información ofrecida por el evangelista.
Es cierto
que s. Lucas podía haber dicho con más claridad gramatical eso mismo, y no
introduciendo un mero «tou/» entre s. José y Helí:
con dos o tres palabras más habría podido marcar la transición del padre
putativo a la línea materna. Esta observación tendría fuerza objetora si
se leyera el texto de s. Lucas como un texto gramaticalmente escalonado –al
igual que el de s. Mateo, sólo que en sentido ascendente–, pues entonces mi
propuesta sólo podría ser entendida como una arbitrariedad gramatical: el «tou/» entre s. José y Helí no establecería subordinación por no suponer un «o`», mientras que, en cambio, los demás «tou/» sí la establecerían entre
los demás nombres, y supondrían cada uno un «o`».
Pero lo que he propuesto desde el principio es leer este texto de modo
gramaticalmente plano, como si se tratara de una simple enumeración de
nombres y personas de los que era hijo Cristo, de manera que no se haya de
suponer en ningún caso un «o`»
que subordine entre sí los nombres de sus ascendientes. Ahora bien, en esa
enumeración el primer lugar no está ocupado por nadie, de manera que bastaba
con poner al que se creía erróneamente como padre biológico, aunque sólo era
padre legal, para empezar cubriendo el vacío, y continuar la relación de
ascendientes sin decir de modo expreso que ninguno de ellos desciende del siguiente,
sino que Cristo desciende, uno a uno, de todos ellos. Lo que propongo no es
que entre s. José y Helí no exista subordinación y
entre los demás sí, sino que la única vinculación expresa en el texto es la que
existe entre cada nombre y «siendo hijo», y que esa vinculación la establece
positivamente en cada ascendiente un «tou/», y negativamente el «w`j evnomi,zeto» antepuesto al genitivo del
nombre de «VIwsh.f»
sin ningún «tou/». Por eso no es
absolutamente preciso hacer transición alguna entre s. José y Helí, porque Helí es referido
directamente a Cristo, no a s. José, y lo mismo pasa con Matat,
Leví y el resto de los nombres. Que quizás se hubiera
podido decir de modo más claro no quita que esté suficientemente dicho[34].
Pero, aparte de que, así entendido, el texto
enumera de modo suficientemente claro la ascendencia biológica de Jesús, lo
decisivo radica en que, habida cuenta del conjunto de la información
suministrada por s. Lucas, no cabe otra posibilidad semántica, a no ser
que se haga incurrir al evangelista en una clara contradicción, a saber, la de
referirnos una serie de ascendientes biológicos de Cristo que, si lo fueran de
s. José, padre putativo, no lo serían realmente de aquél.
Además, conviene recordar que los evangelios
no son unos escritos independientes, sino que se integran en una tradición
oral, y que por eso pueden permitirse ser concisos, pues cuentan con el apoyo
explicativo con que la tradición oral completa el sentido de los textos.
Precisamente s. Lucas, al comienzo de su evangelio, alude de modo expreso a esa
tradición oral: "Puesto que muchos han intentado exponer ordenadamente
la narración de las cosas realizadas entre nosotros, según nos las trasmitieron
los que desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra,
me ha parecido conveniente también a mí, habiendo investigado diligentemente
todas desde su origen, escribírtelas por orden, oh ilustre Teófilo, para que
conozcas la solidez de las enseñanzas que recibiste" (Lc 1, 1-4). El evangelio escrito sólo pretende ser una
confirmación de lo recibido por tradición a partir de los testigos oculares y
de los ministros de la palabra, entre los cuales no sólo están los apóstoles y
demás discípulos directos de Cristo, sino especialmente María, su madre. Esa
tradición que acompaña vital y doctrinalmente a los evangelios los descarga de
la necesidad de ser puntillosamente precisos y acabados en sus narraciones.
En resumen, existen dos maneras fundamentales de leer el
texto. Una es la más usual y fácil, a saber: una única oración principal, cuyo
verbo es «h=n», una subordinada principal, cuyo verbo es
«w'n» (con una subordinada a ella, cuyo verbo es
«evnomi,zeto»), y una larga serie de oraciones
subordinadas de relativo implícito, cuyos antecedentes van cambiando sucesivamente,
y que refieren la cadena de ascendientes legales de Jesús. Esta lectura hace
del pasaje de s. Lucas un lugar paralelo al de la genealogía de s. Mateo, con
las –a mi juicio– insalvables dificultades semánticas a que he aludido. La otra
lectura es menos usual y más rebuscada, pero también posible: una oración
principal junto con una sola oración subordinada muy larga (y una breve
subordinada a la subordinada), ambas con un único sujeto, Jesús, del que se
dice, de modo gramaticalmente plano, que es hijo de cada uno de los
ascendientes referidos. Esta lectura es recomendada por el sentido completo del
texto y de lo que s. Lucas dice en el conjunto de su evangelio.
En este segundo modo de leer el texto
resulta obligado entender que el «según se creía» afecta sólo a s. José, que es
de quien se dice en directo, pero no a los restantes ascendientes, por
donde, como consecuencia, se deduce que en él se ha de referir la genealogía de
María. Dicho de otro modo: si Jesús es biológicamente hijo de todos los que
se refieren, menos de s. José, entonces la serie de progenitores que se refiere
no es la de s. José. Pero Jesús no desciende humanamente, según s. Lucas, más
que de María, luego la serie se ha de referir a la ascendencia de María. Esta
segunda lectura rompe, pues, el paralelismo entre las dos genealogías y
resuelve el problema de la discordancia entre los evangelistas. Veámoslo
resumidamente.
Las diferencias fundamentales entre ambas
genealogías quedan ahora patentes: 1) la de S. Lucas declara la filiación
carnal de Cristo, mientras que la de s. Mateo declara (directamente) las
generaciones de que procede s. José; 2) la genealogía de s. Lucas declara la
paternidad biológicamente putativa de s. José respecto de Cristo, la de s.
Mateo no habla de la filiación de Cristo más que respecto de María, pero
atribuye la paternidad adoptiva a s. José; 3) en s. Lucas la filiación de
Cristo termina en Adán, mientras que en s. Mateo empieza por Abrahán; 4) las
líneas genealógicas entre Cristo y David son discordantes no sólo a lo largo de
la cadena de progenitores, sino sobre todo en el entronque davídico: la una
hace a Cristo descendiente de Salomón, la otra lo hace descendiente de Natán.
Tales diferencias adquieren sentido si se
entiende que s. Lucas, que conocía al menos el núcleo del evangelio de s. Mateo
–pues intentó recabar, como él mismo dice, toda la información que pudo para
componer el suyo–, quiso completar lo que faltaba en la genealogía de éste. En
efecto, s. Mateo, que empieza su evangelio por el libro de la generación de
Jesucristo, acaba su genealogía con el esposo de María, de la que nació Cristo,
pero según él mismo nos informa, sin que hubiera tenido parte en su concepción[35],
o sea, nos ofrece la mera genealogía legal de Cristo, que deriva de su adopción
por s. José. Si s. Lucas difiere en punto tan importante es porque su
genealogía aporta algo que la de s. Mateo no aportaba, a saber, la
filiación biológica de Cristo. En efecto, como ya hemos visto, a través de
la genealogía de s. Mateo no se establece que Cristo sea biológicamente
descendiente de David, cosa decisiva para el Mesías. En cambio, los datos
aportados por s. Lucas al respecto son elocuentes: (i) que María es
descendiente de David –lo dice s. Lucas citando al ángel: "concebirás y
parirás un hijo...Éste será grande y se llamará Hijo del Altísimo, y a él le
dará el Señor Dios el trono de David, su padre" 1,32-33–, y (ii) que
la ascendencia biológica de Cristo es distinta de la de s. José, el cual es
sólo padre putativo, sin que por eso Cristo deje de ser hijo de Adán. Como
precisamente las discordancias entre s. Lucas y s. Mateo aparecen en el tramo
de la genealogía que va de Cristo a David, es muy congruente que las
diferencias en los nombres correspondan a las diferencias entre los ascendientes
carnales de Cristo y los de s. José, también descendiente de David[36]. Además, la
filiación respecto de Adán sólo puede ser biológica, no legal judaica, mientras
que la filiación respecto de Abrahán puede ser doble: según la fe[37]
y según la carne. Por tanto, tampoco es indiferente el que la series terminen
en Adán o en Abrahán, pues Adán es el primer padre de todos los hombres y no
por su fe, sino exclusivamente por la carne, mientras que Abrahán es padre del
pueblo elegido, al cual se pertenece por la carne y la fe, o por la sola fe.
Todas estas observaciones son válidas incluso si no se acepta mi versión del
texto, pero mi propuesta permite encontrarles un sentido filológicamente
coherente con ellas. De manera que mi aportación no es nueva en su contenido,
sino sólo en la forma de ilustrar el texto sagrado.
Habida cuenta, pues, de todos los datos
contenidos en ambos evangelios, se puede entender que el evangelio de s. Mateo
nos proporciona la genealogía biológica de s. José, el cual descendía de reyes
y era el padre adoptivo o legal de Cristo, y, por medio de él, la genealogía
legal de Cristo; mientras que el evangelio de s. Lucas nos ofrece la genealogía
biológica de Cristo, la línea materna, por la que fue hijo de David a través de
Natán, no a través de Salomón[38].
De este modo, ambas genealogías, no son ni paralelas ni divergentes: son
complementarias y convergentes en una única persona, la de Jesucristo.
2. Sentido teológico.
Ofrecer
la genealogía de Jesucristo es ya en sí un problema, pues siendo hijo de María
por obra del Espíritu Santo y habiendo sido acogido por s. José como hijo
adoptivo, si se ofrecía la línea genealógica paterna, no se mostraba la
filiación biológica respecto de David, y si no se ofrecía la línea paterna,
aparte de ir contra lo acostumbrado, podría parecer que se condenaba a María
como adúltera. La Persona de Cristo requería, pues, una doble genealogía
humana: una conforme con el espíritu de la Ley judía y que ofrece la línea de
progenitores legales, y otra distinta, la biológica, conforme con la letra de
las promesas, y que no coincide con la anterior ni siquiera en el punto de
enlace con la filiación davídica. Es un dato insoslayable que mientras que el
evangelio de s. Mateo dice que s. José fue hijo de David por la descendencia de
Salomón, s. Lucas nos dice que Cristo fue hijo de David por la ascendencia de Natán. Ese dato discordante no puede ser entendido más que
si ambas genealogías se refieren, en lo biológico, a personas diferentes. En
los textos tal diferencia está suficientemente sugerida: s. Mateo ofrece
directamente la genealogía biológica de s. José, y s. Lucas la de Jesús. Esa
doble filiación humana, adoptiva (padre) y biológica (madre), concuerda
plenamente con la enseñanza evangélica básica de que Cristo es el Hijo de Dios
o Verbo. No convenía que Cristo tuviera padre biológico humano, porque padre se
es de la persona[39], no sólo del cuerpo, pero
la Persona de Cristo no puede reconocer otro Padre natural que el celestial.
¿Cómo extrañarnos de que se nos den dos líneas genealógicas, si Cristo tuvo un
padre humano sólo legal, pero vino al mundo única y exclusivamente por vía
materna?
El
sentido filológico propuesto por mí resuelve no sólo el problema de la
discordancia entre los evangelistas, que no es más que la diversidad de
genealogías, sino también el de la requerida ascendencia biológica de Cristo
como hombre, la materna. Pero, según esto, ahora podría parecer que la
genealogía ofrecida por s. Lucas es la decisiva y completa, pues nos ofrece no
sólo la auténtica filiación davídica en sentido estricto, sino su descendencia
real de Adán, común con todos los hombres, y, por tanto, ella sería la única
verdadera genealogía. Pasamos, pues, de la mera consideración filológica, o
consideración de los relatos, a la consideración realista de sus contenidos.
¿Para qué dos genealogías, cuando sólo una es la verdadera? Si sólo una de las
series es la verdaderamente biológica, la otra parece una genealogía fingida
sólo para cubrir las apariencias sociales, y, por tanto, parece una genealogía
engañosa, falsa, o, al menos, teológicamente inútil. Quien piense así es que no
ha entendido el modo de obrar divino. Dios no engaña ni hace nada en balde
nunca, sino que revela sus misterios y da siempre de modo sobrante. El que aquí
denomino «problema teológico» consiste en responder a la cuestión: ¿en qué
sentido es verdadera la genealogía de s. Mateo? Para responder a ella es
preciso (A) iluminar teológicamente la genealogía de s. Mateo; y (B) mostrar el
sentido de una duplicidad de genealogías, indicando la congruencia interna de
ambas, pues aun si alcanzáramos a entender la pertinencia de la de s. Mateo,
quedaría todavía en pie el problema de comprender la interna conveniencia
teológica de una doble genealogía para una naturaleza humana que lo es sólo por
la mediación materna.
A.- Así pues, la primera cuestión a resolver es la de qué sentido teológico tiene presentar una genealogía legal junto a la biológica. Una pista para la posible solución la encontramos en Gal 4, 4: "pero cuando llegó la plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, hecho bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos a cambio la adopción de hijos". Si se tiene en cuenta que nacer de mujer no es objeto de ningún precepto de la Ley o Primer Testamento, sino una condición natural de todo ser humano, «hecho bajo la Ley» no debe ser entendido como una aclaración de «hecho de mujer», sino como una adición que alude a algo no natural, a algo libre. Así como «hecho de mujer» se refiere a su concepción y nacimiento humanos, «hecho bajo la Ley» ha de referirse a la circuncisión de Nuestro Señor. Por tanto, Cristo no sólo se hizo hombre de la descendencia de David, sino que se sometió por la circuncisión a la Ley, pues "todo el que se circuncida queda obligado a practicar toda la Ley" (Gal 5, 3). El fin de su libre sometimiento a la Ley es el de redimir a cuantos estaban sometidos a ella; el fin de haber nacido de mujer es el de que los redimidos recibiéramos a cambio la adopción de hijos. A esta dualidad de nacimientos corresponden cada una de las genealogías: la genealogía legal de Jesucristo se vincula con su voluntad de obediencia y sometimiento a la Ley, la genealogía de s. Lucas se vincula con el cumplimiento de la promesa mediante la encarnación.
En efecto, el Primer Testamento está atravesado por dos líneas de salvación iniciadas por Dios: una, la primera, es la línea de las promesas[40] y profecías[41], hechas gratuitamente por Él, y a la que corresponde la fe, y otra es la línea de la Ley[42], de los preceptos o de las obras, que fue introducida por las trasgresiones[43], a fin de que abundara el pecado, o sea, de que nos diéramos cuenta de nuestros pecados y de nuestra debilidad, y, en consecuencia, de la necesidad de un redentor, pues sin la Ley que ordena evitar el pecado, al no tener conciencia de él, éste no sería imputable[44] y el hombre podría creerse naturalmente justo[45]. Esta segunda línea de salvación es la línea de la letra, pues el que no cumpliere en la práctica todos los preceptos de la Ley es maldito[46], mientras que la primera línea –la de las promesas– contiene el espíritu de la Ley, a saber, la salvación por iniciativa gratuita de Dios. Aunque, como dice s. Pablo, la letra mata y el espíritu vivifica[47], estas dos líneas no son contrarias una a la otra[48], pero sí se ordenan jerárquicamente: la Ley está subordinada a las promesas, y si se independiza de ellas o se les antepone, entonces se convierte en letra que mata.
Cristo reúne en
sí y reconcilia ambas líneas. Él no vino a abolir la Ley, sino a cumplirla[49], y a cumplirla en un
doble sentido: llevándola a su perfección, pero, al mismo tiempo, sin desdeñar
ni el menor de sus preceptos[50], o sea, vino para
cumplirla en su espíritu y en su letra, a la vez. A fin de cumplir con su
letra, se hizo maldito por nosotros, muriendo en la cruz[51]. Pero, al someterse a la Ley, el Hijo único de Dios
nos redimió del peso de la misma[52].
¿Cuál es el peso de la Ley?, pues que sin la gracia de Cristo, ella sólo nos
indica qué es lo que hemos de evitar, pero al no darnos el amor para hacerlo,
la Ley por sí sola sirve únicamente para condenarnos: para que no hagamos el
bien o hagamos el mal sabiéndolo, con mala conciencia. El papel de la Ley era
sólo el de ser pedagoga, enseñarnos que sin la gracia de Dios no somos capaces
de evitar el mal ni de hacer el bien perfecto, suscitando así en el hombre el
deseo del redentor. Pero llegado Cristo, que era su meta, Él la tomó sobre sí y
la llevó a su perfección plena, inscribiéndola en nuestro corazón,
facultándonos con su gracia para hacer la voluntad del Padre, y otorgándonos su
Espíritu para que la cumplamos con la libertad de los hijos de Dios.
Pues bien, las
genealogías no caen bajo ningún precepto de la Ley, sino que nacen de su
espíritu, es decir, de la línea salvífica abierta por las promesas, objeto de
la fe. Aunque, como se dice al comienzo del libro de los Números, Dios mandó a
Moisés hacer un censo de los hijos de Israel por clanes y por familias, anotando
uno a uno los nombres de los varones, ése fue sólo un mandato temporal
concreto, y si bien sirvió de fundamento para la organización del pueblo de
Israel[53] y para la confección de
las genealogías, no llevaba consigo la obligación de repetirlo[54]. Por su parte, las
genealogías en la Sagrada Escritura no se ofrecen para la satisfacción de la
mera curiosidad o del orgullo, como suele suceder entre nosotros: si merece la
pena tomarse tanta molestia en remontarse a los antepasados es sólo por las
promesas hechas a Adán, a Noé y, sobre todo, a Abrahán, con quien Dios estableció
una Alianza eterna, pero en el bien entendido de que la razón y el contenido
últimos de esas promesas y de la Alianza es precisamente Cristo, el prometido.
En las genealogías escriturísticas late un claro
optimismo, a saber, la confianza de que los hijos de Abrahán no se extinguirán
y de que en su descendencia serán bendecidas todas las naciones. El quedar
vinculados a las promesas hechas por Dios a los padres es tanto como tener
futuro, esperar que de entre la descendencia del pueblo de Israel nacerá el
salvador de todos. Las genealogías expresan, por eso, algo que la sabiduría
humana nunca pudo alcanzar: el sentido de la historia, no la eterna repetición
de lo mismo, sino la destinación del presente y del pasado gracias a un futuro
nuevo y superior. Ahora bien, si era congruente con la esperanza mesiánica
establecer genealogías, con mayor razón[55]
lo era indicar mediante las genealogías el cumplimiento de dichas esperanzas
mesiánicas: precisamente, señalar que esas esperanzas se cumplen en Cristo Jesús
es la tarea de las genealogías de s. Mateo y s. Lucas.
Pero, si las genealogías nacen todas del espíritu y no de la letra de la Escritura Santa, ¿para qué, entonces, dos genealogías, una legal y otra biológica? Pues porque Cristo quiso cumplir desde el espíritu la letra de la Ley: si Él no estaba obligado, como Hijo de Dios, a pagar tributo al emperador[56], mucho menos tenía que someterse a una Ley escrita para los transgresores, pero quiso hacerlo para redimirnos y darle pleno sentido. Por esa razón, entre otras muchas que nos sobrepasan, quiso tener un padre humano adoptivo, haciéndose en eso igual a los demás hombres y a los israelitas, –ya que no lo era, al no tener padre alguno según la carne–, pues gracias a su padre adoptivo, pudo ser circuncidado según la Ley y cumplir los primeros preceptos que le incumbían[57], y pudo someterse a su autoridad[58], como signo de sumisión a la autoridad de la Ley, la cual prescribe honrar padre y madre, dándonos con ello ejemplo a todos en ése y en todos los preceptos.
Es importante darse cuenta de que cumplir la
letra de la Ley a la perfección estriba precisamente en otorgarle su
dimensión espiritual, o sea, hacer que deje de ser Ley escrita y pase a
ser Ley vivida, inscrita en el corazón; y, viceversa, hacer que el espíritu de
la Ley se cumpla es llevarlo a la práctica, verdadeando
o mostrando la verdad en las obras. Por eso, si la genealogía de s. Mateo
representa el cumplimiento de la letra de la Ley (que debía ser
circuncidado y presentado en el templo por su padre humano, etc.), ese
cumplimiento tendrá un sentido espiritual; y viceversa, si la genealogía de s.
Lucas representa el cumplimiento del espíritu de la Ley (la promesa de que el
Mesías sería Dios-con-nosotros[59]),
ese cumplimiento tendrá un sentido literal (encarnación). La genealogía
biológica cumple el espíritu de la Ley literalmente, la genealogía legal cumple
la letra de la Ley espiritualmente. Por donde se induce que la genealogía de s.
Mateo refiere el cumplimiento en sentido espiritual de la promesa literal
de que el Mesías sería rey, hijo de reyes[60].
Por tanto, no se trata, según entiendo, de
hacer corresponder simplonamente el nacimiento de mujer con la genealogía de s.
Lucas, y el nacimiento bajo la Ley con la genealogía de s. Mateo. El misterio
de las obras divinas nos obliga a ser sencillos, pero también más sutiles e
inteligentes[61]. Cristo cumplió la Ley[62]
tanto como colmó la naturaleza humana. Al hacerse hombre, mejoró de modo
insuperable nuestra condición; al someterse a la Ley, la llevó a su consumación.
Por tanto, la presentación de una genealogía paterna debe ser también la
indicación de una mejora substancial, gracias a la encarnación, de la
paternidad humana en un sentido espiritual.
Por eso, el hecho de que el evangelio de s.
Mateo nos ofrezca una genealogía por parte de s. José es toda una revelación:
para Dios existe también una especial paternidad humana adoptiva. La adopción
no sólo es una buena obra, sino una verdadera paternidad ante Dios. Si la
paternidad según la carne es buena, ¿no será buena la paternidad por afecto de
caridad?, pregunta s. Agustín[63].
S. José no fue padre biológico, pero aceptó hacerse cargo de Cristo como de un
hijo suyo: lo llevó a la circuncisión, le impuso el nombre de Jesús, lo
presentó en el templo, iba todos los años a Jerusalén con él, se preocupaba
paternalmente por su bien, etc., es decir, hizo amorosamente de padre legal
adoptivo. Hacer de padre es también ser padre. Pero, sobre todo para Quien no
tuvo padre humano alguno, hacer de padre es ser padre de su entrada en la
historia y en la cultura humanas. Entre los hombres no sólo los padres
biológicos, sino los adoptivos son verdaderos padres, y Dios lo estima así
cuando nos revela que la ascendencia de s. José es también ascendencia de
Cristo. En este sentido, es positivamente relevante que s. Lucas incluya a s.
José junto a los ascendientes biológicos de Cristo, pues eso refrenda que Dios
considera su paternidad como otro modo de verdadera paternidad humana.
Desde aquí se infiere una profunda enseñanza
para los padres cristianos. Los padres biológicos no seremos nunca padres
humanos, si no nos hacemos a la vez padres espirituales de nuestros hijos, si
no les trasmitimos libre y amorosamente nuestra fe cristiana, y si no acogemos,
como s. José, la voluntad de bien de nuestros hijos. La paternidad biológica se
ordena a la paternidad espiritual, de ahí que la paternidad adoptiva pueda ser
también verdadera paternidad humana, pero no lo será si, aparte de cumplir con
las funciones de cuidado y manutención, no es, sobre todo, paternidad
espiritual. Las pretendidas adopciones fundadas en el vicio o en el capricho,
no en el bien integral de los hijos, son aberraciones, crímenes de lesa
humanidad y graves ofensas al Padre, de quien procede toda paternidad en los cielos
y en la tierra. En cambio, los padres cristianos, si abren a sus hijos los
caminos de la fe, son más que padres de sus hijos, son padres de Cristo. Más
adelante se verá mejor lo que digo.
Pero, yendo más allá en la línea de las
genealogías, si se presta suficiente atención a los datos revelados, nos
podemos dar cuenta de que Cristo, que vino al mundo como hijo de David por la
vía de María, no trasmitió, en cambio, su genealogía biológica,
sino su filiación divina: vino a hacernos hijos adoptivos de Dios. ¿Cómo
no será verdadera paternidad la paternidad adoptiva, si Cristo se ha hecho
hombre para darnos una filiación adoptiva?
En Cristo existe una doble generación, la
eterna y la temporal. Las dos son únicas, pues Él es el único Hijo de Dios y el
único hombre nacido de mujer sin obra de varón. La temporal, con ser una
generación excepcional, es un camino que no se prosigue, pues Cristo no la
trasmite: Cristo se ha hecho hombre de modo excepcional, para comunicarnos un
nuevo modo de generación, la generación de los hijos de Dios, la generación
adoptiva. Él no nos puede trasmitir su filiación natural divina, pero con su
muerte y resurrección nos ha dado la posibilidad de ser hermanos suyos, hijos
adoptivos de su Padre. Nosotros no somos ni podemos ser de naturaleza divina,
porque, si Dios nos hubiera trasformado haciéndonos de naturaleza divina, esa
trasformación habría tenido que ser tan completa que habríamos dejado de ser
quienes somos, habríamos dejado de ser criaturas y, por tanto, habríamos dejado
de ser en términos absolutos, quedando, por decirlo de algún modo, aniquilados
en la divinidad. Sólo podemos ser en verdad hijos de Dios si libremente, y sin
dejar de ser quienes somos, aceptamos su invitación a vivir su vida, a
compartir su intimidad. Nosotros sólo podemos ser consortes de la naturaleza
divina por adopción donal[64],
posibilidad que nos es dada por la fe en Aquel cuya muerte y resurrección nos
comunican los bienes prometidos. La generación natural nos hace a todos hijos
de Dios en cuanto que hijos de Adán, o sea, a imagen y semejanza de Dios, pero
–salvo Cristo y su Madre– con la imagen desdibujada por el pecado de origen
(carencia de la gracia santificante, concupiscencia, muerte). La regeneración a
partir de la muerte de Cristo, mediante la fe y el bautismo, nos hace renacer,
porque nos trasmite adoptivamente una filiación divina, sin tacha ni defecto,
que nos comunica la imagen y semejanza del Hijo de Dios.
Ahora bien, si por la vía de la generación
biológica Cristo es hijo de Adán, y Adán es hijo de Dios, esta filiación creatural es mucho más baja que su filiación divina,
filiación que le afecta y corresponde incluso en su naturaleza humana
por haber sido asumida personalmente por el Hijo de Dios. En este sentido,
Cristo no nos trasmite ni su mera filiación creatural,
que ya tenemos nosotros como hijos de Adán, ni su filiación natural
divina, ni la nueva filiación divina de su naturaleza humana en cuanto que
asumida por el Verbo (que es exclusivamente suya), sino la filiación ganada
mediante la obediencia amorosa de su naturaleza humana hasta la muerte, y
muerte de cruz. Frente a la carne y a la voluntad de varón, que son la vía de
trasmisión de la filiación natural de Adán, los nuevos hijos de Dios nacen de
la voluntad de Dios, que se hace Padre nuestro, no ya por creación, cosa que
hizo sin tenernos en cuenta, sino por la muerte y resurrección de su Hijo, la
cual nos da la posibilidad (libremente promovida y aceptada) de vivir y morir
(adoptivamente) como y con Él. De manera que la filiación adoptiva es elevada
por Cristo a un rango superior al de la filiación biológica humana: la
filiación adoptiva es la vía elegida por Dios para salvarnos y hacernos hijos
suyos, no sólo de su poder y sabiduría, sino de su amor misericordioso.
La ascendencia carnal de Cristo es esencial,
puesto que Cristo es el Verbo hecho hombre, pero la paternidad adoptiva
es para Dios igualmente importante, porque es el fin de la encarnación. Así nos
lo decía el texto antes citado de s. Pablo: "pero cuando llegó la
plenitud del tiempo envió Dios a su Hijo, hecho de mujer, hecho bajo la Ley,
para redimir a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos a cambio la
adopción de hijos" (Gal 4, 4-5). Y Cristo,
nuestro Señor, nos aclara cómo hemos de hacernos familiares y madre suyos:
"todo aquel que hace la voluntad del Padre que está en los cielos ése
es mi hermano, mi hermana y mi madre" (Mt
12, 50; Mc 3, 35). Existe, por tanto,
una ascendencia espiritual de Cristo[65]. S. José es padre
de Cristo adoptivo según la ley, pero es padre de Cristo sobre todo por su
obediencia, es decir, sobre todo porque ha hecho la voluntad del Padre que está
en los cielos[66]. La aceptación por s.
José de la tarea de ser padre adoptivo de Cristo le ha convertido en padre espiritual
de la humanidad de Cristo y de toda su Iglesia.
Por consiguiente, la línea genealógica legal
es la línea que representa el sentido en que todo el pueblo de Israel puede ser
padre de Jesús: por su fe en la promesa hecha por Dios a Abrahán. En cambio, no todos los israelitas fueron
padres de Cristo según la generación corporal, sino sólo los descendientes de Judá, y entre ellos, los descendientes de David, y entre
ellos, Natán, y entre los descendientes de Natán, María. El estilo claramente simbólico y traslaticio
de la genealogía de s. Mateo, patente en su llamada de atención sobre los tres
grupos de catorce generaciones entre Abrahán y Cristo, es indicio de que
–aunque sea la biológica para s. José– respecto de Cristo esta genealogía
representa a la que es común a todos los hijos de Abrahán, o sea, la de la fe y
obediencia. Que Dios haya querido revelarnos dos genealogías humanas de Jesús
no tiene, por tanto, sólo un sentido natural humano, es decir, como información
de que Cristo descendía doblemente de David –legalmente (a través de s. José) y
corporalmente (a través de María)–, sino, sobre todo, tiene un sentido
salvífico trasnatural, que hemos de seguir buscando.
B.- Que nuestro Señor tenga una doble
genealogía humana, cada una con un sentido distinto no sólo entre sí, sino
respecto del resto de genealogías humanas, pues biológicamente es hijo sólo de
María, mientras que espiritualmente es hijo de todos los que creen en Él, nos
obliga a buscar la interna y original congruencia de esta sin par
confluencia de genealogías. La congruencia normal de las genealogías humanas
deriva de nuestra duplicidad de origen (materno y paterno). Pero ¿de dónde
deriva la congruencia de las genealogías de Cristo?
Para acercarnos a tan gran misterio,
conviene que nos detengamos en un detalle más arriba apuntado: cada una de las
genealogías humanas de Cristo tiene una intrínseca relación con la promesa
hecha por Dios a Abrahán y con la promesa hecha por Dios a Adán, pues cada una
de ellas se remite respectivamente a esos principios. Tanto uno como otro
fueron elegidos por Dios, uno para ser el padre de toda una humanidad
feliz, otro para ser el padre de un pueblo numerosísimo y de un descendiente[67]
en el que serán bendecidas todas las naciones de la tierra. Entre ellos, sin
embargo, existe una enorme diferencia: el primero fue infiel y desobediente, el
segundo obediente y fiel. El pecado personal del primero afectó negativamente a
toda la humanidad, la fidelidad del segundo afectó positivamente a sólo un
pueblo, pero por medio de su descendencia también a toda la humanidad.
Las genealogías, por tanto, remiten en su
trasfondo al profundo misterio de la elección divina. La elección divina lleva
consigo una vocación, una tarea, una responsabilidad, el que se cumpla o no con
ella repercute en todos los demás hombres, pero esa repercusión tiene una mayor
intensidad en el caso de ciertos elegidos por Dios que en el de otros.
Precisamente, lo que más choca en las elecciones divinas es esa desigualdad en
las responsabilidades y en las influencias que tienen unos hombres sobre otros,
o sea, la importancia que Dios ha concedido en sus planes a unos y a otros.
Generalmente se entiende que toda elección
es discriminatoria. Si Dios elige a una persona, deja de elegir a otras: Jacob
fue elegido, Esaú fue relegado; David fue elegido,
Saúl fue rechazado. Dios eligió a un pueblo, a una tribu, a un rey y a algunos
de sus descendientes para que naciera su Hijo como hombre, tal como había
prometido a Adán y Eva, y tal como había prometido a Abrahán. Este lado de la elección
es discriminatorio, porque la generación orgánica va de individuo a individuo,
de manera que no todos descendemos de todos. Para entender este misterio es
preciso dejarse iluminar por la palabra de Dios.
En verdad, el elegido por antonomasia, el
único que ha sido amado por sí mismo es sólo Cristo[68],
Él es por eso el principio y el fin[69],
incluso como hombre, porque en Él recapitula Dios todo lo creado[70].
Dios trino ha creado, y el Verbo ha asumido, la humanidad de Cristo por amor, y
a nosotros nos ha creado, elevado y redimido para que amemos a Cristo, como
Dios y hombre. Pero lo que hace divinamente amada y trasnaturalmente
amable a la humanidad de Cristo es que no se amó a sí misma, sino que dio su
vida por nosotros. No retuvo para sí su filiación divina, sino que vino a
comunicárnosla[71]. Cristo es el maestro: el
amor divino de elección es donal, prohíbe la reserva y se consuma como servicio
y entrega a los demás[72].
En consecuencia, la elección individual se cumple y colma en la elección
universal. "(Dios) nos eligió en Él antes de la constitución del mundo,
para que seamos a su mirada santos e inmaculados en la caridad. Él nos
predestinó a la adopción filial por Cristo Jesús" (Ef
1, 4-5). Cristo reúne, pues, en sí la plenitud de la elección: la elección personal
y la universal. Él es el elegido por Dios para revelar la plenitud de su amor.
En cuanto que Hijo de Dios, es el que elige; en cuanto que hombre, es el
elegido, y en cuanto que elegido es elegido individual y universalmente, pues
en Él fuimos todos elegidos. Así pues, ni la elección individual ni la
universal se excluyen, antes bien, ambos extremos se complementan perfectamente
en y gracias a Cristo.
Por tanto, la elección divina no es, en
verdad, discriminatoria, porque toda elección lleva consigo el encargo de un
servicio del elegido a favor de la elección universal. Es decir, la razón de la
elección es siempre el bien de todos y cada uno: los elegidos no lo son sólo
por y para sí mismos, sino por razón del bien de los demás. Por ello, y gracias
al mandato amoroso de Cristo[73],
cada ser humano es elegido, a la vez, individual y universalmente. El amor
expresado por el privilegio de la elección divina implica, según esto, un amor
a todos, y eso sucede en toda elección, aunque en diversos grados y medidas. En
definitiva, la elección personal no excluye, sino que implica la elección
universal, por la que todos somos llamados a formar parte del pueblo de Dios.
E igual que las dos elecciones (individual y
universal) se funden en una sola, a saber, en la elección por antonomasia o
elección de Cristo, así la elección de Adán y la elección de Abrahán para ser
padres de Cristo confluyen por distintos modos y caminos en Él: ambos son
antepasados carnales de Cristo, pero uno lo fue por su pecado y el otro por su
fe[74].
Como Cristo quiso hacerse hijo de Adán para remediar los efectos de su pecado,
éste será padre suyo sólo en sentido corporal; en cambio Abrahán, que fue
elegido padre de Cristo en premio a su fe, lo será corporal y espiritualmente. De
manera que Cristo, en cuanto que hombre, es el único que tiene una
genealogía corporal y otra espiritual, y por eso en Él alcanzan su congruencia
las dos genealogías. Para entender esto último es preciso prestar toda la
atención a la denominación de «Hijo del hombre» que Nuestro Señor se da a sí
mismo. «Hijo del hombre» significa, al menos, dos cosas: (i) que es hombre y
(ii) que es la generación futura.
Cristo es (i) hombre y, como todo hombre, es
hijo: la filiación es propia de la condición humana[75],
de tal manera que todo hombre es intrínsecamente hijo, en cambio no todo hombre
es padre. Por esa razón, hijo de hombre es lo mismo que hombre, y no sólo
filológicamente, sino real e intrínsecamente. A esta filiación es a la que se
refiere la genealogía de s. Lucas, que hace a Cristo hijo de Adán y por su
medio hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza.
Pero, además, (ii) Cristo es el Hijo del
hombre, o sea, el futuro de la humanidad. A los primeros padres Dios les
prometió un descendiente vencedor del maligno, a Abrahán le prometió un
descendiente en el que se bendecirían todas las naciones, a David le prometió
un descendiente que reinaría eternamente en su trono: Cristo es ese
descendiente, el prometido desde el principio de los tiempos, aquel por quien y para quien todo fue hecho[76].
Porque contra lo que acontece de ordinario, a saber, que los hijos alcanzan su
madurez con ayuda de sus padres y que la naturaleza hace a los padres más
respetables que a los hijos[77],
en el plan de la providencia divina la salvación nos llega en virtud de los
méritos de un Hijo. El hijo es el futuro del padre, por eso el Hijo del hombre
es el futuro de la humanidad: el salvador es hijo, pero Hijo del hombre, o sea,
de todos los hombres. Dios se ha hecho Padre de los hombres al salvarnos mediante
su Hijo, pero para eso su Hijo se ha convertido en descendiente nuestro, no
sólo corporal, sino espiritualmente. Entre los nombres del Mesías se encuentra
el de «Padre del futuro siglo»[78],
lo que quiere decir que Cristo es el que engendra en nosotros el futuro, el que
abre la historia humana a un futuro inagotable. Por eso Cristo es
intrínsecamente el que ha de venir, como indica el Bautista a sus
discípulos[79], y como esperaban los
judíos. Esa es también la razón por la que nosotros, los que hemos sabido de su
venida a este mundo, hemos de esperar vigilantes su segunda venida[80].
Cómo
se pueda compaginar todo esto nos lo revela el Apocalipsis: Cristo es "el
que es, el que era y el que vendrá"[81].
«El que es» (Yahvé) indica su divinidad, en la que hemos de creer; «el que era»
indica la humanación de su Persona en la primera
venida, en la que nació de mujer y por la que habitó entre nosotros y murió,
y de la cual recibimos la caridad; «el que vendrá» indica a la humanidad del
Verbo ya resucitada y ascendida, en cuya segunda venida hemos de esperar
activamente, porque, siendo todavía futura, ella aporta paulatinamente nuestra
total renovación en alma y cuerpo.
Si tenemos en cuenta lo anterior, pueden
distinguirse en Cristo tres generaciones: una eterna, y dos temporales, siendo
estas últimas la generación corporal y la espiritual. Históricamente la
generación espiritual se subdivide a su vez en dos etapas, la que precede a la
corporal y la que sigue a la corporal. El orden jerárquico de estas
generaciones es el siguiente: primera es la generación divina y eterna, luego
viene la generación espiritual precedente, y después la generación corporal,
para terminar, finalmente, con la generación espiritual consecuente. Lo
explico. Dejando a un lado la generación divina de Cristo, pues ahora
consideramos la humana, debemos tener en cuenta que, como dijo s. Agustín[82],
María fue antes Madre por la fe y por la obediencia que por la carne. La
maternidad de María es humanamente plena, pues reúne los dos sentidos de la
generación humana, el espiritual y el biológico, por lo que ocupa un lugar
excepcional en el plan salvífico de Dios, de manera que ella sólo es imitable
en su maternidad espiritual, pero no en la corporal, que es incomunicable.
Precisamente a partir de la gracia de la encarnación, abierta por el fiat de María, le llegó a s. José el don de
su paternidad espiritual o adoptiva, la cual es posterior a la encarnación o
generación corporal de Cristo. S. José es, por tanto, el prototipo de la
generación espiritual consecuente: la generación de Cristo en nuestras almas y
en la historia, tras su encarnación.
En la medida en que es el futuro de la
humanidad, el Hijo del hombre ha de ser recibido por la fe, aguardado con la
esperanza, y acogido por la caridad, que es lo que hizo s. José, de manera que
la genealogía de s. Mateo refiere simbólicamente a los padres de Cristo
según la adopción.
A todo lo anterior cabría objetar que la
genealogía de s. Mateo recoge entre sus nombres a varios reyes descendientes de
David y de los que no se puede decir precisamente que generaran a Cristo espiritualmente
en su historia personal ni en la del pueblo de Dios; por lo tanto, la
genealogía de s. José no podría representar a los «padres espirituales» del
Hijo del hombre. Esta dificultad exige hacer varias aclaraciones.
Ante todo, la ascendencia espiritual antecedente
de Cristo está representada no sólo ni primeramente por s. José, sino sobre
todo por María Santísima, y, sólo en cuanto que era justo, por s. José. Del
resto de los antepasados, tanto en una línea como en la otra, unos fueron
padres espirituales de Cristo, otros quizás no[83].
En la genealogía de s. Lucas, por lo menos Adán no fue padre espiritual de
Cristo, sino que dio ocasión a su venida con el pecado original; y algo
semejante pasa con la genealogía de s. Mateo, unos abrieron, otros quizás
cerraron el paso al Hijo del hombre, aunque ninguno pudo impedir su venida, la
cual tuvo origen en la iniciativa amorosa y donal del Padre: "Pues
tanto amó Dios al mundo que donó a su Hijo Unigénito para que todo el que cree
en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn
3, 16).
Y es que Dios no elige, como lo hacemos los
hombres, de manera excluyente: sus elecciones están dirigidas a todos y quieren
beneficiar a todos, aunque por distintos cauces y de distintas maneras. Esa
diversidad de cauces y maneras implica que los dones de Dios, por generosidad
suya –que así nos hace tomar parte activa en su salvación–, nos llegan a través
de otros hombres, y que, por tanto, los hombres tenemos que someternos a Dios
supeditándonos a otras criaturas, hombres y ángeles, según los planes de Dios.
Pero tal supeditación no lleva consigo merma alguna de los dones divinos para
con nosotros: todo lo que han recibido los demás nos ha de ser comunicado a nosotros,
y también lo que hemos recibido nosotros lo hemos de comunicar a los demás. La
exclusión, cuando la hay, la introducimos las criaturas y afecta única y
precisamente a aquellas que excluyen. Por lo cual esa supeditación de unos a
otros, y de todos a Cristo, no implica que los elegidos que sean infieles hayan
de mermar la generosidad de los dones divinos hacia nosotros. Las defecciones
de sus criaturas no hacen que Dios abandone sus planes, pues ya las había
previsto, sino que colme sus dones. En este sentido conviene parar la atención
en Adán y Eva, sin duda los seres humanos que más ampliamente han afectado con
su infidelidad a toda la humanidad: tras el pecado, en medio del castigo, la
misericordia de Dios se muestra de modo sorprendente y grandioso, al prometer
por pura iniciativa propia, sin mérito, arrepentimiento ni fe antecedentes por
parte de Adán o Eva, antes bien, con el antecedente de su pecado, la venida de
un salvador y su victoria sobre el maligno[84].
El don divino suple las faltas de los hombres incrementando, incluso, su
magnificencia[85].
En consecuencia, no es necesario, para el
cumplimiento de los planes divinos, que colaboremos con Él, aunque a nosotros
sí nos es necesario hacerlo, si no queremos auto-excluirnos de ellos. Así se
explica que en las genealogías de Cristo puedan aparecer pecadores públicos:
que aparecieran pecadores era cosa inevitable, puesto que Él venía a salvar a
los pecadores, que somos todos los hijos de Adán; que aparezcan pecadores
públicos, quizás no arrepentidos, es posible, dada la amplitud de los
planes divinos, que hace realmente libres a sus criaturas elevadas.
Este último punto requiere hacer todavía
algunas consideraciones más. ¿Cómo puede Cristo, Dios, Hijo de Dios, ser
descendiente de pecadores, sin quedar maculado por el pecado? Este misterio es
una de las caras de este otro: ¿cómo puede amar Dios a los pecadores cuando
todavía somos pecadores? La respuesta a esta segunda cuestión nos orienta para
responder a la primera: Dios ama a los pecadores cuando todavía lo son, para
que dejen de serlo; de modo similar, Cristo se hizo descendiente de
pecadores, para que pudieran, dejando de serlo, ser hechos hijos
adoptivos de la misericordia de Dios. Es decisivo darse cuenta de que Cristo no
es descendiente de Adán según las meras leyes de la naturaleza, sino que Él se
hizo libremente descendiente de Adán. La iniciativa del entronque de Cristo
con la humanidad parte de Él, como Dios, y por ahí cabe entender cómo no fue
infectado por el pecado. En efecto, Él nació de María, la sin pecado, ni
personal ni de origen, y fue engendrado sin cooperación de varón, sino por obra
del Espíritu Santo: Cristo no fue hecho hombre, como nos sucede a
nosotros, que nacemos sin ser consultados, sino que se hizo hombre,
descendiente de hombres. Precisamente porque se trataba de una iniciativa
divina y no de una mera ley natural derivada de una iniciativa humana, el
Verbo, para encarnarse, quiso contar con la fe y libertad de su madre, a la que
previamente había emancipado de todo pecado. Él mismo, pues, medió su
encarnación, para ser mediador entre Dios, el Santo, y los hombres, pecadores.
Por tanto, Cristo no es descendiente inmediato de hombres
pecadores, sino que se hizo descendiente directo e inmediato sólo de
María Santísima, pero también se hizo descendiente mediato (a
través de la ascendencia de María) de los pecadores a los que venía a salvar.
Y lo que acabamos de ver respecto de su
nacimiento de mujer, se ha de decir, análogamente, de su nacimiento bajo
la Ley: a Cristo no lo circuncidaron sin que Él lo supiera ni quisiera, sino
que fue iniciativa suya el nacer bajo la Ley. Él mismo medió con su gracia para
que s. José lo adoptara libremente y, cumpliendo con la Ley, lo llevara a
circuncidar. Por eso, Él se hizo descendiente espiritual y adoptivo de
s. José, el cual llegó a ser padre suyo por su libre obediencia a la voluntad
del Padre. Cristo se hizo, pues, descendiente espiritual inmediato
de la fe y obediencia libres de s. José, así como de la de todos cuantos le
recibieron y reciban, pero sólo se hizo descendiente espiritual mediato
de los pecadores que no lo recibieren. En este último caso, descendiente
«mediato» significa que Cristo se hizo hijo de los pecadores no arrepentidos
para suplir, con su dolor y su muerte[86], el desamor de
los mismos al Padre, así como para ser su juez implacable en el juicio final,
pues no podrán aducir en su defensa el no haber tenido la posibilidad de
aceptar el amor del Padre manifiesto en Cristo.
Por tanto, a la objeción de que,
precisamente en la línea genealógica que he llamado legal y cuyo sentido es
espiritual, algunos de los incluidos no fueron precisamente justos como s.
José, por lo que no podrían ser antepasados espirituales de Cristo, cabe
responder recordando: (i) que esa genealogía es la biológica de s. José, el
cual, como he dicho más arriba, no traspasa necesariamente su paternidad
adoptiva o espiritual a sus antepasados; (ii) que si el acogimiento por María,
quien con su espíritu y en su carne abrió al Hijo de Dios la entrada en el mundo
y en la historia, no garantizó que todos los que intervinieron en su línea
genealógica hubieran hecho corporal y espiritualmente lo mismo, menos necesario
aún será que la paternidad por parte de s. José, el primero que tras su venida
lo acoge como hijo adoptivo, garantice que todos sus progenitores fueran padres
espirituales de Cristo; (iii) que s. José es, sobre todo, el que abre las
puertas a la paternidad espiritual consecuente, o posterior, a la venida de
Cristo, aquella que nos corresponde a nosotros; y (iv) que Cristo es
descendiente mediato de pecadores no sólo según la carne, sino también
según el espíritu, aunque en sentidos distintos[87].
Sólo ahora puede entenderse qué quiere decir
que Cristo, en cuanto que hombre, es el único que puede tener dos genealogías,
una biológica y otra espiritual, tales que converjan entre sí para describir
inconfundiblemente a una única Persona en la historia. No me refiero,
desde luego, a la doble genealogía humana natural (paterno-materna) ni tampoco
pretendo decir que Cristo sea el único que puede tener una genealogía legal y
otra natural. Más bien a lo que aludo es a que Él es el único hombre que no
tiene padre humano, y, por tanto, el único que no ha nacido del cruce de dos
líneas genealógicas distintas, sino que tiene una única línea genealógica
carnal, la materna. Pero precisamente la razón por la que no tiene padre
humano, a saber, por ser Hijo del Padre, explica que también sea el único
hombre que puede «descender» en sentido espiritual de todos los hombres,
en cuanto que acampó entre nosotros para introducir el reino de Dios en la
historia y para darnos la posibilidad de incorporarnos libremente (o para
reparar nuestra negativa) a ese reino, que es reino espiritual, no de este
mundo. La genealogía de s. Mateo, aparte de relatar los ascendientes de s.
José, recoge simbólicamente esa paternidad de todos los hombres por la fe y
obediencia (o por la falta de fe y de obediencia) respecto del Hijo del hombre.
3. Conclusión
Las dos genealogías de Cristo no sólo son compatibles,
sino que se complementan entre sí, de tal manera que convergen inequívocamente
en una única Persona de la historia, que es lo propio de las genealogías. La
una es legal-espiritual, la otra biológico-literal, pero ambas están llenas de
sentido revelado.
La genealogía de s. Mateo nos enseña que
Dios no desprecia las apariencias, sino que las colma de sentido,
convirtiéndolas en ocasión de un nuevo modo de engendrar, el espiritual, según
el cual Cristo es hijo legal de reyes, y rey, pero de un reino
espiritual, no de este mundo. La genealogía de s. Mateo no es vana ni se reduce
a salvar la «imagen» de Cristo, sino que es expresión de Su respeto por la Ley
y por las obras, a las que viene a perfeccionar y redimir, dándoles un alcance
pleno. Ella nos enseña que el Hijo del hombre no desprecia la Ley, antes bien
cumple espiritualmente hasta el último detalle de su letra, lo mismo que no
desprecia al pecador, sino que quiere que se convierta y viva, razón por la
cual acepta y otorga realidad a las apariencias: acepta la letra de la Ley y se
hace pecado, o sea, maldito, en el árbol de la cruz. La dirección de esta
genealogía es descendente, en congruencia con la humillación del Verbo al
acercarse a nuestro pecado y al mal, que es pura privación, falta de ser y
pérdida de libertad, todo vana inflación y apariencia.
La genealogía de s. Lucas nos enseña que
Dios cumple literalmente sus promesas y profecías, el espíritu de su
Ley, y sobrepasa la expectativas humanas mucho más de cuanto ninguna
inteligencia creada alcanza a entender por sí misma, a saber: uniendo consigo
un cuerpo, nacido de mujer, descendiente según la carne de David, de Abrahán y
de Adán. Cristo es mucho más que rey, es Dios hecho hombre. Al hacerse hombre,
el Verbo introduce una jerarquía entre los hombres mucho más profunda que la
social y que la política, una jerarquía trascendental. Esta línea genealógica
es la línea de la elección personal, la cual establece una dependencia entre
los hombres, pero tal que redunda en beneficio de todos, gracias a la mediación
de Cristo, quien siendo Dios vino a servirnos. Su dirección es ascendente, pues
es el Hijo el que hace elegidos a sus padres carnales, y el que por ser Dios
nos puede transferir a todos su elección sin perderla, por lo que de ese modo nos
sobreeleva, otorgándonos la posibilidad de ser hijos de Dios.
Ninguna de esas genealogías deriva de algún
tipo de necesidad, sino de la libre iniciativa del Verbo, pero esa iniciativa
se vehicula doblemente para tener en cuenta la situación de pecado del hombre.
En Cristo todo es nuevo, mas para sanar lo viejo del hombre caído ha de darle
entrada en la novedad: lo viejo y el pecado son introducidos por Él en sí mismo
sólo mediatamente, cuando tras nacer de mujer (sin pecado original) se
sometió a la Ley y se hizo pecado, a fin de convertir lo viejo en
posibilidad para nosotros de la novedad y del bien supremos. Porque se trata
sólo de la posibilidad de la novedad y del bien supremos es por lo que
se hace hijo de nuestra fe y de nuestras obras, o sea, la Omega de la historia,
pero porque dicha posibilidad es mediada por Él mismo, Él es el Alfa o
principio de la historia, el primogénito de toda la creación. Como el don de
Cristo precede a todo y sigue a todo, el mal queda envuelto y superado en el
bien, siendo reducido a mera ocasión para nuestra posible conversión o para la
autoexclusión respecto del reino de Dios.
¿Qué significa, entonces, que Cristo tenga dos genealogías, una legal-espiritual y otra corporal-literal? Pues que el Verbo entra en la historia del hombre no para anularla, sino para redimirla y sobreelevarla. Corporalmente entró en el mundo y en la historia en un instante concreto y ya pasado, pero espiritualmente está todavía por entrar en cada uno de nosotros, los viadores. La decisión de entrar en la historia es exclusivamente suya, pero no quiere entrar y redimirla sin contar con nosotros, tanto antes de su nacimiento como después de haber nacido. El acercamiento hacia el pecador es iniciativa suya, la elección es suya, los dones son suyos, pero Él nos pide la aceptación por nuestra parte, para obrar en nosotros la redención. Aceptarlo significa someterse a otros hombres elegidos por Él, pero también ponerse al servicio de todos, es decir, una intensificación inimaginable de las relaciones interpersonales.
Cristo es,
pues, la congruencia de ambas genealogías. Por ser el esperado (expresamente)
de los hijos de Abrahán, e (implícitamente) de toda la humanidad, es congruente
que tenga dos genealogías, porque habiendo querido hacerse hombre había de
nacer de hombres, y habiendo querido que tomáramos parte activa en su obra de
salvación, nos da la oportunidad de co-engendrarlo en
nuestras vidas y en las de los demás. Sin
la generación carnal, el Verbo no habría llegado a ser hombre, sin la generación
espiritual, la primera no tendría el alcance que Dios quiere, la adopción
filial, pues nosotros llegamos a ser hijos adoptivos del Padre, si adoptamos
espiritualmente en nuestra vida a Cristo, si lo hacemos hijo nuestro, por
cuanto que Él convierte a todos los que le obedecen en madres, hermanos y
familiares suyos, haciéndose espiritualmente «Hijo del hombre».
Además, por ser de Quien es, la humanidad de
Cristo es la única que puede tener esa doble genealogía, porque, siendo la
encarnación una iniciativa donal de salvación, había de entrar en la historia
empecatada del hombre de dos maneras: una corporal y otra espiritual, una por
generación biológica, otra por aceptación libre, una según las promesas, otra
según la Ley, una según la letra, otra según el espíritu, una como descendiente
de algunos hombres y otra como descendiente de todos los hombres, una como
elegido, otra como justo juez, una con humillación, otra con triunfo. Cristo
es, así, quien lo hace todo congruente: las promesas y la Ley, el espíritu y la
letra, la elección individual y la universal, la misericordia y la justicia, la
vida y la muerte, la gracia y el pecado.
Incluso la dificultad que representa para
nosotros la existencia de dos relatos genealógicos discrepantes es congruente
con Cristo. Es perfectamente congruente con Cristo, quien quiso entrar en este
mundo velando su divinidad con la debilidad de su carne, el que los evangelios
también lo presenten de una forma velada por la debilidad de los hombres que
los escriben y que los han de leer. Velar no es ocultar por completo, sino
tamizar la visión: mostrar la divinidad de Cristo y la peculiaridad de su
humanidad no de manera evidente, sino suficiente para que la inteligencia pueda
creer. Pues lo mismo que el velamiento de la divinidad de Cristo tiene como
finalidad el permitir y suscitar la fe de los oyentes, así los evangelios han
sido escritos para que creamos, y creyendo tengamos vida en Él[88].
De manera que, si atendemos al Autor sobrenatural de los evangelios, en cuanto
que libros revelados, las dificultades de intelección que acompañan a los
mismos tienen el sentido de obligarnos a aumentar nuestra fe, aguzando nuestra
inteligencia.
Las genealogías de Jesucristo reflejan
nítidamente el misterio que intentan comunicarnos, la encarnación del Verbo,
pero nos lo presentan veladamente, como para ser creídas por una inteligencia
diligente. El pasaje de s. Mateo nos presenta una genealogía de Cristo de la
que hemos de deducir que es sólo legal. El pasaje de s. Lucas nos presenta una
genealogía de la que hemos de deducir que tiene sentido biológico para Cristo,
aunque eso cree problemas de intelección. El halo de misterio que presenta
incluso la forma de redacción de las genealogías es un acicate para el
desarrollo de nuestra inteligencia desde la fe. Las dos genealogías no son,
pues, reiterativas ni paralelas, ya que Dios no hace ni revela nada
inútilmente.
No quisiera terminar sin resumir brevemente algunas sugerencias teológicas de este escrito. Las dos genealogías de Cristo corresponden a las dos dimensiones del Hijo del hombre, a saber, como descendiente carnal de algunos hombres y espiritual de todos los hombres. Las dos concurren en Él, pero de distintas maneras: la genealogía carnal termina en Él sin que tenga continuación, la espiritual tiene en Él su origen, en vez de su término, sin que acabe hasta el final de los tiempos. Por la primera Él entra en la historia, por la segunda nosotros entramos en el reino de Dios. La primera se hizo por la vía de la generación carnal, es decir, por la misma vía por la que nos llega el pecado de origen, pero sin concurso de varón y a través de una madre sin pecado original; la segunda se hace por la fe y la obediencia, dones que emanan de la cruz. La primera llevó consigo (directamente) la elección de un pueblo, Israel, la segunda trajo consigo la elección universal, dentro de la cual quedó incluida, a partir de Cristo, la del pueblo de Israel. La irrepetibilidad de su concepción es comunicada por Él mediante el consejo del celibato por el reino de los cielos; la plenitud de su entrega en la cruz nos es comunicada por Él mediante los sacramentos, uno de los cuales convierte la unión de hombre y mujer en un signo de Su amor por la Iglesia. Si el Primer Testamento primaba la generación carnal por la esperanza del Mesías, el Segundo prima la generación espiritual por la esperanza de su segunda venida como Señor y Juez de la historia.
En fin, la congruencia de la revelación cristiana es tal que, si se presta atención a cualquiera de sus detalles, sólo dependerá de la fe inteligente de cada uno el ver cómo concuerda todo con todo. Por eso, animo a quien me haya acompañado a lo largo de este escrito a que, si lo encuentra adecuado, prosiga él mismo la inagotable trama de conexiones asociada a la doble genealogía de Cristo, que confieso me supera tan desbordantemente como corresponde a Aquel que nos la revela y del que es revelación.
[1]
Los nombres iguales son los de Salatiel y Zorobabel. En cuanto al nombre de Jeconías,
que aparece antes y después de la deportación a Babilonia en el evangelio de s.
Mateo, denomina a dos personas distintas, pues –como explica s. Jerónimo– es
una misma trascripción para dos nombres diferentes (Ioakim
y Ioachin) (Cfr. Commentaria
in Danielem, PL 25, 495; Commentaria
in Mattheum I, PL 26,
23).
[2]
La traducción que se ofrece está tomada de la versión española de la Biblia de
Jerusalén, Bilbao, 1998, 1423.
[3]
La traducción que presento se adapta a la interpretación que se propone más
adelante.
[4]
Eusebio de Cesarea
creyó advertir discrepancias acerca de los detalles en las propias
fuentes judaicas, aludiendo como motivo a la inclusión, entre otros, de Jeconías en la genealogía de s. Mateo, pues Jeconías había sido excluido por Dios de entre los
progenitores del Mesías (Cfr. Jer 22, 30),
razón por la cual s. Lucas se habría acogido a la opinión, no propia, sino de
otros–por eso diría «según se creía»– que pensaban que s. José descendía de Helí, etc. (Citado por Tomás de Aquino en la Cahtena aurea in Lucam, c. 3, lc. 8, Cfr. Sti, Tomae Opera, R. Busa, Frommann-Holzboog, Stutgart-Bad Cannstadtt (RB), 1980, 5,
295). Como digo, dada la proximidad del empadronamiento, esas discrepancias
acerca de la genealogía de s. José no se sostienen. Más adelante haré frente,
en varios pasos, al problema de la mención de Jeconías.
[5]
Como indicio de la proliferación de hipótesis resolutorias, remito al lector a
la referida Catena aurea
in Lucam citada en la nota anterior, y a la Catena aurea in Mettheum, c. I, lect.7, RB, 5, 130-132, las cuales refieren, naturalmente,
sólo las que se barajaban en la época de Sto. Tomás.
[6]
Esta línea interpretativa tuvo su origen en Arias Montano, cfr. Adriano Simón, Praelectiones biblicae,
Novum Testamentum, vol. I, editio
quarta a J.Prado recognita, Taurini, 1930, 132-133.
[7]
Para ello nos consta que prescindió de algunos nombres bien conocidos de
descendientes de David, como por lo menos los de Ocozías,
Joán y Amasías entre Jorán y Ozías, y el de Joaquín
entre Josías y Jeconías.
[8]
Las genealogías en general no son propiamente paralelas, pues partiendo todas
de un mismo enlace inicial (Adán y Eva), se van separando cada vez más, o sea,
se van haciendo cada vez más divergentes, cosa que se repite familia a familia,
puesto que, al unirse los varones de unas con las mujeres de otras, el más
cercano parentesco (fraternidad) da lugar en varias generaciones a líneas
genealógicas cada vez más alejadas. Dos hermanos (de los mismos padre y madre)
no tienen genealogías paralelas, sino idénticas, y sin embargo sus hijos,
habidos con otros, ya empiezan a divergir de ellos. El paralelismo entre
genealogías sólo podría tener el sentido de cierta correspondencia temporal
entre generaciones, pero éste no sería un paralelismo estricto, debido no sólo
al ejercicio (o no) de la capacidad procreadora, sino a la longevidad, a los
matrimonios o uniones habidos y a la diversa fecundidad de cada uno. Hay líneas
que desaparecen, y las que se mantienen no necesariamente han de tener todas el
mismo número de miembros sucesivos: el mismo tramo relativo de tiempo puede ser
cubierto por más o por menos generaciones en cada línea. Y así, aunque todos
tengamos una genealogía doble (paterna y materna), no por ello ambas
genealogías han de tener una estricta correspondencia en el número de miembros,
ni son verdaderamente paralelas, sino intersecciones colaterales de líneas
divergentes que abren nuevas líneas. Por tanto, cuando aquí hablo de
«paralelismo» no me refiero a las generaciones mismas, sino a sus relatos o
narraciones, si se da el caso de tener varios relatos de una misma línea
genealógica. Cuando los relatos de una línea genealógica de una misma
persona presentan diferencias, es razonable pensar que hayan de ser
paralelos, esto es, que en su diferencia tengan una correspondencia real entre
sí, aunque sea oculta y a grandes rasgos. Las diferencias, y por consiguiente
el paralelismo, podrían ser meramente sintácticas (distintas construcciones
para una misma relación semántica) o también semánticas (sean distintos nombres
para las mismas personas, sean distintos criterios para la selección de
nombres). Pero si se trata de relatos genealógicos de personas distintas o que
recogen líneas genealógicas distintas de una misma persona (paterna o materna),
no cabe hablar de paralelismo propiamente dicho.
[9]
Así lo sugería ya Julio Africano, apelando a la ley del levirato (Deu 25, 5-6), cfr. Adriano Simón, o.c., p. 131.
[10]
Cfr. M. Meinertz, Teología del nuevo Testamento,
trad. C. Ruíz-Garrido,
Madrid, 1963, 148-149.
[11]
Lo cual resuelve el grueso del problema que plantea la mención –por s. Mateo–
de Jeconías (excluido por Dios) entre los
progenitores de Cristo: Jeconías fue progenitor de s.
José, y no de Cristo, del que sólo puede ser considerado antepasado legal. Dios
por medio de Jeremías había hablado literalmente de la esterilidad de Jeconías y de su descendencia respecto del trono de
David (Jer 22, 30), o sea, lo había
excluido de ser progenitor carnal de Cristo, pero no de s. José.
[12]
Por ejemplo, como me sugiere Aurelio Pérez Jiménez, a quien debo la precisión
de la objeción gramatical anterior, de haber querido decir lo que sugiero, el
evangelista podría haber escrito: "w'n ui`o,j me.n, w`j
evnomi,zeto( VIwsh.f, e;kgonoj de. tou/ VHli...".
[13]
Eso le ocurre a s. Agustín: Quaestio de duobus patribus Joseph en Quaestiones in Heptateuchum,
liber 5, quaestio 46, PL
34, 768. En este sentido, s. Agustín esbozó tres posibilidades, una de las
cuales era, resumidamente, que uno de los evangelistas mencionara al padre y el
otro al abuelo materno de s. José (Quaestiones
evangeliorum, II, Quaestio
5, PL 35, 1335). ¡Si lo hubiera pensado, mutatis
mutandis, de Cristo!
[14] Y
si, contra lo razonable, se interpretara que el «según se creía» no se refiere
a la ascendencia biológica, sino a la genealogía legal de Cristo, entonces se
haría de s. José un padre legalmente putativo, es decir, falsamente
creído como padre legal, lo que insinuaría que s. José habría sido reconocido
oficial y socialmente como padre legal de Cristo, aunque realmente no habría
sido ni tan siquiera padre legal, es decir que realmente no habría acogido a
Cristo como hijo adoptivo, cosa que contradice literalmente los datos
evangélicos. Así, por el contrario, cuando el ángel le encarga a s. José que
reciba a María, embarazada, le encarga también que reciba a su hijo, el
salvador, más aún, le encarga que le imponga el nombre de Jesús (Mt 1, 21), tarea propia del padre, y él hizo como le
dijo el ángel. Además, como hace notar s. Agustín (Sermo
51, c. 10, n. 17, PL 38, 342-343), María llama a s. José padre de
Jesús (Lc 2, 48), y Cristo jamás rehusó ser
llamado hijo de s. José; de hecho todo el mundo lo tenía por su padre: "¿No es éste el hijo
de José?" (Lc 4, 22; Mt 13, 55). Por consiguiente, el «según se creía» no
puede referirse a la filiación legal.
[15]
Aunque para la elaboración de una genealogía realista no era preciso que s.
Lucas recogiera literalmente todos los ascendientes carnales de Cristo,
sí lo es que lo intentara. S. Lucas no da muestras de haber omitido
voluntariamente ningún antepasado conocido, antes bien, tanto el tono del texto
como la amplia serie de nombres que menciona muestra una intención clara de
cubrir, cuanto la memoria humana lo permitía, la gran distancia temporal que
media entre Cristo y David.
[16] Como he señalado en una nota
anterior, Eusebio de Cesarea interpreta que el «según
se creía» afecta a toda la relación de ascendientes, que él piensa lo son de s.
José, pero entiende que, en vez de referir como verdadera esa genealogía, s.
Lucas la propone como una opinión de otros. Esta peculiar interpretación
confunde los evangelios con escritos de Historia. No es propio de los
evangelios recoger meras opiniones, porque están dirigidos a la fe de los
creyentes, no a la mera información histórica.
[17]
Los padres de los padres adoptivos no son consultados ni tenidos en cuenta,
necesariamente, para la adopción. Si, por ejemplo, unos padres adoptivos
murieran, la obligación legal de hacerse cargo del adoptado menor no recaería
necesariamente en los padres de los padres adoptivos.
[18] Abrahán fue padre de Cristo
en virtud de la Alianza; Adán fue padre de Cristo en virtud de la naturaleza
humana. En la parte teológica desarrollaré más esta diferencia.
[19]
Por proyección de la genealogía de s. Lucas en la de s. Mateo.
[20]
Por proyección de la genealogía de s. Mateo en la de s. Lucas.
[21]
De María se dice que era virgen cuando el ángel le anunció el plan de Dios y
que quedaría fecundada por obra del Espíritu Santo, cosa que María, hasta ese
momento cautamente inquisidora, de inmediato aceptó (Lc
1, 27 y 35 ss).
[22] Aunque atribuyo dificultad a
la tarea de los evangelistas, en la medida en que presto atención al lado
humano de la composición de los evangelios, en realidad la cuestión de fondo es
la de que estamos ante un misterio revelado. La dificultad a la que aludo es,
pues, la propia de un misterio: no hay manera de que la exposición meramente
humana de un misterio elimine el misterio, si es que verdaderamente lo es.
[23] Lc
4, 3 y 9; 4, 41; 22, 70; Hech 9, 20-21. Cfr. Mt
4, 3; 26, 63; 27, 40-41; 27, 43 y 54; Mc 3, 12; Jn
1, 34 y 49; 10, 36; 11, 4 y 27; 20, 31.
[24] Mt
22, 42-43.
[25] Mc 6, 3.
[26] Jn 1, 45-46.
[27]
El título de Hijo del hombre aparece en los cuatro evangelios y es el más
repetido. Además, en Lc se habla también de
los «hijos de (tou/) este siglo» (Lc
20, 34), de los «hijos de (tou/) la luz» (Lc
16, 8), de los «hijos del (tou/) esposo» (Lc
5, 34), etc.
[28]
Los evangelistas usan la expresión «o` tou/», cfr. Mt 3, 17; 4, 21; 10, 3; Mc 3, 17; Jn 21, 2. Y el propio s. Lucas lo hace en Hech 13, 22.
[29] Mt 1, 18-25.
[30] Como supo entender s.
Gregorio Nacianceno (Cfr. Sto. Tomás, Catena
aurea in Lucam, c.3, lect. 8, RB, 5, 295).
[31]
Dios mandó a Moisés hacer un censo de los hijos de Israel por clanes y por
familias, anotando uno a uno los nombres de los varones (Num 1, 1 ss.).
[32] La dificultad consiste en
que la paternidad adoptiva parece sugerir que la genealogía empieza positivamente
por s. José, lo cual obscurecería la intención biológica del texto, según la
cual Cristo no tuvo padre, es decir, obscurecería el verdadero sentido de ese
comienzo, que es meramente negativo.
[33] Gracias a s. José, la Virgen
María no apareció como adúltera a sus contemporáneos (ni tampoco después a los
ojos de los no creyentes), cosa que, si hubiera sucedido, o bien habría
impedido el nacimiento de Jesús, pues la condenada como adúltera podía ser
lapidada (Deu 22, 21) o bien habría creado un
prejuicio negativo para el reconocimiento de su misión salvadora. De modo
paralelo, el comienzo negativo por s. José en la genealogía de s. Lucas tiene
una función imprescindible, a saber, la de preservar el misterio de la
encarnación (nacer de una virgen), el cual queda así mostrado y velado, a la
vez: velado para los no creyentes, mostrado (como misterio) para los creyentes.
[34] Naturalmente, si entendemos
que los evangelios son obras inspiradas por el Espíritu Santo, la observación
de que «quizás se hubiera podido decir de modo más claro» sólo puede significar
que el Espíritu Santo ha querido revelar la genealogía de Jesucristo con un halo
de misterio no ya en el contenido, que es de por sí misterioso, sino también en
la forma. Dejo para el final la aclaración de ese halo misterioso en la forma.
[35] Mt 1, 18-25. Tanto s. Mateo como s. Lucas dicen
expresamente que Cristo fue concebido por obra del Espíritu Santo.
[36] Lc 2, 4-5.
[37] Gal 3, 7. Como ambos evangelistas nos
refieren, la filiación carnal de Abrahán, con serlo, no es para nosotros la más
importante, pues –lo mismo que la de Adán– depende del poder creador de Dios,
que puede sacar de las piedras hijos de Abrahán (Mt
3, 9; Lc 3, 8), mientras que lo nuevo de la
paternidad de Abrahán es la paternidad de la fe en la iniciativa histórica de
Dios, la cual depende de Dios como salvador (Rom
4, 1 ss; Heb 11, 8 ss; cfr. Lc 16, 19-31).
[38]
Los nombres de Salatiel y Zorobabel,
comunes en ambas genealogías, son meramente coincidentes, pero designan a
personas distintas, pues Salatiel tiene un padre
distinto y Zorobabel (su hijo) un descendiente
distinto en las respectivas series genealógicas.
[39]
Tomás de Aquino, ST III, 35, 5, sc.
[40] Gal 3, 16 ss.
[41]
Las promesas forman parte central de la Alianza de Dios con su pueblo,
precisamente aquella parte que corresponde a Dios en la Alianza, y que hace
referencia a sus dones gratuitos. Las promesas son, pues, más fundamentales que
la profecía, que es un don divino dirigido a orientar a su pueblo para el
cumplimiento de la Alianza por parte de éste. Pero las profecías fueron
concretando las promesas divinas en su verdadero sentido espiritual y corporal.
La profecía mantiene y aclara, pues, el sentido de las promesas. Y esto es así,
porque (i) ya las promesas de Dios son profecías de
lo que vendrá, y porque (ii) las profecías tienen el carácter de promesas
divinas: cuando se formulan de forma condicional, son advertencias de lo que
hará Dios, si no se le obedece, o promesas de lo que hará, si se le obedece;
cuando se formulan de forma
incondicional y tienen contenido favorable a Israel, equivalen a las
promesas (Isa 7, 14; 9, 6; Ez 36, 22 ss.; Dan 7, 1 ss.).
[42]
Nuestro Señor compendia el Primer Testamento en la Ley y los profetas (Mt 5, 17; 7, 12; 22, 40; Lc
16, 16) o en Moisés y los profetas (Lc 16, 29
y 31). En ese indicio encuentro sugerida la doble vía, de la gracia y las
obras, o de las promesas y la Ley, que luego s. Pablo desarrolla.
[43] Gal
3, 19.
[44] Rom 7, 7 ss.
[45]
"La Escritura lo encerró todo bajo el pecado, para que se diera la
promesa a los creyentes por la fe en Jesucristo" (Gal
3, 22).
[46] Gal 3, 10.
[47] 2
Co 3, 6.
[48] Gal 3, 21: "¿Será, pues, la Ley contraria a
las promesas de Dios? De ninguna manera". Nótese que la Ley fue
promulgada por Dios mediante un profeta (Moisés) (cfr. Deu
34, 10-12; Dan 9, 10), y que incluso la Ley profetiza (Mt 11, 13).
[49] Mt 5,
17.
[50] Mt 5,
18-19; Lc 16, 17; Sant
2, 10; Jn 19, 28-30.
[51] Gal 3, 13.
[52] Gal 4, 5.
[53]
De hecho, todos los israelitas fueron agrupados por genealogías e inscritos en
el Libro de los Reyes de Israel y de Judá, cuando
fueron deportados a Babilonia (1 Cro 9, 1). Y
así también se organizó el censo ordenado por César Augusto, sólo que en vez de
acampar y distribuirse en una llanura (Num 2,
1 ss), cada uno fue a la ciudad de origen del
fundador de su estirpe (Lc 2, 1-3).
[54]
Aunque Dios mandó hacer otros censos (Cfr. Num 26,
1), David, en cambio, pecó al hacer un censo del pueblo de Israel sin mandato
divino (Cfr. 2 Sam 24; 1 Cr 21, 1-13; 27, 23-24).
[55] Y
así, por ejemplo, en el libro primero de las Crónicas se establece la
genealogía de David, desde el comienzo de la humanidad, e incluso la de Saúl,
como antes se había hecho con Noé y Abrahán en el Génesis (5, 1-28; 11, 10 ss.). ¡Cuánto más conveniente no era ofrecer la genealogía
de Cristo, que es la razón última de todas las genealogías!
[56] Mt 17, 24-26.
[57] Lc 2, 21-22. Nótese que la circuncisión y la
presentación en el templo constituyen la legalización pública de la paternidad
adoptiva de s. José, el cual había acogido a Cristo como hijo suyo desde que
acogió a María embarazada, en vez de abandonarla, pero el cumplimiento de la
Ley fue el refrendo público de su paternidad legal. En cuanto a Cristo, s.
Pablo dice que "se hizo ministro de la circuncisión a favor de la
verdad de Dios, para confirmar las promesas hechas a los padres" (Rom 15,8).
[58] Lc 2, 51. Sin embargo, Cristo deja bien claro Quién
es su Padre real (Ibid. 2, 49).
[59] Isa
7, 14, 8, 8-10. Dios prometió reiteradamente a Israel habitar en medio de ellos
(Ex 25, 8; 29, 45; 1 Re 6, 13; Sal 131, 14; Ez
43, 9; Zac 2, 10; 8, 3).
[60] Cfr. 2 Sam 7,
12-14; Sal 2, 6-9; 45; 89, 36-38. Pero
"mi reino no es de este mundo" (Jn
18,36).
[61] Mt 10, 16.
[62]
El sometimiento de Cristo a la Ley, siendo Él su autor –como Verbo– y su modelo
–como hombre–, es un misterio. Ese misterio se muestra en el Sermón de la
Montaña, en el que no sólo interpreta, sino que otorga un sentido espiritual
nuevo a la letra de la Ley. Por ejemplo, con respecto al "ojo por ojo,
diente por diente" (Mt 5, 38 ss.), Nuestro Señor –que lo iba a cumplir a rajatabla,
puesto que sobre Él recayó la venganza más rigurosa por nuestros pecados,
llegando a morir ignominiosamente por nosotros– nos lo ha convertido en el
precepto de la caridad paciente, y en el del amor a los enemigos. Sólo Dios es
quien puede exigir el «ojo por ojo y diente por diente», pero no lo hace con
quienes se arrepienten y sí, en cambio, con su Hijo. La letra del precepto fue
cumplida por Cristo, pero por haberla cumplido, Él nos libera a nosotros,
trasformando la venganza en amor respetuoso.
[63]
Cfr. s. Agustín, Sermo 51, c.16, PL 38,
348.
[64]
"...por las cuales nos donó las preciosas y supremas cosas prometidas
para que por ellas lleguemos a ser socios de la divina naturaleza..." (2 Pe 1, 3-4).
[65] Cuando hablo de ascendencia
«espiritual» no me refiero a una paternidad que afecta sólo al espíritu, sino
que quiero decir «de origen espiritual», o sea, cuyo título fundacional deriva
de un acto del espíritu, no del cuerpo, pues la ascendencia espiritual de
Cristo se adquiere por las obras de la fe, al igual que la paternidad
espiritual de s. José, como cualquier padre adoptivo, se ocupó de las cosas
prácticas, como el sustento, la seguridad, la salud, etc...
[66]
"Saliendo José del sueño, hizo como le mandó el ángel del Señor"
(Mt 1, 24).
[67] Gal 3, 16. Cfr. Gen 22, 18.
[68] Lc 9, 35.
[69] Apoc 1, 8; 22, 13.
[70] Ef 1, 10.
[71] Filip 2, 6.
[72]
En ese sentido el «non serviam» es diabólico:
es la pretensión de una elección excluyente.
[73]
"Este es mi precepto: amaos unos a otros como yo os he amado"
(Jn 15, 12). El reverso de este mandato es
"lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a mí me lo
hicisteis" (Mt 25, 40). La primera
cita nos trasfiere la dimensión universal de la elección, la segunda su
dimensión individual o privilegiada. La elección es un privilegio y una tarea:
el privilegio es una relación especial con Dios, la tarea es una colaboración
en la venida de su reino.
[74] Heb
11, 8.
[75]
Cfr. L. Polo, El hombre como hijo, en Metafísica de la familia,
(Editor J. Cruz), Eunsa, 1995, 317-325.
[76] Col
1, 16-17.
[77] Sir 3, 3.
[78] Isa 9, 6.
[79] Mt
11, 3; 16, 27; 21, 9.
[80] Mt 24, 42.
[81]
1, 4 y 8; 4, 8.
[82] Sermo 215, 4, PL 38, 1074. María es la única
criatura que puede ser llamada Madre de Dios, la única carnalmente consanguínea
de la divinidad. Ella no puede trasmitirnos su maternidad, sino que es
constituida por su Hijo Madre de todos los hombres. Y ciertamente la maternidad
universal de María no es sólo espiritual, sino también corporal, puesto que no
sólo es la Madre de los creyentes, sino también la Madre de los resucitados, en
cuanto que es la Madre del Resucitado.
[83]
Digo quizás, porque no sabemos si incluso los referidos por la Biblia como
infieles y pecadores no se arrepintieron, al menos, en el momento de la muerte.
Los únicos que no pueden ser padres positivamente espirituales de Cristo, o
sea, los que cierran el paso a su venida, son los que no se arrepienten en
ningún momento. Pedir perdón a Dios es abrir el camino a Cristo, que es Su
perdón.
[84]
Otro ejemplo, entre innumerables, lo encontramos en la petición de un rey por
parte de Israel «como tienen los demás pueblos», lo que fue una ofensa a Dios
(1 Sam 8, 5-7). Pero justamente Dios colmará
su unión con el pueblo de Israel a través de un hijo del rey David, que traerá
el reino de Dios, el reino que no habían querido los israelitas.
[85] Hasta el punto de que, como
todos sabemos, la Iglesia, entendiendo la incomparable sobreabundancia del don
ofrecido a cambio, llega a gritar alborozada: ¡oh feliz culpa!
[86]
La muerte es el medio por el que Cristo se hace hijo de los pecadores no
arrepentidos, es decir, el medio por el que recoge la herencia del pecado y la
trasforma en alabanza y gloria para el Padre, aunque no para los impenitentes.
[87]
Por eso es perfectamente coherente que Jeconías fuera
incluido en la ascendencia legal de Cristo y no en la carnal: lo que Dios, por
boca de Jeremías, excluyó fue su elección como ascendiente carnal, pero no que
Cristo fuera «Hijo del hombre» incluso respecto del mencionado Jeconías.
[88] Jn 20, 31.