EXTRA ECCLESIAM NULLA SALUS.

CARTA A UN CRISTIANO EN GRAVE TENTACIÓN DE FE

 

Ignacio Falgueras Salinas

 

Muy estimado Sr.: Días atrás he leído sus graves acusaciones contra el Concilio Vaticano II y el Papa Juan Pablo II en lo que concierne al principio “Extra Ecclesiam nulla salus”, que según Vd. no habrían respetado en sus enseñanzas, y entiendo que, más que un ataque a la fe católica, su escrito revela un drama interior, una tentación contra la fe de la Iglesia en la que su espíritu se debate.

 

En efecto, creo que Vd. se encuentra en una situación espiritualmente confusa, pues ¿qué sentido puede tener ponerse fuera de la Iglesia para quien cree firmemente que fuera de la Iglesia no existe la salvación? Vd. sabe perfectamente que no sólo los concilios ecuménicos en comunión con el Papa y la doctrina ex cathedra del Sumo Pontífice, sino incluso su magisterio ordinario y universal, están protegidos por el Espíritu Santo, (cfr. Concilio Vaticano I, Denzinger-Schönmetzger (DS), Barcelona, 341967, 3011), de manera que en una disensión grave no es el Papa ni el Concilio quienes quedan fuera de la Iglesia, sino quien no reconoce su autoridad o sucesión apostólica (DS 3058), cosa que va implícita en la situación de «sede vacante» en la que Vd. sostiene se encontró la Iglesia al menos durante el pontificado de Juan Pablo II. ¿No sería más razonable aguzar la inteligencia para encontrar la verdad que contradecir su catolicidad tan directamente, descalificando a un concilio ecuménico y al magisterio de un Papa?

 

Sin duda, Vd. es una persona profundamente cristiana, pero sometida a grave tentación en la fe. Posiblemente conocerá Vd. a su alrededor muchos casos de auténtica defección en la fe por parte de clérigos y teólogos, autodenominados católicos, que merezcan ser reprobados, pero no reconocer el magisterio de un Concilio Ecuménico y de un Papa es ya haber perdido la fe en la Iglesia: es, justamente, haber olvidado que Cristo prometió acompañarla hasta el final de los tiempos, y que Él aseguró a s. Pedro que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella. Es por completo incoherente pretender que se cree y se ama a la Iglesia precisamente por haber sido fundada por Cristo y, al mismo tiempo, acusarla de infidelidad tan grave. No nos toca a los particulares definir cuál es la doctrina de la Iglesia ni establecer la continuidad apostólica de los sucesores de s. Pedro y del Colegio apostólico, quienes hacen eso dejan de ser católicos, que es precisamente lo que Vd. no querría dejar de ser, ni yo tampoco.

 

¿No sería mucho más prudente por parte de un fiel creyente esforzarse por entender a fondo lo que el Concilio y el Papa han enseñado y hecho, o sea, aumentar su inteligencia y su fe, en vez de volverse contra sus propios principios? Porque si la Iglesia reunida en concilio ecuménico y dirigida por el Papa no fuera fiel a Cristo, entonces sería que Cristo y su Espíritu no habrían sido capaces de sostenerla, y eso significaría que ninguno de ellos es Dios. Si, por el contrario, como sabemos por la fe, Cristo tiene palabras de vida eterna y su Espíritu hace vivir a la Iglesia, a la que guía, entonces hemos de afrontar las dificultades procurando aguzar nuestra inteligencia y haciendo crecer nuestra fe, que es a lo que le animo como a un esforzado creyente que es Vd.

 

Desde luego, estoy en las antípodas de defender los abusos y tergiversaciones que muchos católicos (especialmente miembros del clero) han hecho del Vaticano II, pero no veo en la doctrina del Vaticano II ni en la doctrina y actuaciones del Papa Juan Pablo II otra cosa que lo que la Iglesia siempre me ha enseñado: la verdad clara e inconfusa de que el Espíritu Santo la guía. Pero veamos sus dificultades.

 

Su objeción nuclear, o sea, lo que no llega a ver, afecta a la compatibilidad entre la doctrina “Extra Ecclesiam nulla salus” y el reconocimiento por parte del Concilio y del Papa Juan Pablo II de la posesión de ciertas verdades por las religiones no católicas.

 

§1.-Empecemos por considerar el principio “Extra Ecclesiam nulla salus”. En el año 1949 (Pío XII) el Santo Oficio en una aclaración al Obispo de Boston dice: “Entre aquellas cosas, con todo, que siempre la Iglesia predicó y no dejará de predicar nunca se contiene también aquel infalible dicho por el que se nos  enseña que “fuera de la Iglesia no hay salvación alguna”. Pero añade de inmediato: “Este dogma, sin embargo, ha de ser entendido en aquel sentido en que lo entiende la propia Iglesia. Pues no encargó Nuestro Salvador a los juicios privados explicar aquellas cosas que se contienen en el depósito de la fe, sino al magisterio eclesiástico” (DS 3866). He ahí, pues, la primera indicación a tener en cuenta: no somos Vd. o yo quienes hemos de interpretar ese dogma, sino la propia Santa Iglesia. Y ningún católico duda de que son los concilios ecuménicos y el Papado las instituciones y personas autorizadas para enseñar e interpretar la doctrina de la Iglesia.

 

¿Y qué dice el referido documento respecto al “extra Ecclesiam nulla salus”? –Pues que no hace falta ser miembro formal de la Iglesia visible para formar parte de ella, basta con que las personas que tengan ignorancia invencible para conocer a Cristo y a su Iglesia tengan la voluntad de hacer la voluntad de Dios para que también pertenezcan a ella, aunque de forma no visible. Puesto que no siempre se exige, para que alguien obtenga la salvación, que se incorpore efectivamente a la Iglesia como miembro, sino que se requiere por lo menos que se adhiera a ella con voto y deseo. Sin embargo, este voto no es siempre necesario que sea explícito, sino que cuando el hombre está afectado por una ignorancia invencible, Dios acepta también el voto implícito, así llamado porque se contiene en aquella buena disposición del alma por la que el hombre quiere que su voluntad sea conforme con la voluntad de Dios” (DS 3870).

 

Esta doctrina se corresponde con la enseñanza de la Encíclica Mystici corporis de Pío XII, y distingue nítidamente entre los miembros visibles de la Iglesia y los miembros no visibles de ella, los cuales sólo forman parte de ella por su implícito deseo (Cfr. DS 3871), nacido de la fe sobrenatural e informada por la caridad. Y puesto que ese deseo implícito sólo puede ser obtenido como don de la gracia de Cristo, es preciso deducir que la gracia del único Salvador y Redentor se da también fuera de la Iglesia.

 

Estos documentos son anteriores al concilio Vaticano II y, sin embargo, nos enseñan que el “Extra Ecclesiam nulla salus” debe ser entendido cum mica salis, a saber: no aplicándolo a la sola Iglesia visible, sino a la Iglesia total, visible e invisible. Tan condenado está el sostener que los miembros no visibles de la Iglesia (por su deseo implícito) no se salvan, como el sostener que para salvarse basta cualquier religión (DS 3872). «Fuera de la Iglesia no hay salvación» sólo tiene sentido absoluto para la Iglesia total, el Cuerpo místico de Cristo, pero no para la mera Iglesia visible, en la cual se dan el trigo y la cizaña, pues en ésta ni se salvan necesariamente todos los que visiblemente están ni están visiblemente todos los que se salvarán, de manera que sólo le es aplicable en sentido relativo a los que no quieren pertenecer a ella, aun sabiendo que es necesaria para la salvación.

 

2.- Veamos ahora la doctrina de la Iglesia sobre la existencia de gracias y verdades fuera del catolicismo. Al respecto, la Iglesia ya había condenado (en 1653-54) el considerar herejes (semipelagianos) a los que dicen que Cristo ha muerto o derramado su sangre por absolutamente todos los hombres (DS 2005), y, más en concreto, había condenado (en 1713) a los que niegan que se concedan gracias fuera de la Iglesia (DS 2429).

 

Creo que es muy ilustrativo el ejemplo de Cristo. Nuestro Señor corrigió a los discípulos que se le quejaban porque otros, que no eran de ellos, predicaban y obraban milagros en su nombre, y Él les dijo: quien no está contra nosotros con nosotros está (Mc 9, 40). No era, pues, necesario pertenecer al grupo de los discípulos de Cristo para que su gracia obrara efecto a través de otros que creían en Él. Además, tampoco puso nuestro Señor ningún inconveniente a la fe de los paganos que se le acercaron, aun cuando Él no había venido en su primera venida más que para anunciar el evangelio al pueblo de Israel, sino que les concedió lo que pedían, porque lo pedían bien. ¿Hemos de atribuirles ese mérito a ello mismos, o no más bien al Espíritu de Cristo, que los inspiraba por dentro? Luego, siendo paganos que no pertenecían a Israel, recibieron, no obstante, la inspiración del Espíritu Santo y la atracción del Padre hacia Cristo, y Éste no sólo los atendió en sus demandas, sino que los movió a conversión[1]. «Extra Israhelem nulla salus» podría objetarle Vd. a Cristo, y Cristo sin embargo los seguiría salvando. ¿Podría atribuirse al centurión su buena disposición para creer en Cristo? ¿Será mérito suyo exclusivamente? Es obvio que no, sino don de Dios que le había sido dado sin haberse hecho israelita, pero habiendo recibido el don del Espíritu Santo, que sopla donde quiere (Jn 3, 8). Por otro lado, no puede ser de otra manera: todos los que se convierten al cristianismo, antes de ser bautizados, reciben el auxilio del Espíritu de Cristo y   las gracias que emanan de la cruz, y sólo así llegan a creer y bautizarse; incluso todos los que somos cristianos hemos sido antes pecadores; más aún, Dios nos ha amado a todos cuando éramos aún pecadores (Rom 5, 8), para que no lo seamos, y ese amor de Dios es siempre gracia y verdad que antecede a nuestra incorporación a la vida de la Iglesia. ¿Cómo no va a haber gracias fuera de la Iglesia visible? Sin ellas no serían posibles ni la conversión ni la eficacia del anuncio del evangelio, pues es Dios el que convierte los corazones de los hombres para que entren en su reino o Iglesia.

 

¿Qué tradición escrita u oral podría alegarse en contra de la tesis de que también fuera de la Iglesia existe la verdad y el bien, aunque sea de modo germinal e incompleto? Sólo cabría hacerlo, si, tergiversando la tradición, se sostuviera que el hombre está corrompido en su naturaleza por el pecado de origen, o bien que la gracia de Cristo no alcanza a ofrecerse a todos los hombres, pero esa no es la doctrina católica. El reino de Dios es fermento y sal de la tierra, no excluye, por tanto, que la masa y lo salable preexistan y coexistan con él, antes bien los supone y aprovecha.

 

3. Y veamos, ahora, qué dicen el Concilio Vaticano II y Juan Pablo II. No sólo no he encontrado ningún pasaje que niegue el principio “extra Ecclesiam nulla salus”, sino todo lo contrario. Para empezar, el Concilio enseña la necesidad de pertenecer a la Iglesia hasta el punto de que no pueden salvarse quienes no ignorando que la Iglesia ha sido creada por Cristo como necesaria para la salvación, no quieran entrar o permanecer en ella (Lumen gentium 2, n. 14). Por esta necesaria pertenencia, todos los hombres están llamados a formar parte de ella, y ella está constituida por personas de todo pueblo, raza y nación, como reino no terreno, sino celestial. Y como el reino de Cristo no es de este mundo, la Iglesia no arrebata a ningún pueblo bien temporal alguno, antes bien favorece todo lo que de bueno tienen todos los pueblos (Lumen gentium 2, n. 13). Esta doctrina se repite a lo largo de todo el concilio. Así, por ejemplo, en el Decreto sobre el ecumenismo se puede leer: “Porque únicamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación. Creemos que el señor encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico, al que Pedro preside, para constituir el único cuerpo de Cristo en la tierra, al cual es necesario que se incorporen completamente todos aquellos que de algún modo pertenecen ya al pueblo de Dios” (c.1, n. 3, B.A.C., Madrid, 21966, 640-641).

 

Y Juan Pablo II en la Encíclica Redemptoris missio dice: La Iglesia profesa que Dios ha constituido a Cristo como único mediador y que ella misma ha sido constituida como sacramento universal de salvación…Es necesario, pues, mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta misma salvación” (c. 1, n. 9). No se pueden, por consiguiente, separar ambas verdades ni atribuir al Papa la eliminación de una de ellas.

Junto a la afirmación de la necesidad de pertenecer a la Iglesia, el Concilio recoge lo que había enseñado Pío XII, siguiendo la tradición de la Iglesia: “Pues los que inculpablemente desconocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan con sincero corazón a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras Su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a aquellos que sin culpa no llegaron a un conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan, no sin la gracia divina, en alcanzar una vida recta. Cuanto de verdadero y de bueno se encuentra en ellos es estimado por la Iglesia como una preparación evangélica, y como dado por aquel que ilumina a todo hombre, para que finalmente tenga la vida” (Lumen gentium, c. 2, n. 16). (Cfr. Redemptoris missio, c. 1, n.10).

La doctrina no puede ser más fiel a la tradición: sólo la Iglesia Católica, que es el auxilio de salvación general (Cfr. DS 3870), dispone de la plenitud de todos los medios de salvación, y sólo por medio de ella se puede alcanzar tal plenitud de medios requerida para salvarse. Pero no se niega que quienes han nacido y han sido educados, sin culpa propia, en una fe cristiana defectuosa tengan también un conocimiento beneficioso de alguna parte de la revelación, y que entre ellos sea más fácil que se dé ese voto implícito sobre el que nos instruyó Pío XII. Tampoco se excluye que entre miembros de otras religiones se pueda dar la gracia de Cristo sin que ellos lo sepan conscientemente, y que pertenezcan “aliquo modo” a la Iglesia, aunque todo cuanto de bueno y verdadero se halle en ellos no pasa de ser una preparación para el evangelio, y, por tanto, una preparación para ingresar en la única Iglesia de Cristo. Y no tendría sentido alguno que el Concilio encomiara la necesidad para todos de pertenecer al único Cuerpo de Cristo en la tierra, encomendado sólo a S. Pedro y al Colegio apostólico, si la Iglesia no fuera la única tabla de salvación, a la que, antes o después, todos han de aferrarse si quieren ser salvos.

 

En esos términos deben ser entendidas las enseñanzas e iniciativas de Juan Pablo II: “El Espíritu se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite alguno ni de espacio ni de tiempo…Así el Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8) y «obraba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado»…, nos lleva a abrir más nuestra mirada para considerar su acción presente en todo tiempo y lugar…La relación de la Iglesia con las demás religiones está guiada por un doble respeto: «Respeto por el hombre… y respeto por la acción del Espíritu en el hombre». El encuentro interreligioso de Asís, excluida toda interpretación equívoca, ha querido reafirmar mi convicción de que «toda auténtica plegaria está movida por el Espíritu Santo, que está presente  misteriosamente en el corazón de toda persona»…Todo lo que el Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede menos de referirse a Cristo…” (Redemptoris missio, c. 3, n. 28). En consecuencia la operación del Espíritu Santo fuera de la Iglesia tiene sólo el cometido de preparar los corazones para entrar en la Iglesia, no para prescindir de ella.

 

Para mayor abundancia, recogeré lo que el Concilio dijo en la Declaración Nostra aetate (sobre las relaciones con las religiones no cristianas): “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepen en muchas cosas de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6) en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas / Por consiguiente exhorta a sus hijos a que con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y de la vida cristiana, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen” (n. 2, B.A.C., 728-729). (Cfr. Cruzando el umbral de la esperanza, c.13, donde el Papa Juan Pablo II comenta estos textos)

 

Este texto, en unión con los anteriores, deja claro que el anuncio del evangelio en nuestras vidas es irrenunciable, pero que es compatible y debe serlo con el reconocimiento de cuanto de verdadero y bueno haya en las religiones humanas, no tanto por ser obra de hombres, cuanto por ser obra del Espíritu Santo y preparación evangélica.

 

Vd. cree entender que en el reconocimiento de la porción de verdad que se encierra en las herejías y en las religiones se encierra una renuncia por parte de la Iglesia a su condición de depositaria única de la salvación, pero eso no lo dicen el Concilio ni el Papa, sino todo lo contrario, pues eso iría contra la tradición.

 

4. La raíz de la doctrina del Concilio en la tradición.

 

En efecto, como adelantaron s. Justino, Clemente Alejandrino y otros, en los saberes de los gentiles se contienen semillas de la Palabra, es decir, verdades en germen, por desarrollar y nutrir desde la revelación del Verbo encarnado. También lo enseña magistralmente s. Agustín: “todo buen y verdadero cristiano entienda que la verdad, dondequiera que la encontrare, pertenece a su Señor” (De doctrina cristiana, II, c.18, n. 28, PL 34, 49). Es éste el principio de la catolicidad: si Cristo es el camino, la verdad y la vida todo cuanto de verdadero, de bueno, de loable y justo se halla en la humanidad a Él le pertenece y mediante Él a su Iglesia. S. Pablo, inspirado por el Espíritu Santo, lo había sugerido antes: Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta” (Fil 4,8).

 

Y eso mismo es lo que nos enseña el Vaticano II: Con su obra [la Iglesia] hace que todo lo bueno que hay ya sembrado en la mente y en el corazón de los hombres, en los ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no se pierda, sino que sea sanado y se eleve y quede consumado para gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre  (Lumen gentium,  c. 2, n. 17).

 

E igualmente lo enseñaba así Pablo VI en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, c. 5, n. 53: ellas mismas (las religiones no cristianas) están llenas de innumerables «semillas del Verbo» y constituyen una auténtica «preparación evangélica», por citar una feliz expresión del Concilio Vaticano II tomada de Eusebio de Cesarea”.

 

Y Juan Pablo II lo recoge innumerables veces. Pondré un ejemplo: “El diálogo [con los hermanos de otras religiones] no nace de una táctica o de un interés, sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es exigido por el profundo respeto a todo lo que en el hombre ha obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Con ello la Iglesia trata de descubrir las «semillas de la Palabra», el «destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres», semillas y destellos que se encuentran en las personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad” (Redemptoris missio,  c. 5, n. 56). Sin embargo, “el hecho de que los seguidores de otras religiones puedan recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo, independientemente de los medios ordinarios que él ha establecido, no quita la llamada a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos” (ibid., n. 55). “Todo ello ha sido subrayado ampliamente por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio posterior, defendiendo siempre que la salvación viene de Cristo, y que el diálogo no dispensa de la evangelización” (Ibid.).

 

De manera que el diálogo ha de ser realizado cumpliendo las siguientes condiciones esenciales: El diálogo debe ser conducido y llevado a término con la convicción de que la Iglesia es el camino ordinario de la salvación y que sólo ella posee la plenitud de los medios de salvación (Ibid.). Además, El anuncio tiene la prioridad permanente en la misión: la Iglesia no puede sustraerse al mandato explícito de Cristo, no puede privar a los hombres de la «Buena Nueva» de que son amados y salvados por Dios” (Ibid., n. 44). Como puede verse, no se cede ni un palmo en las obligaciones de la Iglesia ni en la necesidad de pertenecer a ella. “Ante todo, queremos poner ahora de relieve que ni el respeto ni la estima hacia estas religiones, ni la complejidad de las cuestiones planteadas implica para la Iglesia una invitación a silenciar ante los no cristianos el anuncio de Jesucristo” (Pablo VI, Evangelii nuntiandi, c. 5, n. 53). “A la luz de la economía de la salvación, la Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el diálogo interreligioso; antes bien siente la necesidad de compaginarlos en el ámbito de la misión ad gentes. En efecto, conviene que estos dos elementos mantengan su vinculación íntima, y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual no deben ser confundidos ni instrumentalizados, ni tampoco considerados equivalentes, como si fueran intercambiables” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, c. 5, n. 55).

 

Es cierto que el Concilio y el Papa amplían la tradición recibida, pero manteniendo su espíritu y alargando su sentido. La ampliación consiste en que ellos no sólo reconocen que cuanto hay de verdadero y de bueno fuera de la Iglesia ha de ser atribuido en propio a Cristo, que es camino, verdad y vida, sino que, además, sacan la consecuencia de que, si lo reconocen así, han de respetarlo allí donde lo encuentren, no para dejar de anunciar el evangelio, sino para anunciarlo aprovechando lo que la gracia de Dios ya ha hecho en los hombres.

 

A mi entender, esta enseñanza es una nueva forma de evangelizar, que no suprime, sino sólo prepara el camino a la tradicional: es mostrar la innegable superioridad del cristianismo, que nace de la Encarnación del Verbo y no es obra meramente humana. “Encontramos aquí el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras religiones, en las que desde el principio se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la Encarnación de Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo” (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 6). Sólo el cristianismo, que no es una mera religión, puede reconocer lo que haya de verdad en las meras religiones, en todas y cada una de ellas, porque sólo Dios y su revelación en Cristo están por encima de las posibilidades humanas. Sólo la Iglesia Católica puede valorar justamente lo que de bueno y verdadero tienen las iniciativas humanas que buscan a Dios (religiones), porque sólo la Iglesia Católica no ha nacido de una iniciativa humana, sino del Verbo que se ha hecho carne y ha venido a redimirnos. Mientras que las religiones entran en competencia entre sí, el reino de Dios no entra en competencia con las religiones, porque las supera tanto como los planes de Dios superan a los planes humanos (Isa 55, 8-9). Pero el plan de Dios no ha sido suprimir al hombre caído, sino redimirlo del pecado y del error, e incluirlo en sus designios misericordiosos. Reconocer que existen verdades y valores en las religiones es aplicar los planes divinos: es reconocer que son redimibles, no simplemente desechables.

 

Vd. estima que al reconocer los dones de Dios creador y elevador e incluso la acción del Espíritu Santo en las religiones meramente humanas la Iglesia pierde su condición de revelada, pero no es así: sólo actúa en congruencia con los designios salvíficos de Dios. Más aún, no hace otra cosa que imitar, continuándola, la redención divina: pues Dios nos ha amado cuando éramos aún pecadores, es decir, cuando estábamos en el pecado y en la ignorancia de su voluntad, llenos de defectos y de errores, y en vez de desecharnos por nuestros errores y nuestros defectos ha querido aprovechar lo bueno que Él había puesto en nosotros, para darnos la oportunidad de perdonar y ser perdonados.

 

Parece obvio que lo que ha inculcado el Concilio es un nuevo modo de iniciar el anuncio del Evangelio sin necesidad de condenar a los que todavía no creen, sólo haciendo vida propia la superioridad de la Buena Nueva, dialogando con ellos. Para dialogar hace falta magnanimidad, y para dialogar como cristiano con los no cristianos esa magnanimidad ha de nacer de la fe de la Iglesia, no de los propios complejos. Este nuevo modo de iniciar la evangelización es muy apropiado para el tipo de convivencia entre religiones en que estamos entrando. La vecindad de los católicos con los otros cristianos, con los judíos, los mahometanos, budistas, etc. dentro de los límites de unas mismas naciones y ciudades nos obliga a anunciar el evangelio de un nuevo modo, que no puede ser obviamente la confrontación constante –que ciertamente tendremos que sufrir los cristianos–, y que, además, no tenemos por qué presentarla como confrontación, puesto que la divinidad de Jesucristo nos pone en un lugar tan superior respecto de los demás que sólo hemos de dejar que ella se muestre en nuestras vidas. ¿No le parece claro que ninguna religión puede admitir que las demás tengan algo de verdadero, y por ello todas están condenadas a oponerse entre sí? Sólo la Iglesia Católica está en condiciones de convocarlas para orar juntas, para hacer el bien juntas, porque sólo ella puede ofrecer a todas el amparo de la Verdad y el cumplimiento de lo que ellas anhelan. De esa manera, sin omitir el enviar misioneros a tierras extrañas y el proseguir la labor evangelizadora ordinaria de la Iglesia, y sin dejar de predicar a Cristo con la palabra y las obras al que quiera escucharnos o mirarnos, cada uno en su propia tierra ha de dar testimonio de su fe y ayudar a los que viven cerca de Él para que puedan vislumbrar la auténtica revelación divina, Cristo hecho hombre. En este caso no se trata de convencer con argumentos, pero sí con la forma de vida. ¿Es eso renunciar a la verdad católica? De ninguna manera, es un primer modo de dar testimonio de la fe (Evangelii nuntiandi, c. 5, nn. 51-53). ¿Se convierte la Iglesia en una religión más por ello? Todo lo contrario, da muestras de que no es una mera religión, de que no es cosa de hombres, sino de que en ella opera la Verdad, el Camino y la Vida.

 

Quizás piense Vd. que anunciar así el evangelio sea reducir su mensaje, eliminando el «convertíos y creed en el evangelio». Eso sería verdad si el anuncio del evangelio se redujera al diálogo interreligioso, pero éste no es en realidad más que una parte o medio, e introductorio, de la evangelización (Cfr. Redemptoris missio, c. 5, n. 55). Es verdad que la insistencia en dicho diálogo puede parecer, dada su dificultad, un retraso de la predicación del evangelio, pero en ocasiones es el único modo de dar sincero testimonio de Cristo y de servir al hombre (Ibid. n. 57). Pues no está dicho que en el diálogo con las otras religiones, aunque se haga pie en lo bueno y verdadero que tengan en común con nosotros, no haya de indicarse lo falto y lo erróneo de las mismas; antes bien, al subrayar sólo lo bueno y verdadero, ya se hace cierta selección indicativa de lo que está mal o es erróneo. Precisamente por eso, el diálogo es ya un camino hacia el anuncio del evangelio, el cual requiere el conocimiento de muchas otras verdades previas para ser asimilado, como la inmortalidad del alma, el monoteísmo, el premio o castigo tras la muerte, la omnipotencia de Dios, etc. No se trata de no anunciar el evangelio, sino de que, antes de poder decir «convertíos», es preciso que los destinatarios sepan a quién, de qué y por qué convertirse. Incluso sin decirlo, cuando dialoga, la Iglesia está gritando «convertíos», al dar ejemplo vivo de conversión y de fe en el evangelio, y al unirse en nombre de Cristo a los que han de convertirse para que oren bien y hagan el bien, de manera que crezca en su interior la «preparatio evangelica» y lleguen a descubrir a Cristo.

 

En definitiva, ni el Concilio Vaticano II, ni el Papa Pablo VI que lo ratificó, ni el Papa Juan Pablo II han enseñado otra cosa que la doctrina tradicional de la Iglesia, aplicada a nuestro tiempo.

 

5. Solución del problema, sin eliminar el misterio.

 

He aquí los términos del problema:

 

La universalidad de la salvación no significa que se conceda solamente a los que, de modo explícito, creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la salvación debe estar en verdad a disposición de todos. Pero es evidente que, tanto hoy como en el pasado, muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer o aceptar la revelación del evangelio y de entrar en la Iglesia…Para ellos la salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella…” (Redemptoris missio, c. 1, n. 10).

 

Vía de solución:

 

Hay que distinguir –¡no separar!– la Iglesia como sociedad visible (Iglesia católica) y la Iglesia como comunidad espiritual (Iglesia de Cristo). La distinción se basa exclusivamente en nuestra incapacidad, en tanto que viadores, para conocer a la Iglesia total. “Esta Iglesia (de Cristo), constituida y ordenada en este mundo como sociedad, permanece en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque se encuentren fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, impulsan hacia la unidad católica (Lumen gentium 1, 8, B.A.C., 20). Las gracias que se encuentran fuera de la Iglesia visible le pertenecen a ella, por razón de su Fundador, y tienen como meta llevar a los hombres a la unidad católica.

 

Según esto, el principio “extra Ecclesiam nulla salus” puede ser entendido de dos maneras, una es sobreentendiendo por Iglesia a la Iglesia total, visible e invisible; otra es sobreentendiendo por Iglesia sólo a la Iglesia visible, en la cual se mezclan todavía el trigo y la cizaña (en cada uno de sus miembros), aunque siempre santificada por el perdón, por la gracia de la cruz y por la presencia del Espíritu de Cristo, que la hacen ser camino de salvación. En el primero de los sentidos se cumple por entero el principio mencionado, pues bajo los cielos no se ha dado ningún otro nombre, fuera del de Cristo, que nos pueda salvar (Hech 4, 12), pero no así en el segundo. En efecto, el precepto de Cristo “id por todo el mundo y anunciad el evangelio a toda criatura, el que crea y sea bautizado, se salvará, el que no crea se condenará” (Mc 16, 15-16) es una orden que nos asocia a la tarea redentora, pero que no ata las manos de Dios. Sto. Tomás de Aquino supo expresarlo magistralmente: “Dios no subordinó su poder a los sacramentos, de modo que no pueda conferir sin los sacramentos el efecto de los sacramentos[2]. Y si los sacramentos no atan a Dios, la Iglesia visible, en la que se ingresa visiblemente por un sacramento, tampoco lo ata. Una cosa es que Dios quiera asociarnos a su tarea redentora y otra que nosotros le substituyamos a Él. Ni la providencia ni la economía de la salvación divinas quedaron supeditadas a nuestra acción por el referido mandato, antes bien son requeridas de modo especial para que nosotros cooperemos en la tarea de la venida del reino de Dios. Sin la guía del Espíritu Santo, sin el poder de la Palabra y sin la atracción del Padre nadie se convertiría al cristianismo: no somos nosotros los que trasmitimos la fe, sino el propio Cristo. Dios prepara el corazón de los hombres para la conversión con su providencia, su pedagogía, y con su economía divinas, nosotros colaboramos en la venida del reino de Dios, plantando y regando, pero no comunicando por dentro la vida: “Yo planté, Apolo regó, pero Dios es el que hizo crecer” (1 Co 3, 6).

 

¿Qué quiero decir con esto? -Pues que la Iglesia militante es antecedida, concomitada y desbordada por las gracias que emanan de la cruz de Cristo, es decir, que ella es el signo visible de su presencia en la historia, pero no agota la acción salvífica de Dios, el cual nos amó cuando éramos pecadores, antes de todo bautismo y de toda acción eclesial, y, conforme a su amor, también da sus gracias como quiere, de manera que ningún hombre queda fuera de sus designios salvíficos. Con eso no digo –ni entiendo que la Iglesia diga– que todos los hombres sean ya miembros de la Iglesia, ni que todos estén ya salvados, o que se salven de cualquier manera: el don de Cristo hay que recibirlo como tal don y, así, merecerlo con nuestra libre aceptación.

 

Por si le sirve de ayuda, personalmente, en un opúsculo titulado El abandono final (Universidad de Málaga, 1999), he propuesto, con la debida sumisión al magisterio de los Pastores de la Iglesia, que la última puerta de entrada a la misma es la muerte de cada uno. El que no entra en la Iglesia por lo menos al morir, y por efecto directo de la gracia de la muerte de Cristo, no se salva. E incluso los que hemos entrado en la Iglesia visible, si no hacemos nuestro el don inmerecido de la perseverancia final, quedaremos excluidos de ella. Pero nadie queda excluido del ofrecimiento de la gracia de Cristo en el momento de su muerte, sólo quien no lo acepta queda excluido. De ese modo entiendo que se concilian el “extra Ecclesiam nulla salus” y la voluntad de Dios de que todos los hombres se salven. Sólo se condenan y quedan fuera de la Iglesia total los que rechazan el don de morir con Cristo. Mi propuesta casa muy bien con la declaración oficial del principio “Extra Ecclesiam nulla salus”, que fue propuesta en el Concilio Florentino (1442):

 

“(La sacrosanta Iglesia Romana) Firmemente cree, confiesa y predica que ‘ninguno de los que están fuera de la Iglesia católica (o de los que no están dentro de la Iglesia católica), no sólo sean paganos, sino Judíos, o herejes y cismáticos, puede ser partícipe de la vida eterna; sino que han de ir al fuego eterno «que está preparado para el diablo y sus ángeles» (Mt 25, 41), a no ser que fueren agregados a ella antes del final de la vida’”[3].

 

Si observa bien, el final del texto contiene la clave: «a no ser que fueren agregados a ella antes del final de la vida». Naturalmente, cabría también invertir el sentido del texto: no se salvarán los que, aunque hayan pertenecido durante muchos años a la Iglesia, no formen parte de ella en el momento de la muerte (Ezequiel 18, 26-28). Es, pues, el momento último de la vida, antes de su final definitivo, el que determina la pertenencia definitiva a la Iglesia y la salvación. Ese momento último fue conquistado por Cristo al morir por nosotros, de tal manera que ni tan siquiera un feto que muera queda sin el ofrecimiento del amor de Cristo para entrar en su Cuerpo, que es la Iglesia: nadie queda excluido del don de Cristo, salvo que se autoexcluya por rechazo del mismo.

 

Según lo anterior, todos los dones de Cristo durante la historia son otorgados como preparación para el don de la entrega final de la vida con Cristo: los otorgados a los que están dentro de la Iglesia visible son una preparación próxima para morir con Cristo, que sólo requerirá el don de la perseverancia final y su aceptación; los otorgados fuera de la Iglesia visible son una pre-preparación, o preparación remota, que, antes de recibir don de la persevarencia final, requerirá la aceptación de gracias adicionales especiales en el momento de la muerte, para obrar la salvación. A pesar, pues, de su aparente forma restrictiva, el principio tiene un sentido soteriológico amplio: lo importante es estar dentro de la Iglesia, de modo imprescindible antes del final de la vida, pero mejor siempre.

 

Eso es lo que de todo corazón deseo para Vd., de manera que, en vez de erigirse en juez de la Iglesia, declarando vacante la Santa Sede cuando no entienda bien su doctrina, se someta a ella en las personas que la presiden, las cuales están elegidas por el Espíritu Santo y mantenidas por la palabra de Cristo.

 

Le ruego, finalmente, que, si bien el esfuerzo por dar razón de mi fe y esperanza no puede menos de basarse en la autoridad de la Iglesia de Cristo e impregnarse de ella, reciba esta carta como un fraternal y amistoso ofrecimiento de meditación conjunta sobre nuestra común fe en Jesucristo y en su Iglesia. Un respetuoso saludo,

 

 

Málaga, 28 de julio de 2005

 

Fdo.: Ignacio Falgueras Salinas



[1] Ante todo, porque Cristo da sus gracias completas, no concede sólo la salud del cuerpo, sino la de todo el hombre, como nos enseña en Jn 7, 23; y, en segundo lugar, porque el milagro no pudo dejarlos indiferentes, dadas la fe y el intenso deseo que tenían de obtener lo que pedían.

[2]Deus virtutem suam non alligavit sacramentis, quin possit sine sacramentis effectum sacramentorum conferre” (ST III, 64, 7 c; 66, 6 c y 11 c; 67, 5, ad 2; 68, 2 c).

[3]Firmiter credit, profitetur et praedicat, “nullos extra Catholicam Ecclesiam exsistentes (vel intra Catholicam Ecclesiam non exsistentes), non solum paganos, sed nec Judeos aut haereticos atque schismaticos, aeternae vitae fieri posse participes; sed in ignem aeternum ituros, “qui paratus est diabolo et angelis ejus” (Mt 25, 41), nisi ante finem vitae eidem fuerint aggregati” (DS 1351)