EXTRA ECCLESIAM NULLA SALUS.
CARTA A UN CRISTIANO EN GRAVE
TENTACIÓN DE FE
Ignacio Falgueras Salinas
Muy estimado Sr.: Días atrás he
leído sus graves acusaciones contra el Concilio Vaticano II y el Papa Juan
Pablo II en lo que concierne al principio “Extra
Ecclesiam nulla salus”, que según Vd. no habrían respetado en sus
enseñanzas, y entiendo que, más que un ataque a la fe católica, su escrito
revela un drama interior, una tentación contra la fe de la Iglesia en la que su
espíritu se debate.
En efecto, creo que Vd. se
encuentra en una situación espiritualmente confusa, pues ¿qué sentido puede
tener ponerse fuera de la Iglesia para quien cree firmemente que fuera de la
Iglesia no existe la salvación? Vd. sabe perfectamente que no sólo los
concilios ecuménicos en comunión con el Papa y la doctrina ex cathedra del Sumo Pontífice, sino incluso su magisterio
ordinario y universal, están protegidos por el Espíritu Santo, (cfr. Concilio
Vaticano I, Denzinger-Schönmetzger (DS),
Barcelona, 341967, 3011), de manera que en una disensión grave no es
el Papa ni el Concilio quienes quedan fuera de la Iglesia, sino quien no
reconoce su autoridad o sucesión apostólica (DS 3058), cosa que va implícita en
la situación de «sede vacante» en la que Vd. sostiene se encontró la Iglesia al
menos durante el pontificado de Juan Pablo II. ¿No sería más razonable aguzar
la inteligencia para encontrar la verdad que contradecir su catolicidad tan
directamente, descalificando a un concilio ecuménico y al magisterio de un
Papa?
Sin duda, Vd. es una persona
profundamente cristiana, pero sometida a grave tentación en la fe. Posiblemente
conocerá Vd. a su alrededor muchos casos de auténtica defección en la fe por
parte de clérigos y teólogos, autodenominados católicos, que merezcan ser reprobados,
pero no reconocer el magisterio de un Concilio Ecuménico y de un Papa es ya
haber perdido la fe en la Iglesia:
es, justamente, haber olvidado que Cristo prometió acompañarla hasta el final
de los tiempos, y que Él aseguró a s. Pedro que las puertas del infierno no
prevalecerían contra ella. Es por completo incoherente pretender que se cree y
se ama a la Iglesia precisamente por haber sido fundada por Cristo y, al mismo
tiempo, acusarla de infidelidad tan grave. No nos toca a los particulares definir
cuál es la doctrina de la Iglesia ni establecer la continuidad apostólica de
los sucesores de s. Pedro y del Colegio apostólico, quienes hacen eso dejan de
ser católicos, que es precisamente lo que Vd. no querría dejar de ser, ni yo
tampoco.
¿No sería mucho más prudente por
parte de un fiel creyente esforzarse por entender a fondo lo que el Concilio y
el Papa han enseñado y hecho, o sea, aumentar su inteligencia y su fe, en vez
de volverse contra sus propios principios? Porque si la Iglesia reunida en concilio
ecuménico y dirigida por el Papa no fuera fiel a Cristo, entonces sería que
Cristo y su Espíritu no habrían sido capaces de sostenerla, y eso significaría
que ninguno de ellos es Dios. Si, por el contrario, como sabemos por la fe,
Cristo tiene palabras de vida eterna y su Espíritu hace vivir a la Iglesia, a
la que guía, entonces hemos de afrontar las dificultades procurando aguzar
nuestra inteligencia y haciendo crecer nuestra fe, que es a lo que le animo
como a un esforzado creyente que es Vd.
Desde luego, estoy en las
antípodas de defender los abusos y tergiversaciones que muchos católicos
(especialmente miembros del clero) han hecho del Vaticano II, pero no veo en la
doctrina del Vaticano II ni en la doctrina y actuaciones del Papa Juan Pablo II
otra cosa que lo que la Iglesia siempre me ha enseñado: la verdad clara e
inconfusa de que el Espíritu Santo la guía. Pero veamos sus dificultades.
Su objeción nuclear, o sea, lo
que no llega a ver, afecta a la compatibilidad entre la doctrina “Extra Ecclesiam nulla salus” y el
reconocimiento por parte del Concilio y del Papa Juan Pablo II de la posesión
de ciertas verdades por las religiones no católicas.
§1.-Empecemos por considerar el
principio “Extra Ecclesiam nulla salus”.
En el año 1949 (Pío XII) el Santo Oficio en una aclaración al Obispo de Boston
dice: “Entre aquellas cosas, con todo,
que siempre la Iglesia predicó y no dejará de predicar nunca se contiene
también aquel infalible dicho por el que se nos enseña que “fuera de la Iglesia no hay salvación alguna”.
Pero añade de inmediato: “Este dogma, sin
embargo, ha de ser entendido en aquel sentido en que lo entiende la propia
Iglesia. Pues no encargó Nuestro Salvador a los juicios privados explicar
aquellas cosas que se contienen en el depósito de la fe, sino al magisterio
eclesiástico” (DS 3866). He ahí, pues, la primera indicación a tener en
cuenta: no somos Vd. o yo quienes hemos de interpretar ese dogma, sino la
propia Santa Iglesia. Y ningún católico duda de que son los concilios
ecuménicos y el Papado las instituciones y personas autorizadas para enseñar e
interpretar la doctrina de la Iglesia.
¿Y qué dice el referido
documento respecto al “extra Ecclesiam
nulla salus”? –Pues que no hace falta
ser miembro formal de la Iglesia visible para formar parte de ella, basta
con que las personas que tengan ignorancia invencible para conocer a Cristo y a
su Iglesia tengan la voluntad de hacer la
voluntad de Dios para que también pertenezcan a ella, aunque de forma no
visible. “Puesto que no siempre se exige, para que
alguien obtenga la salvación, que se incorpore efectivamente a la Iglesia como
miembro, sino que se requiere por lo menos que se adhiera a ella con voto y
deseo. Sin embargo, este voto no es siempre necesario que sea explícito, sino
que cuando el hombre está afectado por una ignorancia invencible, Dios acepta
también el voto implícito, así llamado porque se contiene en aquella buena
disposición del alma por la que el hombre quiere que su voluntad sea conforme
con la voluntad de Dios” (DS 3870).
Esta doctrina se corresponde con la
enseñanza de la Encíclica Mystici
corporis de Pío XII, y distingue nítidamente entre los miembros visibles de la Iglesia y los miembros no visibles de ella, los cuales sólo
forman parte de ella por su implícito deseo (Cfr. DS 3871), nacido de la fe
sobrenatural e informada por la caridad. Y puesto que ese deseo implícito sólo
puede ser obtenido como don de la gracia de Cristo, es preciso deducir que la
gracia del único Salvador y Redentor se da también fuera de la Iglesia.
Estos documentos son anteriores al
concilio Vaticano II y, sin embargo, nos enseñan que el “Extra Ecclesiam nulla salus” debe ser entendido cum mica salis, a saber: no aplicándolo
a la sola Iglesia visible, sino a la Iglesia total, visible e invisible. Tan
condenado está el sostener que los miembros no visibles de la Iglesia (por su
deseo implícito) no se salvan, como el sostener que para salvarse basta
cualquier religión (DS 3872). «Fuera de la Iglesia no hay salvación» sólo tiene
sentido absoluto para la Iglesia
total, el Cuerpo místico de Cristo, pero no para la mera Iglesia visible, en la
cual se dan el trigo y la cizaña, pues en ésta ni se salvan necesariamente
todos los que visiblemente están ni están visiblemente todos los que se
salvarán, de manera que sólo le es aplicable en sentido relativo a los que no quieren pertenecer a ella, aun
sabiendo que es necesaria para la salvación.
2.- Veamos ahora la doctrina de la
Iglesia sobre la existencia de gracias y verdades fuera del catolicismo. Al respecto,
la Iglesia ya había condenado (en
1653-54) el considerar herejes (semipelagianos) a los que dicen que Cristo ha
muerto o derramado su sangre por absolutamente todos los hombres (DS 2005), y,
más en concreto, había condenado (en 1713) a los que niegan que se concedan
gracias fuera de la Iglesia (DS 2429).
Creo que es muy ilustrativo el
ejemplo de Cristo. Nuestro Señor corrigió a los discípulos que se le quejaban
porque otros, que no eran de ellos, predicaban y obraban milagros en su nombre,
y Él les dijo: quien no está contra
nosotros con nosotros está (Mc 9, 40). No era, pues, necesario pertenecer
al grupo de los discípulos de Cristo para que su gracia obrara efecto a través
de otros que creían en Él. Además, tampoco puso nuestro Señor ningún inconveniente
a la fe de los paganos que se le acercaron, aun cuando Él no había venido en su
primera venida más que para anunciar el evangelio al pueblo de Israel, sino que
les concedió lo que pedían, porque lo pedían bien. ¿Hemos de atribuirles ese
mérito a ello mismos, o no más bien al Espíritu de Cristo, que los inspiraba
por dentro? Luego, siendo paganos
que no pertenecían a Israel, recibieron,
no obstante, la inspiración del Espíritu Santo y
la atracción del Padre hacia Cristo, y Éste no sólo los atendió en sus
demandas, sino que los movió a conversión[1].
«Extra Israhelem nulla salus» podría
objetarle Vd. a Cristo, y Cristo sin embargo los seguiría salvando. ¿Podría
atribuirse al centurión su buena disposición para creer en Cristo? ¿Será mérito
suyo exclusivamente? Es obvio que no, sino don de Dios que le había sido dado
sin haberse hecho israelita, pero habiendo recibido el don del Espíritu Santo,
que sopla donde quiere (Jn 3, 8). Por otro lado, no puede ser de otra manera:
todos los que se convierten al cristianismo, antes de ser bautizados, reciben el auxilio del Espíritu de Cristo
y las gracias que emanan de la cruz, y sólo así llegan a creer y
bautizarse; incluso todos los que somos cristianos hemos sido antes pecadores;
más aún, Dios nos ha amado a todos cuando éramos aún pecadores (Rom 5, 8), para que no lo seamos, y ese
amor de Dios es siempre gracia y verdad que antecede a nuestra incorporación a
la vida de la Iglesia. ¿Cómo no va a haber gracias fuera de la Iglesia visible?
Sin ellas no serían posibles ni la conversión ni la eficacia del anuncio del
evangelio, pues es Dios el que convierte los corazones de los hombres para que
entren en su reino o Iglesia.
¿Qué tradición escrita u oral
podría alegarse en contra de la tesis de que también fuera de la Iglesia existe
la verdad y el bien, aunque sea de modo germinal
e incompleto? Sólo cabría
hacerlo, si, tergiversando la tradición,
se sostuviera que el hombre está corrompido en su naturaleza por
el pecado de origen, o bien que la gracia de Cristo no alcanza a ofrecerse a
todos los hombres, pero esa no es la doctrina católica. El
reino de Dios es fermento y sal de la tierra, no excluye, por tanto, que la
masa y lo salable preexistan y coexistan con él, antes bien los supone y
aprovecha.
3. Y veamos, ahora, qué dicen el
Concilio Vaticano II y Juan Pablo II. No sólo no he encontrado ningún pasaje que niegue el
principio “extra Ecclesiam nulla salus”,
sino todo lo contrario. Para empezar, el Concilio enseña la necesidad de
pertenecer a la Iglesia hasta el punto de que no pueden salvarse quienes no ignorando que la Iglesia ha sido
creada por Cristo como necesaria para la salvación, no quieran entrar o
permanecer en ella (Lumen gentium 2,
n. 14). Por esta necesaria pertenencia, todos los hombres están llamados a formar
parte de ella, y ella está constituida por personas de todo pueblo, raza y
nación, como reino no terreno, sino celestial. Y como el reino de Cristo no es
de este mundo, la Iglesia no arrebata a ningún pueblo bien temporal alguno, antes
bien favorece todo lo que de bueno tienen todos los pueblos (Lumen gentium 2, n. 13). Esta doctrina
se repite a lo largo de todo el concilio. Así, por ejemplo, en el Decreto sobre el ecumenismo se puede
leer: “Porque únicamente por medio de la
Iglesia católica de Cristo, que es el auxilio general de salvación, puede
alcanzarse la total plenitud de los medios de salvación. Creemos que el señor
encomendó todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico,
al que Pedro preside, para constituir el único cuerpo de Cristo en la tierra,
al cual es necesario que se incorporen completamente todos aquellos que de
algún modo pertenecen ya al pueblo de Dios” (c.1, n. 3, B.A.C., Madrid, 21966,
640-641).
Y Juan Pablo II en la
Encíclica Redemptoris
missio dice: “La Iglesia
profesa que Dios ha constituido a Cristo como único mediador y que ella misma
ha sido constituida como sacramento universal de salvación…Es necesario, pues,
mantener unidas estas dos verdades, o sea, la posibilidad real de la salvación
en Cristo para todos los hombres y la necesidad de la Iglesia en orden a esta
misma salvación” (c. 1, n. 9). No se pueden, por consiguiente, separar
ambas verdades ni atribuir al Papa la eliminación de una de ellas.
Junto a la afirmación de la necesidad de pertenecer a la
Iglesia, el Concilio recoge lo que había enseñado Pío XII, siguiendo la
tradición de la Iglesia: “Pues los que
inculpablemente desconocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan con
sincero corazón a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir
con las obras Su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden
conseguir la salvación eterna. Y la divina providencia no niega los auxilios
necesarios para la salvación a aquellos que sin culpa no llegaron a un
conocimiento expreso de Dios y se esfuerzan, no sin la gracia divina, en
alcanzar una vida recta. Cuanto de verdadero y de bueno se encuentra en ellos
es estimado por la Iglesia como una preparación evangélica, y como dado por
aquel que ilumina a todo hombre, para que finalmente tenga la vida” (Lumen gentium, c. 2, n. 16). (Cfr. Redemptoris missio, c. 1, n.10).
La doctrina no puede ser más
fiel a la tradición: sólo la Iglesia Católica, que es el auxilio de salvación
general (Cfr. DS 3870), dispone de la plenitud de todos los medios de
salvación, y sólo por medio de ella se puede alcanzar tal plenitud de medios
requerida para salvarse. Pero no se niega que quienes han nacido y han sido
educados, sin culpa propia, en una fe cristiana defectuosa tengan también un
conocimiento beneficioso de alguna parte de la revelación, y que entre ellos
sea más fácil que se dé ese voto implícito sobre el que nos instruyó Pío XII.
Tampoco se excluye que entre miembros de otras religiones se pueda dar la
gracia de Cristo sin que ellos lo sepan conscientemente, y que pertenezcan “aliquo modo” a la Iglesia, aunque todo
cuanto de bueno y verdadero se halle en ellos no pasa de ser una preparación para el evangelio, y, por tanto, una
preparación para ingresar en la única Iglesia de Cristo. Y no tendría sentido
alguno que el Concilio encomiara la necesidad para todos de pertenecer al único
Cuerpo de Cristo en la tierra, encomendado sólo a S. Pedro y al Colegio
apostólico, si la Iglesia no fuera la única tabla de salvación, a la que, antes o después, todos han de aferrarse
si quieren ser salvos.
En esos términos deben ser
entendidas las enseñanzas e iniciativas de Juan Pablo II: “El Espíritu se manifiesta de modo particular en la Iglesia y en sus
miembros; sin embargo, su presencia y acción son universales, sin límite alguno
ni de espacio ni de tiempo…Así el Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8)
y «obraba ya en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado»…, nos lleva a
abrir más nuestra mirada para considerar su acción presente en todo tiempo y
lugar…La relación de la Iglesia con las demás religiones está guiada por un
doble respeto: «Respeto por el hombre… y respeto por la acción del Espíritu en
el hombre». El encuentro interreligioso de Asís, excluida toda interpretación
equívoca, ha querido reafirmar mi convicción de que «toda auténtica plegaria
está movida por el Espíritu Santo, que está presente misteriosamente en el corazón de toda persona»…Todo lo que el
Espíritu obra en los hombres y en la historia de los pueblos, así como en las
culturas y religiones, tiene un papel de preparación evangélica, y no puede
menos de referirse a Cristo…” (Redemptoris
missio, c. 3, n. 28). En consecuencia la operación del Espíritu Santo fuera
de la Iglesia tiene sólo el cometido de preparar
los corazones para entrar en la Iglesia, no para prescindir de ella.
Para mayor abundancia, recogeré
lo que el Concilio dijo en la Declaración Nostra
aetate (sobre las relaciones con las religiones no cristianas): “La Iglesia católica nada rechaza de lo que
en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los
modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepen en
muchas cosas de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un
destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la
obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y
la vida (Jn 14, 6) en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida
religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas / Por consiguiente
exhorta a sus hijos a que con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la
colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y
de la vida cristiana, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y
morales, así como los valores socio-culturales, que en ellos existen” (n. 2,
B.A.C., 728-729). (Cfr. Cruzando el
umbral de la esperanza, c.13, donde el Papa Juan Pablo II comenta estos
textos)
Este texto, en unión con los
anteriores, deja claro que el anuncio del evangelio en nuestras vidas es
irrenunciable, pero que es compatible y debe serlo con el reconocimiento de
cuanto de verdadero y bueno haya en las religiones humanas, no tanto por ser
obra de hombres, cuanto por ser obra del Espíritu Santo y preparación evangélica.
Vd. cree entender que en el
reconocimiento de la porción de verdad que se encierra en las herejías y en las
religiones se encierra una renuncia por parte de la Iglesia a su condición de
depositaria única de la salvación, pero eso no lo dicen el Concilio ni el Papa,
sino todo lo contrario, pues eso iría contra la tradición.
4. La raíz de la doctrina del
Concilio en la tradición.
En efecto, como adelantaron s. Justino, Clemente Alejandrino
y otros,
en los saberes de los gentiles se contienen semillas
de la Palabra, es decir,
verdades en germen, por desarrollar y nutrir desde la revelación
del Verbo encarnado. También lo
enseña magistralmente s. Agustín: “todo buen y verdadero cristiano entienda que la verdad, dondequiera que
la encontrare, pertenece a su Señor” (De
doctrina cristiana, II, c.18, n. 28, PL 34, 49). Es éste el principio de la
catolicidad: si Cristo es el camino, la verdad y la vida todo cuanto de
verdadero, de bueno, de loable y justo se halla en la humanidad a Él le
pertenece y mediante Él a su Iglesia. S. Pablo,
inspirado por el Espíritu Santo, lo había
sugerido antes: “Finalmente, hermanos, todo lo que es
verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o
mérito, tenedlo en cuenta” (Fil
4,8).
Y eso mismo
es lo que nos enseña el Vaticano II: “Con su obra [la Iglesia] hace que todo lo
bueno que hay ya sembrado en la mente y en el corazón de los hombres, en los
ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no se pierda, sino que
sea sanado y se eleve y quede consumado para gloria de Dios, confusión del
demonio y felicidad del hombre” (Lumen gentium, c. 2, n.
17).
E igualmente lo
enseñaba así Pablo VI
en la exhortación apostólica Evangelii
nuntiandi, c.
5, n. 53: “ellas mismas (las religiones no cristianas)
están llenas de innumerables «semillas del Verbo» y constituyen una auténtica
«preparación evangélica», por citar una feliz expresión del Concilio Vaticano
II tomada de Eusebio de Cesarea”.
Y Juan Pablo II lo recoge innumerables
veces. Pondré un ejemplo: “El diálogo
[con los hermanos de otras religiones] no nace de una táctica o de un interés,
sino que es una actividad con motivaciones, exigencias y dignidad propias: es
exigido por el profundo respeto a todo lo que en el hombre ha obrado el
Espíritu, que «sopla donde quiere» (Jn 3, 8). Con ello la Iglesia trata de
descubrir las «semillas de la Palabra», el «destello de aquella Verdad que
ilumina a todos los hombres», semillas y destellos que se encuentran en las
personas y en las tradiciones religiosas de la humanidad” (Redemptoris missio, c. 5, n. 56). Sin embargo, “el hecho de que los seguidores de otras
religiones puedan recibir la gracia de Dios y ser salvados por Cristo,
independientemente de los medios ordinarios que él ha establecido, no quita la llamada
a la fe y al bautismo que Dios quiere para todos los pueblos” (ibid., n.
55). “Todo ello ha sido subrayado
ampliamente por el Concilio Vaticano II y por el Magisterio posterior,
defendiendo siempre que la salvación viene de Cristo, y que el diálogo no
dispensa de la evangelización” (Ibid.).
De manera que el diálogo ha de ser realizado
cumpliendo las siguientes condiciones esenciales: “El diálogo debe
ser conducido y llevado a término con la convicción
de que la Iglesia es el camino
ordinario de la salvación y que sólo
ella posee la plenitud de los medios de
salvación”
(Ibid.). Además, “El anuncio tiene
la prioridad permanente en la misión: la Iglesia no puede sustraerse al mandato
explícito de Cristo, no puede privar a los hombres de la «Buena Nueva» de que
son amados y salvados por Dios” (Ibid., n. 44). Como puede verse, no se
cede ni un palmo en las obligaciones de la Iglesia ni en la necesidad de
pertenecer a ella. “Ante todo, queremos
poner ahora de relieve que ni el respeto ni la estima hacia estas religiones,
ni la complejidad de las cuestiones planteadas implica para la Iglesia una
invitación a silenciar ante los no cristianos el anuncio de Jesucristo”
(Pablo VI, Evangelii nuntiandi, c. 5,
n. 53). “A la luz de la economía de la
salvación, la Iglesia no ve un contraste entre el anuncio de Cristo y el
diálogo interreligioso; antes bien siente la necesidad de compaginarlos en el
ámbito de la misión ad gentes. En efecto, conviene que estos dos elementos
mantengan su vinculación íntima, y, al mismo tiempo, su distinción, por lo cual
no deben ser confundidos ni instrumentalizados, ni tampoco considerados
equivalentes, como si fueran intercambiables” (Juan Pablo II, Redemptoris missio, c. 5, n. 55).
Es cierto que el Concilio y el
Papa amplían la tradición recibida,
pero manteniendo su espíritu y alargando su sentido. La ampliación consiste en
que ellos no sólo reconocen que cuanto hay de verdadero y de bueno fuera de la
Iglesia ha de ser atribuido en propio a Cristo, que es camino, verdad y vida, sino
que, además, sacan la consecuencia de que, si lo reconocen así, han de
respetarlo allí donde lo encuentren, no para dejar de anunciar el evangelio,
sino para anunciarlo aprovechando lo que la gracia de Dios ya ha hecho en los
hombres.
A mi entender, esta enseñanza es
una nueva forma de evangelizar, que no suprime, sino sólo prepara el camino a la tradicional: es mostrar la innegable
superioridad del cristianismo, que nace de la Encarnación del Verbo y no es
obra meramente humana. “Encontramos aquí
el punto esencial por el que el cristianismo se diferencia de las otras
religiones, en las que desde el principio
se ha expresado la búsqueda de Dios por parte del hombre. El cristianismo comienza con la
Encarnación de Verbo. Aquí no es sólo el hombre quien busca a Dios, sino que es
Dios quien viene en persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino
por el cual es posible alcanzarlo” (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 6). Sólo el cristianismo, que no es una mera religión, puede reconocer
lo que haya de verdad en las meras religiones, en todas y cada una de ellas,
porque sólo Dios y su revelación en Cristo están por encima de las
posibilidades humanas. Sólo la Iglesia Católica puede valorar justamente lo que
de bueno y verdadero tienen las iniciativas humanas que buscan a Dios
(religiones), porque sólo la Iglesia Católica no ha nacido de una iniciativa
humana, sino del Verbo que se ha hecho carne y ha venido a redimirnos. Mientras
que las religiones entran en competencia entre sí, el reino de Dios no entra en
competencia con las religiones, porque las supera tanto como los planes de Dios
superan a los planes humanos (Isa 55,
8-9). Pero el plan de Dios no ha sido suprimir al hombre caído, sino redimirlo
del pecado y del error, e incluirlo en sus designios misericordiosos. Reconocer
que existen verdades y valores en las religiones es aplicar los planes divinos:
es reconocer que son redimibles, no simplemente desechables.
Vd. estima que al reconocer los
dones de Dios creador y elevador e incluso la acción del Espíritu Santo en las
religiones meramente humanas la Iglesia pierde su condición de revelada, pero
no es así: sólo actúa en congruencia con los designios salvíficos de Dios. Más
aún, no hace otra cosa que imitar, continuándola, la redención divina: pues
Dios nos ha amado cuando éramos aún pecadores, es decir, cuando estábamos en el
pecado y en la ignorancia de su voluntad, llenos de defectos y de errores, y en
vez de desecharnos por nuestros errores y nuestros defectos ha querido
aprovechar lo bueno que Él había puesto en nosotros, para darnos la oportunidad
de perdonar y ser perdonados.
Parece obvio que lo que ha
inculcado el Concilio es un nuevo modo de iniciar
el anuncio del Evangelio sin necesidad de condenar a los que todavía no creen,
sólo haciendo vida propia la superioridad de la Buena Nueva, dialogando con
ellos. Para dialogar hace falta magnanimidad, y para dialogar como cristiano
con los no cristianos esa magnanimidad ha de nacer de la fe de la Iglesia, no
de los propios complejos. Este nuevo modo de iniciar la evangelización es muy
apropiado para el tipo de convivencia entre religiones en que estamos entrando.
La vecindad de los católicos con los otros cristianos, con los judíos, los
mahometanos, budistas, etc. dentro de los límites de unas mismas naciones y
ciudades nos obliga a anunciar el evangelio de un nuevo modo, que no puede ser
obviamente la confrontación constante –que ciertamente tendremos que sufrir los
cristianos–, y que, además, no tenemos por qué presentarla como confrontación,
puesto que la divinidad de Jesucristo nos pone en un lugar tan superior
respecto de los demás que sólo hemos de dejar que ella se muestre en nuestras
vidas. ¿No le parece claro que ninguna religión puede admitir que las demás
tengan algo de verdadero, y por ello todas están condenadas a oponerse entre
sí? Sólo la Iglesia Católica está en condiciones de convocarlas para orar
juntas, para hacer el bien juntas, porque sólo ella puede ofrecer a todas el
amparo de la Verdad y el cumplimiento de lo que ellas anhelan. De esa manera,
sin omitir el enviar misioneros a tierras extrañas y el proseguir la labor
evangelizadora ordinaria de la Iglesia, y sin dejar de predicar a Cristo con la
palabra y las obras al que quiera escucharnos o mirarnos, cada uno en su propia
tierra ha de dar testimonio de su fe y ayudar a los que viven cerca de Él para
que puedan vislumbrar la auténtica revelación divina, Cristo hecho hombre. En
este caso no se trata de convencer con argumentos, pero sí con la forma de
vida. ¿Es eso renunciar a la verdad católica? De ninguna manera, es un primer
modo de dar testimonio de la fe (Evangelii
nuntiandi, c. 5, nn. 51-53). ¿Se convierte la Iglesia en una religión más
por ello? Todo lo contrario, da muestras de que no es una mera religión, de que
no es cosa de hombres, sino de que en ella opera la Verdad, el Camino y la
Vida.
Quizás piense Vd. que anunciar
así el evangelio sea reducir su mensaje, eliminando el «convertíos y creed en
el evangelio». Eso sería verdad si el anuncio del evangelio se redujera al
diálogo interreligioso, pero éste no es en realidad más que una parte o medio,
e introductorio, de la evangelización (Cfr. Redemptoris
missio, c. 5, n. 55). Es verdad que la insistencia en dicho diálogo puede
parecer, dada su dificultad, un retraso de la predicación del evangelio, pero
en ocasiones es el único modo de dar sincero testimonio de Cristo y de servir
al hombre (Ibid. n. 57). Pues no está dicho que en el diálogo con las otras
religiones, aunque se haga pie en lo bueno y verdadero que tengan en común con
nosotros, no haya de indicarse lo falto y lo erróneo de las mismas; antes bien,
al subrayar sólo lo bueno y verdadero, ya se hace cierta selección indicativa
de lo que está mal o es erróneo. Precisamente por eso, el diálogo es ya un camino
hacia el anuncio del evangelio, el cual requiere el conocimiento de muchas
otras verdades previas para ser asimilado, como la inmortalidad del alma, el
monoteísmo, el premio o castigo tras la muerte, la omnipotencia de Dios, etc.
No se trata de no anunciar el evangelio, sino de que, antes de poder decir
«convertíos», es preciso que los destinatarios sepan a quién, de qué y por qué
convertirse. Incluso sin decirlo, cuando dialoga, la Iglesia está gritando
«convertíos», al dar ejemplo vivo de
conversión y de fe en el evangelio, y al unirse en nombre de Cristo a los que han de convertirse para que oren bien
y hagan el bien, de manera que crezca en su interior la «preparatio evangelica» y lleguen a descubrir a Cristo.
En definitiva, ni el Concilio
Vaticano II, ni el Papa Pablo VI que lo ratificó, ni el Papa Juan Pablo II han
enseñado otra cosa que la doctrina tradicional de la Iglesia, aplicada a
nuestro tiempo.
5. Solución del problema, sin
eliminar el misterio.
He aquí los términos del
problema:
“La universalidad de la
salvación no significa que se conceda solamente a los que, de modo explícito,
creen en Cristo y han entrado en la Iglesia. Si es destinada a todos, la
salvación debe estar en verdad a disposición de todos. Pero es evidente que,
tanto hoy como en el pasado, muchos hombres no tienen la posibilidad de conocer
o aceptar la revelación del evangelio y de entrar en la Iglesia…Para ellos la
salvación de Cristo es accesible en virtud de la gracia que, aun teniendo una
misteriosa relación con la Iglesia, no les introduce formalmente en ella…”
(Redemptoris missio, c. 1, n. 10).
Vía de solución:
Hay que distinguir –¡no
separar!– la Iglesia como sociedad visible (Iglesia católica) y la Iglesia como
comunidad espiritual (Iglesia de Cristo). La distinción se basa exclusivamente
en nuestra incapacidad, en tanto que viadores, para conocer a la Iglesia total.
“Esta Iglesia (de Cristo), constituida y
ordenada en este mundo como sociedad, permanece en la Iglesia católica,
gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él, aunque
se encuentren fuera de ella muchos elementos de santificación y de verdad que,
como dones propios de la Iglesia de Cristo, impulsan hacia la unidad católica” (Lumen
gentium 1, 8, B.A.C., 20). Las gracias que se encuentran fuera de la
Iglesia visible le pertenecen a ella, por razón de su Fundador, y tienen como
meta llevar a los hombres a la unidad católica.
Según esto, el principio “extra Ecclesiam nulla salus” puede ser entendido de dos maneras,
una es sobreentendiendo por Iglesia a la Iglesia total, visible e invisible;
otra es sobreentendiendo por Iglesia sólo a la Iglesia visible, en la cual se
mezclan todavía el trigo y la cizaña (en cada uno de sus miembros), aunque
siempre santificada por el perdón, por la gracia de la cruz y por la presencia
del Espíritu de Cristo, que la hacen ser camino de salvación. En el primero de
los sentidos se cumple por entero el principio mencionado, pues bajo los cielos
no se ha dado ningún otro nombre, fuera del de Cristo, que nos pueda salvar (Hech 4, 12), pero no así en el segundo.
En efecto, el precepto de Cristo “id por
todo el mundo y anunciad el evangelio a toda criatura, el que crea y sea
bautizado, se salvará, el que no crea se condenará” (Mc 16, 15-16) es una orden que nos asocia a la tarea redentora,
pero que no ata las manos de Dios. Sto. Tomás de Aquino supo expresarlo
magistralmente: “Dios no subordinó su poder a los sacramentos, de modo que
no pueda conferir sin los sacramentos el efecto de los sacramentos”[2].
Y si los sacramentos no atan a Dios, la Iglesia visible, en la que se
ingresa visiblemente por un sacramento, tampoco lo ata. Una cosa es que
Dios quiera asociarnos a su tarea redentora y otra que nosotros le
substituyamos a Él. Ni la providencia ni la economía de la salvación divinas
quedaron supeditadas a nuestra acción por el referido mandato, antes bien son
requeridas de modo especial para que nosotros cooperemos en la tarea de la
venida del reino de Dios. Sin la guía del Espíritu Santo, sin el poder de la
Palabra y sin la atracción del Padre nadie se convertiría al cristianismo: no
somos nosotros los que trasmitimos la fe, sino el propio Cristo. Dios prepara
el corazón de los hombres para la conversión con su providencia, su pedagogía,
y con su economía divinas, nosotros colaboramos en la venida del reino de Dios,
plantando y regando, pero no comunicando por dentro la vida: “Yo planté, Apolo regó, pero Dios es el que
hizo crecer” (1 Co 3, 6).
¿Qué quiero decir con esto? -Pues que la Iglesia militante es antecedida, concomitada y desbordada por las gracias
que emanan de la cruz de Cristo, es decir, que ella es el signo visible de su
presencia en la historia, pero no agota la acción salvífica de Dios, el cual
nos amó cuando éramos pecadores, antes de todo bautismo y de toda acción
eclesial, y, conforme a su amor, también da sus gracias como quiere, de manera
que ningún hombre queda fuera de sus designios salvíficos. Con eso no digo –ni
entiendo que la Iglesia diga– que todos los hombres sean ya miembros de la Iglesia,
ni que todos estén ya salvados, o que se salven de cualquier manera: el don de
Cristo hay que recibirlo como tal don y, así, merecerlo con nuestra libre
aceptación.
Por si le sirve de ayuda, personalmente,
en un opúsculo titulado El abandono final
(Universidad de Málaga, 1999), he propuesto, con la debida sumisión al
magisterio de los Pastores de la Iglesia, que la última puerta de entrada a la
misma es la muerte de cada uno. El que no entra en la Iglesia por lo menos al
morir, y por efecto directo de la gracia de la muerte de Cristo, no se salva. E
incluso los que hemos entrado en la Iglesia visible, si no hacemos nuestro el
don inmerecido de la perseverancia final, quedaremos excluidos de ella. Pero
nadie queda excluido del ofrecimiento
de la gracia de Cristo en el momento de su muerte, sólo quien no lo acepta
queda excluido. De ese modo entiendo que se concilian el “extra Ecclesiam nulla salus” y la voluntad de Dios de que todos los
hombres se salven. Sólo se condenan y quedan fuera de la Iglesia total los que
rechazan el don de morir con Cristo. Mi propuesta casa muy bien con la
declaración oficial del principio “Extra
Ecclesiam nulla salus”, que fue propuesta en el Concilio Florentino (1442):
“(La
sacrosanta Iglesia Romana) Firmemente cree, confiesa y predica que ‘ninguno de
los que están fuera de la Iglesia católica (o de los que no están dentro de la
Iglesia católica), no sólo sean paganos, sino Judíos, o herejes y cismáticos,
puede ser partícipe de la vida eterna; sino que han de ir al fuego eterno «que
está preparado para el diablo y sus ángeles»
(Mt 25, 41), a no ser que fueren agregados a ella antes del final de la vida’”[3].
Si observa bien, el final del texto
contiene la clave: «a no ser que fueren
agregados a ella antes del final de la vida». Naturalmente, cabría también
invertir el sentido del texto: no se salvarán los que, aunque hayan pertenecido
durante muchos años a la Iglesia, no formen parte de ella en el momento de la
muerte (Ezequiel 18, 26-28). Es, pues, el momento último de la vida, antes
de su final definitivo, el que determina la pertenencia definitiva a la Iglesia
y la salvación. Ese momento último fue conquistado por Cristo al morir por
nosotros, de tal manera que ni tan siquiera un feto que muera queda sin el
ofrecimiento del amor de Cristo para entrar en su Cuerpo, que es la Iglesia:
nadie queda excluido del don de Cristo, salvo que se autoexcluya por rechazo
del mismo.
Según lo anterior, todos los dones de
Cristo durante la historia son otorgados como preparación para el don de la
entrega final de la vida con Cristo: los otorgados a los que están dentro de la
Iglesia visible son una preparación próxima para morir con Cristo, que
sólo requerirá el don de la perseverancia final y su aceptación; los otorgados
fuera de la Iglesia visible son una pre-preparación, o preparación remota, que,
antes de recibir don de la persevarencia final, requerirá la aceptación de
gracias adicionales especiales en el momento de la muerte, para obrar la
salvación. A pesar, pues, de su aparente forma restrictiva, el principio tiene
un sentido soteriológico amplio: lo importante es estar dentro de la Iglesia,
de modo imprescindible antes del final de la vida, pero mejor siempre.
Eso es lo que de todo corazón deseo para
Vd., de manera que, en vez de erigirse en juez de la Iglesia, declarando
vacante la Santa Sede cuando no entienda bien su doctrina, se someta a ella en
las personas que la presiden, las cuales están elegidas por el Espíritu Santo y
mantenidas por la palabra de Cristo.
Le ruego, finalmente, que, si bien el
esfuerzo por dar razón de mi fe y esperanza no puede menos de basarse en la
autoridad de la Iglesia de Cristo e impregnarse de ella, reciba esta carta como
un fraternal y amistoso ofrecimiento de meditación conjunta sobre nuestra común
fe en Jesucristo y en su Iglesia. Un respetuoso saludo,
Málaga, 28 de julio de 2005
Fdo.: Ignacio Falgueras Salinas
[1] Ante todo, porque Cristo
da sus gracias completas, no concede sólo la
salud del cuerpo, sino la de todo el hombre, como nos enseña en Jn 7, 23; y, en
segundo lugar, porque el milagro no pudo dejarlos indiferentes, dadas la fe y
el intenso deseo que tenían de obtener lo que pedían.
[2] “Deus
virtutem suam non alligavit sacramentis, quin possit sine sacramentis effectum
sacramentorum conferre” (ST III, 64, 7 c; 66, 6 c y
11 c; 67, 5, ad 2; 68, 2 c).
[3] “Firmiter
credit, profitetur et praedicat, “nullos extra Catholicam Ecclesiam exsistentes
(vel intra Catholicam Ecclesiam non exsistentes), non solum paganos, sed nec
Judeos aut haereticos atque schismaticos, aeternae vitae fieri posse
participes; sed in ignem aeternum ituros, “qui paratus est diabolo et angelis
ejus” (Mt 25, 41), nisi ante finem vitae eidem fuerint aggregati” (DS 1351)