EL SIGNO

 

 

IGNACIO FALGUERAS SALINAS

 

 

La vida activa de Cristo fue resumida por s. Pedro en estas breves palabras: "pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo" (Hech 10, 38; 2, 22). Es lo mismo que decía el pueblo: "todo lo ha hecho bien, a los sordos les ha hecho oír y a los mudos hablar" (Mc 7, 37). Los signos o milagros que Jesús hizo en su vida fueron incontables, sería imposible recogerlos por escrito, como dice el Espíritu Santo por s. Juan[1], y hasta sus propios enemigos lo reconocen: "¿qué hacemos? Este hombre hace muchos signos, si lo dejamos hacer, todos creerán en él" (Jn 11, 47-48).

 

Llama la atención, por consiguiente, que, habiendo hecho Cristo tantos signos o milagros, le pidieran los escribas y fariseos un signo, y lo que es más llamativo aún, que nuestro Señor les dijera que sólo se le daría a esta generación un signo. ¿Cómo que un signo?, ¿no son cientos los que les dio? Sí, pero "esta generación mala y adúltera pide un signo, y no se le dará otro que el del profeta Jonás" (Mt 12, 39; Lc 11, 30). La generación mala y adúltera no son sólo los escribas y fariseos, aunque sean ellos sus portavoces ante Cristo, somos todos los hijos de Adán. Cristo había hecho suficientes milagros como para que creyeran en Él, pero los hijos de Adán somos duros y tardos de corazón para creer[2], porque queremos certezas irrebatibles, tanto que querríamos, si pudiera ser, comprobar con los ojos y tocar con las manos, como Tomás exigía, para creer: meter los dedos en las llagas del cuerpo resucitado[3]. Eso es lo que le piden los escribas y fariseos, no una liberación del demonio ni la curación de algún mal[4], sino una prueba irrebatible, pero ¿de qué?: pues de la potestad con que echa a los mercaderes del templo[5], e indirectamente de la potestad con que enseña[6], de la potestad con que expulsa a los demonios[7], de la potestad con que cura a los enfermos y perdona los pecados[8]. Esta petición demuestra, pues, que Jesús, a diferencia de los profetas –que lo son porque hablan en nombre de otro (Dios)–, hablaba y obraba con potestad propia, esto es, en nombre propio. Los escribas y fariseos exigen que les diga en nombre de quién habla y obra, o sea, cuestionan la potestad de Cristo para hacer lo que hace, seguros de que no puede obrar en nombre propio y poniendo en duda si su poder es divino o demoníaco. Para salir de dudas le piden un milagro. ¿Cómo?, ¿pero es que no valen sus milagros y su enseñanza para mostrar que obra y habla con la potestad de Dios? Desde luego, no se trata de que los milagros de Cristo no les parecieran tales, como les sucede a ciertos exegetas del Nuevo Testamento[9], antes bien, habiendo oído hablar de sus milagros, pretenden que haga uno delante de ellos, de modo análogo a lo que Herodes pretenderá más tarde, pensando que Cristo se vería en la precisión de hacerlo por ser ellos quienes eran, y si es que quería ser reconocido por las autoridades.

 

Esta exigencia, aparte de falta de sencillez, implica una mala disposición para creer, pues pretende que Dios se someta a los parámetros humanos. Sin embargo, como nuestro Señor dice que se nos dará un signo de las características que ellos piden, conviene prestar atención a la diferencia entre los signos «ordinarios» dados por Cristo y el signo «extraordinario» que nos promete. Pertenece a la naturaleza del signo o milagro el ser algo extraordinario, ¿cómo es, pues, que cabe distinguir dentro de lo extraordinario, unos signos más y otros menos extraordinarios? La aclaración de este punto es especialmente conveniente, pues atañe de modo directo al modo como hemos de creer en Cristo y sirve para evitar que, siendo nosotros tan hijos de Adán como los escribas y fariseos, caigamos en el grave error de atribuirnos nuestra fe en Cristo. Por ejemplo, al ver la doctrina y los milagros de Jesús, Nicodemo concluyó que Dios estaba con él y que, por tanto, venía de Dios[10], y esa misma fue la conclusión que sacó el ciego de nacimiento: "Lo que es sorprendente es que vosotros no sepáis de dónde viene, siendo así que él ha abierto mis ojos. Sabemos que Dios no oye a los pecadores, sino que escucha sólo al que le da culto y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya podido abrir los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios no podría hacer nada" (Jn 9, 30-33). El ciego había razonado correctamente, pero sólo había deducido que Cristo era un siervo de Dios, un profeta. Lo mismo le había pasado a Nicodemo. Y a ambos tuvo nuestro Señor que aclararles Quién era: a Nicodemo, con su afirmación sobre el renacimiento bautismal y las aclaraciones pertinentes, le dio indicios de que su saber era divino[11] y de que Él era el Hijo de Dios hecho hombre[12]; al ciego de nacimiento, le hizo otro tanto preguntándole directamente: "¿crees en el Hijo del hombre?". A lo que contestó el ciego curado "¿Y quién es, para que pueda creer en Él?". Cristo, entonces, completó su curación abriéndole los ojos del alma: tú lo ves, es el que te habla (Jn 9, 35-37). Los hombres no somos capaces de deducir por nosotros mismos más de lo que estos dos ejemplos nos muestran. E incluso los dos discípulos de Emaús, al manifestar los sobresaltos que les habían causado las santas mujeres y los dos apóstoles que fueron al sepulcro, resumieron de modo semejante su propia fe: Jesús fue un profeta poderoso en obras y palabras[13]. Por eso, cuando nuestro Señor pregunta a sus discípulos: "¿quién dicen los hombres que soy yo?", la contestación es bien elocuente: "unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, o alguno de los profetas" (Mc 8, 27; Mt 16, 14; Lc 9, 18). Los hombres no damos para más. Según sus contemporáneos, Cristo no es más que un profeta. Y cuando Pedro le confiesa como el Mesías, el Hijo del Dios viviente, Cristo le llama bienaventurado, porque eso no lo ha sabido por sí mismo, sino que el Padre se lo ha revelado[14]. Sólo un don del Padre hace creer en Cristo como Dios[15].

 

Jesús dice bien a las claras que Él no es un profeta, sino mucho más[16]. Él es más que Salomón y más que Jonás[17], es anterior a Abrahán[18], y corrige a Moisés[19]. Sus milagros, enseñanzas y todas sus obras lo prueban suficientemente. Y lo prueban porque, aunque también los profetas habían hecho milagros, como multiplicar los panes o el aceite, resucitar muertos[20], y otros muchos, todos ellos lo hacían en nombre de Dios, no en nombre propio. Y Jesús no sólo hace milagros en nombre propio, sino que interpreta la Ley con autoridad propia[21], arroja los demonios y perdona los pecados con potestad propia. Tal autoridad y potestad propia rompe los esquemas humanos usuales, por eso los hombres nos quedamos desconcertados ante ellas, sin saber qué concluir, nos sorprenden, pero no vamos más allá de creer que es un profeta. Hace falta que Cristo nos diga que Él es el Hijo del hombre y el Hijo de Dios, para que sepamos cuál es la autoridad y potestad con la que enseña y obra, y así entendamos la diferencia[22]. De hecho, Nicodemo[23] y el ciego sanado creyeron, cuando Jesús se lo dijo; también la samaritana y muchos de sus paisanos. Sólo así somos capaces de prolongar el razonamiento humano: si hace milagros, será porque Dios está con Él; pero para que esté Dios con Él, hace falta que no mienta, tal como Dios manda en su Ley; por lo tanto, si hace milagros, lo que diga Cristo habrá de ser verdad; ahora bien, Cristo dice ser el Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios; luego lo es. De modo que, aunque parezca el fruto de un raciocinio, todo el que cree en Él como Dios hecho hombre cree yendo más allá del mero raciocinio, cree por don de la palabra interna y externa de Cristo. La fe es una prolongación de la razón, es razonable, pero va más allá, porque a Dios, como es natural, nadie lo ha visto nunca: de Dios no cabe hacer experiencia ni siquiera intelectual. Además, aunque las pruebas están a la vista, la dureza e indocilidad de nuestro corazón impide que las veamos, y tiene que ser una gracia especial del Padre la que, venciendo nuestra incredulidad y atrayéndonos, nos haga tener fe en que Cristo es el Hijo de Dios.

 

Pero volvamos al problema inicial. Cuando los escribas y fariseos le piden un signo, aun estando mal dispuestos, nuestro Señor les responde, inopinadamente, que dará una prueba del género que ellos piden, la única prueba que vencerá definitivamente la dureza de nuestro corazón. Al respecto, conviene notar que el Espíritu Santo nos enseña que pedirle una prueba semejante era tentar a Cristo[24], o sea, era, como ya había hecho el diablo en el desierto, intentar forzarle a hacer lo que nosotros queremos, someterlo a nuestro capricho, en vez de nosotros a Su voluntad. Y por eso Cristo nos dice que esas peticiones provienen de nuestra condición de generación perversa e infiel, de la naturaleza caída, que quiere poner a prueba el poder y la bondad de Dios, justo como había hecho Adán al desobedecerle en el paraíso. Por eso mismo, aunque parece que Él consiente y concede darles un signo, no es del todo así. Cristo les responde diciendo que no dará ninguna prueba de ese tipo, salvo lo que en el plan eterno de Dios estaba ya previsto, y que supera a toda otra prueba. Del mismo modo que Dios ofreció a Acaz que le pidiera un signo, y, aunque éste no quiso pedirlo para no tentarle, Dios por su cuenta se lo ofreció (el de la virgen encinta que dará a luz un hijo llamado Emmanuel)[25], así, pero a la inversa, los judíos le piden a Cristo un signo, y Cristo no les da otro sino aquel que por su cuenta, es decir, al margen de su petición, tenía preparado desde la eternidad (muerte y resurrección).

 

Normalmente se suele considerar que el signo es sólo la resurrección, pero las palabras de Cristo dicen otra cosa: "como Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el seno de la tierra"[26]. Jesús menciona directamente como signo los tres días de su sepultura. La sepultura es el eslabón temporal entre la muerte y la resurrección. Si va a estar tres días sepultado, se entiende que estará tres días muerto, y si va a estar únicamente ese tiempo, entonces se sobreentiende que saldrá vivo de allí, como Jonás, lo que constituye la segunda parte (implícita) de la comparación, la correspondiente a la resurrección. Por tanto, el signo es la muerte y la resurrección. Resurrección y muerte no son separables más que temporalmente. Pero, entonces, la muerte es también signo, y ¿cómo es que la muerte puede ser signo? La muerte es también signo y prueba de la divinidad de Cristo, en la medida en que Cristo murió porque libremente se hizo mortal y morituro: "Por eso me ama el Padre, porque yo doy mi vida y de nuevo la tomaré. Nadie me quita la vida, sino que yo la doy por mí mismo" (Jn 10, 17-18). El signo de lo divino es siempre misterioso, como Dios mismo. ¿Cómo es que Cristo da su vida? ¿No se la quitaron los judíos y romanos? Siendo Dios encarnado, al cuerpo de Cristo le correspondía la inmortalidad, de manera que, si Él no hubiera renunciado a ella libremente, nadie en los cielos ni en la tierra hubiera podido quitarle la vida. Así que la entrega de Cristo precede a toda la industria de muerte humana: Cristo se hizo mortal y permitió que su cuerpo muriera, para que pudiéramos matarlo, y así demostrar el mayor de los amores al Padre[27] y a nosotros, que lo ejecutábamos. Lo que es escándalo y necedad para los hombres es, para quienes creemos y entendemos, signo de la congruencia interna de la revelación. A ninguna criatura se le habría ocurrido proponer como prueba de la divinidad de nadie la muerte, pero, como Cristo era inmortal[28], el que muriera es una prueba de su divinidad: sólo Dios puede morir sin que la muerte le devore ni lo someta, pues sólo quien da sin reservarse nada ni perder nada al dar, puede dar su propia vida sin dejar de ser Quien es. Y así nos lo dejó dicho: "cuando levantéis al Hijo del hombre, entonces sabréis que yo soy [Yahvé]" (Jn 8, 28); "y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todas las cosas hacia mí" (Jn 12, 32). El poder amoroso de Cristo sobre toda la creación emana de la cruz.

 

La resurrección, unida a la muerte, es la manifestación de ese poder divino que es el dar sin perder ni reservarse. Por supuesto, la resurrección es un milagro que ningún poder creado es capaz de producir, fuera del propio creador de la vida. Pero, como dije antes, Dios había querido obrar semejante milagro con la colaboración de algunos hombres, bien fueran profetas, como Elías, o apóstoles, como s. Pedro[29] o s. Pablo[30], de manera que la resurrección de Lázaro o la del hijo de la viuda de Naín no prueban por el mero hecho de ser milagrosas que Cristo fuera Dios, sino sólo que Dios estaba con Él. Naturalmente que, habida cuenta de que Jesús las hizo en nombre y con autoridad propios, sí muestran su divinidad, pero esto último requiere no sólo de una aguda inteligencia, sino, ante y sobre todo, de la iluminación del don de Dios para que concluya en un acto de fe en ella. Sin embargo, Cristo prometió a quienes se lo pedían, y se lo pedían mal, un signo inequívoco, un signo que ninguna criatura, ni tan siquiera en nombre de Dios, puede hacer, y ese signo es su muerte y resurrección. Lo irrebatible y singular de este signo radica en la diferencia entre resucitar a otro y resucitarse a sí mismo. Si resucitar es acción divina, y resucitar a otro es milagro que Dios puede obrar con la colaboración de alguna otra criatura, resucitarse a sí mismo sólo se puede hacer si el mismo que resucita es Dios.

 

Las objeciones que salen al paso de esta conclusión son diversas. La primera, la de los no creyentes, consiste en que si alguien tiene que resucitarse, entonces es que no es Dios, porque para resucitar hay antes que haber muerto, pero Dios es eterno; además, quien tiene poder para resucitarse tiene poder para no morir, pero si tiene poder para no morir, ¿qué falta le hace resucitar? Por tanto, aun admitida hipotéticamente la resurrección, resucitarse a sí mismo sería simplemente absurdo. –Aclaración: sin embargo, no existe tal absurdo, si se tiene en cuenta que Cristo, el Verbo encarnado, murió libremente, haciéndose primero mortal, después morituro, y finalmente muriendo a manos de los hombres, para redimirnos y sobreelevarnos a la condición de hijos de Dios. Si se margina el fin de la encarnación, entonces todo queda sin sentido: no se entiende la libertad de su muerte ni la conveniencia de su resurrección. Cristo, Dios hecho hombre, murió sólo en su naturaleza humana y yendo contra su extraordinaria naturaleza humana, por razón de su amor redentor divino-humano. Del mismo modo, Cristo resucitó sólo en su naturaleza humana y para resucitarnos a nosotros. No existe, pues, contradicción en que se resucitara a sí mismo: Cristo murió porque quiso y resucitó cuando quiso, pero no por razón de sí mismo, sino por razón de la muerte y resurrección de los hombres. Y tras la dificultad, véase ahora la congruencia: si la garantía de que Cristo pudiera resucitarse sin contradicción estriba en que Él murió porque quiso, entonces la muerte forma parte del signo, tal como nuestro Señor nos enseñó.

 

La segunda objeción es la que pueden poner algunos cristianos. En el Segundo Testamento se afirma innumerables veces que fue Dios, o el Padre, el que resucitó a Cristo. En consecuencia, Cristo no se resucitó a sí mismo, y, por eso, el signo no es especialmente irrebatible, sino como cualquier otra resurrección, las cuales, al depender del poder divino, son prueba suficiente de que Dios estaba con Él. –Aclaración: la primera parte de la objeción es verdadera, pero, en cambio, no es acertado la conclusión de que, si Cristo fue resucitado por Dios, entonces no resucitó por sí mismo. Los evangelios nos enseñan positivamente que Cristo resucitó por sí mismo y que, eso no obstante, fue resucitado por Dios. La conciliación es bien sencilla: si Cristo es Dios y hombre, su cuerpo fue resucitado por Dios y, a la vez, por sí mismo. Pero –podrían seguir repitiendo– en muchos pasajes se dice que fue resucitado por el Padre, no por el Verbo. La respuesta adecuada se puede leer en los evangelios: "tengo potestad para entregar la vida y volver a tomarla, éste es el mandato que he recibido del Padre" (Jn 10, 18). La resurrección de Cristo es voluntad del Padre, pero fue ejecutada por el Verbo, y –ha de añadirse– por el Verbo mediante su alma humana, pues es de advertir que así como en otras resurrecciones Dios ha querido servirse de hombres como intermediarios, en la resurrección de Cristo no existe intermediario alguno ni puede existir, dado que Él (Dios y hombre) es el mediador entre Dios y los hombres, entre el cielo y la tierra, entre el creador y sus criaturas. Se ha de decir, por tanto, que Cristo resucitó por voluntad del Padre, por el poder del Hijo y en el Espíritu Santo[31], pero mediante su propia alma, o sea, no viniéndole la nueva vida desde fuera, sino desde su Persona y a través de la plenitud de vida de su alma, que había sido entregada libremente y sin reservas al Padre. De nuevo aflora la congruencia: si Cristo murió porque lo quiso con su voluntad divina y con su voluntad humana, Cristo resucitó cuando lo quiso con su voluntad divina y con su voluntad humana, siendo ésta la que, por su ardiente deseo de amar corporalmente al Padre, abrevió el tiempo de su resurrección de tres días y tres noches a sólo tres días menguados, pues la voluntad humana de Cristo es voluntad del Verbo, plenamente acepta al Padre. La resurrección de Cristo no fue como ninguna otra resurrección anterior, pero no porque la de Lázaro o la del hijo de la viuda de Naín, etc., no fueran verdaderas resurrecciones, sino porque la vida que se le comunicó a su cuerpo muerto era la vida eterna ganada por su obediencia: mientras que los demás que resucitaron, lo hicieron para volver a morir, Cristo resucitó con un cuerpo inmortal, capaz de comunicarnos la inmortalidad corporal[32].

 

La muerte y resurrección de Cristo es la mayor de sus obras, la más poderosa de todas, y por eso Él la llamó el signo. En ella la divinidad y la humanidad obraron tan unidas que el Verbo traspasó a su humanidad el modo de amar divino, esto es, sin reservas, y su humanidad amó al Padre a imagen del amor con que el Padre la amaba, mostrando a toda la creación la insondable hondura del amar divino. Todas las obras de Cristo son teándricas, pero en su muerte y resurrección lo humano y lo divino quedaron hermanados, como la esposa y el esposo, de manera que su humanidad ya no ocultaría nunca más su divinidad, sino que su carne (antes velo) fue convertida en la vía nueva y viviente[33] para conocer la intimidad de Dios.

 

Pero existe aún, al menos, una última dificultad intrínseca. Desde luego, la visión del cuerpo resucitado de Cristo habría bastado para convencer a quien la tuviera, pero Cristo resucitado no se apareció más que a unos pocos. "Dios le dio el hacerse manifiesto no a todo el pueblo, sino a unos testigos predestinados por Dios, aquellos que comieron y bebieron con Él después de que resucitó de entre los muertos" (Hech 10, 40-41). Si Cristo dijo que se daría un signo a esta generación mala y adúltera, y ese signo fue su muerte y resurrección, ¿cómo es que su resurrección no fue dada a conocer a los escribas y fariseos, que se lo habían pedido?, ¿cómo es que no se dio a conocer por lo menos a todos los que conocieron su muerte? La resurrección de Cristo fue conocida directamente por unos cientos de personas nada más. Pero entonces, ¿qué tipo de signo o prueba es éste, que no es asequible a todos? Algo parecido le preguntó el apóstol Judas (no el Iscariote) al Maestro: "Señor, ¿qué ha ocurrido para que te manifiestes a nosotros y no al mundo?" (Jn 14, 22)[34]. Tal pregunta está motivada por la declaración de Cristo de que Él se manifestará a los que guardan su palabra, pues éstos son los que le aman. Está claro, pues, que Nuestro Señor prometió manifestarse a los que hicieran lo que Él dice, o sea, a los que le amaran. Por eso, la respuesta del Maestro a Judas insiste en que los que le aman, los que cumplen sus mandatos, son amados por el Padre y por el, siendo inhabitados por la Trinidad, y añade que, cuando les sea enviado el Espíritu Santo, éste les hará entender todo y les sugerirá lo que Él tiene que decirles, completando así su manifestación.

 

Es, en consecuencia, imprescindible dejarse enseñar por el Espíritu Santo, que obra en la Iglesia, y aplicar toda nuestra atención al misterio. Por lo pronto, ahora empezamos a entender que, en verdad, Cristo se negó a dar la prueba que le pedían los escribas y fariseos: a ellos no les fue concedida directamente esa prueba, porque "(Dios) es hallado por los que no le tientan, se aparece a los que no le son infieles..., pero a los que ponen a prueba su poder los confunde" (Sab 1, 2-3). Sigamos, pues, prestando atención al misterio.

 

Sin duda, la muerte y resurrección fue un signo en sí absolutamente innegable para todos los que pudieron verlo morir y verlo resucitado. Tan tangible y comprobable fue, que cuando Tomás dudó, Cristo le dejó meter las manos en sus llagas, esto es, hacer experiencia incluso táctil de la resurrección de su cuerpo. Hacer experiencia es presenciar, objetivar, en este caso hasta sensorialmente. Todo el que hubiera presenciado o presenciare el cuerpo muerto y resucitado de Cristo habría quedado o quedará convencido de modo igualmente irrebatible. Pero Cristo no quiso que todos lo presenciaran inmediatamente, ¿por qué? Por razones divinas, no humanas. Redimir es algo mucho más complejo que vencer o convencer. Ante todo, Dios, que nos creó sin nosotros, no nos justifica sin nosotros, como dijo s. Agustín[35]. En los planes divinos los signos no vienen a suplantar la fe, sino a consolidarla, a refrendarla, o, en su caso, y acompañados de la gracia, a suscitarla. Por eso, la resurrección como signo dado por Cristo a sus discípulos no eliminaba la fe. A Tomás, que no había creído que Jesús hubiera resucitado, le dijo nuestro Señor: "porque me has visto has creído, bienaventurados los que no vieron y creyeron" (Jn 20, 29). ¿Cómo puede decir nuestro Señor "porque me has visto has creído", si lo que se ve no se cree?[36]. Quizás pueda ilustrarnos aquí lo que sugiere el Espíritu Santo mediante s. Pablo en la segunda Carta a los Corintios: "las cosas que se ven son temporales, las cosas que no se ven son eternas"[37]. La visión y la experiencia táctil del cuerpo resucitado de Cristo son una prueba irrefutable para saber que está vivo[38], pero no eliminan la fe en lo que no se ve, a saber, la fe en la divinidad de la persona que ha resucitado. Por eso, lo que confiesa Tomás es Señor mío y Dios mío (v.28), o sea, la divinidad de Cristo, Dios y hombre: toca el cuerpo vivo, cree en la divinidad de su persona. Una indicación semejante se encuentra en las palabras de nuestro Señor resucitado a María de Magdala: noli me tangere, nondum enim ascendi ad Patrem (Jn 20, 17). No son estas palabras una prohibición de ser tocado, cosa que sabemos hizo Tomás e hicieron las santas mujeres[39], sino una exhortación a la fe: ¡cree, en vez de tocar!, no quieras hacer experiencia sensible de mi resurrección, pues lo que ves no es la manifestación definitiva de mi gloria, sino que aún no he ascendido al Padre[40]. Que Cristo se vaya al Padre implica, por un lado, la glorificación perfecta de su humanidad, y, por otro, la pérdida de su visión para los discípulos, la vuelta al estado de fe pura que debían haber tenido durante el triduo de su muerte, y que ahora han recuperado. Los apóstoles no tuvieron que creer en la resurrección tras ver, oír y palpar a Cristo vuelto a la vida, pero sí en su divinidad.

 

Ciertamente la resurrección, cuando sea plenamente mostrada, convencerá de la divinidad por sí misma, pero Cristo quiere que para los apóstoles sea todavía medio de fe más bien que conocimiento pleno, es decir: que sólo sirva para reforzar y aumentar la fe. No cabe duda de que las apariciones del resucitado no sólo son una prueba irrefutable de que Cristo ha vuelto a la vida, sino también de que cuanto ha dicho es verdad, y, por lo tanto, inducen racionalmente a creer en la divinidad de Cristo, pero creer es siempre un don de Dios, porque la fe va más allá de lo que ve. No olvidemos que nuestro Señor había advertido: "Si no oyen a Moisés y a los profetas, no creerán ni aunque alguien resucite de entre los muertos" (Lc 16, 31), es decir: la resurrección como signo de la divinidad –antes de la consumación– requiere de la fe, requiere abrir el oído y el corazón a la revelación de Dios. ¿Cómo es posible que la resurrección, que es la manifestación completa del signo, no produzca la fe en quien la conoce? Pues porque la resurrección a la que aluden esas palabras de Cristo es una resurrección que no muestra la luz del cuerpo glorioso, bien porque se trata de la resurrección de alguien que es devuelto a esta vida para morir otra vez, bien porque, aun siendo la resurrección a la vida eterna, como es el caso de la de nuestro Señor, todavía no la muestra en todo su poder y esplendor. El cuerpo resucitado de Cristo no se les presentó a los discípulos en el pleno resplandor de su gloria, de la gloria divina que ya tenía, con el fin de que los apóstoles pudieran seguir creyendo y no pasasen directamente a la consumación de los tiempos. Entonces, al final, cuando resplandezca la humanidad resucitada de Cristo, y en ella la divinidad de su persona, ya no habrá fe, sino conocimiento cara a cara: el signo se habrá hecho trasparente y mostrará a través de la carne, muerta y resucitada, al Dios que en ella se encarnó. Pero entonces el signo será la piedra de toque del juicio: los que hayan creído en él no serán juzgados, los que no, ya lo estarán (Jn 3, 18), pues odiarán su luz.

 

Si Cristo hubiera manifestado su cuerpo resucitado en la plenitud de su realidad, no sólo los apóstoles, sino todos habrían sido convencidos, pero la fe se habría hecho imposible. Cristo habría triunfado nada más resucitar. Pudo hacerlo, mas también lo habría podido hacer sin morir ni resucitar, simplemente dejando que su cuerpo mostrara en vida la gloria que mostró en el Tabor, la que le correspondía como cuerpo del Verbo. Pero Cristo no había venido a vencer ni a convencer, sino a salvar a los hombres sin desechar su debilidad ni su dureza de corazón, antes bien, convirtiéndolos y haciéndoles creer activamente en Él.

 

Cristo se apareció a los que habían subido con Él de Galilea a Jerusalén (Hech 13, 30-31). Por lo tanto, las apariciones de Cristo resucitado tienen como fin reconstituir y consolidar la fe de los escandalizados discípulos. Por eso no se nos dice que se apareciera especialmente a María Santísima, que había sido la única cuya fe inquebrantable había mantenido encendidas en la hora de las tinieblas las doce estrellas sobre su cabeza: ella creyó firmemente que su Hijo resucitaría tal como lo había predicho, y no tuvo necesidad de aparición[41], le bastó con sentir en sus entrañas y en su corazón la vuelta a la vida del cuerpo de su Hijo, para saber, como coronación de su fe, el instante preciso y adelantado en que resucitó[42]. Y puesto que las apariciones iban destinadas a restaurar y robustecer la fe de los discípulos, Cristo quiso mostrarse resucitado (casi[43]) sólo a los que, habiendo creído en Él mientras vivía en la carne, habían pasado la terrible prueba de verlo morir, y así habían sufrido la tentación de perder su fe, tentación que, sin embargo, nunca superó al amor que le tenían. En cambio, no quiso mostrarse a nadie que, habiéndolo conocido en cuerpo mortal, no hubiera creído en Él ni lo hubiera seguido.

 

Así que la visión del cuerpo resucitado no eliminó la fe, sólo la consolidó. Es importantísimo darse cuenta de que esa no eliminación de la fe implica que el signo no sólo es histórico, es decir, sucedió dentro de la historia, sino que se muestra también histórica o escalonadamente: al principio a unos pocos, y de tal manera que no eliminaba su fe, después –por la predicación de los apóstoles– a muchos, también sin eliminar su fe, y, al final, se revelará completamente a todos, de tal manera que los que hubieren creído pasarán a verlo directamente, y los que no hubieren creído quedarán cegados para siempre por su resplandor. Cuando el signo se muestre por entero, la historia quedará consumada[44].

 

Según esto, el signo está todavía por manifestarse en toda su plenitud y a todos los hombres, vivos y muertos. Por donde, bien considerado lo precedente, se entenderá que las apariciones de Cristo tras su resurrección son sólo un adelanto de su parousia, o sea, se entenderá que el signo que vieron los apóstoles es, a su vez, signo de lo que habrá de ocurrir al final de los tiempos. Y como lo que ocurrirá al final será que unos vean y otros queden cegados, así es congruente que al final de su primera venida Cristo se mostrara a los que creían en Él, pero no a los incrédulos. Existe, por tanto, una congruencia interna en el recato de la manifestación del signo: sólo debía manifestarse a los que creían o estaban dispuestos a creer, porque esa manifestación estaba destinada a facilitar la fe, no a substituirla.

 

Pero, además, es que la redención es infinitamente más rica en los planes de Dios de lo que podemos comprender. Al manifestarse resucitado sólo a unos cientos de personas, Cristo quiso no sólo reavivar la fe de sus discípulos, sino asociarlos positivamente a su misión redentora. Ya lo había dicho antes de la pasión: "vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis tentaciones, y yo os entrego el reino como a mí me lo entregó el Padre (Lc 22, 28-29). Se trata de la sobreabundancia de la gracia, que no sólo nos repara o salva, sino que nos convierte en hijos de Dios, en colaboradores de la venida de su reino. Al irse a los cielos, los apóstoles y demás discípulos, que habían visto a Cristo muerto y resucitado, fueron asociados al signo, quedaron constituidos en testigos y fedatarios históricos de su resurrección, pues la resurrección de Cristo aconteció históricamente, lo mismo que su muerte. De este modo, el testimonio de la resurrección dado con la palabra y las obras de los apóstoles y discípulos entró a formar parte del propio signo que es la muerte y resurrección. ¿Qué significa eso? Pues que la Iglesia es apostólica por voluntad de Cristo[45]. Dios eligió a unos pocos, para que por su testimonio y su fe fueran padres de la fe de otros muchos: los demás no fueron excluidos, sino invitados a creer mediante el testimonio de la fe confirmada de los apóstoles. Nuestro Señor no sustrajo, pues, por completo el signo a los escribas y fariseos, sino que lo puso a su alcance sólo mediante el testimonio de los primeros discípulos[46].

 

En efecto, tras la resurrección, nuestro Señor les dijo a los discípulos: "porque así estaba escrito y así convenía que el Mesías padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día, y que se predicara en su nombre la penitencia y el perdón de los pecados a todas las gentes, empezando por Jerusalén, vosotros sois testigos de esto" (Lc 24, 46). Y para que no quedara duda al respecto, antes de subir a los cielos, les aclaró: "no os toca a vosotros saber los tiempos o momentos que el Padre ha puesto en su poder, pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis testigos míos en Jerusalén, en Judea y hasta el confín de la tierra" (Hech 1, 7). Así que los discípulos y, en especial, los apóstoles[47] fueron constituidos por Cristo en testigos suyos, testigos de la historicidad de su muerte y resurrección a todos los hombres. El signo, por tanto, ha sido ahora encomendado y condicionado al testimonio de los testigos predispuestos por Dios, de manera que sólo venimos a saber de él por el intermedio de la predicación apostólica[48].

 

Ahora bien, al convertir a los apóstoles en testigos del signo, ellos quedaron vitalmente asociados a él, de tal manera que con su palabra y sus obras, ellos pasaron a formar parte del signo: lo que dicen y lo que hacen los apóstoles es testimonio de la muerte y resurrección de Cristo, las cuales llegan a nosotros por su medio[49]. En este sentido, los apóstoles han sido convertidos en fundamentos de la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén[50], en unidad con el único fundamento sobre el que todo se cimienta[51], la piedra angular, Cristo. En virtud de haber sido testigos vivos de la muerte y resurrección y, mediante ellas, haber consolidado su fe en la divinidad de Cristo, los apóstoles han sido constituidos en fundamento de la Iglesia.

 

De modo semejante, también los que hemos creído por la mediación del testimonio apostólico hemos sido incorporados al signo como testigos suyos en la fe[52]. Nótese que, cuando nuestro Señor dijo a Tomás: "bienaventurados los que no vieron y creyeron", se estaba refiriendo a los que creen en su muerte y resurrección sin haber sido testigos presenciales de ella, sino por haber creído en el testimonio de los apóstoles. Y los llama bienaventurados. Las bienaventuranzas son la noticia buena, la característica del evangelio, y siempre revelan una gracia insospechada del reino de Dios: su proclamación en el Sermón de la montaña nos revela los dones básicos del reino de Dios (pobreza de espíritu, mansedumbre, sufrimiento, hambre y sed de justicia, misericordia, limpieza de corazón, amor a la paz, persecución por el reino)[53]; a s. Pedro, Cristo lo llamó bienaventurado porque no había sido la carne ni la sangre, sino el Padre, quien le había revelado la divinidad de Cristo[54]; en términos absolutos, Cristo dijo que es más feliz dar que recibir[55], o sea, que es superior y más propio del reino el dar que el recibir. Las bienaventuranzas son las bendiciones traídas por el reino de Dios, pero que llegan a ser nuestras sólo merced a la muerte y resurrección de Cristo, que con su gracia las ha puesto a nuestro alcance. Pues bien, la última de las bienaventuranzas que pronunció Jesús –tras su muerte y resurrección– fue la arriba referida: bienaventurados los que no vieron y creyeron. Es, pues, un don especial de la muerte y resurrección de Cristo el suscitar la fe en los que no le conocieron sensiblemente, ni en carne mortal ni resucitado, pero ese don nos llega sólo por la predicación y el servicio (sacramental) de los que le conocieron corporal y sensiblemente y fueron testigos de su muerte y resurrección históricas, así como por el testimonio del Espíritu Santo que da Dios a cuantos le obedecen[56], el cual nos congrega en una Iglesia, humana y divina.

 

El reino de Dios es como un grano de mostaza, que siendo la menor de las semillas, cuando se hace grande es mayor que todas las hortalizas y se hace un árbol, en cuyas ramas anidan las aves del cielo[57]. Dios ha querido que su reino crezca desde su simiente (Cristo) hasta toda la humanidad, pero entreverado con la historia humana, paso a paso. La posposición temporal de la manifestación del signo permite que todos los creyentes en Cristo seamos también incorporados a Él, en la forma de Iglesia apostólica.

 

La Iglesia es testigo del signo y forma parte del signo. Por su apostolicidad, o sea, por su fidelidad a la doctrina, sacramentos y preceptos de Cristo trasmitidos por los apóstoles, la Iglesia certifica la fe y la vida de éstos, a la par que la trasmite, y se suma a la confesión de que, por su muerte y resurrección, Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre[58], quedando así incluida en el signo como prosecución suya en el tiempo. Pero, además, puesto que fue tras su muerte y resurrección cuando Él prometió permanecer con nosotros hasta la consumación de los tiempos[59], ya su mera existencia es también signo de la divinidad de su fundador: la supervivencia de la Iglesia a través de los siglos, y a pesar de las acechanzas del maligno, de la debilidad de los hombres, así como de lo humanamente incomprensible de sus propuestas, es signo directo de la victoria de Cristo sobre todos los poderes de este mundo, sobre todas las impotencias humanas, y sobre los límites de nuestra inteligencia.

 

También es signo, la Iglesia, por su unidad. Cristo murió una sola vez[60], y resucitó para la vida eterna, de manera que hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo[61], y, en consonancia con eso, no existe más que un solo Espíritu y un solo cuerpo, o sea, una Iglesia. El Señor, en su oración sacerdotal, pidió expresamente por los que creyeran en él mediante la predicación de aquellos que el Padre le había dado y Él había guardado, y pidió para que todos fuéramos uno, como Él y el Padre son uno, a fin de que el mundo crea en su divinidad[62]. Por tanto, la unidad de la Iglesia es signo de la divinidad de Cristo y forma parte del signo de su única muerte y resurrección. El escándalo de la separación de otras iglesias vela, pero no quiebra, el testimonio de unidad de la Iglesia apostólica, edificada sobre la autoridad de aquel a quien Cristo dio el nombre de Piedra[63]. Ese escándalo tan sólo muestra que la perseverancia en la unidad es obra y don del que permanece en ella y con ella, no mero producto del afán de los hombres, y por eso es signo del resucitado.

 

La santidad de la Iglesia es otra manera suya de ser signo. "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48), es un precepto de Cristo, que ya había sido adelantado en el Primer Testamento[64], pero en cuyo respecto se cuidó Él de aclarar con su palabra y de mostrar con su pasión y muerte que la perfección del Padre se nos hace imitable en su misericordia y su perdón[65]. Sólo pidiendo perdón y perdonando, alcanza la Iglesia militante su perfección, y, al hacerlo, ella se convierte en signo de la muerte y resurrección de Cristo, revelación de las entrañas de misericordia de Dios. Para asociarnos a esas entrañas de misericordia en las que reside nuestra única perfección posible, de la cruz de Cristo fluyen los sacramentos, que, administrados por los apóstoles y sus sucesores, nos inundan de la perfección del signo: recibir con fe los sacramentos hace ser, a los que viven de su gracia[66], signos del signo.

 

Por último, la Iglesia es signo por su catolicidad: "amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 13, 34-35), en esto conocerán que sois mis discípulos. Pero cuando el amor no es mutuo, siempre cabe amar bendiciendo al que no nos ama, como nos recomienda s. Pablo: "bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis" (Rom 12, 14)[67]. La catolicidad es la disposición a bendecir incluso a los que nos persiguen; pero si hemos de bendecir hasta a los que nos persiguen, entonces hemos de bendecir a todos: la catolicidad es la apertura a todo hombre que busca la verdad, la disposición a hacer buenas obras junto con cualquiera que rectamente lo intente, la compatibilidad de corazón y de obra con todos los hombres de buena voluntad. Cristo nos dio ejemplo de ella expresamente en la cruz, pidiendo el perdón para quienes lo matábamos, abriendo las puertas del cielo a quienes morían con Él, sufriendo calladamente a los que le desafiaban, ofendían, menospreciaban y torturaban: "quien cuando era maldecido, no respondía con maldiciones; padeciendo, no amenazaba, sino que se ponía en manos del que juzga justamente" (1 Pe 2, 22-23). Bendecir siempre, sin maldecir a nada ni a nadie, es ser signo del signo, o sea, herederos de la bendición[68] de Cristo.

 

De todas estas maneras da la Iglesia testimonio de la muerte y resurrección de Cristo, y al hacerlo forma ella parte del signo, mostrándolo firmemente creíble. Como se deduce de lo expuesto, formar parte o ser signo del signo equivale a ser asociado a la muerte y resurrección de Cristo. Gracias a que la Iglesia forma parte del signo, al final de los tiempos la gloria de la muerte y resurrección de Cristo brillará en su Cuerpo místico, constituido como la Jerusalén celestial. Mientras tanto, la Iglesia militante forma parte del signo sólo en cuanto que éste no se ha manifestado todavía plenamente ni a todos, y, por tanto, como certificación del mismo por medio de la fe, la esperanza y la caridad vivas de los creyentes.

 

Precisamente el habernos incluido en el signo es, a su vez, congruente con el signo: puesto que Cristo murió y resucitó por y para nosotros, convenía que la manifestación del prodigio de su muerte y resurrección contara también con nosotros, o sea, se realizara de manera que la trasformación de nuestra vida y de nuestra muerte pudiera ser testimonio del acontecimiento que ha trasformado la historia. Esa congruencia entre lo que hace –morir y resucitar históricamente– y cómo lo hace –mostrándose, de modo condescendiente y misericordioso[69], durante la historia, y de modo justo e inapelable, acabados los tiempos[70]– es prueba adecuada de la paciencia y sabiduría divinas de Cristo, que no tiene prisas en vencer, sino que da oportunidad a todos los hombres para creer[71]. 

 

En resumen, los signos son las obras portentosas que demuestran a los hombres el poder, la voluntad y la presencia de Dios en la historia, de manera que el signo es aquel portento extraordinario que prueba el poder, el designio y la presencia divinos con que Cristo obró y obra históricamente nuestra salvación. Todo signo humano indica algo distinto de lo que se ve, pero, cuando el signo proviene de Dios, remite a lo escondido y misterioso, sirviendo de intermediario entre Él y nosotros, por eso el signo es, todavía, asunto de fe. Pero cuando la cruz aparezca en el cielo, es decir, cuando el signo por antonomasia se haga manifiesto por sí mismo a todos, cuando muestre sin reservas la divinidad que en él obra, entonces ya no remitirá a lo escondido y misterioso, ya no será objeto de fe: él se convertirá en el criterio del juicio, en aquella presencia luminosa e irrebatible de la divinidad en el mundo, que, como la sangre del cordero[72], salvará a los que lo lleven en su frente[73], y hará huir a las tinieblas exteriores a los que no lo lleven.



[1] Jn 20, 30-31.

[2] Lc 24, 25.

[3] Jn 20, 25.

[4] Si hubiera sido así, habría accedido a la petición, como hizo con el régulo (Jn 4, 48-50).

[5] Jn 2, 18; Mt 21, 23.

[6] Lc 4, 32; Jn 7, 46.

[7] Mc 1, 27.

[8] Mt 9, 6; Mc 2, 10; Lc 5, 24.

[9] Hoy día se cuestionan, por falta de fe, muchos de los milagros obrados por nuestro Señor. Algunos denominan, por ejemplo, a la resurrección de Lázaro reanimación,  basándose en que el verbo utilizado ( v==egei,rw) es distinto del usado para la de Cristo ( =ani,stemi) y tiene una gran variedad de sentidos, que van desde levantar a erigir, pasando por despertar, entre otros. No tienen en cuenta que en el Segundo Testamento cuando el primer verbo aludido está referido a los muertos, ambos son sinónimos, como puede comprobarse fácil y abundantemente (Hech 3, 15; 4, 10; 5, 30, etc.). Olvidan, además, que, según nos enseñó Él, la muerte es un sueño.

[10] Jn 2, 2.

[11] Jn 3, 11-12.

[12] Ibid., vv. 13-18.

[13] Lc 24, 19.

[14] Mt 16, 17.

[15] Jn 6, 65 y 68-69.

[16] De s. Juan Bautista, el que confiesa no ser digno de desatar la correa del calzado de Cristo (Mc 1, 7), dice nuestro Señor que es más que un profeta (Mt 11, 9), ¡cuánto más no será Él!

[17] Lc 11, 31-32.

[18] Jn 8, 53-58.

[19] Mt 19, 8-9.

[20] 1 Reyes 17, 22; 2 Reyes 2, 19; cc. 4-7.

[21] Mt 5, 7-48; 12, 8.

[22] Nótese que Andrés y otro discípulo, además del discípulo amado, descubrieron que Cristo era el Mesías por el testimonio de Juan el Bautista (Jn 1, 36-41). Pero ellos tampoco tenían por entonces una idea clara de Quién era el Mesías.

[23] Jn 7, 50; 19, 39.

[24] Lc 11,16.

[25] Isa 7, 11-14.

[26] Es de notar que Cristo con la referencia a Jonás parece prometer que va a estar tres días y tres noches muerto, pero aunque Él estuvo tres días mal contados, no estuvo tres noches muerto. El sentido de esta predicción, lo mismo que la que se refiere al Templo (Jn 2, 19), es que en no más de tres días y tres noches resucitaría. El acortamiento de ese plazo forma parte también de los planes divinos: es una manera de revelarnos que Dios tiene en cuenta la afectividad humana.

[27] "Para que el mundo conozca que amo al Padre y que tal como me mandó así obro, levantaos, vámonos de aquí" (Jn 14, 31). La pasión y muerte de Cristo es el signo de su obediencia y amor al Padre.

[28] Nótese que el que muere es el Verbo (encarnado) en su naturaleza humana, y el Verbo posee, como el Padre, la inmortalidad (Cfr. 1 Tim 6, 16).

[29] Hech 9, 40.

[30] Hech 20, 10.

[31] Rom 8, 11.

[32] 1 Co 15, 53-57. El problema de los santos que resucitaron al morir Cristo (Mt 27, 52-53) es otro: si Cristo es el primogénito de los muertos (Col 1, 18; Apoc 1, 5), ¿cómo es que hubo santos del Primer Testamento que resucitaron antes que él? Sin pretender responder aquí a esa cuestión y, menos aún, desvelar el misterio, lo cierto es que, si resucitaron para la vida eterna, como parece, tales resurrecciones de santos son consecuencia inmediata de la muerte de Cristo, por lo que nos certifican que la resurrección de nuestro Señor habría sido inmediata a su muerte, de no haber mediado una posposición voluntaria de la misma por Su parte, en atención a los hombres que habríamos de creer en Él y de aguardar, tras la muerte, una resurrección al final de los tiempos. Fue la voluntad de Cristo la que interpuso el paso de un tiempo entre su muerte y su resurrección, que, por lo demás, aquellos santos también habían experimentado.

[33] Heb 10, 20.

[34] Ya sus parientes le habían insinuado que era conveniente que se manifestase con sus milagros al mundo, pero el evangelista aclara que ni ellos creían en Jesús (Jn 7, 4-5).

[35] "Qui ergo fecit te sine te, non te justificat sine te" (Sermo 159, c. 11, PL 38, 922).

[36] Rom 8, 24: spes autem quae videtur non est spes, nam quod videt quis quid sperat?

[37] 2Co 4, 18: non contemplantibus nobis quae videntur, sed quae non videntur, quae enim videntur temporalia sunt, quae autem non videntur aeterna sunt

[38] Las apariciones de Cristo resucitado a los discípulos eran una prueba irrefutable de que estaba vivo, tal como nos enseña el Espíritu Santo por s. Lucas: "a los que también se presentó a sí mismo vivo después de su pasión con muchas pruebas, dejándose ver por ellos durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios" (Hech 1, 3).

[39] Mt 28, 9.

[40] Jn 7, 39: "non enim erat Spiritus quia Iesus nondum fuerat glorificatus". La glorificación del cuerpo de Cristo es su ascensión a los cielos y precede a la venida del Espíritu Santo.

[41] Digo que no tuvo necesidad de aparición, no que no se le apareciera Cristo, porque sin duda a ella también se apareció resucitado –al menos, cuando su Hijo se mostró a los quinientos discípulos (1 Co 15, 6), o antes de subir al cielo–, para colmarla de gozo, premiando su fe.

[42] Llama la atención que nuestra Madre, que había estado al pie de la cruz, cuando otras mujeres y conocidos estaban a bastante distancia, no acudiera al sepulcro con las santas mujeres al amanecer del día primero de la semana. Es obvio que eso no se debió a meras razones humanas (tristeza, cansancio, costumbres), sino a que ella ya conocía la resurrección de su Hijo. Pero ella, jugando su papel de Madre de la Sabiduría, no se lo dijo a las otras mujeres, sino que las animó a ir con presteza al sepulcro para que por sí mismas vieran al Resucitado.

[43] El «casi» alude a la única excepción que conozco, a saber, la de s. Pablo (1 Co 15, 8). Pero s. Pablo no conoció a Cristo en carne mortal, y por eso su milagrosa aparición, acompañada de la gracia, obró en él la conversión y la fe. Nótese, empero, que la aparición de Cristo a s. Pablo lo cegó en principio, y sólo por un nuevo don Suyo, obrado con la mediación de otros testigos, se convirtió en fe apostólica. Naturalmente, esto es excepcional, o sea, esto sólo lo ha hecho Cristo con s. Pablo, quizás para enseñarnos que muchos de los que persiguen a su Iglesia serán rescatados por el poder de la cruz y convertidos en adalides de la misma.

[44] Mt 24, 30: "et tunc parebit signum Filii hominis in caelo, et tunc plangent omnes tribus terrae et videbunt Filium hominis venientem in nubibus caeli cum virtute multa et maiestate".

 

[45] Quienes niegan la apostolicidad de la Iglesia han de negar por necesidad lógica la historicidad de la resurrección de Cristo, así como su divinidad.

[46] Lo que se ha dicho sobre s. Pablo en una nota anterior es una prueba de ello. S. Pablo era fariseo (Fil 3, 5), hijo de fariseos (Hech 23, 6), y aunque Cristo lo derribó del caballo, hubo de creer también por las obras (Ananías) y el testimonio de otros cristianos. Su excepcionalidad estriba en que recibió directamente de Cristo la revelación del evangelio (Gal 1, 11-12), pero hubo de someterla a la autoridad de los apóstoles, no fuera a estar corriendo en vano (Gal 2, 2).

[47] Hech 1, 22.

[48] Que la predicación apostólica tuviera como centro la muerte y la resurrección de Cristo es algo patente en los escritos neotestamentarios. Hoy parece claro que incluso el primer núcleo de los escritos evangélicos estuvo constituido por la narración de la pasión, muerte y resurrección del Señor.

[49] Esta aclaración debería eliminar toda reiteración del problema antes indicado. Ya no tiene sentido volver a objetar: pero, siendo así, si el signo visto por los apóstoles no eliminó su fe, sólo la confirmó, entonces ¿por qué se reveló de esa manera sólo a unos pocos y no a todos? La respuesta está ya dada: porque Cristo quiere que dependamos del testimonio de fe viva de otros, para que así podamos todos ser incluidos en el signo, unos de un modo y otros de otro. Ser incluidos en el signo es tomar parte activa en la muerte y resurrección de Cristo. La aparición del resucitado a los apóstoles tiene sentido no sólo para ellos, sino para los que a través de su testimonio habíamos de creer en Cristo. La elección divina es personal, pero es elección para el servicio a otros, no para la autosatisfacción.

[50] Apoc 21, 14: "et murus civitatis habens fundamenta duodecim et in ipsis duodecim nomina duodecim apostolorum agni"; cfr. Ef 2, 20: "superaedificati super fundamentum apostolorum et prophetarum ipso summo angulari lapide Christo Iesu".

[51] "Fundamentum enim aliud nemo potest ponere praeter id quod positum est qui est Christus Iesus", (1Co 3, 11).

[52] Ef 2, 19-22; 4, 11-16; 1 Pe 2, 4-5.

[53] Mt 5, 3 ss.

[54] Mt 16, 17.

[55] Hech 20, 35.

[56] Hech 5, 32.

[57] Mt 13, 31-32.

[58] Fil 2, 11.

[59] Mt 28,20; Jn 1, 42.

[60] Heb 9, 28.

[61] Ef 4, 5.

[62] Jn 17, 20-21.

[63] Mt 16, 18.

[64] Lev 19, 2.

[65] Mt 5, 44-48; Mc 11, 25.

[66] Gal 2, 19-21.

[67] El justo merecedor de las bendiciones humanas es Dios, pero, dado que los hombres han sido hechos a semejanza de Dios no podemos bendecir a Dios y maldecir a los hombres (Sant 3, 9-10), y, mucho menos, después de que Cristo toma como hecho a Él lo que hagamos a sus hermanos (Mt 25, 40).

[68] 1 Pe 3, 9.

[69] En consonancia con su entrega total en la muerte, Cristo respeta, primero, nuestra debilidad moral e intelectual, mediante el perdón y la gracia de la fe.

[70] En consonancia con el triunfo de su resurrección, Cristo mostrará, al final, su signo con tal contundencia y claridad, que separará para siempre a los que aman la luz (del signo) de los que la odian (Jn 3, 17-21).

[71] 2 Pe 3, 9; Heb 10, 13.

[72] Ex 12, 13.

[73] Apoc 9, 4.